𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE
Especial 50K

5. Otro corazón roto

3.4K 333 428
By _arazely_

Dave sufría, pero no lloraba. Nunca.

Había transcurrido semana y media desde que se sentó con Jill en el recreo y empezaba a cuestionarse si era mejor lanzarse por la ventana o desde el desfiladero de la ciudad, junto a la comandancia militar.

Estaba en la cama, de espaldas contra la pared, cruzados los brazos sobre las rodillas. Clavaba de vez en cuando la barbilla en ellas para comprobar que seguía vivo. Se preguntó qué tan fácil sería arrancarse el corazón para vendarlo con fuerza y dejarlo sanar.

Después de cruzar miradas con Ciro, se levantó sin siquiera despedirse de Jill, que se puso en pie de un salto, sin entender qué ocurría.

—No te importa —repuso él, tan brusco como pudo. De pronto su carácter había cambiado y ella se echó atrás, desconcertada—. No quiero nada de ti, no somos amigos ni lo seremos. Consíguete una amiga y no me hables más.

Había visto los ojos grises de Jill humedecerse, de modo que se dio la vuelta para buscar a sus amigos.

No soportaría verla llorar.

La rápida mirada que Ciro Santos le había echado a Jill le advirtió que no podía darse el lujo de hablar con cualquier muchacha en la escuela.

Si Ciro estaba con su hermana y no con Marta, era porque sabía quién le importaba más a Dave. Construir una amistad con una muchacha como Jill significaba atraer a Ciro hacia ella, y lo último que Dave quería era que Jill acabase como Nora.

Tuerta.

Dave había evitado a Jill toda la semana, convenciéndose de que pertenecían a mundos diferentes, y pronto descubrió que ella tampoco lucharía ni siquiera por mirarlo.

Aquel sábado se quedó en la cama hasta las dos de la tarde. No había desayunado porque era demasiado vago como para bajar a la cocina a beberse una taza de leche, así que esperó a la hora de comer.

Había escuchado la puerta de casa cerrarse a las nueve, por lo que supuso que Cristina había salido con Ciro.

Su hermana se asfixiaba en casa y no quería estar en casa si el novio de su madre no trabajaba, por lo que Dave no la detendría.

A las dos bajó a comer. Vio a su madre en el sofá de la sala de estar, con su novio, viendo algún programa que Dave no reconoció. Desde la cocina le preguntó qué había de comer.

—Si tienes hambre, pide pizza —replicó su madre, sin moverse.

Dave había comenzado a aborrecer la pizza. Por tanto abrió la nevera y sacó la crema de cacahuete, mordiéndose la lengua para no contestarle.

No había puesto el pan todavía a tostar cuando la puerta principal se abrió y él se volteó por inercia.

Su hermana.

No le hubiera dado importancia si no la hubiese visto llorando. Sollozaba vehemente, tanto que su madre se incorporó a toda velocidad.

Dave se acercó también, aunque su madre ya hubiese abrazado a Cristina. Los ojos verdes de Cristina, hinchados de llorar, lo miraron por encima del hombro de su madre, enojados, y Dave, sin saber qué había ocurrido, se sintió culpable.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Por qué lloras?

Cristina temblaba, lívida y muda. Traía las mejillas bañadas en lágrimas y los labios rojos como el carmín; sus flaquísimas piernas tiritaban, débiles, dándose la una contra la otra.

Dave posó una mano en el hombro de su hermana y ella se apartó, apretujándose más contra su madre.

—Dave, vete a tu cuarto. Tengo que hablar con tu hermana.

El chico miró a su madre, indignado, pero no le quedó más remedio que obedecer.

Subió a su dormitorio con su sándwich tostado y, mientras entraba, escuchó el tono de llamada de su móvil, por lo que se apuró para tomar el teléfono y descolgar.

Sergio Llorente.

—Tu hermana y Santos casi se parten las bocas.

—¿Qué le ha hecho ese imbécil?

—Una broma, pero no te preocupes. Álvaro la ha defendido. No ha habido broncas con Santos. Por cierto, tengo algo para ti. En quince minutos paso por tu casa.

A Dave no le dio tiempo a contestar. Su amigo colgó y él se quedó al bordillo de la cama, tan confundido como al principio. Se le había acelerado el corazón al oír el nombre de Santos.

Conociendo a Cristina, podía ser una broma sin importancia, pero si Santos estaba involucrado, podría resultar un asunto de Estado.

Sergio le avisó que estaba abajo a través de un mensaje quince minutos después, cuando Dave ya había comido.

Halló a su amigo al otro lado de la puerta, subido en su bicicleta, con el cabello negro hacia atrás, resplandeciente, y vaqueros ajustados, tan vanidoso como siempre.

—¿Qué es? —preguntó desconfiado, aunque tomó la bolsa de basura que su amigo le tendía—. ¿Droga?

—Si fuera droga, ya me la habría metido.

Dave deshizo el nudo que su amigo había hecho con la bolsa gris, reducida al tamaño de una pelota de tenis; miró el interior y de inmediato se echó atrás, a punto de vomitar.

Tuvo que protegerse la boca para frenar las arcadas, porque el estómago se le revolvió demasiado rápido.

Pero al escuchar a Sergio reírse, se le encendió la ira en el cuerpo y lo golpeó con fuerza en el hombro.

—¡Eres un hijo de puta! ¿Esto es de Santos? —preguntó, alzando la bolsa arrugada para que la viese—. ¿O habéis sido vosotros?

—¿En serio crees que Álvaro y yo te haríamos esa mierda? Estás mal, tío. Es de Santos, para que veas cuántas veces se ha tirado a tu hermana.

Con una sonrisa de lado, Sergio se echó hacia atrás y pedaleó calle abajo.

Dave lo observó desaparecer tras la esquina, con la mandíbula apretada hasta lastimarse.

Dentro de la bolsa había tantos preservativos usados que Dave no pudo contarlos. Necesito meterse en su cuarto y revisar el interior para asegurarse de lo que había visto, y las náuseas volvieron a retorcerle el intestino.

Mentalmente insultó a Ciro. Y a Sergio, por imbécil.

Le repugnaba tanto tener aquello entre las manos que lo hizo una bola y la hundió, lleno de rabia, en la papelera del baño. Aunque no tocó ningún preservativo, se lavó las manos para sentirse limpio, todavía con el asco en las paredes de la boca. Si seguía pensándolo, terminaría vomitando.

Al ver su reflejo, con el corazón palpitándole en la garganta, se juró que se vengaría.

・❥・

A las diez de la noche, cinco minutos después de que su madre y su novio saliesen a beber hasta las tantas, Dave bajó duchado a la planta inferior, en chándal gris, y sacó un refresco de la nevera. Luego se encaminó a la habitación de Cristina. Escuchaba sus sollozos desde la cocina y sabía que debía arreglarlo.

Quizá él estaba hundiéndose en un agujero negro, pero no arrastraría a su hermana consigo. Principalmente porque él no sabía salir.

Tocó a la puerta y su hermana le gritó que se fuera.

Dave se mordió los labios.

—No voy a echarte la bronca.

—¡No quiero verte!

Dave se hubiera ido, pero sus pies parecieron adherirse al suelo; el orgullo retenía en su garganta las disculpas. Permaneció quieto unos segundos, escuchando su llanto, y se le resquebrajó el corazón.

—Cris, sé que ha sido Santos.

—¿Te callas?

—¡No puedo! —exclamó, frustrándose; a su cerebro le costaba manejar el torbellino de emociones desatado en él—: ¡Me importa una mierda con quien salgas, pero no que jueguen contigo! Y perdón. Por hablarte de esa manera hace unas semanas, por... Por ser gilipollas, joder. Y un desconsiderado.

Dejó escapar un hondo suspiro. Odiaba disculparse porque suponía tragarse el orgullo. Se sentía vulnerable, débil, desnudo.

—Si no fueras tan buena —añadió—, no te darían por todos lados.

—¿Y tú qué sabes? Ni siquiera tienes vida.

—Tengo una madre. Y amigos. Y no son perfectos.

—Ni tú.

—Ya lo sé.

Ninguno de los dos habló en un buen rato. Dave esperaba impaciente, con una mano sobre la puerta y otra fría de apretar la lata.

—¿Puedo pasar? —preguntó al fin; y tras un inquietante silencio, la cama de Cristina crujió.

—Sí.

En el centro del dormitorio violeta estaba la cama de Cristina, contra la pared, junto a un armario abarrotado de fotos con sus amigas. Su hermano se sentó a la orilla del colchón, que se hundió bajo su peso, y la miró fijamente, hasta que se armó de valor y admitió:

—Cris, yo te quiero. Aunque no se note.

A ella se le escapó un sonido que no terminó de ser risa.

—Hablo en serio —insistió él—. Los tíos somos idiotas. Si quieres tener novio, elije bien, no a Santos. No le deseo ese tío ni a Marta...

—¿Por qué, Dave? —interrumpió Cristina, dolida, y sus labios enrojecieron—. Si quería burlarse de mí, no tenía que decirme que se iba a casar conmigo, que sería militar, que... Creía que iba a durar. Me dijo que me quería. ¿Era mentira? ¿Nunca ha sentido nada? ¿Cómo puede una persona no sentir nada?

Él vio el agua bailar en sus pupilas; luego Cristina se cubrió la cara y ahogó un sollozo. Dave la observó abrazarse los huesudos brazos y plegar las rodillas, y tragó fuerte.

—¿Te has liado con él? —le preguntó, dudoso, y ella alzó la barbilla, indignada.

—¡No! —exclamó.

—Pues el muy cerdo me ha traído unos doscientos condones que se supone que ha usado contigo —remarcó, molesto.

Vio el rostro de Cristina descomponerse, empalideciendo a la velocidad de la luz, y el labio inferior vibrar. Iba a llorar.

—Se los ha enseñado a todos sus amigos —murmuró a media voz—. Delante de mí.

Dave no pudo evitar hacer una mueca de asco.

—Está ardido porque el otro día le dije que no —explicó Cristina, e hipó—. Te juro que yo nunca...

—Lo sé, Cris. Lo de los condones es para joderme, porque ese imbécil no se ha tirado a más de dos tías en su puta vida. No es contra ti, es contra mí.

Cristina se abrazó las rodillas y sollozó tan fuerte que Dave pensó que se partiría el escuálido pecho en dos.

Su madre siempre había puesto a sus novios antes que a ellos y Dave había estado tan ocupado haciéndose respetar en la escuela que no se había dado cuenta de que su hermana también sufría.

Se arrimó al costado de Cristina y le rodeó los hombros. Durante unos segundos permitió que su hermana escuchase el intenso martilleo de su corazón, pero al final suspiró y se arriesgó a abrirse:

—Yo me siento igual de mierda que tú.

Cristina levantó la vista nublada y, olvidándose de las punzadas en el corazón, preguntó por qué.

A Dave no le fascinaba contarle cómo había cortado de cuajo la insignificante amistad que surgió de un par de martes y jueves con Jill, pero la historia la distrajo.

—Soy un capullo, pero es por su bien. No quiero destrozarle la vida.

Cristina se relamió los labios. Guardaron silencio unos minutos, reflexionando en sus diferentes situaciones, hasta que la niña miró a su hermano.

—¿Te gustaba Jill?

Dave no contestó. Su mano libre jugaba con los pliegues del chándal en su pierna derecha. Se encogió de hombros y su hermana rompió el incómodo silencio:

—¿Te han roto el corazón por segunda vez?

Dave frunció el ceño, sin saber que Cristina se refería a su padre. La oyó suspirar:

—A mí sí.

—Te lo romperán muchas veces, Cris —dijo él, acariciando el flaquísimo brazo de su hermana con el dorso que sostenía la lata—, pero lo superarás. No llores por los tíos. No valemos la pena.

・❥・

Una semana más tarde, Dave y Cristina regresaron de casa y no hallaron rastro del novio de su madre. Se había esfumado tan rápido como había aparecido.

Por primera vez en un mes, pudieron comer juntos y sentarse a ver la televisión hasta las ocho de la noche, cuando su madre regresó de comprar en el Mercadona. Cuando Cristina le preguntó por Óscar, su madre liberó un profundo suspiro que removió un mechón castaño de su rostro sin maquillar:

—Hemos terminado.

La mujer dejó las bolsas de la compra sobre la mesa del comedor y se dispuso a preparar la cena. Aquella noche se quedaría en casa, en vaqueros desgastados y una vieja camiseta.

—¿Lo has echado? —quiso saber Cristina desde el sofá de la sala.

—Sí. Para siempre.

No les explicó por qué, pero a Dave y Cristina tampoco les interesaba.

El chico estaba más preocupado por aprobar el curso.

Como era de esperar, Dave fue llamado la última semana de clases a Jefatura de Estudios.

El primer trimestre había empezado mal y, dado que nada iba a cambiar, a mediados de diciembre seguía sentándose al fondo de la clase, detrás de Álvaro Valencias y Sergio Llorente, a afilar lápices con un cúter y clavarse las puntas de mina en el antebrazo. Le gustaba ver la madera caer en finísimas capas y el grafito relucir. Sus amigos decían que estaba loco; en realidad, buscaba distraerse.

No tenía ningún talento a desarrollar.

El lunes antes de las vacaciones de Navidad, durante la clase de inglés, la jefa de estudios entró en persona al aula a llamar a Dave por su nombre y apellido, y lo hizo seguirla hasta Jefatura de Estudios. El muchacho ya sabía por qué.

La jefa de estudios, que se llamaba Reyes, le preguntó qué ocurría y él no contestó. A nadie le preocupaba de verdad.

—Si no cambias tu actitud, repetirás otra vez —le dijo, y los pequeños ojos castaños de Dave se clavaron en ella—. Tu madre se mata trabajando para sacaros adelante a ti y a tu hermana, pero a ti te da igual, por lo visto.

Dave no habló.

Recostado en la silla frente al escritorio de la jefa de estudios, la observó doblar una hoja de papel en dos; luego tomó un bolígrafo del lapicero y le anotó un número de teléfono.

—Te voy a dar el número de una de mis mejores estudiantes, que estará encantada de ayudarte.

—No necesito ayuda —dijo por fin, cortante.

La jefa de estudios lo observó a través de los cristales de las gafas, tan seria que las arrugas de sus comisuras alcanzaron su barbilla. Si no fuese por esas arrugas y porque siempre se recogía el cabello cenizo, aparentaría diez años menos.

—¿Entonces por qué no estudias? —preguntó—. Te estás jugando el futuro.

Dave bufó. Él no tenía futuro.

La jefa de estudios regresó a la hoja de papel y le escribió en mayúsculas el nombre de la muchacha.

—Se llama Jill Ros. Llámala estas vacaciones.

Dave la ignoró. No deseaba tener nada que ver con Jill Ros, de modo que agarró el papel de cualquier manera y, una vez regresó a su aula, lo metió en su libreta de matemáticas.

Nada de lo que le ofrecieran bastaba.

・❥・

Las Navidades no tuvieron nada especial. Cristina se quedó en casa de Merche después de la cena de Nochebuena; Dave suspendió matemáticas e inglés, y su madre lo inscribió a una academia a la que asistió solamente tres días.

Lorena, por su parte, consiguió trabajo en un restaurante del que salía a medianoche, por lo que las patatas de bolsa, la pizza y los fideos instantáneos invadieron otra vez las alacenas de la cocina.

Con su sueldo mínimo, logró comprarle a cada uno una caja de chocolates, calcetines y una taza de café, e incluso sobró para darles quince euros de aguinaldo. Cristina también consiguió un móvil nuevo porque su amiga Merche se lo regaló.

Llovió mucho.

A la vuelta al instituto, Dave no logró recuperar inglés ni matemáticas. No llamaría a Jill. No caería tan bajo después de haber pasado días sin mirarla a la cara al verla pasar.

Odiaba admitirlo, pero sentía la incómoda tensión entre ellos.

Aunque no había olvidado todos los preservativos que Ciro Santos le había regalado, Dave no tuvo tiempo de romperle la cara, pese a prometérselo a Cristina, porque sabía que Ciro no volvería a acercarse a su hermana.

Ciro se cansaba de las muchachas cuando veía un blanco más atractivo. Y Dave no pudo desmentir sus sospechas porque su siguiente problema surgió a mitades de febrero.

El nuevo novio de su madre.

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