El elevador de Central Park

By CreativeToTheCore

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¿Cuál es el mejor lugar para trazar un plan de espionaje? El malhumorado Xiant Silver no tiene nada en común... More

Sinopsis
1. Hígados en Nueva York
2. Cuernos desde mayo
3. Viernes de investigación
5. Pactar con demonios
6. Alcohólico mañanero
7. Dramatizar
8. Se busca traductor
9. El test del lector
10. Ideas asesinas
11. Aborten misión
12. Al confesionario
13. Media naranja
14. Ensalada de licores
15. Cita con el dentista
16. No soy el sol
17. Paso en la dirección correcta (o incorrecta)
18. Donde no soy tú
19. El día que lo arruinaste
20. Tacaño viscoso
21. Malos niñeros
22. Lo que le dices a los niños y los niños te dicen a ti
23. Pretérito
24. La reina y su heredero
25. Protégelo
26. Ficción para adultos
27. Gallos
28. Dos ciudades, dos mujeres
29. Chalecos de fuerza
30. Amistad en construcción
31. Brillo y sangre
32. Lejos, lejos, lejos
33. Espermatozoides asustados
34. Para mañana
35. El rebaño
36. Grisáceo
37. Gato comprimido
38. Citar la fuente
39. Una última bala
40. Te quiero
41. Amigos en noviembre
42. Cosas que (no) te gustan
43. Nueva misión
44. Para mi flor preferida
45. Elevadores en Lisboa
Epílogo
¡En físico!

4. El idioma de la decepción

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By CreativeToTheCore

15 de octubre, 2015

Xian

—¡Espera!

«No te cierres, no te cierres, no te cierres».

Corro y me lanzo dentro de la caja metálica antes de que las puertas se junten. Ella, que de forma inútil comenzó a oprimir los botones en cuanto me vio, acepta la derrota cuando nos quedamos a solas descendiendo por el edificio.

—Tú... —La señalo sin aliento por la sesión de deporte improvisado—. Me robaste el móvil, maldito... —Jesús, estoy en muy mala forma, necesito un tanque de oxígeno—. ¡Maldito gnomo delincuente!

Sus ojos cafés carecen de arrepentimiento. A pesar de que no logra aparentar ser más grande o intimidante adquiriendo otra postura, de todas formas pone los brazos en jarras, cuadra los hombros y alza la barbilla en una actitud desafiante.

—Ni gnomo, ni delincuente. Soy una mujer de estatura promedio que, a falta de alguien que la ayude a exponer a su novio el infiel, se ve obligada a optar por decisiones poco convenientes como tomar prestados teléfonos ajenos. —Mete la mano dentro de su cartera y saca el celular. Extiendo la palma, entrega al rehén y da media vuelta en la espera que las puertas se abran—. Y buenos días para ti también, Xian —añade irónica.

Oprimo el botón de emergencias y el elevador se detiene de golpe.

—¿Qué diablos hiciste con esto durante todo este tiempo? ¿Qué viste?

No pienso dejarla marchar sin antes recibir respuestas. En el móvil tengo prácticamente toda mi vida, tanto personal como laboral. Con un mensaje de texto a la persona equivocada o apretando botones al azar podría haberme metido en un lío.

—Podría haberte denunciado por robo.

—Revisé lo justo y necesario. No sé nada sobre las siete páginas para adultos que tienes en favoritos ni cómo avanzaste hasta el último capítulo de Stranger Things tan rápido. —Se encoge de hombros—. ¿Y por qué no hiciste esa denuncia si tanto te preocupaba que estuviera hurgando entre tus cosas? Podrías haber dado de baja el teléfono.

—¿Te atreviste a terminar una serie desde mi cuenta de Netflix?

Sus labios se curvan con picardía. Se inclina hacia mí y da un golpe seco al botón. La caja de hojalata vuelva a funcionar.

—Nada te da derecho a revisar mi teléfono, ladrona.

—No tendría que haberlo hecho si hubieras colaborado conmigo —razona, pero no veo nada de razonamiento ahí—, y sí, soy consciente de que hurgar en lo ajeno está mal, pero te estoy haciendo un favor. —Está loca, perturbada, fuera de control psiquiátrico—. ¿De verdad te casarás con alguien que te está engañando? ¿Qué tan cegado estás por la fantasía de Brooke en ropa interior por el resto de tus días que no eres capaz de ver la realidad, Pan?

¿Pan? ¿Ahora me llama como un producto de panadería también?

—No me está engañando, no podría —insisto tan cerca de su rostro que puedo notar la pesada capa de maquillaje disimulando sus ojeras—. No sé qué diablos hiciste con mi móvil además de usar mi membresía de Netflix para mirar todas las películas de engaños amorosos habidos y por haber, pero créeme cuando te digo que no hay nada que puedas usar para probar tu teoría con lo que hay aquí.

Pego el teléfono a la punta de su nariz y me aparta de un manotazo cuando las puertas se despliegan a mi espalda.

No emite palabra. Me observa durante un segundo antes de pasar por mi lado enderezándose el abrigo. Sale a las calles de Nueva York cuando el guardia le abre la puerta con caballerosidad. Por un momento me quedo de pie en medio del ascensor. Trato de procesar lo que sea que acaba de pasar, pero entonces recuerdo que cuando Brooke está tramando algo o se enoja, no habla conmigo, solo me lanza una de sus miradas.

La misma que me acaba de lanzar la hija de Satán.

—¿Qué estás tramando, sanguijuela? —inquiero yendo tras ella, que cruza la calle para internarnos en Central Park—. Sé que es mucho pedir para alguien que se llama Pretzel, pero no hagas nada estúpido.

Camina por uno de los tantos senderos y me esfuerzo por alcanzarla mientras esquivo la horda de turistas que le sacan fotos hasta a las grietas del piso. Completos imbéciles si me preguntan. La idea de viajar no es ver los lugares a través de la lente de una cámara, sino con tus propios ojos que por algo están sobre tu nariz.

Ella acelera el paso y zigzaguea haciendo crujir las hojas secas al cruzar el puente Bow. La tomo por el codo y se me cruza la idea de tirarla al agua con los patos. Eso la detendría de hacer locuras impulsadas por los sentimientos originados a causa de una inexistente infidelidad.

—¿Qué vas a hacer? —repito exasperado—. Porque una cosa es que robes mi teléfono para ver si puedes descubrir algo, lo cual seguro no hiciste, y otra muy diferente es diseñar un maquiavélico plan para lastimar a mi prometida.

Se zafa.

—No voy a lastimar a Brooke. Puede que la odie por ser la amante, pero el responsable del engaño mirándolo desde mi perspectiva como novia, es Wells. Solo voy a usarla para reunir las pruebas.

—Tienes razón, usar a la gente es mucho más moral que lastimarla físicamente, te mereces el premio Nobel de la Paz. Si estás tan segura de que tu novio te engaña rompe con él, deja de obsesionarte con encontrar evidencia y de paso nos dejas a mi novia y a mí fuera de tus juegos de rencorosa vengativa.

Un flash nos ciega por un instante. Un turista asiático se ríe tras su móvil, como si ver a la gente discutir equivaliera a un show de stand-up gratuito.

—¡Kon'nichiwa! —Le grita Preswen, espantándolo con una mano como si se tratara de un mosquito molesto que merodea alrededor de su oreja.

—¡Kon'nichiwa! —responde el hombre con alegría.

Se inclina en una reverencia antes de sacarnos otra foto.

—¿Qué le dijiste?

—No lo sé, lo escuché una vez en un anime. Creo que era un insulto.

Cierro los ojos y me paso las manos por el pelo. Intento concentrarme en la verdadera razón por la que no la he lanzado al lago aún, pero cuando abro los párpados ella ya no está ahí.

Doy vueltas a mi alrededor como un perro persiguiendo su cola. Al notar que parezco un imbécil empiezo a caminar en su búsqueda. Cinco minutos después la veo a lo lejos. Le está pagando a un florista ambulante.

—¡Gracias, Humberto! —chilla antes de dejarlo contando los billetes.

No la pierdo de vista, aunque no cuesta hacerlo con el abrigo rosa eléctrico que contrasta sobre la paleta naranja, marrón y amarilla con la que el otoño pintó Central Park.

—¿De verdad le enviarás un ramo de tulipanes en nombre de Wells? Eres bastante predecible —digo al alcanzarla.

Si algo logró sacar de mi teléfono probablemente fue la dirección del trabajo de Brooke, quien me envió una que otra foto frente a la oficina tras terminar sus extensas horas diarias, esto adjunto con emoticones que lanzan besos y promesas de llevarme comida tailandesa en su camino a casa.

—No va a funcionar, sabe que no soy del tipo que envía flores. Ni siquiera las recogerá.

—¿Alguna vez oíste la expresión «La curiosidad mató al gato»? Bueno, tu novia es el gato.

Tiro de la manga de su abrigo para evitar que un joven y torpe cartero en bicicleta se la lleve por delante, aunque me arrepiento al instante. Si pasa otro dejaré que la atropelle.

—¿Alguna vez escuchaste la expresión «La estupidez aplastó al gnomo»?

—No. —Frunce el ceño, desconcertada.

—Claro que no, porque la acabo de inventar. —Tiro otra vez de su manga cuando una estampida infantil pasa corriendo—. Pero te aseguro que será un dicho muy popular cuando fracases en tu misión de probar algo que no existe.

Doblamos y nos encontramos en la vereda, esperando para que el semáforo nos habilite seguir. Tal vez pueda lanzarla bajo la rueda de un autobús turístico mientras tanto. Al asiático le gustaría tomar una foto de eso.

—¿Por qué me sigues entonces? —Me enfrenta y estira el cuello para verme sobre las flores—. Ya sabes lo que estoy por hacer y tienes la certeza de que no lastimará a Brooke. Solo veré cómo reacciona ante las flores. Creo que estás siguiéndome porque en el fondo también sientes curiosidad por lo que hará. —Espera a que la contradiga, pero cuando lo intento añade—: Admítelo, también eres un gato.

—No soy ningún gato. Ni siquiera me gusta el atún o la leche.

Soné ridículo. A veces mi cerebro acciona mi lengua sin mi consentimiento.

—No discutiré más contigo, dejaré que lo veas con tus propios ojos —asegura aún confundida por mi comentario del atún y la leche—. Solo procura no interferir con mi plan. Sé que es mucho pedir para alguien que se llama Pan, pero intenta no hacer nada estúpido.

—No me llamo Pan.

Arquea una ceja que dice ahora-sabes-lo-que-se-siente.

Cruzamos y me veo tentado a lanzarla a ella y a toda su paranoia bajo el neumático de un camión de yogurt que hay a mitad de la calle, pero me resisto. El edificio donde Brooke trabaja está a tres cuadras, pero las millas se multiplican porque en esta ciudad debes nadar contra la corriente.

Me cuesta seguirle el paso, en gran medida porque es tan pequeña que se desliza entre la multitud con facilidad, mientras yo debo abrirme paso a los codazos. Cuando la alcanzo sintiendo que caminé a través de una horda de The Walking Dead y que alguien me robó los chicles de menta que tenía en el bolsillo, la encuentro hablando con un extraño en algún idioma que no entiendo. Le entrega los tulipanes y me toma de la muñeca. Me arrastra detrás de un carrito de hotdogs.

—Apestaré a salchichas —me quejo mirando desconfiado al vendedor.

—Apestarás a corazón roto —corrige.

—Ese ni siquiera es un olor.

—Ya verás que lo inventaremos juntos —dice con los ojos fijos en el chico turco que envió con el ramo—. Cierra la boca y espera, le di veinte dólares para que transmitiera un mensaje para Brooke. Su reacción la delatará.

—¿Hablas turco?

—Una vez vi una novela turca con subtítulos.

Ni siquiera quiero imaginar qué le dijo al turista, al cual no le perdemos el rastro ya que se puede verlo a la perfección a través del pulcro cristal del que está hecho el edificio. Sin embargo, la aparente inutilidad de Preswen para los idiomas nos sorprende cuando nuestro mensajera habla con la recepcionista y mi prometida aparece.

Ella mira confundida las flores, mucho más al turista, hasta que él dice la palabra mágica; la única que es capaz de entender:

El nombre de Wells.

Entonces, Brooke sonríe.

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