𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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· p e r s o n a j e s ·
Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

15. El vacío del dolor

2.2K 267 271
By _arazely_

Dave escuchó a su madre exigirle a gritos una explicación al civil que se presentó en casa, pero todo lo que recibió por respuesta fue que la causa de muerte había sido un golpe contundente con hundimiento craneal. La niña había sido hallada atada de manos y pies, pero no se había realizado la autopsia aún.

Llovía.

Dave se había estrujado contra la esquina de la pared, sobre su cama, hiriéndose a propósito la espalda.

Un final lluvioso para el peor día de su vida.

Cerró los ojos. Se sentía más solo que nunca, porque incluso la lluvia sonaba lejana. Otro trueno cortó el silencio que había gobernado la casa desde que su madre y Egea salieron, y él suspiró.

—Cris.

Quería oír los pasos de su hermana en la escalera, que abriera sin permiso y le trajera un sándwich de crema de cacahuete. ¿Había abrazado un cadáver? Ya no lo sabía.

Al día siguiente despertó tarde: desde la cama, escuchó a su madre hablar con la policía en el piso inferior y luego con su abogado; Lorena llamó también al instituto, al hospital y a sus hermanos, y lloró sobre Egea.

Dave permaneció en su cuarto, en jeans y sudadera negros, con su gorro de invierno, tan débil que solo el dolor lo sostenía. Su estómago vacío no gruñía.

Habían venido las amigas y compañeras del trabajo de su madre, y su tía de Almería, pero él no bajó.

Oía a su madre llorar desolada, quizá con el rosario entre los dedos.

Y cuando Dave se dio cuenta de que no estaba soñando, se marchó al instituto. Faltaban cinco minutos para el final del recreo, de forma que se apresuró en salir de la casa y cruzar la calle hacia el instituto.

Los pasillos estaban vacíos.

Con el cadáver de su hermana clavado en la mente, se asomó a las grandes cristaleras que separaban el edificio del patio de recreo.

La campana sonó.

Se le aceleró el pulso cuando la avalancha humana bajó del patio superior en dirección a las cristaleras. No notó a Jill, la muchacha de ojos grises que siempre se sentaba alrededor de la araucaria, porque Merche corrió a jalarle el brazo y preguntarle por qué no había venido Cristina.

Dave ni siquiera la escuchó. Entre la multitud de colores, había reconocido unos ojos verdes, grandes, ribeteados de pestañas.

—¡Cabrón!

Agarró a Álvaro del cuello de la sudadera negra, insultándolo, y este se aferró a las manos de Dave, acobardado.

—No me pegues, gordo —le dijo rápidamente en voz baja—. Lo hice por ti, por...

—Mi hermana, tío, la... La han...

Ocultó la cara en el pecho de Álvaro, sin soltarlo, tan nervioso que se tambaleó y el otro lo abrazó para que no cayera.

Álvaro tardó unos segundos en darse cuenta de que Dave resoplaba con todas sus fuerzas para no derramar lágrimas, que el caos mental lo mareaba y no se daba cuenta a quién se había asido. Al final su amigo le palmeó el omoplato.

—Tío, nos están mirando.

Dave lo sabía porque su ansiedad había crecido. Sintió la presión, la cercanía de los cuerpos, y alzó la cabeza. Casi como si el tiempo se hubiese detenido, reconoció, entre la aglomeración que lo apretujaba, a la izquierda, los oscuros ojos de Ciro Santos.

Y soltó a Álvaro.

Empotró los nudillos en la boca de Santos, que no pudo esquivarlo. Otra vez lo golpeó, sin escuchar los gritos alrededor.

—¡Era mi hermana, hijo de puta!

—¡Era una zorra!

Santos logró asestarle un rodillazo a Dave en el estómago que lo forzó a doblarse. Los estudiantes comenzaron a agolparse alrededor, gritando de agitación y locura.

Los gritos ensordecían a Dave; cada segundo se debilitaba un poco más.

Ciro, con la nariz chorreando sangre, quiso abalanzarse de nuevo sobre Dave, pero Álvaro se interpuso entre ellos para empujar a Ciro y gritarles que parasen.

—¡Ya basta!

Unas manos inmovilizaron las muñecas de Dave, que se retorció: dos profesores se habían abierto camino entre la muchedumbre para separarlos, pero él luchó como poseído por el mismo demonio.

—¡Déjame matarlo!

El profesor gritaba cosas que Dave no comprendía por la confusión, hasta que le doblaron el brazo contra la espalda. Entonces oyó a Santos, que se tocó con cuidado la nariz, gritar:

—¡Me las vas a pagar, hijo de puta! ¡Estás tan podrido como ella!

Dave tardó unos momentos en darse cuenta de que lo arrastraban a jefatura. Se resistió tanto, con las muñecas forzadas contra la espalda, que se le marcaron las venas del cuello.

Su corazón parecía un tambor.

Al subir el pasillo hasta Dirección, Dave consiguió librarse del profesor que lo sujetaba y cayó de rodillas ante uno de los bancos de la amplia sala.

Y rompió a llorar.

No podía soportarlo. Había estado muchas veces sentado en ese banco, esperando a entrar a la oficina de la jefa de estudios, pero en esta ocasión sus amigos también serían conducidos allí.

Enterró la cabeza en los brazos, sobre las tablas del banco, ante la mirada de los profesores, ya que la jefa de estudios optó por meter a los otros dos muchachos al despacho antes de que se burlaran de Dave.

Dave no oía más barullo que el de su propia conciencia voceando que no tenía perdón, que se había juntado con asesinos durante cinco años, que todo era su culpa.

Cuando le dio hipo, supo que el desahogo llegaba a su fin. Alzó con lentitud la cabeza y se la sostuvo; palpitaba tan fuerte que no sintió la mano posarse en su hombro.

Solo escuchó, por encima del tormento mental, una suave voz susurrar su nombre.

Y Dave miró.

Jill, con sus preciosos ojos grises y el cabello canela sobre los hombros.

Dave escondió la cara empapada en los puños sucios.

—Vete —jadeó; se le aglutinaba la ira en las gruesas venas y pronto estallaría—. ¡Vete, joder!

Se le había acelerado el corazón por el simple hecho de tenerla al lado. Tragó fuerte. Si no se iba, acabaría perdiéndose en sus ojos grises, enredándose en su cabello. Al pensarlo, se le erizó el vello. Y sin avisar, la mano de ella le acarició la espalda de un hombro a otro.

Entonces deseó que la tierra lo tragase. Su temblor había empeorado.

—Jill...

Lo último que quería era dar la impresión de ser demasiado débil. Jill pasó de nuevo la mano por la parte superior de su espalda sin saber que le hacía daño.

—Lo siento —la oyó susurrar, y sus ojos se humedecieron de nuevo—. ¿Quieres un abrazo?

Dave jadeó y se echó sobre su cuello.

El corazón de Jill se volcó; Dave se había aferrado a su cabello, hundiendo la cara en su hombro como si ella fuese el aire que le faltaba. Estaba partido por la mitad.

Durante unos segundos el cálido y sudoroso cuerpo del muchacho tembló contra el suyo, y Jill no hizo más que posar las manos sobre los omoplatos de Dave, sin respirar.

Aunque dudó, alzó la mano y, al acariciarle el cuello, notó que estaba tenso.

—Dave, pasa.

La jefa de estudios lo llamó una sola vez y el muchacho, a pesar de no querer, se apartó de Jill, que perdió la mirada en el suelo para no enfrentar los duros ojos de Dave.

Él se puso en pie, controlando los bruscos jadeos, y se sorbió la nariz antes de dirigirse, magullado y con la cara húmeda, hasta el despacho de Reyes, la jefa de estudios, para presentar su versión de la pelea.

Él no se la contaría. Ya sabía que pelearse en el instituto estaba prohibido y se pagaba con un parte de expulsión. De pie, frente al escritorio, Álvaro y Ciro permanecían con las manos en los bolsillos y rostros oscuros.

—Insultaron a mi hermana —se excusó Dave— y ella...

—Ya lo sé, murió ayer —finalizó la jefa de estudios con calma.

Las mejillas de Dave vibraron; se mordió la lengua para no replicar que la habían matado y no era lo mismo. Ni siquiera tenía pruebas de que hubiese sido Ciro.

La jefa, meneando la cabeza, extrajo de un archivador un parte para rellenar. Se cansaba de darle oportunidades sin alcanzar resultados.

—Voy a expulsaros.

Dave se encogió de hombros.

—Hazme lo que quieras. Este lugar es una puta mierda y esta gente da asco.

Atónita, la jefa parpadeó varias veces; pensó en Lorena, a quien tenía cariño, pero al hijo lo vio como un caso perdido. Rellenó el parte y le comunicó que sería expulsado tres días, igual que los demás.

—Hasta el viernes.

El chico agarró de malos modos el papel y se fue a casa. No se lo mostró a su madre: se encerró en su cuarto, jurándose que nada en el mundo lo haría bajar a comer. De hecho, el hambre le hacía un favor: quería morir de cualquiera de las maneras.

Tirado en su cama, se sintió más solo que nunca. La casa ya no era su hogar.

El teléfono fijo sonó varias veces aquella tarde, pues el hallazgo del cadáver de Cristina había acabado en el telediario local. Su madre se negó a ser entrevistada y Egea rehuyó de las cámaras; Dave malgastaba horas acostado, bajo las mantas, con el pestillo echado y mirando por la ventana.

Esperaba dormirse y no despertar jamás.

Ni comió ni estudió; solo lloró.

La quinta vez que Lorena descolgó el teléfono, descubrió a Ángel Vallejo al otro lado de la línea, pero Dave nunca lo supo.

—Tenemos que hablar y no solo de cuánto siento lo de Cristina.

—¿Ahora? ¿Cinco años has tardado en llamarme? —preguntó, apoyada en la mesa, porque oír su voz después de tanto tiempo le revolvió las entrañas—. Ponte a trabajar y encuentra al asesino de mi hija, inútil. Sois todos unos incompetentes.

—La policía se está encargando, Lore. Yo llamo por Dave —insistió, y le robó un latido—. Las cosas no van bien, Dave no está bien. Y quiero su custodia, así que dime cuándo vamos al juzgado.

Incluso se ofreció a pasarle una pensión mayor. Cuanto más lo escuchaba, más polvo se sacudían de las alas las mariposas en el estómago de Lorena. Era el único que le acortaba el nombre e, incluso tras años de divorcio, seguía desmontándola.

—No me amenaces con el niño, Ángel —dijo entre dientes—. ¿Para qué lo quieres si no sabes cuidarlo? El niño está bien. ¡Estamos bien sin ti!

Colgó. Y sollozó.

・❥・

Las paredes del cuarto de Dave eran silenciosas tapias contra las que resonaban los latidos de su corazón, pero él estaba muerto.

La policía había devuelto la bandolera negra de Cristina tras registrarla y descubrir solamente las llamadas a su padre real en su celular. Revisaron la casa dos veces, interrogaron a los vecinos. Sus padres comparecerían en el Juzgado una semana más tarde; la Policía Nacional subió a entrevistar a Dave a su propia habitación.

Un agente de espléndida barba negra y uniforme azul tocó y, al avisar que era policía, se topó con un Dave que traía el corazón roto y no pronunciaba más de media palabra. Le preguntó qué había pasado el domingo y si su hermana le dijo a dónde iba.

Dave contestó que a la iglesia, porque suponía que iba a misa con su padre. Eso contrariaba las declaraciones de su madre.

Le pidió sospechosos y Dave se calló. Perdió la triste mirada por el suelo, agotado, y lo invadieron unas ganas tremendas de llorar.

—¿Un novio, un familiar, un conocido?

No había rastro de huellas porque emplearon guantes gruesos y circularon en bicicleta, de modo que el caso no avanzaría hasta la aparición de posibles culpables. El oscuro rostro de Ciro Santos se filtró en la mente de Dave y un escalofrío aterrador lo recorrió de arriba abajo.

No quiso imaginarse qué le harían si lo culpaba.

—Mi padre real, supongo —susurró al final.

Sus ojos castaños se habían apagado.

・❥・

Durante los tres días siguientes, Dave no salió de su cuarto. Se dedicó a ver vídeos de torturas colombianas o sirias, desde cómo arrancaban la piel de algún criminal hasta cómo abusaban de niñas discapacitadas, tirado en su cama, mordiéndose los dedos hasta sangrar.

Así evitaba pensar.

Su hermana no había sido asesinada; eso era imposible. Confiaba en que un día despertaría y le dirían que todo era mentira. Y sin embargo, la noticia había conmocionado a la ciudad. Se puso en marcha una manifestación a la que se unieron más de cinco mil personas, al grito de "Justicia por Cristina."

El sol brillaba; Dave flotaba en una burbuja negra. Ni siquiera sabía si seguía cuerdo. Ya no lloraba ni sentía nada. Despertaba en mitad de la noche con presión en el pecho y se quedaba contemplando el techo, preguntándose si ya estaba en el infierno.

Perdía peso con el paso de los segundos, pero su madre no lo notaba.

Su madre estaba hecha pedazos, pero luchando en la calle, protestando en el ayuntamiento para que se hiciera justicia cuanto antes. Se habían levantado letreros en toda España con las frases "JUSTICIA POR CRISTINA," "NI UN FEMINICIDIO MÁS" y "NO MÁS VIOLENCIA DE GÉNERO." Incluso Egea, que nunca daba muestras de sentir nada, se había unido a la marcha y no se separó ni un instante de su esposa.

El teléfono sonaba cada diez o quince minutos, y su madre lloraba, rezando el rosario.

Dave ni siquiera había hablado con ella en esos días, sino que se encerraba en su dormitorio sin comer. Ya no lloraba y se arrepentía de haberlo hecho delante de Jill.

Toda España conocía el caso de Cristina Vallejo gracias a los noticieros; además, el ocho de marzo había tenido lugar hacía unas semanas, por lo que la muerte de la niña unió con más fuerza al país. La prensa pasó varias veces por su casa, y su madre repitió la misma historia ante las cámaras. Cualquiera habría dicho que incluso Egea estaba conmovido por la manera en que fruncía el ceño al mirar el cielo.

Los últimos días negros de marzo se enfriaban. Dave había suspendido matemáticas e inglés, y rozó la media en lo demás. Tampoco le importaba.

El jueves deambuló por la habitación de Cristina y agarró lo que quería de su hermana antes de que se deshicieran de ello. Detestaba entrar a su cuarto porque lo apuñalaba la desolación.

—Me da igual que sea de chica —dijo cuando su madre criticó que eligiera la bandolera negra—. Cris es mi hermana.

Le costaba la misma vida pronunciar su nombre, pero así le cortaba el aliento a su madre. Hasta esa noche no se percató de que, dentro de la bandolera, había una Biblia.

Con la vista nublada y la lluvia de fondo, Dave extrajo el libro. Sostenía un pedazo de su hermana en las manos.

Cuando abrió la Biblia, más que un impulso por hacerla jirones, tuvo uno por leerla. Allí, a la orilla de su cama, recorrió los pasajes que Cristina había subrayado en amarillo.

"Estad quietos y sabed que yo soy Dios."

—Dios no existe.

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