El mundo oculto del Espejo [S...

By monicadcp10

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¿Conocéis a los vampiros? ¿Habéis escuchado sus historias? Bien. Porque este cuento no va de los vampiros que... More

[Adelanto]
Adiós, Neptuno
Conversión
El Espejo
El rey
Primera toma
¿Por qué a mí?
Asskiv
El diario
Primera Luna llena
Cárcel
Descendencia
Sed de sangre
Liberación
Poder vampírico
Reina
ESPECIAL - Día del Libro (23 de abril)
Proposición
Contrarreloj
Gota de sangre
Sedientos
Hipnosis
Una lección para el maestro
El anillo
Nolan
Lágrimas de diamante
La carta
Confesiones
Despedida
Incógnitas
Luna de sangre
Nadie podrá
Sin poder vampírico
Duelo
Tigres
La disculpa tardía
Padre
Epílogo
AGRADECIMIENTOS

Prólogo

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By monicadcp10


Mi reflejo me miraba desde el otro lado del espejo como todas las mañanas. Aquellos ojos negros como la oscuridad misma me devolvían la mirada, silenciosos, inteligentes, fieros. Un contraste perfecto con mi piel blanca como la porcelana, típico de todos los habitantes del planeta Neptuno. Mi planeta, mi lugar de origen, mi hogar. Supongo que todos llegamos a pensar que nuestro sitio de nacimiento es el mejor, pero yo no exageraba al afirmar que aquel era el mejor de todos los planetas conocidos de la Vía Láctea. Un único y gigantesco mar, solo interrumpido por dos islas. Incomparable con los pobres charcos de la Tierra. Sus acantilados, su clima húmedo y frío, sus pocas horas de luz al día... Absolutamente maravilloso.

—¿Qué haces ahí parada? ¿Otra vez soñando despierta?

En la parte izquierda del espejo había aparecido un enorme lobo de pelaje tan negro como mis ojos, patas fuertes y ojos amarillos, los cuales se clavaban en los míos, casi tocando mi alma, queriendo descubrir mis secretos. Salvo que, claro está, yo se los contaba todos.

—Buenos días, Ámarok. Debería irme ya.

Aquel feroz animal de aspecto peligroso era mi mejor amigo: Ámarok. Un lobo de gran tamaño con el que podía comunicarme a voluntad debido a uno de mis dones: la comunicación con los animales. Dependiendo de la inteligencia de los animales, aquellas conversaciones eran más o menos complicadas y más o menos interesantes. Sin embargo, aquel lobo era muy especial, ya que hablar con él me resultaba tan sencillo y tan necesario como respirar. Me había acostumbrado tanto a su compañía que su ausencia causaba estragos en mi persona.

Pero ese no era el único aspecto a destacar del lobo. Mi madre y yo lo habíamos encontrado en la Tierra, en una de las excursiones pertinentes para conocer el planeta con vida más cercano al nuestro. Estaba en unas montañas, solo y muerto de frío y hambre. Nada más verlo, en el instante en que sus ojos amarillos cargados de tristeza habían conectado con los míos, lo había sabido: estábamos hechos el uno para el otro. Y mi madre también debió de pensar lo mismo, porque me ayudó a cogerlo, a pesar de que era solo un lobezno por aquel entonces, como yo, y entre las dos lo metimos en la nave. Desde entonces, Ámarok había crecido a la par que yo y parecía no dejar de aumentar de tamaño cada año. Insólito, según los sanadores de mi planeta. Ni siquiera podían determinar la edad del lobo ni cuánto le quedaba de vida.

—Sus células son únicas —había dicho uno de ellos—. Si no fuera porque es imposible, me atrevería a decir que es un lobo inmortal.

Imposible o no, la verdad era que Ámarok no me había abandonado desde entonces. Muchas veces había hablado con él de aquella noche en la que lo había encontrado y de sus recuerdos anteriores, pero era inútil. Ni siquiera recordaba si tenía nombre, por lo que yo le puse uno.

Date prisa —me urgió—. No querrás llegar tarde, ¿verdad?

Tras sujetar mi pelo negro, largo y liso en un moño bajo, tomé mi bolso y salí de mi habitación seguida del lobo. Como todas las mañanas, mi madre dormía plácidamente en su dormitorio hasta la hora de la comida. Como miembro importante del ejército, ella trabajaba de noche. Miré la puerta de madera robusta que daba a su cuarto y esbocé una pequeña sonrisa. Cuando regresara, ella estaría haciendo la comida, como siempre.

—Hasta luego, Ámarok —me despedí mientras abría la puerta para salir al exterior.

Que tengas un buen día.

Los débiles rayos del sol tocaron mi piel cuando abandoné la casa. Nuestra vivienda estaba situada a las afueras de un pueblo denominado D12: D porque el nombre de la región empezaba por esa letra y 12 porque era el duodécimo pueblo de Dona (mi región) empezando por el norte. No nos complicábamos con nombres largos ni elaborados como en el planeta Tierra, pero tampoco éramos tan simples como el planeta Nívelor, el cual no poseía nombres para casi nada. Una lengua un poco difícil de entender y aún más complicada de aprender.

Nuestra casa estaba rodeada por un gran campo de hierba que iba aumentando de altura conforme uno se alejaba del edificio. Un camino de tierra conectaba nuestro hogar con el pueblo D12. A diferencia de los humanos, los neptunianos odiábamos profundamente cualquier tipo de invento o construcción que dañara la naturaleza. Por ello, los medios de transporte eran animales, aunque se rumoreaba que algunos científicos estaban muy cerca de encontrar la clave de la transportación por partículas, es decir, teletransportación. Las fábricas utilizaban productos naturales y, en algunas ocasiones, un combustible especial. Sin embargo, este era tan caro que solo estaba permitido para aviones, barcos y semejantes.

Aprovechando las escasas horas de luz de mi planeta y el extraño buen tiempo que hacía, caminé sin prisa por el sendero de tierra, pasando las manos por la hierba cuando esta llegaba a mi cintura. Echaba de menos el olor a tierra mojada que siempre inundaba el ambiente, pero era cuestión de horas que apareciera de nuevo.

En apenas quince minutos, mis pies pasaron de pisar tierra a pisar losas de piedra que constituían las calzadas del pueblo. Con una pequeña sonrisa, observé las tiendas abiertas y las que abrían en ese momento sus puertas. Caballos y carruajes en movimiento, gente que salía a comprar, niños corriendo por las calles y mucho más era el paisaje de cada día.

Mientras continuaba mi camino, vi a varias madres llevar a sus hijos a un gran edificio de sobrias paredes grises con una alta reja negra que rezaba: "Colegio popular. D12". Desde los cuatro hasta los once años, todos los neptunianos debían asistir a escuelas como aquella para recibir una educación básica. Sin embargo, como cada uno era diferente, a partir de los once años cada uno era enviado a un profesor particular que le enseñaría a controlar el don con el que hubieran nacido. Ese poder era donde residía toda la fuerza de un neptuniano. Tenía que aprender a utilizarlo y explotarlo al máximo para así lograr la transformación final. Hasta que esto no ocurría, dicha persona no podía dedicarse a aprender un oficio. Por desgracia, para mí no era tan sencillo.

Al nacer, los dioses (si es que existían) me habían obsequiado con no uno, sino tres dones: la comunicación animal, el aire y el fuego. Los médicos me hicieron numerosas pruebas para determinar qué me hacía tan especial, pero no encontraron nada. Supongo que por eso me sentí tan unida a Ámarok. Los dos éramos extraños.

Mi madre, tras conocer aquel dato sobre mí, comprendió que mi aprendizaje sería más complicado que el de cualquier neptuniano y que, seguramente, jamás podría dedicarme a ningún oficio. Me vería obligada a pasar la mayor parte de mi vida tratando de controlar los poderes con los que había nacido. Había puesto tantas esperanzas en tener una heredera con su prestigioso apellido que la noticia la destrozó. Por eso, desde que tengo memoria, mi madre se ha esforzado en enseñarme disciplina, en llevarme al límite, en urgirme a aprender cada día más y más rápido. Yo, como buena Dax, tenía que obedecer. Por ella, por la mujer que me había dado la vida. Quería demostrar que podía hacerlo, que sería mejor que los demás niños.

Una sombra sobre mi rostro me hizo abandonar estos pensamientos. Ante mí se alzaba un grandioso edificio blanco de varias plantas; cinco, para ser exactos. Era el edificio más alto de todo el pueblo. Tenía una simetría perfecta, ya que el espacio entre cada ventana era el mismo. Todas iguales, no había ninguna que destacara ni por tamaño ni por forma ni por color. Sus marcos negros eran idénticos. Una puerta doble situada justo en la esquina entre una calle y su perpendicular daba acceso a la academia. Dicha puerta se encontraba justo en la mitad del edificio, habiendo la misma superficie de construcción hacia la izquierda (por la calle Alférez Grim) que hacia la derecha (por la avenida General Navadijo). Todas las calles y avenidas tenían el nombre de militares condecorados por alguna acción que fue vital en la historia de Neptuno.

Al entrar en el edificio, se observaba que era igual por dentro que por fuera. Las paredes eran del mismo color y el suelo estaba hecho con baldosines negros. No había ninguna decoración, ni siquiera una sala de espera o una mesa de recibimiento. Nada. Un espacio amplio y vacío.

Tanto a derecha como a izquierda había pasillos que conectaban con diferentes aulas. Al lado de cada puerta de color gris se encontraba un letrero en el que se escribía el nombre del profesor que poseía el despacho.

Continué de frente por aquella sala silenciosa hasta llegar a unas escaleras. No había ascensores ni nada parecido, puesto que aquellos que no estuvieran en condiciones para llegar hasta allí recibían las clases en sus propias casas. Y por esto mismo nunca llegaban a ser militares, médicos ni cualquier otra cosa parecida, sino que se dedicaban, por ejemplo, a montar negocios. Enseguida me acordé de Bianca.

Subí hasta el tercer piso, donde abandoné las escaleras para acabar en un pequeño espacio de donde partían dos pasillos: uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha. Tomé el de la izquierda, donde todas las puertas estaban situadas a mi derecha. Avancé por ahí y me detuve en la séptima puerta, la última antes de que el pasillo torciera hacia la derecha. En el letrero se podía leer en letras negras y claras: "Profesor Jorkis Cabalo". Di tres golpes en la superficie de la puerta con los nudillos y aguardé a que el neptuniano me permitiera pasar.

Todos los despachos eran iguales: de suelo negro, paredes blancas y muebles grises. La pared de la izquierda estaba completamente atestada de estanterías repletas de carpetas que contenían los archivos y avances de cada alumno que el profesor Jorkis había instruido. Al fondo se encontraba un escritorio bastante amplio con dos sillas rectas delante y un cómodo sillón giratorio detrás. Una ventana en la pared del fondo daba luz a toda la estancia, proviniendo esta de un patio de luz que se encontraba en el segundo piso. La pared de la derecha estaba vacía. Sin cuadros, sin adornos, sin nada. Solo una superficie blanca que debía calmar a los estudiantes, o eso se suponía.

El profesor Jorkis Cabalo se encontraba, como era costumbre, de pie al lado del sillón que había tras el escritorio. Era alto y bastante delgado, pero su figura imponía mucho respeto, pues tenía apariencia de sabio, pero su fuerza era extraordinaria. Su pelo castaño ya canoso estaba recogido en una trenza que casi alcanzaba la mitad de su espalda. Su piel morena, muy atípica en mi mundo, contrastaba enormemente con aquella sala y con la carpeta negra que sostenían sus manos. Unas pequeñas lentes sin patillas sujetas a su fina nariz ocultaban sus ojos color avellana. Su rostro ya comenzaba a mostrar pequeñas arrugas.

Caminé, cerrando la puerta a mi espalda, hasta una de las sillas y tomé asiento en la de la derecha. Me mantuve unos minutos en el más absoluto silencio mientras el profesor seguía con la carpeta entre las manos. Era mi carpeta, mis archivos, mis progresos. Todo lo relacionado a mí estaba en aquellos folios. Al neptuniano siempre le gustaba tomarse unos momentos para revisar adecuadamente el expediente del siguiente alumno, de modo que era algo normal estar en aquella situación.

—Fuego y aire —la voz del profesor era suave, pero al mismo tiempo muy potente—. Solo esos dos elementos. Fuego... y aire.

Sus ojos se clavaron en los míos, atravesando mi alma con aquella mirada. Cada mañana las mismas palabras, los mismos gestos, la misma mirada. ¿Qué querían decir? Muy sencillo: mis elementos más fuertes eran fuego y aire porque la comunicación animal era un don pasivo, un don que yo no tenía que ejercitar cada día, un don que no conllevaba ninguna transformación final que alcanzar. De modo que en vez de tres dones, solo debía manejar dos. Sin embargo, el don del fuego era muy peligroso y se descontrolaba a la más mínima pérdida de concentración. Era rebelde, fiero, desobediente... y muy poderoso.

Me llamo Silene Dax y esta es la historia de cómo convertí la leyenda en realidad.

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Bienvenidos a la nueva y mejorada historia de Silene. Para aquellos que ya la habían leído antes, estoy segura de que os va a sorprender el cambio para mejor. La he vuelto a redactar con toda mi ilusión y espero que os guste. Para los nuevos lectores, solo deseo que os sumerjáis en este mágico mundo para vivir las aventuras de la protagonista.

¡¡Muchísimas gracias por leer!! :D

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