Jane Eyre - Charlotte Brönte

By yanu_mdp95

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Jane Eyre cuenta la vida de una joven huérfana que, tras pasar una dura infancia, llega a Thornfield Hall par... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38 [Final]

Capítulo 12

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By yanu_mdp95


La promesa de una vida profesional sin tropiezos que mi llegada tranquila a Thornfield parecía augurar no se disipó al conocer mejor el lugar y a sus ocupantes. La señora Fairfax resultó ser lo que parecía, una mujer plácida y bondadosa, con una educación adecuada y una inteligencia normal. Mi alumna era una niña vivaz, mimada y consentida, por lo que a veces era algo díscola. Pero como fue encomendada totalmente a mis cuidados, y ninguna interferencia imprudente de nadie frustraba mis planes para corregirla, pronto se olvidó de sus caprichos y se tornó obediente y dócil. No poseía grandes habilidades, ningún rasgo marcado de carácter, ningún sentimiento ni gusto que la elevasen lo más mínimo por encima de cualquier otro niño, pero tampoco ningún vicio o defecto que la pusiera por debajo. Hacía progresos graduales, y a mí me mostraba un afecto vivo, si no muy profundo, y su sencillez, charla alegre e intentos de agradar inspiraron en mí un grado tal de cariño que ambas disfrutábamos de nuestra compañía mutua.

Estas palabras, par parenthèse, pueden sorprender a aquellos que sostengan doctrinas solemnes sobre la naturaleza angelical de los niños y sobre la obligación de los responsables de su educación de profesarles una devoción idólatra. Pero no escribo para halagar el egoísmo de los padres, ni para pregonar la hipocresía, ni para apoyar las necedades; simplemente digo la verdad. Sentía una preocupación escrupulosa por el bienestar y los progresos de Adèle y cariño por ella, del mismo modo en que sentía gratitud hacia la señora Fairfax por su amabilidad y hallaba placer en su compañía en reciprocidad por la sosegada estima que ella me tenía y la prudencia de su mente y carácter.

Quien quiera culparme es libre de hacerlo si añado, además, que, de cuando en cuando, al pasear sola por el jardín, o al acercarme a las puertas para mirar afuera, o al subir los tres pisos y traspasar la trampilla del ático para escudriñar, desde el tejado, los campos y colinas y el horizonte lejano, mientras Adèle jugaba con su niñera y la señora Fairfax preparaba gelatina en la despensa, anhelaba tener el poder de ver más allá hasta el mundo externo: los pueblos, las regiones bulliciosas de las que había oído hablar pero nunca había visto. Me habría gustado tener más experiencia práctica de la que tenía, más relación con mis semejantes, más conocimiento de diferentes personajes de lo que estaba a mi alcance en aquel lugar. Apreciaba la bondad de la señora Fairfax y de Adèle, pero creía que existían otras clases más brillantes de bondad y deseaba conocerlas.

¿Quién me culpa? Muchos, sin duda, y me llamarán desagradecida. No podía evitarlo: esta inquietud estaba en mi naturaleza, y a veces incluso me hacía daño. En esas ocasiones, solo encontraba alivio paseando de un extremo a otro de los corredores de la tercera planta, segura en el silencio y la soledad del lugar, permitiendo vagar mi mente por las visiones brillantes que evocaba, que eran muchas y maravillosas, y dejando que mi corazón se revolviera con el acto eufórico que, aunque lo turbaba, lo llenaba de vida; y, lo mejor de todo, abriendo los oídos a un cuento sin fin, un cuento creado por mi imaginación y narrado incesantemente, vivificado por todos los incidentes, la vida, el ardor y las sensaciones que deseaba experimentar y que estaban ausentes de mi vida real.

Es inútil decir que los seres humanos deberíamos sentirnos satisfechos de tener tranquilidad; necesitamos acción, y, si no la encontramos, la creamos. Hay millones de personas condenadas a una sentencia más tediosa que la mía, y hay millones que se rebelan en silencio contra su suerte. Nadie sabe cuántas rebeliones, además de las políticas, se fermentan entre las masas de seres que pueblan la tierra. Se supone que las mujeres hemos de ser serenas por lo general, pero nosotras tenemos sentimientos igual que los hombres. Necesitamos ejercitar nuestras facultades y necesitamos espacio para nuestros esfuerzos tanto como ellos. Sufrimos restricciones demasiado severas y un estancamiento demasiado total, exactamente igual que los hombres. Demuestra estrechez de miras por parte de nuestros más afortunados congéneres el decir que deberíamos limitarnos a preparar postres y tejer medias, tocar el piano y bordar bolsos. Es imprudente condenarnos, o reírse de nosotras, si pretenden elevarse por encima de lo que dictan las costumbres para su sexo.

Cuando me encontraba a solas en esas ocasiones, oía alguna vez la risa de Grace Poole, la misma carcajada, el mismo ¡ja, ja! quedo y lento que me había conmovido la primera vez que lo oí. También oía sus cuchicheos excéntricos, más extraños que sus risotadas. Había días en que estaba callada, pero había otros en los que no podía explicarme el significado de los sonidos que emitía. A veces la veía cuando salía de su cuarto con una jofaina, un plato o una bandeja en la mano para bajar a la cocina y volver al poco rato llevando (perdóname, lector romántico, por decir la pura verdad) una jarra de cerveza negra. Sus apariciones siempre conseguían apaciguar la curiosidad que sus rarezas orales suscitaban: seria y de facciones duras, no tenía ningún rasgo que provocara interés. Hice algunos intentos de inducirla a conversar conmigo, pero parecía ser una persona de pocas palabras, pues solía dar fin a estos esfuerzos con una respuesta monosilábica.

Los otros ocupantes de la casa, es decir, John y su mujer, Leah, la criada, y Sophie, la niñera francesa, eran personas honestas pero nada extraordinarias. Solía hablar francés con Sophie, y a veces le hacía preguntas sobre su país de origen. Pero carecía de habilidades descriptivas o narrativas, y daba unas respuestas insulsas y confusas como si se hubiera propuesto contener mi curiosidad.

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, la señora Fairfax me había rogado que diese fiesta a Adèle, que estaba resfriada, y esta secundó su petición con un entusiasmo que me recordó lo importantes que habían sido para mí los días de fiesta durante mi infancia, por lo que accedí, convencida de que hacía bien al mostrarme flexible. Era un día soleado y tranquilo, aunque frío, y estaba cansada de pasarme la larga mañana sentada quieta en la biblioteca. La señora Fairfax acababa de escribir una carta que había que echar al correo, así que me puse el sombrero y me ofrecí para llevarla a Hay, que estaba a dos millas, una distancia adecuada para un paseo agradable en una tarde de invierno. Dejé a Adèle cómodamente instalada en su pequeña silla junto a la chimenea de la señora Fairfax y le di su mejor muñeca de cera (que solía guardar en un cajón, envuelta en papel de plata) para que jugara, y un libro de cuentos para que pudiese cambiar de actividad. Respondí con un beso a su despedida: « Revenez bientôt ma bonne amie, ma chère mademoiselle Jeannette» *, y me puse en camino.

El suelo estaba duro, el aire quieto y el camino solitario. Anduve deprisa hasta entrar en calor y después lentamente para disfrutar del placer que me ofrecían la hora y el entorno. Daban las tres en el campanario de la iglesia cuando pasé por debajo de la torre. El encanto de la hora estribaba en la proximidad del crepúsculo, y en el sol pálido próximo a ponerse. Estaba a una milla de Thornfield, en una vereda conocida por sus rosas silvestres en verano y sus frutos secos y moras en otoño, que incluso ahora alardeaba de algunos tesoros en forma de escaramujos y acerolos, pero cuyo deleite principal en invierno era su total soledad y quietud. Si soplaba un poco de aire, no se oía, porque no había acebo ni siempreviva que sacudir, y los desnudos espinos y avellanos estaban tan inmóviles como las piedras blancas y desgastadas del sendero. A ambos lados del camino se extendían campos vacíos, en los que no había ni vacas pastando; los pajarillos de color marrón que se agitaban de cuando en cuando en los setos parecían hojas muertas que habían olvidado caer.

Esta vereda iba cuesta arriba hasta Hay, y, al llegar a la mitad del camino, me senté en los escalones de una cerca que daban paso a un campo. Arropada en mi manto con las manos protegidas por el manguito, no sentía el frío, aunque la calzada estaba cubierta por una capa de hielo, donde unos días antes se había desbordado un arroyo, de nuevo congelado, durante un breve deshielo. Desde mi puesto pude ver Thornfield, siendo la casa gris y almenada el hito principal del valle que se extendía a mis pies, y destacando sus bosquecillos y sus nidos de grajos en el oeste. Me quedé hasta que se puso el sol carmesí entre los árboles, cuando me volví hacia el este.

Por encima de la colina que se alzaba ante mí, se asomaba la luna, aún pálida como una nube, pero cada vez más luminosa, que vigilaba Hay, medio perdido entre los árboles, desde cuyas pocas chimeneas subían jirones de humo azul. Estaba a una milla todavía, pero en el profundo silencio, pude oír claramente sus leves murmullos de vida. También mi oído captó el flujo de corrientes desde no sé qué cañadas y hondonadas de los desfiladeros de las colinas, sin duda cuajadas de riachuelos, más allá de Hay. El sosiego de la tarde delataba tanto el rumor de los regatos más cercanos como el murmullo de los más lejanos.

Un ruido brusco vino a interrumpir estos susurros y murmullos, tan lejanos y claros a la vez. Eran como fuertes pisadas y un retumbo metálico, que ahogaron los suaves murmullos, del mismo modo en que en un cuadro la sólida mole de una roca o el áspero tronco de un gran roble, oscuros y fuertes en primer plano, borran las colinas azules, el horizonte soleado y las armónicas nubes del fondo, donde todos los colores se entremezclan.

El alboroto procedía de la calzada; era un caballo, todavía oculto por las vueltas de la vereda, que se acercaba. Estaba a punto de levantarme de mi asiento, pero, como el sendero era estrecho, me quedé para dejarlo pasar. Yo era joven en aquel entonces, y toda suerte de fantasías buenas y malas poblaban mi mente. Los recuerdos de los cuentos infantiles cohabitaban con otros desatinos, y cuando se reavivaban, mi madurez incipiente los teñía de un vigor y una viveza que la niñez no podía imaginar. Al aproximarse aquel caballo y mientras esperaba su aparición en el crepúsculo, recordé uno de los cuentos de Bessie sobre un espíritu del norte de Inglaterra llamado « Gytrash» , el cual, bajo la forma de un caballo, una mula o un gran perro, frecuentaba los caminos solitarios y algunas veces se acercaba a los viajeros tardíos, tal como ese caballo se acercaba a mí.

Estaba muy cerca pero aún no era visible cuando, además de las pisadas, noté una embestida bajo el seto y apareció junto a los avellanos un enorme perro, que destacaba sobre los árboles por su color blanco y negro. Era una réplica exacta del Gytrash de Bessie, con una cabeza gigantesca y una melena como de león. Sin embargo, pasó por mi lado tranquilamente sin detenerse a mirarme a la cara con ojos más que caninos, como esperaba a medias que hiciera. Lo siguió el caballo, un corcel alto, montado por un jinete. El hombre, el ser humano, rompió el hechizo en el acto. Nadie montaba a un Gytrash, que siempre andaba solo, y los trasgos, que y o supiera, aunque podían ocupar los cuerpos ignorantes de las bestias, difícilmente podían aspirar a ocultarse bajo formas humanas normales. Este no era un Gytrash, pues, sino un viajero con rumbo a Millcote por el atajo. Pasó de largo y yo seguí mi camino; di unos pasos y me volví, mi atención captada por el sonido de algo deslizándose y una caída sonora y la exclamación: « ¿Qué demonios voy a hacer ahora?» . El hombre y el caballo estaban en el suelo; habían resbalado en la capa de hielo que cubría la calzada. El perro regresó brincando y, viendo a su amo en un apuro y oyendo relinchar al caballo, ladró hasta arrancar ecos de las colinas, estruendo que se correspondía con el tamaño del animal. Olfateaba alrededor del grupo de caídos y luego acudió a mí, que era lo único que podía hacer porque no había nadie más a quien acudir. Obedecí su petición y me acerqué al viajero que en aquellos momentos luchaba por librarse de su caballo. Sus intentos eran tan vigorosos que pensé que no debía de estar malherido, pero le pregunté:

—¿Está usted herido, señor?

Creo que estaba maldiciendo, pero no estoy segura. No obstante, pronunciaba alguna fórmula que le impidió contestarme enseguida.

—¿Puedo hacer algo? —pregunté nuevamente.

—Puede echarse a un lado —respondió al mismo tiempo que se levantaba, primero poniéndose de rodillas y después de pie. Lo hice así, e inmediatamente comenzó un proceso de tirones, pisotones y chacoloteos, todo acompañado por unos ladridos y aullidos que me hicieron alejarme bastante, aunque no quise marcharme del todo hasta no presenciar el desenlace, que al final fue afortunado. El caballo estaba ya de pie y el perro callado tras la orden de:

« ¡Abajo, Pilot!» . El viajero se agachó, palpándose la pierna y el pie como comprobando si estaban en buenas condiciones; aparentemente, algún mal había, porque anduvo cojeando hasta los escalones de los que acababa de levantarme y se sentó.

Me sentía con ganas de ser útil o, por lo menos, solícita, creo, porque volví a acercarme a él.

—Si está usted herido y necesita ayuda, puedo traer a alguien o de Thornfield Hall o de Hay.

—Gracias, me las arreglaré. No hay ningún hueso roto, solo está torcido —se levantó nuevamente e intentó caminar, pero el esfuerzo le arrancó un « ¡ay !» involuntario.

Como todavía quedaba algo de luz de día y la luna brillaba con fuerza, pude verlo claramente. Estaba envuelto en una capa de montar con cuello de piel y hebillas de acero; no pude ver muchos detalles, pero observé que era de mediana altura y bastante fornido. Tenía el rostro moreno, con facciones, graves y frente amplia. Los ojos y el entrecejo fruncido mostraban su ira y frustración en aquellos momentos. Ya no era joven, pero aún no de mediana edad, quizás unos treinta y cinco años. No me inspiraba nada de miedo y solo un poco de timidez. Si hubiese sido un caballero guapo de aspecto heroico, no me habría atrevido a hacerle preguntas de aquella manera en contra de su voluntad ni a ofrecerle mis servicios sin haberlos pedido él. Casi nunca había visto a un joven guapo y nunca había hablado con ninguno. Tenía una reverencia y veneración teóricas hacia la belleza, la elegancia, la galantería y la fascinación, pero si me hubiera encontrado con estas cualidades plasmadas en forma masculina, mi instinto me habría dicho que no podrían ni querrían congeniar conmigo, y los habría evitado como evitaría el fuego, los rayos o cualquier otra cosa brillante pero hostil.

Si por lo menos el forastero hubiera sonreído y se hubiera mostrado de buen humor cuando le hablé, si hubiera rehusado mi ofrecimiento de socorro alegremente y con gratitud, yo habría reemprendido mi camino sin sentirme inclinada a indagar más. Pero el ceño fruncido y la hosquedad del viajero hicieron que me sintiera a mis anchas. Cuando me hizo señas de que me fuera, me mantuve en mi puesto y dije:

—No puedo dejarlo, señor, a una hora tan tardía en este camino solitario, hasta que no lo vea en condiciones de montar al caballo.

Me miró cuando dije esto; antes apenas había vuelto sus ojos en mi dirección.

—Me parece que usted debería estar en casa también —dijo—, si es que tiene casa por esta zona. ¿De dónde ha venido?

—De allá abajo, y no me da nada de miedo estar bajo la luz de la luna. Iré corriendo a Hay con gusto, si usted lo desea; de todos modos, me dirijo allí para echar una carta.

—¿Vive usted allá abajo, quiere decir en la casa almenada? —señalando Thornfield Hall, blanquecina a la luz de la luna y destacando por ello sobre los bosques, que parecían una masa de sombras, en contraste con el cielo del oeste.

—Sí, señor.

—¿De quién es la casa?

—Del señor Rochester.

—¿Conoce usted al señor Rochester?

—No, jamás lo he visto.

—¿Es que él no vive allí?

—No.

—¿Puede decirme dónde está?

—No lo sé.

—No es usted criada de la casa, por supuesto. Usted es... —se detuvo y miró mi ropa, que era muy sencilla, como de costumbre: una capa de merino y un sombrero de castor, ambas prendas negras y ninguna lo bastante buena como para ser de la doncella de una dama. Se esforzaba por descubrir quién era, así que lo ayudé.

—Soy la institutriz.

—¡Vaya, la institutriz! —repitió— ¡que me ahorquen si no se me había olvidado! ¡La institutriz! —y de nuevo escudriñó mis ropas. Dos minutos más tarde, se levantó de la cerca. Su rostro mostró dolor al intentar moverse.

—No puedo encargarle que vaya a buscar ayuda —dijo—, pero puede usted ayudarme personalmente, si me hace el favor.

—Sí, señor.

—¿No tendrá un paraguas que me sirva de bastón?

—No.

—Intente coger la brida del caballo para acercármelo. ¿No tendrá miedo? 

Habría tenido miedo de tocar el caballo si hubiera estado sola, pero cuando me dijo que lo hiciera, obedecí de buena gana. Dejé en la cerca el manguito, me acerqué al gran corcel e intenté cogerle la brida, pero era una bestia briosa y no me dejó acercarme a su cabeza. Lo intenté una y otra vez, pero fue en vano.

Tenía muchísimo miedo de las coces de sus patas delanteras. El viajero se quedó mirando algún tiempo y por fin se rio.

—Ya veo —dijo— que la montaña no va a venir a Mahoma, así que lo único que puede usted hacer es ayudar a Mahoma a ir a la montaña. Le ruego que venga aquí.

Al hacerlo, me dijo:

—Perdone, pero me veo obligado a valerme de usted —y puso la mano pesadamente sobre mi hombro y, apoyándose en mí, se acercó renqueando a su caballo. Una vez hubo cogido la brida, dominó enseguida al animal y se subió a la silla con una mueca de dolor al doblar el pie torcido.

—Ahora —dijo, dejando de morderse fuertemente el labio inferior—, deme la fusta, que está allí bajo el seto.

La busqué y se la di.

—Gracias. Apresúrese en llevar su carta a Hay y vuelva lo más deprisa que pueda.

Al tocar el caballo con la espuela, este primero se encabritó y luego salió al trote, con el perro detrás; desaparecieron los tres como el brezo en un paraje desolado llevado por el viento furioso.

Recogí el manguito y me marché. El incidente se había acabado: fue un incidente sin importancia, sin romanticismo, sin interés en un sentido, y, sin embargo, marcó un cambio en una vida monótona. Se me había pedido ayuda, y yo la había prestado. Estaba contenta de haber hecho algo; aunque trivial y transitoria, había sido una hazaña activa, y estaba cansada de mi existencia pasiva. La nueva cara también era como un nuevo cuadro en la galería de la memoria, muy diferente de los que y a colgaban allí, primero, por ser masculina, y segundo, porque era morena, fuerte y grave. La veía ante mí cuando llegué a Hay y eché la carta en la estafeta de correos y la veía aún al caminar cuesta abajo de vuelta a casa. Cuando llegué a los escalones de la cerca, me paré un minuto, miré alrededor y escuché, pensando que podía oír de nuevo los cascos de un caballo y que podía aparecer un jinete envuelto en una capa con un perro semejante a un Gytrash. Pero solo vi el seto y un sauce desmochado irguiéndose inmóvil a la luz de la luna. Oí solo el murmullo del viento, soplando caprichoso entre los árboles de Thornfield, a una milla de distancia. Y cuando miré abajo en dirección al murmullo, vi una luz en una ventana de la fachada, que me recordó que se hacía tarde, por lo que apresuré el paso.

No me gustó volver a Thornfield. Pasar el umbral era regresar al estancamiento; cruzar el vestíbulo silencioso, subir la escalera sombría, entrar en mi solitario cuarto, reunirme con la plácida señora Fairfax y pasar la larga tarde invernal con ella y nadie más era sofocar la agitación suscitada por el paseo y volver a ceñir mis facultades con los grilletes de una existencia demasiado uniforme y serena, una existencia cuyos privilegios de seguridad y comodidad estaba dejando de apreciar. ¡Qué bien me habría venido en aquel momento encontrarme lanzada en medio de los tormentos de una vida insegura de lucha, para que la experiencia amarga me enseñara a añorar el sosiego que ahora despreciaba! Sí, me habría venido tan bien como a un hombre sentado en un sillón demasiado cómodo dar un largo paseo, y el deseo de movimiento era tan natural en mis circunstancias como lo hubiera sido en las de él.

Me rezagué en la entrada; me rezagué sobre el césped; paseé de un lado a otro por el empedrado. Estaban cerradas las persianas de la puerta de cristal y no podía ver adentro. Tanto mis ojos como mi espíritu parecían atraídos lejos de la casa sombría, de la hondonada gris que se me figuraba repleta de células negras, hacia el cielo que se extendía ante mí, un mar azul inmaculado, libre de nubes, que la luna atravesaba con marcha solemne, mirando hacia lo alto al dejar cada vez más abajo las colinas tras las cuales había salido, dirigiéndose al cenit negro infinitamente profundo e inconmensurablemente remoto. Al contemplar las estrellas temblorosas que la seguían, se estremeció mi corazón y se encendió mi sangre. Las cosas pequeñas nos devuelven a la realidad: sonó el reloj del vestíbulo y fue suficiente; dejando la luna y las estrellas, abrí una puerta lateral y entré.

El vestíbulo no estaba a oscuras, ni tampoco lo alumbraba solo la lámpara de bronce en lo alto; al igual que los peldaños inferiores de la escalera de roble, estaba iluminado por un cálido resplandor. Este procedía del gran comedor, cuya doble puerta se encontraba abierta, mostrando un fuego acogedor, que se reflejaba en el hogar de mármol y los útiles de la chimenea de latón, revelando cálidamente las tapicerías moradas y los muebles lustrados. Revelaba también un grupo de personas junto al fuego, que apenas alcancé a vislumbrar, como apenas conseguí oír un alegre murmullo de voces, entre las que me pareció distinguir la de Adèle, cuando se cerró la puerta.

Me dirigí apresuradamente a la habitación de la señora Fairfax; también ardía un fuego allí, pero no había vela y no estaba la señora Fairfax. En su lugar, completamente solo, sentado tieso en la alfombra mirando gravemente las llamas, vi un gran perro peludo blanco y negro, similar al Gytrash de la vereda. Se parecía tanto que me acerqué y dije Pilot, y se levantó para acercarse a olfatearme. Lo acaricié y movió la enorme cola, pero era una bestia inquietante para estar a solas con ella, y no sabía de dónde había salido. Toqué la campanilla, porque quería una vela y una explicación de este visitante. Acudió Leah.

—¿De quién es este perro?

—Vino con el señor.

—¿Con quién?

—Con el amo, el señor Rochester, que acaba de llegar.

—Bien. ¿La señora Fairfax está con él?

—Sí, y la señorita Adèle. Están en el comedor, y John ha ido a buscar al médico, porque el amo ha tenido un accidente: se ha caído su caballo y se ha torcido el tobillo.

—¿Se ha caído en la vereda de Hay ?

—Sí, bajando la colina. Ha resbalado en el hielo.

—¡Ah! Tráeme una vela, por favor, Leah.

Entró a traérmela, seguida por la señora Fairfax, quien repitió las noticias, añadiendo que había llegado el señor Carter, el médico, que estaba con el señor Rochester. Salió apresurada a encargar que preparasen el té y yo me encaminé a mi cuarto para quitarme la ropa.

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