El Santuario de Octubre

By OmarDeFelipe

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Cuento breve con una fuerte atmósfera, narrado en primera persona. Contiene una fuerte instrospeccion. El pro... More

Santuario de Octubre

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By OmarDeFelipe

Tengo que estar preparado, me decía a mí mismo. Preparado para que, en caso de que alguien preguntara, yo pudiera responder con algo digno del lugar. Una elegía se me antojaba especialmente propia. Aunque la pregunta sólo ocurriera en mi mente, con visitantes imaginarios, porque en toda mi infancia y mi juventud jamás había advertido a un visitante. A pesar de que, en realidad, la respuesta la hubiese construido para sustanciar mi encanto por el Santuario. En los escenarios dentro de mi cabeza, yo encontraría a alguien con una mezcla de asombro y confusión en la cara, de pie en las calles del pueblo y, por toda explicación, le diría:

Una risa, un respiro profundo, un lamento al borde de una tumba. Eso es lo que tarda una flor en caer. ¿Y cuánto para crecer? Tarda lo mismo que una pasión juvenil en consumirse a sí misma; el mismo lapso para olvidar, incluso redimir, algo así. Toma el mismo tiempo que algunos toman para mirar a estas flores madurar en tonos grisáceos, tomar su forma, la de un escudo, en la cima de la torre derrumbada. Las miran dentro de sus casas, tras sus ventanas polvorientas, empañadas por su propio aliento, un aliento que deja escapar una minucia de esperanza de continuidad injustificada. Entonces una de esas flores, retenida en cientos de pupilas impacientes, resecas, agrietadas, pupilas como la mías, una de esas flores se desprende del ramo en un crujido. Uno que todos aquí conocen y, si no, imaginan muy bien; el que anuncia la bienvenida al Santuario de Octubre.

Recuerdo practicarlo una y otra vez en mi mente, platicándolo a hombres y mujeres sin rostro. Y cuando eso ya no bastó, reuní los trozos del espejo que había roto; me convertí en mi propio público. Todavía no logro explicarme el magnetismo que sufría hacia los espejos. En mi dormitorio, un gran espejo con marco de madera, la mayoría ya podrida, estaba colocado en el centro de tocador. Ante su silueta, sentía una atracción funesta hacia su frío tacto. A veces resistía su llamado, pero eran más las ocasiones donde terminaba fatalmente frente a él. Permanecía congelado, mirando una superficie que absorbía toda la luz del cuarto y solo regresaba un abismo insoportable a mis ojos. Ya reconstruido tiempo después, bajo un foco que despedía una luz mortecina, ligera, palpitante, variaba mi entonación, incluso mis ademanes, del discurso. A ratos la luz desvanecía aún más y no distinguía mi reflejo. Era en esos momentos, a oscuras, cuando una nueva fuerza brotaba de mi piel. Entonces no sólo me convertía en el mejor orador sino era capaz de adoptar el papel de cualquier persona que hubiera conocido jamás. Pasé noches enteras así. En el amanecer, todos esos roles desaparecían junto con el brillo del sol.

Todo esto ocurrió hasta que llegó mi turno para entrar al Santuario. Una flor se posó en mi hombro. Estaba de pie, contemplándola batirse en el tope de la torre, cuando la vi separarse del resto. Emprendió su vuelo, temblorosa, a través del aire y las calles enmudecieron de golpe. La flor revoloteó hasta estar sobre mí y en su descenso trazó la figura de más flores como ella, o quizás lo había imaginado ante la posibilidad de que en este año fuera elegido. Decenas de miradas jóvenes y anhelantes, al igual que la mía, la vieron bajar hasta posarse en mi hombro. Entonces dirigieron su vista instintivamente hacia el resto de flores en la torre, bajo la expectativa de que alguna de ellas los escogiera. Sólo una más caería al pueblo aquél día. Había llegado mi turno sin que nadie me hubiese hecho la maldita pregunta.

Había sido elegido. La mayor parte de mis pensamientos se ocupaban en imaginar cómo reaccionaría a este momento, a El Momento. Creía que una emoción nebulosa, indefinible como el mismo Momento se lanzaría sobre mí; que la flor sería porosa y suave y se amoldaría, de tamaño ideal, a mi mano; que mis pies se encaminarían por sí solos al mismo tiempo que mi vista se mantendría fija en la flor, mi flor. Sin embargo, seguía de pie, sin más compañía que El momento. Era lisa y fría al tacto, como una lámina de aluminio. Esperé unos segundos, sin saber qué esperaba y finalmente me puse en movimiento.

El santuario es tan viejo como el mismo pueblo. No se puede pensar en uno sin recordar el otro. Pero hay algunos a quienes el momento nunca llega. Hay hombres y mujeres a los que el turno no se les presenta; adquieren canas y arrugas a tiempos prematuros y a lo más que pueden aspirar, tras tanto tiempo en espera, es a la misma cruel espera.

En mi infancia, pasaba gran parte de los días de Octubre espiando a quienes entraban y salían del recinto. Acudía a un café ubicado a una cuadra y los vigilaba desde la terraza, con la cara cubierta por la carta del menú. Nunca se ha hablado abiertamente de lo que sucede ahí adentro y la complicidad de todos aquí, incluida la mía, me inducía a observar escondido. A veces me servía una niña de más o menos la misma edad. Atendía mi pedido torpemente y su padre le corregía sus ademanes y gestos al regresar. Una mesera nunca sonríe así, escuchaba gritarle tras la cocina. El viento gélido habitual rasgaba mi piel y los rostros de los elegidos por el mes. El mismo cuerpo, el mismo alma entran y salen pero, de alguna manera, acentuados había concluido tras años de estudio. En el camino al Santuario observé a esos hombres y mujeres inesperadamente viejos sacar sus sillas, camas; no se conformaban con pudrirse tras las ventanas, y los veía consumirse en una desesperación liviana, insustancial, que de alguna manera logra carcomer lo que sea que lleven por adentro y regalar una cáscara de carne a la intemperie.

Me dirigí hacia el santuario con la flor en mano. En el trayecto una persona se me acercó. Por todo saludo se recogió el cabello y me mostró la flor, aún con su tallo, atravesado por la oreja. Me sonrió y la reconocí de inmediato. Era la niña del café, ahora una mujer joven, y su andar era aún sinuoso, a pesar de todas las exigencias de su padre. Avanzamos en silencio hasta que la figura del Santuario se dibujó ante nosotros y, sin saber por qué, nos tomamos de la mano.

Las hojas plateadas de la planta trepaban (aún lo hacen) por las tapias del muro exterior, tejían un techo para el jardín interior y finalmente escalaban en espiral por la torre derrumbada. Un portón negro de metal oxidado vigilaba la entrada principal. No había ninguna ventana visible, ni siquiera en la torre. Los muros se extendían hasta el final de la cuadra. De niño se me figuraba como un castillo, espectacular, agresivamente barroco, cuando no era más que una vieja fábrica abandonada.

Un mecanismo se activó desde el interior del recinto y el portón se abrió. Un hombrecito de cabello ralo y facciones angulosas nos esperaba tras el umbral. ¿Las traen?, preguntó y le mostramos simultáneamente nuestra flor, y nos soltamos de la mano. Adelante, nos indicó, quien, yo asumí, era el guardián del Santuario. Arriba, a través del techo de hojas, se podía adivinar una manta de nubes negras que amenazaban con cubrir por completo el pueblo. Las paredes de la fábrica estaban infestadas por la planta, la cual había echado raíces sin importar si fuera ladrillo, tierra o metal. Las hojas reflejaban el sol en sus contornos en el camino hacia la torre. Esos destellos alumbraron mis memorias; mis años en los escolapios, las tardes investigando el Santuario desde la terraza, las noches practicando la elegía, los instantes en que miraba por la ventana hacia las flores, los romances míos, el terror de despertar junto a una cara sin nombre, el funeral de mi padre, un hombre a quien el turno nunca llegó y envejeció de golpe y de la misma forma murió; el lamento de mi madre, el cual aún escucho en sueños, su figura a la orilla de la tumba de mi padre, la cual no abandonó hasta que la enterraron a su lado. Esas y muchas imágenes más surgían ante mí y se superponían una a la otra en una sucesión violenta. La voz del guardián me devolvió y abrió la puerta de la torre. Ellos dos entraron primero y, antes de entrar, volteé hacia atrás y observé como todas las hojas que formaron el techo habían marchitado y se desvanecían entre el polvo.

Cerré la puerta. Diminutas flamas posadas como en un hilo invisible al centro de las escaleras iluminaban el interior. Los tres subimos al mismo ritmo, casi hipnótico. Las flores de cada uno escaparon y se elevaron a nuestro paso. Ascendimos por al menos varias horas envueltos en un silencio interminable, hasta llegar a una especie de estudio. El guardián tomó las flores, suspendidas en el aire, y mencionó el nombre de ella. Mi atención estaba sobre el cuarto. Sólo había un martillo y un recipiente de agua encima de una mesa de metal, unas pinzas recargadas sobre un horno pequeño de piedra y un camastro bajo un tragaluz.

El hombre deshojó una flor, la de ella, y hundió sus pétalos en el recipiente. Entretanto, la mujer se recostó en el camastro, con la misma expresión que le pedía su padre me atendiera cuando era una niña. El guardián trabajó con los pétalos y sacó del agua una masa ovalada sobre sus manos. Se acercó a la mujer y la colocó sobre su cara. Desenfundó una navaja de su bolsillo y con ella moldeó la masa hasta lograr una máscara fiel a ella, con todo y su expresión. Después la retiró de su piel, y la introdujo en el horno. Yo estaba paralizado. No sabía por qué construía esa máscara o cómo es que ella cooperaba ciegamente, sin hacer preguntas. Tomó la máscara, ardiendo todavía, con las pinzas y se dirigió hacia la mujer. El guardián me dio la espalda. Recuerdo el humo que expedía desde su lugar y, hasta la fecha, no sé si fue de la máscara o de su piel. Sus alaridos sacudieron la torre y las flores en su exterior. La máscara se derritió lentamente a la par que sus lágrimas se deslizaban sobre las escaleras y reventaban al fondo de ese túnel. Eventualmente se fundió en una sola capa. Nada había cambiado en su cuerpo a simple vista. Sin embargo, al verla incorporarse supe que algo había terminado. El ruido de sus pisadas ya no sería el mismo. Se alejó sin despedirse y el guardián anunció mi turno.

Pero yo estaba sumido en mi mente, repasando la escasa información que tenía del lugar y me di cuenta que nadie lo había llamado Santuario, más que yo; que la mayoría de las personas del pueblo parecían desconocer el rito o incluso la misma torre donde estaba, excepto los jóvenes y niños, quienes la miraban diario, e incluso llegué a pensar que sus ideas de la estancia debían de estar rodeadas de incertidumbre, al igual que la mía. Si nosotros, los neófitos, no preguntábamos era por temor a encontrar algo que no queríamos encontrar y, en cambio, los otros, ignoraban complacientemente lo que había sucedido; que aquellos que salían del Santuario ejercían lo que hubiesen querido ejercer con una seguridad, determinación, exactitud que seguramente no conocían hasta sentir la máscara, su máscara, derretirse sobre su piel. Se me ocurrió que aquella niña con rostro de mujer, o quizás fuese a la inversa, podría, al salir de la torre, ser una mesera, la mesera, que tanto le habían pedido que fuera y si acaso había sido el destino, su instinto o su propia decisión, ninguno lo sabría. Yo mismo me debatía, recostado, en ese momento, al discernir a la imagen de qué o quién había sido creado mi máscara, mientras esta descendía, aún llameante, sobre mí.

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