Maravillosa Seducción

By mafermar20

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Segunda Parte De la bilogía Seducción... Existen amores cautivos que tienen la necesidad de moverse entre las... More

Introducción
Demonios
Presente.
Capítulo I.
Capítulo II.
Capítulo III.
Capítulo IV.
Capítulo V.
Capítulo VI.
Capítulo VII.
Capítulo VIII.
Capítulo IX.
Capítulo X.
Capítulo XI.
En construcción
Capítulo XII.
Capítulo XIII.
Capítulo XIV.
Capítulo XV.
Capítulo XVII.
Capítulo XVIII.
Capítulo XIX.
Capítulo XX
Capítulo XXI.
Capitulo XXII.
Final.
Epílogo
LISTA DE REPRODUCCIÓN
Agradecimiento
Lo que viene...

Capítulo XVI.

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By mafermar20

HAY AMORES — SHAKIRA.

El anclaje era ella.

Ya habían transcurrido los tres putos e infernales días esos de los que hablaban los médicos. Todo una verdadera debacle en mi fuero interno, y más cuando no me dejaban verla, por las estúpidas e irrisorias razones que no existía un nexo consanguíneo o de afinidad, sino de simples amigos que se establecía entre ella y yo, según los galenos y todo el mundo..., la realidad era muy distinta, entre nosotros dos, la delgada línea de la amistad y el sentir profundo se había traspasado con total creces.

«¿Y es que acaso los amigos no teníamos derecho a preocuparnos por nuestros semejantes?»

Un poco de actitud infantil imperaba en mi sistema, ya que Arantxa era la única de nosotros, aparte de sus padres —que ya estaban aquí desde ayer en la mañana, por cierto—, la que podía acceder y ver a mi chiquita.

Tenía que aceptar que poseía una paciencia de oro, pero yo quería mirarla de cerca, tocar su cabello, su piel, sentir un poco el calor que sus manos pudiesen desprender, muy a la par de que ese lugar es tan, pero tan frío... y solo.

No me bastaba la información que traía a cada rato mi cuñada, o los padres de Antonella, donde relataban que se veía bien, que estaba algo pálida, pero así de bonita como era ella, ni mucho menos que una leve hematoma, prácticamente, coloreaba parte de su ceja izquierda, no me era suficiente con ello. Yo quería más...

Es de madrugada, anoche me negué a irme a mi casa, es más, me ofrecí a quedarme para que sus padres, su hermano Paolo, y hasta el imbécil de su marido, así como cualquiera que quisiese no sé, descansar, dormir, o lo que mejor les pareciese con su vida, salieran del hospital.

Solo a mí petición accedieron sus padres, mi cuñada y mi primo Juancho. Su hermano Paolo, y el mentecato de su marido, así como mi persona, nos mantenemos en las sillas incómodas de la sala de espera por si mi chiquita necesita de algo. De vez en cuando ellos desaparecen, tal vez a beber café, fumar un cigarrillo o quizá conversar de una manera mucho más privada, sin tenerme cerca, eso creo.

En estos tres días ha desfilado un sin número de personas conocidos y allegados de Antonella por este lugar. Cada tanto en tanto, llegan, se sientan y hablan con Arantxa, su abuela o los padres de ella, y tras escuchar por quién sabe cuánta vez lo mismo, lo que ocurrió, se despiden y prometen volver al otro día. Sus compañeros de trabajo, Génesis, la familia plena de Arantxa, sus suegros, algunos desconocidos que saludan al bolsa de su esposo, y por sobre todas las cosas, los padres de Antonella, no se cansan de preguntar y repetir qué sucedió, por qué si ella es tan buena conduciendo un automóvil, tuvo que ocurrirle eso.

Hasta dónde sé, y todo porque Juancho me lo dijo ayer, sus hermanos llegaran poco a poco, solo Paolo, y sus padres, pudieron abordar el avión lo más rápido tras enterarse de lo ocurrido.

No me atrevo a decir nada, no está de mi parte esclarecer que todo lo acontecido tiene que ver con esa conversación que mantuvieron Lorenzo y Nella hace exactamente tres días atrás muy a la par de que no sé con exactitud lo ocurrido, además que el abogado amigo de estas señoras, mantiene un hermetismo austero en torno a ese día. Por muchas ganas que tuviese de escupir todo, por mas que el nudo de insultos que apretaban mi garganta en contra de Luciano, pujarán por salir, o bueno, lo poco que sabía, quería gritarlo a los cuatro vientos, debía respetar su intimidad, y a pesar de que el tiempo algunas veces nos juega en contra, o chueco, era innegable que mantenerme callado sería lo mejor en este momento.

Los Bogetti, la familia de mi pequeña, en particular, su hermano mayor, Paolo, buscaban la forma de conseguir más y más información, y de saber con exactitud por qué demonios yo no abandonaba la sala de espera sino por breves lapsus de tiempo, donde iba al departamento, me daba un baño y de nuevo me sentaba aquí, o caminaba y hablaba un tanto con los familiares de otros afectados. Las horas son largas y eternas en este cuadrado espacio y de alguna forma los presentes comparten las penas, las esperanzas y las tragedias.

No sé por qué presiento que Luciano no me ha dejado muy bien parado con los Bogetti, se nota que son súper dicharacheros, afectivos a más no poder, con Arantxa lo son, sin embargo, es evidente que no logran hallar dónde encajo en el inmenso rompecabezas que se ha generado en sus cabezas, eso está más que evidente.

Debo admitir que su hermano mayor, parece el padre de mi carricita, tanto o más que el suyo propio, su grado de atención y preocupación es supremo. Se ofrece a lo que sea, así como ha estado al pendiente de que no le falte nada a mi pequeña y que tenga todo lo que necesite. Al verlo por primera vez, supe que era él, sus características físicas así me lo dijeron, ya Nella me había comentado la enorme protección que demandaba su hermano mayor, pero su rostro descompuesto, y esos ojos claros bordeados del enrojecimiento que deja el llanto contenido o profuso, terminaron de confirmar mis sospechas, así como la presentación de rigor que hizo mi cuñada. Llegó desesperado y con la única que entabló conversación fue con Arantxa, las cosas se suavizaron un poco tras saber que ella se encontraba estable, profundamente dormida, pero en condiciones estables.

Con sus padres menos que menos cruzo palabras. Babbo, apelativo que usa mi chiquita para llamar a su padre, habla solo lo necesario, y más en italiano que en español, su porte alto, sus canas acentuadas y la mirada verde aceitunada exactamente igual a la de Antonella, le dan un aire críptico y cerrado, quizá es el hombre más cariñoso y atento del mundo, y lo más seguro es que todo esto lo mantiene en vilo como a nosotros, o a lo mejor es el soporte y la espina dorsal de su esposa, Mamma, una dulce, bajita, rubia casi que platinada y regordeta señora que sí me regala miradas cariñosas de vez en cuando, tiene algunos gestos que he visto en mi pequeña, más no es la copia exacta de su hija, o viceversa...

No lo puedo asegurar, pero puede ser que la actitud fuerte de ese señor está ahí para darle fortaleza a su mujer, eso no lo dudo.

Amanda, la enfermera que me dio un poco de información sobre la salud de mi pequeña en los dos últimos días, cruza esa puerta doble blindada que detesto a morir.

Esa mierda es un umbral silencioso y privado, donde las horas transcurren de forma tan lenta que provoca halarlas con una cuerda a ver si las manijas del reloj cogen el verdadero ritmo que uno desea.

Me mantengo apoyado en la pared que colinda con las sillas, no es agradable dejar las nalgas por tantas horas pegadas en un asiento tan poco confortable, por ello, y ya que estoy solo en la sala, me muevo en ella a mi antojo. Increíblemente no he fumado todo lo que mi ansiedad ha deseado, no me interesa perder tanto tiempo fuera, en vez de estar aquí en espera de noticias.

Se detiene a una distancia prudencial de mi persona, se quita su gorro desechable y sonríe. Hoy no lleva puesto su traje impoluto blanco, sino un pantalón y camiseta color verde grama propio de las personas que laboran en ese lugar. Le devuelvo el gesto amable, además que no hay mucho que decir. No me apetece sonreír, pero ella no tiene la culpa de mi escaso buen humor, ni de lo que sucede en mí. También se quita unos lentes que asumo son de protección. Su forma es grande, y cubren gran parte de sus ojos, al parecer están elaborados de plástico, muy similares a los que usan los albañiles o arquitectos.

Hace un gesto raro, como de leve hastío y camina hacia mí. Eso creo...

—Buenos días, señor.

—Hola, señorita. Buenos días —saludo algo apagado. Es súper temprano, el sol aún se mantiene escondido y como que no tiene muchas ganas de alumbrar esta mañana. Ella reitera su sonrisa, una que esconde un leve toque de suspicacia, o no sé qué pensar.

Rasca su frente y observa la sala. No sé qué busca, estamos solos y el lugar donde sale y entra el personal sanitario también se encuentra vacío, en el día está más atestado del equipo de salud, así como de familiares, pero a estas horas la ausencia es notable.

—Aún sigue aquí... debería descansar, ella está bien cuidada, señor.

—No lo dudo, Amanda. Pero no me iré, no insistas en algo que no haré hasta que ella salga de allí. —Le guiño un ojo con el objeto de que mis palabras no caigan tan chocante en ella. Por más que este acostumbrada a la actitud de los pacientes es lógico que no se merece groserías de nadie, y menos de un loco insistente que no va a dejar que nada influya en eso de abandonar el hospital. Nada que ver...

—Aún no te dejan verla, ¿cierto? —niego sin emitir ni media palabra afirmando su pregunta. Vuelve a observar a cada lado y sin algún tipo de vergüenza me extiende su mano. Mi ceño fruncido, y vaya que es porque no entiendo nada de nada, hacen que una suave carcajada brote de su garganta dejándome más confuso que antes.— Ven..., vamos.

Escucharla decir esas dos palabras generan un revuelo en mi interior. Si mi instinto no me falla, ella está queriendo decir que me llevará con mi chiquita.

Antes de moverme también miro a nuestro alrededor, como si estuviésemos cometiendo el mayor delito del mundo y necesitase corroborar que nadie puede ser testigo de ello sino nosotros dos, comprobando una vez más que no hay ni un alma en la sala.

Amanda se detiene en la puerta y me sisea fuerte ya que la emoción del momento me mantiene como el propio bobo mirando a cada lado de la sala.

Hay sucesos y respuestas en la vida que por más que estén allí, frente a tus ojos, se tornan demasiado inverosímil para sí mismo, y este es uno de ellos.

Al cruzar el detestable umbral este se cierra con un característico clic que lo privatiza del mundo externo. El olor a antiséptico es mucho más fuerte que afuera, los pitidos de las máquinas se escuchan con notable intensidad, el silencio impera en el aire, así como el frío intenso y desagradable, ese clima asqueroso que colinda en cada recoveco de un hospital así este en el país más caluroso del mundo. La madre superiora del convento donde crecí aseguraba que ese era el frío de la muerte, una que andaba deambulando por estos lugares atestado de enfermos para llevarse al que se rindiera ante la vida.

La voz de Amanda me saca de mi ensoñación;

—Señor, su amiga, Antonella, está intubada. —Escucho su voz y sigo cada uno de sus pasos, el lugar es un enorme laberinto.— Le hago la acotación porque es lo más difícil al ver a un ser querido allí, así como los tubos y todas esos materiales que necesita en este momento para que su organismo funcione como debe ser. —Se gira casi que dándome de frente en el pecho, es alta, sin embargo, aún le falta bastante centímetros para llegar a mi estatura—. ¿Si me estás escuchando?

—Si.

—Mmm... como no dice nada. Supuse que no lo hacía. —Niego, sinceramente jamás he visitado a alguien en una terapia, así que no tengo muy en claro lo que dice, sino que llevo en la mente lo que uno ve en las películas y se imagina, del resto... ando notoriamente perdido—. Bueno —abre una puerta y me da acceso a que entre a una especie de cambiador. Rebusca en unos cajones que están a su izquierda y me entrega un juego desechable de esa ropa de hospital, la cual me hace dudar por enésima vez en este oscuro amanecer. Su aclaratoria no tarda en llegar —Allá afuera coges demasiadas bacterias, y debes dejarlas aquí para poder verla, ¿sí?

—Entiendo. —Hay aclaratorias que no necesitan de muchas palabras. Debo quitarme la ropa y colocarme lo que ella me entregó.

—Ahí hay un lugar donde puedes guardar tus cosas —señala unos locker de los cuales guindan llaves con números—. Toma la llave y deja todo encerrado, por aquí circulan muchos enfermeros, médicos..., cualquier tipo de persona de la unidad.— No la dejo seguir ya que la interrumpo:

—Gracias, Amanda. No sabes cómo te agradezco esto.

—Tranquilo, señor...

—Gabriel —interrumpo de nuevo su hablar—, mi nombre es Gabriel.

—Si, ya me lo había dicho. Eso no impide que sea señor para mi persona. Y puede estar tranquilo, lo hago porque sé que es tener a alguien que quieres allí, prácticamente enclaustrado, sin tener conexión con el mundo, con los seres que amamos... —Un atisbo de tristeza inunda solo por míseros segundos su voz, luego su actitud noble aparece borrando cualquier recuerdo que cruzó por su cabeza—, y también lo hago porque soy jefe de este espacio, tengo la potestad para hacerlo, y el que hayas estado afuera, prácticamente sin descanso, y sin salir casi que por ningún momento del hospital me hace pensar que quieres muchísimo a la chica que nos acompaña desde hace tres días..., recuerda la llave, no me hago responsable de sus cosas.

Impresionado quedo al escuchar sus palabras. Es una mujer muy joven para ser la jefe de una unidad como esta. Yo jamás creí que ella lideraba el espacio, solo la imaginaba cómo una enfermera que tal vez podía ganarme para llegar a mi chiquita. Esa es la peor cualidad o defecto que posee el ser humano, crearnos conceptos de los otros, solo por aquello que vemos, obviando que detrás de cada persona se esconde un cúmulo de fascinantes cualidades. Amanda me ha demostrado que la observación y su sentido de la nobleza son solo alguna de ellas.

Su gesto con la cabeza me anima a que me apure colocándome ese "disfraz" que me entregó, además que el tiempo corre y no sé cuántos minutos me dejará estar con ella.

Antes de salir y cerrar la puerta, me recuerda una vez más que debo quitarme mi ropa, según ella contaminada, bastante reiterativa la mujer, tampoco se le olvida acotar que estará del otro lado de la puerta esperando por mí, por ello le inyecto energía a mis movimientos. La desesperación me puede arropar en este momento.

No tardo casi nada en cambiarme. Guardo todas mis cosas en el locker, así como tomo la llave y me la guindo del cuello, el cordel que la mantiene sujeta es largo y me permite hacer eso.

Abro la puerta y al salir no veo a Amanda como lo prometió. «Alguna emergencia hizo que se fuera», mi mente nunca deja de pronunciar palabras.

Como estoy prácticamente uniformado, y mi paciencia ya no puede más conmigo, rompo cualquier acuerdo implícito previo que haya tenido con Amanda y me dispongo a caminar con lentitud. Más bien sigo los sonidos característicos de la unidad.

Con cada paso que doy visualizo pacientes en estado profundo de lado a lado, algunos llevan yesos, collarines, piernas suspendidas de extrañas poleas o que les guindas algunas pesas bien particulares, otros solo sean conectado a esa máquina que los mantiene vivo. El silencio de voces es dominante, lo único que se escucha son las máquinas que inyectan una artificial vida o esperanza a familiares y supongo que a los mismos pacientes.

«Mi chiquita tiene que salir rápido de este lugar..., es demasiado lúgubre y triste.»

En mi memoria llevo la cuenta de la cantidad de personas que he visto, no puedo saber sus nombres ni edades, ya que las historias están en la parte interna de los cubículos, eso sí lo compruebo desde la posición en donde estoy. Voy por la número nueve cuando una mano que se aferra a mi hombro me detiene. Giro para corroborar mis sospechas. Amanda de nuevo frena mis pasos.

—Ella no está por aquí. Esta ala es de los pacientes graves, muy graves, señor Gabriel —Me apeno por lo osado de actitud. Lo bueno es que ella no puede detectar con claridad como la vergüenza se apodera de mí porque el tapabocas que tapa mi boca hacen su mejor trabajo en ocultarlo.

Susurro un gracias que solo es respondido con una sonrisa, una que solo puedo detectar ya que las líneas finas alrededor de sus ojos propias del gesto, me indican lo que sucede detrás de todo los accesorios similares a los que carga puesto, donde se oculta su boca.

Giro sobre mis pies y sigo sus pasos. Sorteamos los pasillos del laberinto para situarnos por otro lugar, aquí hay pacientes que medianamente conversan, o ven televisión, escuchan música, e interactúan con otro personal con gestos y muy pocas palabras. Algunos letárgicos y otros medianamente activos.

«Eso debe significar algo, ¿cierto?, que mi carricita esté aquí debe ser un buen signo.»

—Ven, es por aquí.

Caminamos unos diez pasos más y casi que en el último cubículo que mis ojos pueden vislumbrar, Amanda se detiene. Abre la puerta, entra, así como me invita a pasar.

Parece una habitación más bien privada, no como los otros cubículos que están cerrados por enormes ventanales de vidrio, y algunos otros solo los privatizan una cortina que se halla suspendida de unos ganchos insertados en un carril perfectamente colocado en el techo. Esta no es así.

Mi panorama se aclara y la electricidad corre a millón por mi cuerpo cuando Amanda llega hasta el fondo y enciende una luz para darme mayor claridad. Ahí está mi pequeña combatiente, mi gran luchadora y la enorme guerrera que se encargó de iluminar mis mañanas en estos últimos días.

Parecerá la mayor locura del mundo, pero a pesar de que sí, está conectada a muchas mangueras que mi raciocinio deducen en fracción de segundos para qué sirven, y que por sobre todas las cosas, verla con ese tubo que traspasa sus hermosa boca, pero la mantiene con vida, no es la cosa más agradable del mundo, así como mil pensamientos más circundan por mi cabeza... pues el momento me llena de una inexplicable paz.

Es ella, es mi amiga, esa mujer que se coló hasta lo más profundo de mis sentidos sin siquiera pedir permiso, sino así como es ella, como los vientos huracanados que revuelven todo a su paso, el ser humano que solo con pocas semanas logró enloquecerme y borrar mi tristeza, está allí, con vida, sumida en su mundo de sueños, pero viva al fin.

Una enorme colcha colorida cubre su cuerpo. Quizá Arantxa o sus padres se la trajeron, no lo sé. La estampa del mismo santo que tiene la medalla que guinda de la cadena que siempre lleva consigo, está en el cabezal de la cama, y también debo inferir que todo debe ser obra de sus padres.

No soy muy afecto a ese tipo de cosas. Lo real es que en momentos así los seres humanos nos aferramos así sea a una piedra para darnos algún tipo de consuelo, esa es la realidad. Quizá en ello buscamos fuerza o paz espiritual, no lo sé.

Amanda pasa por mi lado, y antes de partir habla;

—Quince minutos, señor... Aproveche el tiempo.

—¿Tú crees que ella escucha, Amanda? —Duda en responder, tras leves segundos prosigue,

—Sinceramente aquí hay miles y miles de historias..., ninguna bien definida. Lo único que si puedo asegurar es que perciben muy bien el olor, porque al despertar, muchos me reconocen por el perfume. De igual forma, háblele, siempre es bueno hablar con ellos.

—Gracias... —es lo único que sale de mis labios tras verla partir y dejarnos solos.

Camino con lentitud, y mi primer gesto es tocar la pequeña punta que se forma a leguas donde están los dedos de sus pies cubiertos. Es una parte muy sensible de su anatomía, y las veces que dormimos juntos, hacia el mismo gesto cuando la veía dormir y yo me levantaba a vagar por la habitación o ir al baño. Su respuesta siempre es la misma, o recoger el pie, o refunfuñar molesta porque la toqué.

Ahora no sucede nada de nada, es como tocar solo la cobija y ya.

Lleva un collarín, pero no de esos rígidos espantosos, sino uno blando alrededor del cuello. Inmovilizando no sé qué carajos si está más que rendida.

Suspiro profundo y tomo la silla que sirve para los acompañantes.

Inmediatamente luego de sentarme en ella, meto la mano con cuidado por debajo de la gruesa colcha y tomo su mano. La energía y la inmensa emoción por tocarla no se compara con nada, está cálida y suave como muchas veces la he acariciado. Mentiría sino acepto que el corazón galopa más fuerte que la velocidad que coge un bravío caballo. Lo más inverosímil es la sensación de alivio que recorre mi sistema por estar a su lado, por tocarla y saber qué sigue guerreando como es característico de su ser, de su enérgica personalidad.

Compruebo que no hay nada que me impida sacar su mano con cuidado del resguardo que le da calor y al estar fuera beso su dorso. Me permito sentir su suave caricia al frotar mi mejilla de ese pequeño espacio de piel y deleitarme por nimios segundos en detallar sus uñas desprovistas del barniz oscuro que tanto le gusta, negro o vino tinto para ser exactos, así como divisar la marca que dejó su anillo de casada al ser retirado de él, un tono más claro que el de su nívea piel es la muestra de ello..., me enfrasco en repasar de forma veloz sus pecas, sus lunares, todo lo que mis ojos pueden alcanzar hasta que mi vista se queda estática en su rostro.

Tiene los labios algo secos, y pálidos así como mencionó mi cuñada. Sus mejillas tampoco están del típico sonrojo que ellas tienen, y ni siquiera me atrevo a ver su cabello porque está recubierto con un gorro similar al que llevo yo.

Instintivamente la silla, me acerco y beso su frente, eso no implica que suelte su mano, aún lo tengo firmemente entrelazada con la mía. Sin retirarme en su totalidad de su rostro y muy, muy cerca le hablo en voz baja:

—Pero bueno, chiquita... Qué coños te pasó —Su pecho sube y baja en consonancia con los pitidos y como otro objeto que desconozco, un cilindro transparente que tiene como una especie de acordeón azul claro por dentro, sube y baja de golpe. Por alguna extraña circunstancia, no tengo ganas de llorar, al contrario, pudiese instalarme mil horas allí a hablarle y contemplarla.— Si todos sabemos que eres una pequeña conductora casi que de Fórmula 1, ¿cómo es eso qué ahora estás aquí? Ni te imaginas el susto que nos diste, a todos, mi muñequita.

Sus pestañas no aletean de la forma acostumbrada que se mueven cuando está profundamente dormida. Yo la he visto dormir, y eso, y comer, forma parte de sus más arraigados placeres, y sus densas pestañas rubias se mueven con una sincronía impactante cuando cae nockeada, sobre todo pude contemplar esa escena más de una vez, que cayó rendida en mi pecho tras haberle hecho el amor.

El éxtasis es una enorme droga que la hace casi que levitar, y me da una enorme crisis de impotencia saber que hoy no puedo verla desparramada en mi pecho, ni mucho menos cuidar su sueño letárgico porque está drogada por mil mierdas que desconozco producto de un maldito accidente que no debió ocurrirle.

Mil cosas sucumben por mi mente. Hasta un sentimiento de culpa me embarga de a poco, me cuestiono el hecho de no haberla frenado más tiempo en el departamento. De no haberla llevado o ir cuando culminó esa comida. De no haberle ofrecido ese sitio donde me alojo para que ella desayunará ahí, así Lorenzo no entendiera porque Nella estaba en el hogar de Ari y no en el suyo, en este instante me objeto tantas y tantas cosas que pude haber hecho y que habrían impedido que Antonella esté hoy acostada en esta cama clínica...

Sí, los ojos se me empañan, y todo ocurre porque mi teoría del amor es bastante común y básica. Nadie se enamora de otra persona tan rápido, eso solo existe en las películas y los libros tipo novela color rosa que las mujeres leen a diario, lo increíble es que hay mil formas de amar, cada una propia, individual y única, y yo, esta vez, no necesité de cinco, seis o siete meses, para saber con propiedad que me había enamorado de una mujer prohibida, una que le había dado, no sólo un revolcón a mi pena, sino que había zarandeado con fuerza mi mundo, uno que ahora giraba en otro centro de gravedad muy distante de mis demonios, el anclaje era ella.

Y no me arrepiento de lo ocurrido. No lo hago porque ambos disfrutamos del momento, porque ella y yo aceptamos con creces, que si bien lo hecho no iba dentro de las reglas que impone la sociedad acusatoria y llena de tabúes, esa que se niega a sentir con desenfreno, pues lo hecho iba mucho más allá del simple deseo sexual, del roce, del estar conectados sexualmente, eso quedaba más bien en un segundo y muy agradable segundo plano.

Mi mente tenía sólo dos segundos en haber descubierto que existen amores y sentires mucho más fuerte que aquellos que se consolidan con los años, que hay unos que te golpean salvajemente hasta el lugar más recondito del cuerpo, despertando no sólo el deseo, sino la necesidad de protección y cuidado..., y yo quería grande, bonito e infinito a esta mujer. No la quería solo para mí, porque la posesividad, si bien formaba parte de mis defectos era algo que ella detestaba. Acepté que Antonella odiaba eso, que ella era de las mujeres que tienen que amarse para ser libres, grandiosas y por sobre todas las cosas, yo solo deseaba algo con inmensa profundidad; ver a mi chiquita sonriendo, sana, y atestada de infinita felicidad.

—Señor... —El susurro de Amanda me hace salir de mi ensoñación. Levanto la vista y seco las lágrimas que salieron en algún momento y que yo por estar perdido en mi pena, ni siquiera noté cuando comenzaron a caer.

—¿Ya pasó el tiempo tan rápido? —Esta asiente algo avergonzada. No me atrevo siquiera a pedirle unos minutos más, demasiado hizo con traerme hasta este lugar, y más cuando las visitas estás estrictamente controladas. Beso de nuevo la frente de mi chiquita y le susurro cerca,— te quiero muchísimo, carricita. No olvides que un maravilloso mundo espera a una chica maravillosa..., te espero afuera todo el tiempo que tengas que estar aquí, mi chiquita.

Me aparto de su cuerpo, pero antes de partir de la habitación y ni siquiera sé por qué, levanto con sumo cuidado la colcha para comprobar algo, no lleva sus medias puestas. Sus piernas blancas y desnudas están desprovistas de tela, y también por mierdas raras pienso que mi pequeña no está cómoda.

«Conjeturas locas que nos hacemos los locos.»

—Señor Gabriel —Asiento. Sé que debo retirarme y su tono de voz así me lo dice.

—Voy, Amanda, voy... —arreglo la cobija. Miro por última vez a mi chiquita y camino en dirección a la puerta. Amanda me espera justo en el umbral.— Amanda, ¿tú crees que puedas hacerme un último favor? —Esta asiente no muy convencida de que iré a pedir.— Antonella siempre usa medias largas para dormir, ¿puedo darte unas para que se las coloques, sí?

—Claro, señor —dice al cerrar la puerta. Suspiro profundo y sonoro a la vez. Sinceramente el tiempo es una jodida unidad que todo lo jode, estando afuera pasa lento, aquí adentro vuela como el propio aeroplano—. ¿Señor?

—Dime...

—Quédese tranquilo.

—¿Por qué dices eso, Amanda? —pregunto a la par de que ella me conduce de nuevo por los laberintos al cambiador para quitarme la indumentaria que llevo puesta—. A la señora le van a revertir los medicamentos hoy, en la tarde, —me detengo para hablar con mayor atención con ella—, poco a poco la van a despertar y tal vez para mañana pase a cuidados intermedios..., ella ha respondido bien a las cirugías... —sonrío lleno de emoción. «¡Esa es una excelente noticia!» repite mi conciencia replegada de una felicidad incomparable con nada.— Tal vez le pueda entregar las medias personalmente, ¿no lo cree?

—Si lo creo, Amanda —digo emocionado—. Es una chica muy fuerte, y vaya que si lo creo...

Bueno, sé que ahora me ausento y vuelvo cada dos semanas, ya creo que para esta semana estaré ordenando un poco mi vida.
Muchísimas gracias por la paciencia y la espera, de verdad que estoy enormemente agradecida por ello. 
Como saben no suelo molestarlas mucho, sin embargo, desde exactamente el 18 de mayo, inscribí una historia, escenificada en ciencia ficción, un género que jamás me había atrevido a escribir para un concurso de la página de Sweek, y sería un enorme placer que quien pueda, o quiera leer algo nuevo y diferente escrito por esta loca cabecita, y que por supuesto le guste la ciencia ficción me diera su apoyo, en los próximos días público en Facebook más o menos a que estoy haciendo referencia y cómo llegar allí.

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Y si quieres estar en mi grupo privado de WhatsApp debemos conversar por inbox en privado.

Sin más que decir, y en espera de que hayan disfrutado del capítulo, me despido;

L@s adoro desde el infinito a la luna y de regreso, un beso.

Mafer.

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