𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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· p e r s o n a j e s ·
Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

17. Habitación 216

2.3K 258 350
By _arazely_

El sábado por la tarde, Jill Ros se presentó en el hospital. Quería visitar a Dave.

Gracias al escándalo que armó la clase de cuarto B al finalizar el recreo, ella terminó acercándose a toda velocidad para comprobar que era cierto lo que se oía en su aula.

Que Dave Vallejo estaba inconsciente en el suelo, que había una ambulancia esperando. Que el profesor de matemáticas y la jefa de estudios estaban junto al muchacho para asegurarse que nadie lo tocaba. Que Dave tenía el tabique nasal roto, contusiones, sangrado y traumatismo.

No alcanzó a verlo con sus propios ojos: se quedó bajo el marco de la puerta, con las entrañas compungidas.

Por eso fue el sábado al hospital. Dave había sido ingresado y, cuando Jill preguntó en el mostrador principal, supo que estaba en la planta de traumatología. Asustada, con la mochila blanca a la espalda, subió la amplia escalera.

Por fin se filtraban los rayos de sol entre las nubes negras de esa larga y gélida semana, animándola a presentarse en vaqueros y camiseta crema. Ni siquiera se maquilló porque le importaba más ver a Dave.

—En la doscientos dieciséis.

El hospital no había cambiado: paredes blancas, neutras; salas de espera llenas y carritos de limpieza rodando por los pasillos. Había estado allí dos veces: por su madre, a la que operaron de la cadera, y por Sonia, una amiga que quedó paralítica tras un accidente hacía dos años.

El horario para visitas estaba abierto, así que Jill supuso que habría alguien con él, pero, para su sorpresa, lo encontró solo.

En la camilla, con la sábana por la cintura y la cabeza vendada.

—Hola.

A Dave se le volcó el corazón. Ya había asumido que nadie iría a visitarlo y, de hecho, ni siquiera Jill había cruzado su mente.

Jill estaba parada junto a la puerta, nerviosa.

Él no apartó sus tristes ojos de ella, enmarcados por arañazos rojizos. Tenía escayolada la muñeca derecha, el ojo hinchado, una férula transparente en la nariz, el labio negro y hematomas del color del universo en los brazos, bajo la ropa blanca de hospital.

Si no lo hubiera conocido, ella habría pensado que estaba en fase terminal.

—Pensaba que estarían tus padres —dijo Jill, tratando de sonreír a medida que se aproximaba a la camilla.

La otra cama de la habitación estaba vacía. A la derecha de Dave había una mesilla donde la enfermera dejaba bandejas y medicamentos; a la izquierda de la otra cama, el baño hacía esquina con la puerta.

Inexpresivo, Dave siguió con la mirada a Jill, que ignoró el sillón para visitas frente a la camilla, y una vez la tuvo cerca, despegó los labios:

—¿Qué quieres?

Jill lo miró sin saber qué decir. Vio la herida negra en su labio y el hematoma en el pómulo, y trató de enfocarse en sus ojos. Como Dave jamás sonreía, ella no supo que había perdido una muela.

—Saber cómo estabas.

Si había sobrevivido, pero se lo calló.

Él quitó la vista. En el fondo hubiera preferido que lo matasen.

Que una chica lo viera en ese estado lo hacía vulnerable, débil. Había despertado en aquel extraño lugar solo, con frío y confundido, porque no sabía cómo ni por qué estaba allí.

—Siento lo de tu hermana —dijo Jill dulcemente—. Si alguna vez necesitas algo, llámame. Estoy rezando por ti.

Los ojos cafés de Dave se clavaron en los grises de ella. No tenía ni idea de quién era ni por qué se preocupaba tanto por él. Apenas habían sido amigos durante un par de semanas.

—¿Tú también eres religiosa?

Jill frunció el ceño.

—No —respondió—. En realidad, nunca en mi vida había rezado antes. Pero lo hice el viernes, cuando la ambulancia te sacó del instituto, porque tuve miedo.

—Jill, no reces por mí —rogó él, arrugando la frente—. No quiero vivir.

Por un momento temió que los cielos hubiesen oído sus súplicas y el Dios en el que no creía le estuviese alargando la vida. Sin embargo, al decirlo, vio los ojos de Jill cuajarse de lágrimas.

—Dave, tienes que ponerte bien —murmuró—. Tienes que salir de aquí, que...

—No quiero salir de aquí —la interrumpió Dave—. ¿Dónde está Marta?

—Con su novio, supongo.

A Dave no le sorprendía.

—Pues haz como ella —contestó— y vete. No podemos ser amigos, ya te lo dije.

—¿Por qué no? —quiso saber Jill, frustrada, y se echó hacia atrás—. Quiero ayudarte.

—No, Jill. Ni siquiera lo intentes —repuso él, igual de impotente—. Lo mejor es que te vayas antes de que yo te meta en un puto lío. Jill, que yo esté aquí significa que todo acaba de empezar.

—No me vas a meter en...

—¿Por qué te cuesta tanto entenderlo? —exclamó él al fin—. ¡Vete y haz que no existo!

—¡Pero me gustas!

Un escalofrío erizó el vello de los brazos de Dave. El corazón le rebotó tan fuerte contra el pecho que pensó que sería su último latido. Miró a ambos lados, como si hablara con otra persona, porque se le había secado tan rápido la garganta que le dio miedo tragar.

Los ojos de Jill relampagueaban.

—Sí, Dave, desde primer año. ¿No te habías dado cuenta? —dijo, aunque sus cuerdas vocales amenazaran con quebrarse. Le dolía verlo ahí tendido y tan empecinado en estar solo, aislado, sin confiar en nada ni nadie—. No, porque nunca me habías notado, pero me gustas mucho y no sabía cómo acercarme.

Dave quiso echarse a llorar. Dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre la almohada. Era precisamente aquello lo que había querido evitar.

—No, Jill. —El nudo en su garganta dolía—. No puedo gustarte, no está bien. Enamórate de otro, de algún chaval bueno. ¿Conoces a Enrique Padilla? El tío es guapísimo, estudioso, un máquina en el fútbol...

—Dave, hablo en serio.

El muchacho cerró los ojos y se limitó a sentir el miedo hacerse bola en su estómago. Aquello era peor de lo que Jill pensaba.

—No te arruines la vida y vete, por favor.

No quería sonar dramático, pero tenía el cadáver de su hermana y el rostro tuerto de Nora grabados a fuego en la mente. Era amigo de Marta porque Marta tenía novio y no se metía en su vida privada, pero a Jill jamás la destrozaría.

—No te estoy pidiendo que te enamores de mí —suplicó Jill, sintiendo sus ojos inundarse de lágrimas; estaba forzando la garganta porque se le había tensado—. Solo quiero que sepas que me importas y que me tienes para lo...

—Vete, en serio —la cortó él, señalando la puerta con su brazo sano—. Aunque no lo entiendas, vete y no vuelvas a pensar en mí.

Su voz gutural sonó tan fría que el rostro de ella demudó la expresión. Quizá tenía razón. No conocía bien a Dave ni sabía qué escondía cada uno de sus golpes. Lo único que entendió en ese momento fue que era un chico egoísta que nadie lograría hacer cambiar.

De manera que se alejó de la camilla, salió de la sala y cerró tras de sí.

Pero apoyada contra la 216, no pudo evitar que las lágrimas se desbordaran. Se tapó la boca para no hacer ruido; el agua había resbalado en hilos hasta la barbilla. Porque le dolía ver al chico que más quería así, con las manos atadas, igual que ella.

Dave seguía mirando fijamente las sábanas blancas.

Jill no podía enamorarse de él. Él no la merecía, ni ella se merecía a alguien con cardenales en la piel y un carácter indomable. Pero, aunque odiase admitirlo, le había gustado saberlo.

Jill era bonita, y no solo por los ojos grises y el precioso cabello canela perfectamente planchado. Era el tipo de chica que escuchaba sin juzgar, que jugaría fútbol con él aunque no supiera y que se había personado en el hospital antes que su madre, que ya tenía siete llamadas perdidas del hospital y dos del instituto.

Se recostó contra la almohada. Quizá en otra vida hubiese podido enamorarse, en una donde él no fuese un monstruo.

Porque era un monstruo y nadie lo amaría nunca.

・❥・

El domingo le sorprendió ver a su madre personarse en la habitación del hospital, con una rebeca oscura y el cabello en una cola baja, seguida de Egea.

A Dave se le encogió el corazón. Separó los labios, temblando, pero antes de poder hablar, su madre suspiró:

—¿Por qué, Dave?

Se acercó a la camilla, viendo los ojos de Dave bailar en el agua, y los suyos tintinearon también. Por un momento, ambos se hallaron el uno al otro en un mundo aparte, ignorando a Egea, que había entrado a la sala lentamente, observando techos y paredes como si fuera una galería de arte.

Dave tragó fuerte para no llorar. Lo único que quería era que lo abrazara.

—¿Por qué me haces esto? —inquirió su madre, dolida—. ¿Quieres morirte tú también? ¿Quieres que os entierre yo a los dos?

Dave parpadeó, tratando de calmar las náuseas en el estómago. Necesitaba a su madre, que lo perdonase.

—No fue mi culpa —musitó—. Me agarraron de repente, no pude defenderme...

—Eso ya se ve.

Egea se había girado y el muchacho sintió que algo se le podría en los intestinos. Le sostuvo la mirada, esperando que se apiadara de él, pero Egea sacudió la cabeza con cierta decepción y por lo bajo lo llamó "marica inútil".

Dave miró a su madre, sin saber cómo pedirle que hiciera algo al respecto, pero Lorena rodó los ojos con desagrado.

—Mamá, créeme —insistió Dave, extendiendo el brazo para tomar la mano de ella—. No ha sido mi culpa.

—¿Cuántas veces te he dicho que no te pelees? —replicó su madre, y su voz rota le confirmó al chico que traía la llaga en carne viva en el alma—. Tuve que decirle a la guardia civil que no pondríamos una denuncia porque ni siquiera sabías quiénes habían sido. Es más, hablé con el director pero no hay ni una maldita cámara en todo el instituto. ¿Quiénes fueron, Dave?

—Álvaro.

—¿Tu amigo de primaria? —Su madre chasqueó la lengua y se cruzó de brazos otra vez—. Dave, ¿te crees que soy tonta? ¿Cómo dices algo así, si conozco a Álvaro como si fuera de la familia? Dime la verdad, no tengas miedo.

—¡Es la verdad! —insistió él, asfixiado—. ¡No te estoy mintiendo! No quiero estar aquí, mamá. Llévame a casa, por favor. Vámonos a casa.

La había tomado de la mano. Y la mujer, viendo a su hijo al borde de las lágrimas, dio un paso hacia él para envolverle los hombros entre sus brazos.

La afilada mirada de Egea atravesó a Dave en dos, que supo que se libraría de la golpiza porque estaba en el hospital y abrazado a su madre. Liberó un hondo suspiro. Odiaba los hospitales, las agujas y la soledad, a los médicos, a los enfermeros y las preguntas que le hacían.

—El médico no te ha dado el alta —oyó decir a su madre, que le acariciaba la espalda de un hombro a otro.

Dave, abrazado a su cadera, apoyó la cabeza contra su estómago. La escuchó mencionar algo respecto al seguro médico y si cubriría los gastos, y al chico le castañearon los dientes de frío, de miedo, de impotencia, de ganas de llorar.

Él era un problema.

—¿Me das un beso? —susurró, armándose de valor, porque sabía que la situación enervaba a su madre.

Había interrumpido su semana y ahora la mujer tenía la carga de ir a visitarlo, bañarlo, llevarle ropa y ayudarlo en rehabilitación... a menos que no se presentara, en cuyo caso le sería asignado un enfermero.

Su madre, aunque suspirando, se inclinó y le besó la frente, por primera vez en mucho tiempo, y Dave relajó los hombros.

・❥・

Las noches eran una tortura. Las pasaba solo, en la habitación de persianas bajadas, sin posibilidad de contemplar el cielo, sin corrientes de aire, aguardando la muerte.

En la madrugada del miércoles soñó con Sergio y Álvaro, y despertó sudando; el jueves, cuando por fin consiguió dormirse, tuvo pesadillas de nuevo.

Esta vez una punzada le atravesó el hueso que apretaba el yeso y abrió los ojos de golpe. Estaba acalorado, bañado en pegajoso sudor como un cerdo; su pecho subía y bajaba tan agitado que creyó que le daría un infarto.

Se estaba muriendo, lo sentía en los huesos.

Respiraba como si el alma fuese a salírsele del pecho y supo que en alguna de esas exhalaciones se le escaparía el último aliento.

El dolor físico, el terror de querer moverse y no poder, los agudos pinchazos en la cabeza, el calor infernal en la habitación y la sensación de tener un elefante sentado en el pecho, aplastándole los pulmones, lo estaban enloqueciendo.

Alargó la mano sana y agarró el móvil de la mesilla a su lado. Le punzó el costado.

Durante la primera noche de hospitalización le habían retirado sus pertenencias, pero su madre, que lo había visitado el domingo, le trajo la bandolera negra de Cristina, por lo que Dave contaba con el celular y la Biblia de su hermana.

Su mano temblaba mientras revisaba los contactos. Pensó en su madre, pero ignoró el número porque eran altas horas de la madrugada y no quería enojarla. De haberse sabido el número de Marta de memoria, la habría llamado. Otra ola de punzadas taladró su cabeza.

La desesperación lo llevó al borde de la cordura.

Necesitaba ayuda.

Y de pronto encontró el número de su padre.

Su padre real.

Cristina había dicho que estaba disponible, que era su trabajo ayudar. Y Dave estaba tan aterrado que dejó de razonar y lo llamó.

Pero saltó el buzón de voz.

—Papá... —Estaba llorando. Sin fuerzas para hablar, se limitó a susurrar, y las lágrimas rodaron ardientes, insensibles, por sus mejillas—. Ayúdame...

Sollozó. Le pesaba el alma, los huesos, la vida. Se estaba muriendo y necesitaba que alguien lo rescatase, aunque no le alcanzase la voz para decirlo.

—Ayúdame, papá.

Dejó caer el móvil porque rompió a llorar. Se escurrió en la camilla bocarriba, ahogándose en sus propias lágrimas, y la nariz se le taponó.

La presión en los pulmones era tan asfixiante que se giró sobre la derecha, aunque se lastimase el brazo, para respirar mejor.

Y abrumado por la penumbra, se durmió.


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