𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

13. En el mismo infierno

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By _arazely_

Cristina pensó que aquel día sería uno como tantos otros: llegaría a casa, saludaría a Egea con su mejor sonrisa y relataría cuatro tonterías que había aprendido en clase. Sin embargo, no notó que Dave, sin decir nada, comió a su mismo ritmo con el objetivo de terminar a su vez y, al dirigirse juntos a dejar los platos en el fregadero, él la agarró de la muñeca y le dijo que tenían que hablar.

—¿De qué?

Por un momento creyó que le confesaría que lo estaban golpeando, pero Dave desvió la vista hacia la escalera. No podía enfrentar esos inocentes ojos oliva que le habían estado mintiendo.

—¿Pasa algo, Dave?

Su madre los estaba mirando, igual que Egea, cuyas pupilas atravesaron las del chico, que tragó fuerte. Le ardía la garganta.

—Es sobre la escuela —mintió, y tiró de Cristina escaleras arriba.

Una vez la metió a su cuarto, cerró la puerta.

—¿Qué es? —preguntó ella, asustada, y él se cruzó de brazos.

—No sé, dime tú cómo está papá.

—¿Papá?

Dave la observaba como si hubiera cometido un crimen imperdonable. Parada frente a él, en sudadera azul y pitillos, la cabeza de Cristina se veía el doble de grande porque el fino cabello le cubría los delgados hombros; y su frente, más ancha.

Una niña de trece años no podía ser tan astuta.

—¿Él? —señaló con el dedo hacia el suelo, pensando que se refería a su padrastro en la planta baja.

—El real, tonta.

—Ah. ¿Papá?

Se le escapó un resoplido que la delató; en una fracción de segundo, perdió la cuenta de las veces que rezó que no supiese nada.

Una semana era muy pronto. Mentalmente se preparó para la bronca y para los gritos, porque nada doblaría el corazón de piedra de su hermano.

—¡Sabes de qué hablo, Cris! ¡No te hagas! —se enojó él—. ¡Ya me he enterado de que lo ves! ¿Estás idiota?

Helada y muda, Cristina entreabrió los labios. Había empalidecido.

—Papá se largó —apuntó Dave, con la garganta seca de ira—. Le damos igual, no existimos. Nunca le hemos importado. Siempre ponía la excusa del trabajo o de su religión... Y ahora se aparece no sé cómo y dejas que te engañe y te destroce, como Ciro y como todos.

—¡Cállate!

No la subestimaría más. Estallaría si era necesario.

—¡Papá no es así, no compares! ¡Nos quiere más que antes!

—¿Eso te ha dicho? ¿Y te lo has creído?

—Papá te quiere, Dave —dijo al fin, cruzada de brazos—, y te echa de menos. ¡Hasta patrullaba cerca del instituto para verte aunque fuese de lejos! Y para que lo sepas, fui yo a buscarle porque...

—¿Tú, como un perro? Creía que estabas conmigo, Cris.

—¡Y lo estoy! ¡Por ti le busqué, porque te quiero! —No podía ocultarlo más—: ¡No quiero que te hagan daño!

Dave frunció el ceño, confundido.

—Nadie me hace daño.

—¡No mientas! —suplicó, desesperada—. El marido de mamá te pegó, Dave, ¡y no digas que no porque yo lo vi! Te amenazó, te dijo que mamá no te creería si hablabas.

Él se había callado. Ahora la miraba inexpresivo. Pero el miedo se había apoderado de su hermana, que ya no consiguió controlar su boca:

—¡No soporto vivir aquí! —exclamó—. Prefiero el instituto, la academia o cualquier lugar que no sea esta maldita casa. ¡No quiero que te peguen! Pero no tiene sentido hablar contigo porque no le haces caso a nadie. Estás resentido contra el mundo entero...

—¿Y tú qué sabes?

El corazón de Dave palpitaba como un motor a mil por hora. No se quedaría callado si ella estaba sacando a relucir todo lo que él odiaba admitir.

Cristina pestañeó para ahuyentar las lágrimas; no quería trabarse a causa del nudo en la garganta.

—Dave, necesitamos a papá. Le busqué para que nos ayudara. A eso se dedica.

—¿Ayudarnos a qué?

Su hermana inspiró para no llorar y se encaminó a la puerta.

—A no morirnos aquí encerrados.

—Yo estoy perfectamente bien —insistió Dave—, así que no hace falta que lo veas más.

—¡No me lo puedes prohibir! —replicó—. ¡Le seguiré viendo si quiero!

Por fin salió del cuarto, decepcionada y con las lágrimas atoradas en los ojos, pero se controló porque su madre estaba ante la puerta principal, preparando su bolso. Le preguntó si quería acompañarla a hacer la compra y Cristina, ignorándola, se encerró en su habitación.

No había querido ofender a su hermano.

Acurrucada en su cama, con la almohada entre los brazos, se preguntó qué tendría que pasar para que Dave se rindiera.

El chico permanecía de pie en su propia habitación, sintiéndose un estúpido por haber querido esconder sus moretones cuando Cristina lo sabía todo, y lentamente se sentó en su cama. Ni siquiera había asimilado lo que acababa de discutir con su hermana cuando escuchó que alguien subía la escalera hacia su cuarto.

Su corazón dio un vuelco.

Tribuno Egea.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin querer que el pánico se filtrara en su voz. Su cuarto era esa zona restringida que ningún novio de su madre había traspasado antes.

—¿Estás poniendo a tu hermana en mi contra? —quiso saber el hombre y Dave se esforzó por sostener su mirada.

—No, para nada. Ella te adora.

No se le ocurrió qué otra cosa decir, pero no funcionó.

Tribuno procedió a quitarse el cinturón y los latidos de Dave empezaron a dar tumbos en su pecho. Jamás lo habían tocado con ese artilugio.

—¿Quieres que le haga algo a ella también?

—No le he dicho nada, te lo juro —protestó, casi lloriqueando, y en lugar de compadecerse de él, Egea lo apuñaló con la mirada.

—¿Crees que soy imbécil? Te vas quitando la ropa si no quieres que te la arranque yo, chaval.

Las pupilas de Dave temblaron. Tribuno lo observaba sin separar los labios y el chico supo que hablaba en serio. Entonces el terror se apoderó de su cuerpo.

—No he hecho nada malo, de verdad...

—Sí lo has hecho, Dave. Quítate la ropa.

Que lo llamase por su nombre le dio escalofríos. Dave se limpió la boca con las manos, inquieto. Pensó en su madre, la única razón por la que obedecer, y se quitó la chaqueta.

—Y la camiseta. Y tú al suelo. No tengo todo el día.

Dave lo miró horrorizado.

—¡Vamos!

El grito estremeció a Dave, que se deshizo de la camiseta en un pestañeo, y antes de poder mirarlo, Egea ya lo había agarrado del brazo para obligarlo a ponerse a gatas, apretándolo con tanta fuerza que sus dedos quedaron marcados.

Dave no vio venir el primer correazo. Un alarido rasgó su garganta al sentir la piel erizarse como escarpias, pero no tuvo tiempo de recomponerse: Egea descargó el segundo correazo y a partir de ese momento, los brazos de Dave temblequearon.

—¿Quieres que le pase algo malo a tu hermana?

Al tercer chasquido, Dave gritó de dolor; sus codos se doblaron y cayó sobre sus antebrazos, apretando la frente contra los puños.

El cinturón le había levantado el pellejo. Fruncía el ceño con todas sus fuerzas para no sentir los nervios en la ceja.

—No, a ella no...

Las lágrimas se congelaron en sus lacrimales.

Oyó el cuero cortar el aire y fuego brotó de su espalda.

El aullido desgarrador que lanzó llamando a su madre fue lo más horrible que Cristina, desde abajo, oyó alguna vez. Se quedó paralizada en la cama, incapaz de moverse ni emitir sonido alguno.

Escuchó un portazo y los horribles insultos de Egea. Las dolorosas súplicas de su hermano perforaron las paredes. Un chasquido, otro chillido.

—¡Ya, déjame! —exclamó al fin Dave; ocultó la cara contra las losas, jadeando—. Para, por favor, para...

Un hormigueo serpenteaba toda su espalda, desde la parte superior de la columna vertebral hasta el final.

—¿No me entiendes cuando hablo? —oyó la áspera voz de Egea y supo que estaba recogiéndose el cinturón en la mano—. Te dije que no hablaras, imbécil. ¿Qué estás buscando? ¿Quedarte sin piernas?

De un fuerte patón en el costado, lo derrumbó y Dave se tragó el quejido; el frío del suelo penetró sus heridas y necesitó incorporarse a duras penas sobre su derecha.

—¡Mírame cuando te hablo, marica! —escupió, y Dave obedeció como pudo, porque sus brazos temblaban sin control—. Si vuelvo oírte hablar con tu hermana de mí, te juro que ella va a pagar. Y no te gustará que...

Retumbó el portazo de la puerta de la casa, de forma que Egea se recolocó el cinturón a medida que salía del dormitorio. Se limpió el sudor de la frente antes de bajar la escalera.

Lorena, que había vuelto con una bolsa de la compra, había salvado sin saberlo a su hijo.

El muchacho intentó agarrarse a la manta de la cama y ponerse en pie, pero sus rodillas lo traicionaron y cayó hacia atrás.

—¡Joder!

No tenía que haberle dicho nada a Cristina. Se juró que la mataría como hubiese llamado a su padre. Apoyó un codo en el colchón, sosteniéndose con la otra mano; al impulsarse, un agudo pinchazo inundó su hombro derecho y gimió.

Se había despellejado el brazo.

Cuando por fin se puso en pie, se encaminó al armario y echó contra él para no desplomarse. Le quemaba el cuerpo de pies a cabeza. No tenía ni idea de que estaba sangrando, pero el agua de la ducha lo informó al calar su espalda.

Gritó de dolor.

Torpemente cerró el grifo y casi se mató al salir de la bañera. Había querido ignorar el escozor del brazo raspado, pero lo sintió abrasarse cuando lo apretó contra los azulejos de la pared para no caer de bruces.

Aunque no pudo revisar ante el espejo cada señal rosada de su espalda, vio más grandes los moretones de su cadera. Se moría por acostarse y recuperar fuerzas, pues con las pocas que le quedaban arrastró los pies hacia su dormitorio.

Entonces vio las manchas oscuras en el suelo.

Agarró su camiseta, la empapó de agua en el baño y regresó a frotar las gotas de sangre hasta enrojecerse los nudillos. Nadie debía verlas.

Cuando por fin se tumbó, despacio y con otro chándal puesto, desperdició varios minutos averiguando qué costado dolía menos. Quería dormir, pero los correazos chasqueaban de súbito en su inconsciente y él abría los ojos.

Ni siquiera sus amigos lo habían humillado así en su vida.

El sudor resbaló desde su frente hasta el cuello; una ola de calor lo sofocó y creyó que se le aflojaría el cuerpo. Necesitaba ir al baño, pero le pesaban tanto los huesos que no se movió.

De pronto su espalda se calentó.

Cerró los ojos, deseando no estar sangrando. No le quedaba más opción que buscar hielo y curarse las heridas solo, pues no pasaría la vergüenza de contárselo a su madre.

Cristina, por su parte, se levantó de la cama poco después y entró a la cocina para calmarse con un poco de chocolate. Allí estaba Egea, sacando una cerveza de la nevera; y su madre, picando verduras.

Él no se dio cuenta de que la niña traía los ojos llorosos, pues se apartó de la alacena para que Cristina agarrase una pieza de chocolate y después corriera escaleras arriba, hacia la habitación de su hermano. Y sin avisar, entró de estampida.

El simple crujido del pomo hizo que el muchacho sacara fuerzas de donde no había para apretujarse aterrorizado contra la pared.

—Tranquilo, soy yo.

Había cerrado con cautela, rígida. Ver el pánico en los ojos de su hermano la inquietó, porque las mejillas de Dave continuaron vibrando, aunque sus hombros se hubiesen relajado.

Cristina se sentó al final de la cama, sin valor suficiente para darle un beso que no sirviese de nada. Él, abrazado a sus rodillas, sostenía su mirada sin pestañear.

Y sin saber qué hacer o decir, le preguntó qué había pasado. Su hermano parpadeó a medias, casi con miedo de cerrar los ojos una milésima de segundo, sin responder.

—¿Estás bien?

Entonces Dave apretó los dientes, tan fuerte que resbalaron y chirriaron, y ella se estremeció.

—¿Cómo voy a estar bien? Todo es por tu culpa. A papá no le cuentes nada, ¿me oyes?

—¿Qué?

—No quiero que te preocupes por mí —masculló entre dientes—, que nadie lo sepa...

—¿Le tienes miedo?

Dave apoyó la frente en las rodillas; le dolía la cabeza como si se la estuviesen taladrando. Sabía a quién se refería.

—No se lo digas a nadie, Cris —murmuró.

—¿Y dejarte sufriendo?

—Sí —farfulló—. No duele tanto, puedo soportarlo.

A Cristina se le rasgó el alma en dos.

—Pero...

—¿Sabes dónde hay hielo?

Dolorido, Dave se deslizó hasta el borde de la cama como hecho de madera y Cristina lo observó, sin aliento.

—Sí.

—Vente al baño y ayúdame.

Mansa cual oveja, Cristina obedeció: bajó a la cocina y tomó del congelador la bolsa de hielos. No había pensado para qué, pero lo entendió después.

Dio un paso atrás al pisar el baño.

Su hermano, ya sin sudadera, se había apoyado en el lavabo sin coraje de contemplar su propio reflejo, de espaldas a Cristina.

—Haz algo.

—Dave...

Los pulmones de Cristina ardían de los kilos de tensión acumulados. Él no lo veía, pero había varias líneas de cuatro dedos de ancho superpuestas a la altura de los omoplatos; sobresalía un bulto en el centro de su columna y una herida como una cabeza de ajo pringaba su piel del rojo del maligno.

Cristina examinó pasmada el cardenal negruzco asomar bajo su chándal y luego subió los ojos hasta su torso, que se inflaba y desinflaba lentamente.

—Te ha hecho sangre.

—Ya, Cris —suplicó Dave; le costaba la vida fingir no morirse de vergüenza—. Júrame que de aquí no saldrá ni una palabra.

Cristina tragó saliva. A pesar de que presionó con sumo cuidado la bolsa contra la herida, él gimió igual.

—Dave...

—Júramelo.

—Te lo juro.

Nunca la partió tanto un juramento.

Lo peor era que ninguno de los dos tenía ni idea de qué hacer.

—Pues no pienso decírselo a mamá —repuso él—, así que haz algo.

—¿Qué hago, Dave? —Agobiada, su hermana rebuscó en el armario del baño y, entre perfumes y cremas, ubicó el alcohol oxigenado—. ¿Cómo dejas que te pegue así?

—No lo sé —se molestó él—. Ya intenté enfrentarme a él una vez que no estabas y casi me parte una costilla. ¡Cris!

—¡Perdón!

El alcohol había incendiado su herida.

Cristina se apresuró a limpiarla con algodón, pero desistió de inmediato: el algodón se deshizo en la sangre y arrancarlo escocería más. Su hermano resolló, ahogando los gemidos, y apretó los ojos hasta lastimarse.

—Ni se te ocurra decirle a mamá nada, que, si él se entera, me mata.

—Cállate.

Cristina iba a llorar. Con un trapo húmedo limpió la sangre de la herida y le colocó una tirita lo suficientemente ancha como para cubrirla.

—Me da miedo esta casa —susurró.

—Y a mí.

Nunca había sido tan sincero.

Cristina, totalmente perdida, acabó frustrándose y bajó rendida las manos.

—No puedo.

Una lágrima rebelde rodó por su mejilla. No lograba mirar el cuerpo de su hermano y comprender por qué.

—No llores, Cris. Lo estás haciendo bien. En serio.

Cristina sollozó.

—Te pareces tanto a papá...

—No me hables de él, joder. Para mí está muerto.

Llorando, Cristina pasó las yemas de sus dedos por los correazos rosados de su hermano y luego lo ayudó a ponerse la camiseta.

—Me lo has jurado —le recordó Dave.

—Lo sé, idiota.

Cristina se limpió las lágrimas de la cara y Dave, que no soportaba verla llorar, la abrazó. Bastó para tranquilizarla, porque Cristina descansó la cabeza en el pecho de su hermano, mientras él le frotaba el brazo, pero se arriesgó a pedirle un favor:

—Vámonos de aquí. Vamos a la parroquia y hablamos en paz.

—¿Quieres que le diga a mamá que estás viendo a papá?

Aquella amenaza rompió las esperanzas que quedaban en el corazón de Cristina y todo su mundo se derrumbó en un pestañeo.

—No te atreverías.

—¿Qué te apuestas a que sí?

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