𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

7. Un mal sueño

3K 298 432
By _arazely_

No quería llevar traje, pero su madre se empeñó. Como Dave odiaba ir de compras, se limitó a elegir el más barato, negro y de su talla. Luego esperó en la banca de madera junto a los probadores, bajo los focos del pasillo, hasta que el lugar se convirtió en un horno que empapó sus manos y frente.

Cristina había aprovechado para probarse su corto vestido de dama de honor, con lazo en la cintura. Cuando salió a enseñárselo a Dave, él apretó los labios para no reírse.

Parecía una princesa en ese vaporoso vestido café cargado de brillantes que tan bien le quedaba; pero él prefería a la dueña del monopatín en sudadera deshilachada que le traía comida de noche.

Con ese mismo vestido la vio el once de marzo.

Ese sábado, Dave se despertó a las siete menos diez y permaneció inmóvil en la cama, tratando de asimilar el escándalo del piso inferior.

Hasta que su puerta se abrió y Cristina asomó con un cuenco de cereales en las manos y un descolorido delantal sobre el vaporoso vestido. Una felpa le aseguraba el lacio cabello castaño tras las orejas.

—Dice mamá que te vistas —anunció con la boca llena.

Dave bufó y apartó las sábanas.

Las mujeres habían invadido la casa: su tía había venido desde Almería para arreglar a su madre, pero de su tío no había rastro, así que supuso que seguiría enfadado con su madre por la herencia de sus difuntos padres; las ex compañeras de trabajo de su madre deambulaban por las salas con cintas y bolsos, halagándose los atuendos unas a otras.

Dave se bebió un vaso de leche y volvió a su cuarto a ponerse la camisa blanca y el traje; detestaba los gruesos zapatos de vestir, por lo que tomó sus desgastadas deportivas como si nadie lo fuera a notar.

No olvidó su gorro. Nadie le había visto en cinco años sin él, ni lo vería.

A las diez menos cinco, Egea llegó en coche a buscar a Dave, tras haber pasado unas cuantas horas con sus chicos arreglándose en algún salón de belleza del que el chico prefería no saber nada.

Los latidos de su corazón aumentaron el ritmo al sentarse de copiloto en el coche junto a Tribuno Egea, el novio, y resopló para liberar el estrés.

En el inmenso cielo azul despejado, el sol resplandecía. Parecía que nunca hubiese llovido.

Egea iba enfrascado en una conversación de la que Dave no se estaba enterando con sus amigos en los asientos traseros, muñecos de plástico listos para una pasarela de moda: afeitados, depilados, con litros de gomina en el pelo y embutidos en estrechos trajes de marca.

—¿No te lo vas a quitar? —le preguntó Egea al rato, apuntando a su cálido gorro gris oscuro, adaptado perfectamente a su cabeza.

—No —contestó de malos modos. No quería hablar del tema, pero Egea estaba aparentemente interesado, puesto que le preguntó por qué—. Porque no.

Egea se rio.

—Si no fuera por tu madre, no te soportaría ni un minuto, chaval  —le dijo con esa preciosa sonrisa que iluminaba sus ojos—. ¿Te he dicho alguna vez que nunca me han gustado los niños?

Dave arqueó las cejas, sin una pizca de sorpresa.

—A mí no me gustan los padres.

El hombre estalló en carcajadas, desconcertando a Dave. Entonces estuvo seguro de que era un payaso diabólico por dentro. O él, un paranoico.

Habría unas cincuenta personas esperando en torno a la iglesia San Juan de Dios.

Dave aflojó el paso para que Egea lo esquivase y se adentrase en la multitud. La mayor parte de los invitados eran conocidos de Egea que ni siquiera voltearon a ver a Dave. Entre todos formaban un batiburrillo de colores pastel que atestaba el pasillo de la basílica hacia el altar.

Mientras se adentraban entre los bancos de madera, Dave echó un vistazo alrededor.

Hacía mucho tiempo que no entraba a una iglesia católica. Sobre ellos se levantaba una impresionante cúpula que abrumó al muchacho hasta cortarle el aliento. Pasaron por delante de las capillas, entre paredes forradas de planchas de oro, donde estaban las esculturas de los santos.

En vez de arte, Dave vio estatuillas sin voz ni vida que lo trasladaron al vago recuerdo de la comunión de Cristina.

Él la había hecho a los ocho años, pero tres años más tarde, antes del divorcio, su padre real se hizo religioso y no consintió la comunión de Cristina porque decía que "el demonio estaba en la iglesia católica". Y Dave, a sus once añitos, se asomó al pasillo desde la cocina a preguntar si había demonios en la casa.

—No, hijo —repuso su madre—, el demonio es tu padre.

Sin previo aviso, Egea se volvió y agarró a Dave del hombro para que no se perdiera. El chico creyó que se le saldría el corazón por la boca al verse arrastrado por la oscura basílica, pero en el justo momento, su salvación se encarnó en un joven de cabello teñido de blanco que abrazó a Tribuno.

—¡Egea! ¡Cuánto tiempo!

De un jalón se zafó Dave y echó a correr. Aprovechó el tumulto de señoras con vistosos sombreros y bolsos para abrirse camino. Solo echó la vista atrás para asegurarse de que Egea estaba de espaldas.

Y huyó.

Como un condenado atravesó la avenida en línea recta, sin rozar el suelo, cruzó las calles sin mirar y se incendió los gemelos. Las calles se entrecruzaban, de manera que giró tan pronto como pudo y se perdió por la Plaza de España.

Y cuando ya subía por la calle del Paso, donde había otro supermercado, el flato en el costado le obligó a aflojar el ritmo. Contra el escaparate apoyó la espalda y sacó el móvil para llamar a Sergio.

Le dolía respirar por la presión en los pulmones; el corazón le golpeaba el pecho como si fuese un martillo de plomo.

Sofocado, se desabrochó el primer botón de la camisa y pegó el móvil a su oreja. Solo pudo quejarse cuando su amigo descolgó.

—Ven por mí, tío. Sácame de este infierno.

Estaba intranquilo, le pesaban las piernas y su rostro se había oscurecido a causa del sudor.

No había remordimientos; solo temor a que su madre cruzara aquella calle. Imposible: debía de estar camino a la iglesia.

Se quitó la chaqueta y remangó la camisa blanca. Necesitaba aire. En aquella esquina no corría la brisa y él hervía.

Sergio apareció en su bicicleta a los cinco minutos en dirección contraria, por la acera, con su sonrisa burlona y chándal. Dave rápidamente se acomodó detrás de él y su amigo echó a pedalear calle abajo, hacia el parque de patinaje, donde Álvaro estaba jugando fútbol.

—Cuando lo recojamos, nos largamos al Tiro.

—¿Qué?

—En el campo del Tesorillo es muy complicado colarse.

—¿Vamos a jugar al fútbol con este calor?

—Tienes calor por el traje, imbécil. ¿Y tu hermanita? ¿No has pensado en ella?

—A la mierda mi hermana.

No había tenido tiempo de pensar en Cristina.

Encontraron a Álvaro pateando el balón en la pista de cemento; Sergio le silbó desde la acera, y Dave se arrimó a su amigo para que Álvaro cupiese al final. No era seguro ni legal, pero tampoco había más opciones.

El campo de fútbol del Tiro, de cemento, se ubicaba entre las tétricas y altas viviendas del barrio, sobre unos escalones gigantes; lo cercaba una valla metálica agujereada, caída desde hacía meses.

Dave nunca lo había visto, pero estaba diez veces peor de lo que había imaginado: habían robado la red de las porterías y las desgastadas líneas blancas del suelo estaban borradas. Cuando llegaron, ya había un grupo de niños jugando.

Sergio apoyó la bicicleta contra una señal y la amarró con tanto arte que ni él mismo sería capaz de deshacerlo luego.

—¿Vamos a jugar aquí? —preguntó Dave, incrédulo.

Álvaro se volvió, hundidas las manos en los bolsillos.

—Es lo que hay, rey. No todos tenemos un padre con dinero.

Dave enrojeció de vergüenza.

Formaron equipos con los niños e iniciaron nuevo partido. Dave dejó la chaqueta sobre la bicicleta y, por primera vez en mucho tiempo, desconectó del mundo.

El poder renació en él.

La sangre se removió por sus venas, tiñendo sus mejillas de un rojo vivo, y disfrutó cada gota de sudor que le adhirió la camisa al cuerpo.

El fútbol le devolvía la vida.

Porque se le daba bien, tenía fuerza en las piernas, no jugaba tan mal como todos creían.

Dave se olvidó del flato, de la boda y de la hora hasta que, cansado de trotar bajo el sol, su estómago rugió con fiereza.

Recogió su chaqueta, llamó a voces a Sergio y con la cabeza le señaló que quería irse; este, de un silbido, captó la atención de Álvaro y repitió el gesto. Perdieron un cuarto de hora desatando la bicicleta y se largaron. Como Álvaro comentó que se moría de hambre, Sergio resolvió ir a comer.

Dave no dijo nada.

Se había perdido en sus pensamientos, en que, pese a las ideas retorcidas de Álvaro y Sergio, al fin y al cabo, ellos seguían siendo sus chicos.

Se saltaron un semáforo y tomaron un atajo hacia la pizzería; amarró Sergio la bicicleta a una señal en la misma acera y entraron rápidamente a elegir mesa. Lo primero que hizo Dave fue pedir un refresco, pues estaba deshidratado; sus amigos ordenaron pizzas y Dave, tras poner pegas a todo lo demás, se conformó con unas patatas fritas.

No acompañó a sus amigos al servicio. Iba después de ellos porque siempre se burlaban de él.

Aquel día, Álvaro, viendo que Dave solo comía patatas fritas embadurnadas de mayonesa y kétchup, le ofreció un pedazo de pizza y Dave no se opuso.

Como siempre, casi lo forzó a tragársela, como queriendo ahogarlo, y Dave, con la boca llena, necesitó beber refresco para bajar la masa.

Necesitó beber refresco para tragarse la masa que se le formó en la boca. Y cuando ya se había acabado el vaso, se tocó el abdomen.

—¿Crees que me lo rellenen gratis? —inquirió.

Álvaro, como siempre, se rio.

—¿Quieres más? —preguntó.

Dave, todavía inspirando despacio para disimular las arcadas, clavó sus preciosos ojos castaños en los verdes de Álvaro. Sabía que su amigo era pesado, así que, tras sopesar la extraña pregunta, dio por hecho que habría puesto algo en el refresco.

—¿Qué es? —cuestionó—. Droga. ¿Qué es, hijo de puta? ¿Cocaína?

Álvaro negó con una sonrisa.

—Tardarás como una hora en darte cuenta.

—Ya en serio, imbécil. ¿Qué es?

Trató de inclinarse sobre la mesa para intimidarlo, pero en realidad el dolor de estómago le retorcía las entrañas.

Álvaro miró a Sergio, que arqueó las cejas oscuras.

—Dime qué es o...

Entonces su amigo metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita pequeña de plástico, donde guardaba todo tipo de cosas sin higiene ni separación, como clavos y pedazos de papel, y a veces polvo blanco, y Dave vio media píldora azul.

Tardó un momento en darse cuenta de que había disuelto la otra mitad en su vaso. Y se le aceleró el corazón.

No podía ser cierto.

—¿Cómo demonios tienes eso sin receta?

—Hay muchas formas de conseguirla.

—Eres un puto enfermo.

Y Álvaro se rio.

—No sabe a nada, idiota —protestó—. Te estoy haciendo un favor, no seas dramático.

Pero a Dave le costaba respirar. Aunque sabía que existían, nunca había tomado estimulantes. Y que le obligaran a consumirlos le cerró la garganta. Su corazón temblaba.

Acababa de bebérselo y ahora no solo le costaba respirar, sino que tenía ganas de vomitar.

—Maldito enfermo —repitió en voz baja—. ¿Por qué no se lo haces a tu puta madre?

Y Álvaro empujó la mesa, de pronto enojado.

—Si te compro otro, ¿me perdonas?

Dave entornó los ojos con fastidio. Vio al chico tensar las mejillas, lo cual provocó que los hoyuelos se le hundieran junto a las comisuras.

—No estás bien de la cabeza —le dijo, y Sergio, que hasta entonces no había hablado, intervino, mascando aún:

—No te vas a morir por eso. Y no veremos qué pase luego, pero es gracioso.Álvaro sonrió a medias, mirando a Dave, tímido, como si no tuviera importancia, y Dave apartó la vista para que no lo viera curvar los labios.

Porque, a pesar de todo, sabía que siempre estaría ahí para él.

・❥・

La luna de miel se había suspendido. Desde el fin del convite a las cuatro, la madre de Dave había estado recibiendo llamadas de felicitaciones de los que no asistieron; Cristina, por su parte, se estaba quedando dormida sobre el pecho de Egea, frente a la televisión, en el sofá de la sala.

A las siete menos cuarto de la tarde se oyó un portazo y Lorena soltó el teléfono:

—¡Por Dios, Dave! ¿Dónde andabas?

En ese momento la boca de Dave se secó.

El muchacho había entrado sin pensar en qué diría porque le daba igual; sin embargo, al mirarlos uno por uno, hinchó el pecho como si contuviese litros de agua.

—Con mis amigos.

—¡Te he estado llamando todo el día y no contestas! ¿A dónde te fuiste? ¿Cuándo? ¿Y por qué? ¡Teníamos que embarcar a las cinco! ¿En qué estabas pensando?

Su madre estaba al borde de un ataque de histeria, así que Egea se levantó y la apartó suavemente.

La figura del hombre provocó que Dave comenzase a respirar de forma irregular. Egea era más alto y fuerte que él.

—A ti solo te importas tú, ¿verdad?

Dave no se inmutó, tratando de disfrazar lo tenso que estaba. Cristina, todavía en el sofá, los miraba sin saliva que tragar.

El hombre había hundido las manos en los ajustadísimos vaqueros.

—Si querías hacerle daño a tu madre, ya lo has conseguido. ¿Ahora qué? ¿Vas a seguir comportándote como un crío? Porque ya estás muy grande para...

—No sabes cuánto te odio.

Lo dijo sin pensar, porque acumulaba demasiados sentimientos entre los pulmones.

El marido de su madre clavó en él los ojos pardos y a Dave le dio la impresión de que estaba controlándose para no estrangularlo.

—Cállate la boca o...

—¡No me da la gana! —le gritó Dave—. ¡No eres mi padre y nunca lo vas a ser! ¿Por qué no te largas?

Entonces su madre reaccionó:

—¡Lárgate tú, igual que tu padre!

Una corriente de aire fría recorrió la espalda de Dave. Ni siquiera había sonado humana.

De modo que el muchacho pasó entre ellos y subió la escalera con los labios sellados. Se encerró en su habitación y esta vez, nadie lo visitó. Al anochecer moría de sed, pero prefirió soportarlo en vez de bajar a ver a su madre con el corazón roto.

Cristina, que se acostó temprano, se preguntó, ya acostada en su cama, de dónde sacaba Dave el coraje para humillar a su madre así.

Su madre había tachado a Dave de lento y torpe, pero Cristina sabía la realidad.

Que el tiempo libre le daba demasiadas ideas a Dave.

・❥・

El estómago de Dave rugía vacío, así que él se tumbó bocabajo para no sentirlo. Cristina no vendría y él odiaba no tener agallas de bajar y mirar a Egea a la cara. Escuchó a Simple Plan hasta que se agotó la batería del móvil; luego permitió que la flojera se apoderase de su cuerpo por la falta de calorías.

Se preguntó qué harían con él a partir de entonces.

A pellizcos se mantuvo despierto. Vio el firmamento oscurecerse a través de la ventana, la luna alzarse lentamente y, poco a poco, las estrellas parpadear.

Había oído la televisión, murmullos entre su madre y Egea, el agua del fregadero correr y los cacharros amontonarse; pasada la medianoche, se cortaron las voces, el grifo se cerró y dos portazos sentenciaron el silencio.

Esperó a asegurarse de que nadie utilizaba el baño en el piso superior y ni un paso se deslizaba por el pasillo antes de salir. Cuando puso a cargar el móvil, descubrió que eran las dos y veinte de la madrugada.

Puesto en pie, se restregó los dedos por los ojos y arrastró los anchos pantalones por toda la escalera. No se oía ni una respiración.

El corazón galopaba potente en su pecho, justo en el centro; el silencio pesaba.

Entró a la cocina y cuidadosamente abrió la nevera.

—¿Hambre?

Cerró de golpe y se giró. No veía nada, pero no lo había imaginado.

—¿Quién? —preguntó.

Se preguntó si se había apreciado el temblor en su voz.

—Tu padrastro.

Entonces el muchacho distinguió la gran silueta aproximarse y la tenue luz azulada del frigorífico lo hizo visible.

Tribuno Egea.

Su corazón dio un salto. No era su padre. Le odiaba. En realidad, odiaba a todos los hombres. También a las mujeres. A las personas en general.

—¿Qué quieres?

—Hablar contigo —contestó Egea, cruzándose de brazos—. No eres el único que ha comido de madrugada.

—No quiero hablar.

Trató de marcharse y Egea lo agarró del brazo. Su fuerza congeló a Dave, que empezó a cuestionarse qué hacer. Nunca lo había puesto a prueba.

—¿Piensas seguir con tus berrinches? —preguntó, en voz baja, tan intimidante que Dave sintió la noche pesarle en el pecho—. Sé lo que pretendes. Pretendes que tu madre te siga consintiendo, que cancele su vida por ti. Quieres quitármela y no te das cuenta de que ya la has perdido.

Dave frunció el ceño, sin entender de qué hablaba.

—Yo no... —Retorció el brazo para soltarse y solo logró que apretara más.

—Por eso nunca me caíste bien. —En la penumbra de la noche, la angustia de Dave creció, pero no permitiría que Egea lo notase—. Lo único que sabes hacer es joder.

Mientras hablaba, Cristina se asomó a la puerta de su habitación. Le había dado sed, pero se petrificó al ver desde lejos, a través de la barandilla de la escalera, gracias a la luz de la nevera, a su hermano acorralado contra el mostrador y al hombre encimado sobre él.

—Quítate —pidió Dave, menos firme de lo deseado porque tenerlo tan cerca le tensó la garganta.

—Con esa actitud me estás hartando.

—Vete a la mierda.

Egea lo agarró del cuello de la camiseta, acercándolo a sí tanto que la respiración de Dave se cortó.

—¿Tú eres tonto?

Dave comenzó a hiperventilar.

Aunque tenía dieciséis años, no podía competir contra un culturista que duplicaba su tamaño. Trató de apartar sus manos de él, pero los dedos resbalaron a causa del sudor. Sus músculos se habían debilitado.

—¿De qué vas, chaval? Me has jodido la boda. ¿Quieres que te joda la vida?

—¡Suéltame!

De un tremendo puñetazo en la cara, Egea tiró a Dave al suelo.

Cristina se cubrió la boca y, al echarse atrás, por poco tropezó. Sus ojos abiertos de par en par se habían inundado de agua; sus cuerdas vocales se paralizaron.

Dave estaba en blanco. Solo sentía los nudillos del hombre hormiguear en su pómulo.

—Y si eres tan maricón de decirle algo a tu madre, te juro que te irá mucho peor.

Dave se olvidó de tragar. En una fracción de segundo se acordó de Álvaro, cuando creyó que exageraba al hablarle de Egea. Al comprobar él mismo la fuerza de esos brazos, se arrepintió de no haber forcejeado más.

De pronto Egea lo sujetó del hombro y obligó a mirarlo.

—Es tu palabra contra la mía, y sabes que tu madre me pondría a mí antes que a ti.

Lo soltó tan violentamente que Dave tuvo que apoyar las manos en el suelo para mantener el equilibrio.

Más que la mejilla, le dolía el orgullo. Egea acababa de romper en pedazos lo único que lo hacía sentirse hombre.

Cristina se subió a la cama tiritando. Con el corazón en la boca, se desplomó sobre el colchón y se cubrió con la sábana, que le enfrió la piel.

No lloró porque se le habían helado los lacrimales.

Ya no tenía sed. Tenía miedo.

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