𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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· p e r s o n a j e s ·
Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

12. Pasado, presente, futuro

2.4K 268 360
By _arazely_

Cristina no lo sabía, pero se había ganado a Egea desde el primer día.

Si la niña salía o entraba, a él no le preocupaba, por lo que Cristina no tuvo problema en salir el sábado a las tres menos veinte porque, según ella, comería en casa de Merche. A su madre le molestó que no le hubiera avisado con antelación, pero Egea le dio dinero para que se comprase caramelos por el camino.

Y Dave la miraba con recelo. Él, en cambio, tenía que quedarse en casa, solo, en guerra declarada contra Egea. No había sufrido más golpes ni patadas esa semana porque mantuvo la boca cerrada, sin abandonar su habitación hasta que Egea se marchara al trabajo.

Cristina, por el contrario, se vio con su padre ese sábado por segunda vez en cinco años. Después de comprarse los caramelos en la tienda de la esquina del final de su calle, se los fue comiendo de camino a Comisaría.

Vestía sus cortísimos vaqueros, la chaqueta blanca de deporte de su hermano y la bandolera negra donde guardaba su teléfono.

Tardó un cuarto de hora en alcanzar la Comisaría, donde la esperaba su padre, con su uniforme y la pesada mochila a la espalda. El simple hecho de verlo la impulsó a correr a estamparse contra su cuerpo.

Había olvidado cuánto lo echaba de menos.

—Ya tienes trece años.

Dentro del Peugeot plateado de su padre, el que Cristina conocía desde pequeña, el que todavía olía a vainilla, la niña se giró, tras abrocharse el cinturón de seguridad, sentada como copiloto, para asentir efusivamente, con orgullo.

Ángel, que suponía que Lorena no pudo mudarse por los trámites del divorcio, en el fondo se alegró de no haber aceptado un traslado a Murcia.

Sin embargo, se arrepintió de haberle preguntado a Cristina cómo había estado, porque la niña le relató con toda naturalidad su noviazgo con Ciro Santos y el episodio con Óscar, el novio de su madre.

—¿Tu madre lo sabe?

—Sí, pero le da igual. Dave echó a su novio y ella se fue corriendo a buscarlo a los cuatro días. Al final rompieron... y encontró a este último.

Ángel frunció el ceño.

—¿Y Santos? Eres muy chica para tener novio, Cristina...

—Tengo trece años —se defendió ella— y sé lo que hago.

—Entonces no salgas con un chico mayor de edad que tenemos fichado. Su padre está preso por narcotráfico, mi alma.

Cristina hizo una mueca.

—Pero él no. Sus amigos son mala influencia. Si no se juntara con ellos, él no sería así.

Su padre suspiró tan fuerte que Cristina se calló; lo vio pasarse una mano por el rostro, mentalmente exhausto, y se preguntó si ya había colmado su paciencia.

—Echo de menos a mi Dave.

Cristina se mordió la lengua para tragarse que Dave le odiaba. Lo único que se le ocurrió fue mencionar lo bueno que había sido su padrastro con ella desde que llegó.

—Solo le tiene manía a Dave —se quejó—. Se fija en lo mínimo que hace para regañarle. Le he visto pegarle patadas por debajo de la mesa. Todo porque Dave le fastidió la luna de miel, le gritó que se fuera, que no era su padre y...

—¿Dave dijo eso?

—Dave ha cambiado mucho —dijo con cuidado—: Nunca enseña el pelo, papá. Yo ya no sé cómo se ve sin gorro. Me regaló su monopatín porque decía que no lo quería, tampoco juega al fútbol... Se tira el día tumbado, oyendo rock; solo come crema de cacahuete, odia estudiar, se ha peleado con media escuela... y le da puñetazos a la pared cuando se estresa.

Miró a su padre con altanería, aunque él ni siquiera pudo pestañear.

—¿Mi niño?

—Es un amargado que se tiene lástima a sí mismo. Mamá ha intentado todo pero... Ni siquiera le interesa tener novia. Tampoco tiene amigos, aunque se cree que sí, pero sus amigos son los que atropellan con la bici a los perros callejeros y les cortan el rabo.

No se inmutó ante el parpadeo atónito de su padre, quien estuvo a punto de pedirle que repitiera lo que acababa de decir, pero Cristina suspiró:

—Papá, no lo entiendo.

—¿El qué?

—¿Tú nos quieres? A Dave y a mí...

—¿Que si te quiero? —Confundido, su padre frunció el ceño—. Más que a mi vida.

Los ojos de Cristina se hundieron en los suyos como dos puñales verdes. Le dolía el alma porque su padre había sido el primero en romperle el corazón y el tiempo no había podido sanarlo.

—¿Y por qué no volviste? Nunca nos visitaste. No digo por nuestros cumpleaños o Navidad, que sé que tu trabajo no perdona, pero... un fin de semana, mi santo, ¡cualquier día! ¿Ni un minuto para llamar, papá?

No se daba cuenta, pero lo estaba torturando. Ella no conocía la historia, solo fragmentos que había hilado con la esperanza de encontrar una respuesta. Y quizá su explicación no era suficiente, por lo que la omitió:

—No quise complicarle las cosas a tu madre. Quería que fuera feliz.

—No lo es. No lo somos —rectificó Cristina; su rostro se había oscurecido—. Creía que me odiabas, papá. Mamá dice que no nos soportas, que eres cura y tienes a todas las mujeres que quieres. Y Dave piensa que mamá es la Mujer Maravilla y tú eres... Dave está muy ardido.

Su padre subió las cejas. Ni siquiera entendía a qué se refería.

—¿Dave...?

—Dave ha cambiado mucho —repitió la niña, firme—. Por eso no quiero que se entere.

—Es mi hijo —dijo, mirando fijamente a Cristina— y voy a ayudarle. Y a ti también. Si alguien os agrede, moveré lo que haga falta para investigarlo.

Cristina se colocó un lacio mechón castaño tras la oreja; volvió la vista al frente, mostrando sus brazos blancuzcos, y le preguntó si al día siguiente trabajaba.

—Tengo el día libre —admitió él—. ¿A dónde quieres ir?

En realidad, iba al servicio dominical, pero algo más importaba en ese momento. Su hija quería pasar la mañana en otro lugar donde pudieran hablar, no una banca de iglesia, de forma que a las nueve, Cristina se presentó en comisaría, su punto de encuentro, y él la subió al auto plata.

Cristina había salido un cuarto de hora antes de las nueve, mientras todos dormían, y dejó una nota en la cocina explicando que había ido al parque de patinaje con sus amigas.

El sol había teñido el cielo de un naranja rosado; tan temprano, solo se oían los trinos de los pájaros madrugadores. Mientras bajaba a través del parque en dirección a comisaría, los pulmones de Cristina por fin recogieron ese aire fresco que le había faltado el mes entero.

Su padre no llevaba el uniforme, pero no le resultó raro. Cuando él la vio con una blusa mostaza sin hombros y vaqueros ceñidos con agujeros en las rodillas, le preguntó si tenía frío y la niña admitió que sí.

Antes de bajarse del coche plateado, en el estacionamiento del parque de patinaje, donde Cristina había querido hablar con él, su padre la tomó del brazo para que no abriese la puerta.

—Tengo algo para ti —le dijo.

Cristina se enderezó y prestó atención. Su padre se estiró hacia los asientos traseros y agarró una caja blanca; se la tendió, pero Cristina estaba más pendiente de observarlo. Hacía mucho tiempo que no lo veía.

Su padre apenas traía un rastro de barba afeitada, como una sombra arenosa; los finos labios, las cejas rectas y los pequeños ojos castaños le endurecían la mandíbula, concentrado. Su padre siempre había tenido el cabello cortísimo, como su hermano.

—Aquí tienes.

Le entregó un libro, escogido especialmente para ella, pequeño y blanco, con letras doradas, de portada blanda.

—Es algo que te va a ayudar más que cualquier cosa en esta vida —dijo su padre—. Es la respuesta a tus preguntas, la solución a tus problemas... 

—Es una Biblia.

Cristina lo miraba decepcionada, casi molesta, porque había esperado un perfume o una cadena de oro, no un libro que jamás abriría. Y su padre encogió un hombro.

—Prácticamente —contestó.

Cristina pasó la yema de los dedos sobre la portada del libro y lo abrió. Había frases coloreadas en rojo, una lista interminable de referencias, tablas y capítulos con nombres difíciles de pronunciar.

Su padre la vio deslizar los dedos por las páginas con tristeza y, antes de preguntarle qué le pasaba, Cristina dobló una de las esquinas, suspirando.

—Yo no sé leer esto —confesó—. Es muy difícil de entender.

—Es una versión más sencilla.

—No es por eso —repuso ella, mirándolo—. Soy tonta, papá.

Durante unos segundos, chocaron miradas sin decir nada, hasta que los ojos castaños de su padre pesaron tanto sobre ella que la intimidó.

—No, hija, no lo eres. No te preocupes por lo que no entiendes, sino por lo que sí entiendes.

Se lo había regalado porque sabía que muchas veces el trabajo los interrumpiría.

Algunas noches hablaban por teléfono; otras, Cristina se quedaba en su dormitorio, sentada contra el cabecero de la cama, con un rotulador amarillo en la mano y el Evangelio abierto.

A las diez de la noche de un sábado corriente, después de cenar, la niña detuvo su rotulador amarillo al final del capítulo ocho.

"Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres."

Fijó los ojos ahí, sin parpadear; escuchó las cortinas violetas de su habitación ondear y de pronto se sintió terriblemente sola.

Hincó los codos en sus rodillas, sujetándose la cabeza, y se preguntó hasta cuándo sufriría en silencio. Quería salvar a su hermano, pero no de Egea.

Se sorbió la nariz y llamó a su padre.

—¿Qué pasa, hija?

—Quiero estar contigo.

Pestañeó para ahuyentar las lágrimas. Se le iba a quebrar la voz y Ángel, que lo notó a través de la línea, no respondió. No quería imaginarse a su hija llorando. Cristina se creyó que lo pillaba ocupado.

—¿Estás conduciendo?

—No, mi vida. No te preocupes, haré lo que pueda. Dame unos días.

Necesitaba convencerla de presentar una denuncia, o de lo contrario él no podría actuar. Que Cristina repitiese que solo deseaba escaparse de casa no ayudaba.

—Si no denuncias, nada se arreglará —le dijo la siguiente vez que se vieron, el domingo—. El juicio más rápido tardará un año. Aunque investiguemos, el fiscal decidirá si es conveniente un juicio. Cristina, no puedes quedarte a esperar.

El hecho de que Cristina transmitiese angustia por cada poro de su piel aceleraba el pulso de su padre hasta bloquearle la mente.

Cristina lo había llevado a la pista de patinaje. Sentados juntos en una de las fuentes, frente a las rampas para patinar, hablaron un rato sobre el trabajo de su padre y la escuela.

Cristina bajaba la voz cada vez más, como si fuera a romper a llorar en cualquier momento, y en cierto instante, perdió la mirada entre los chicos que se deslizaban desde lo alto de la rampa hasta el otro extremo y se preguntó cuándo sería capaz de imitarlos.

—¿Princesa?

Ángel no había dejado de contemplarla, desde el fino cabello castaño flotando sobre sus hombros hasta su cuerpo menudo, en sudadera azul y pantalones de deporte, pero fueron sus ojos apagados los que lo impulsaron a apretar el flaco cuerpo de su hija contra sí.

Entonces Cristina no pudo detener las lágrimas calientes que atravesaron la camiseta gris de su padre.

Sollozó.

—Estoy harta —farfulló, rota—. Tengo mucha ansiedad, mucho miedo...

Que su padre hubiese regresado a su vida había removido tantos recuerdos que ya no sabía ni qué sentía. Estaba confundida, perdida y, más que nada, sola. La cicatriz que había creído cosida estaba deshecha y la llaga ardía. La escuela, Egea, la tensión entre ella y su hermano. Rodeó la cintura de su padre y él le acarició el hombro.

No podía ver a su hija en ese estado y no hacer nada.

—Voy a pedir tu custodia, Cristina —le prometió él—. Hoy mismo la solicitaré.

・❥・

Los días no tenían valor para Dave. Aquel lunes habría sido tan aburrido como siempre de no ser porque, durante el recreo, las cosas cambiaron. Para empezar, Sergio no se había traído desayuno; en segundo lugar, Álvaro le pidió un par de patatas fritas a Dave y él le dio la bolsa entera.

—¿No tienes hambre?

Dave negó. Se le había cerrado el apetito desde aquella mañana. Sergio, en cambio, estiró el brazo y le quitó a Álvaro algunas patatas.

—¿Tu padre real es alto, rubito y con tu cara? —preguntó con la boca llena.

Dave bufó, rodando los ojos. No estaba de humor.

—Ni lo sé ni me importa.

—Le he visto con tu hermana.

Dave lo miró, amenazante. Se le había volcado el corazón de imaginárselo.

—Como sea coña...

—No te lo diría si no fuera verdad, gilipollas. Ayer fui a la pista con Dani Botello y Javi Camacho. Pregúntales si no me crees, porque la vimos con él.

—¿Estás seguro de que era mi padre?

No lograba encontrar una explicación razonable a lo que oía. Sergio, cansado, echó la cabeza atrás y protestó que sí.

—No jodas, Sergio. Mi hermana odia a mi padre.

—Pues lo estaba abrazando.

—¿Quieres que te parta la cara?

Estuvo a punto de echarse sobre Sergio, pero Álvaro lo retuvo de un tirón, empujando a Dave contra la pared.

—Relájate, rey. Eres un exagerado —espetó molesto—. En vez de montar este drama de mierda, haz algo, si tanto le odias. Algo que le duela. A él y a tu hermana.

Dave se calló: se le pegaron los labios como con silicona y, en lugar de responder, clavó la vista en sus desgastadas deportivas. Quizá si tuviera la mente estratégica y mecánica de Álvaro o las despiadadas ideas de Santos, sería capaz de canalizar sus emociones de otra manera.

—La voy a matar —murmuró en voz alta.

Álvaro se rio, como siempre.

—Que nada te pare.

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