Caballero: Una aventura de in...

By elescritorfant

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Gabriel Caballero está en apuros: un asesino anda suelto en la Costa Blanca. La rectora de la Universidad d... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14

Capítulo 9

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By elescritorfant

El inspector Botella me había dejado un mensaje en el buzón de voz: el doctor Casavieja tenía la llave del despacho de Mónica Llopis. ¿Cómo la habría conseguido? En ocasiones es suficiente la presencia de un inspector y formar parte de una investigación, para que el personal se ponga de tu lado.

Tras descansar un par de días y regresar a la vida cotidiana, dejé a Patricia durmiendo la siesta y me fui directo a la calle. Ortiz me había dejado salir antes. No hablamos demasiado de lo que había ocurrido y en la ciudad no había más que notas de prensa y alguna que otra inauguración sin importancia. La llegada de dos becarios nuevos a la redacción lo mantendría ocupado un tiempo. Sabía que los días así estaban contados. No le había adelantado nada al jefe aunque sí le había dicho que estaba trabajando en una noticia bomba. Sea como fuere, me creyó, no del todo, pero lo suficiente para dejarme trabajar a solas.

Me subí al Seat Ibiza GTI rojo que había comprado unos años atrás de segunda mano, sintonicé Radio 3 y me lancé por la autovía para regresar al edificio de la Facultad de Ciencias.

Al llegar, allí me esperarían el inspector Botella y el doctor Casavieja. Crucé la entrada y los vi apoyados junto a un panel de cristal donde los profesores colgaban los avisos.

—Buenos días —dije mirándolos de reojo—. No nos meteremos en ningún lío, ¿verdad? ¿Inspector?

—Lo único que puede pasar es que este fulano pierda el trabajo —dijo refiriéndose al biólogo—. Sólo bromeaba. Ramiro es amigo del conserje.

—Somos como una pequeña familia —contestó el doctor con una sonrisa bonachona—. Si algo le pasó a Llopis, los que trabajamos con ella queremos saberlo.

—Ah, Caballero... —dijo el policía dirigiéndose a mí—. Esto también queda...

—Sí, ya sé —interrumpí—. Todo es off the record. No se preocupe, inspector. ¿Se sabe algo de los análisis?

—Todavía no. Te lo haré saber tan pronto como los tenga.

Caminamos siguiendo los pasos del doctor Casavieja que nos llevaron a una segunda planta de oficinas y despachos minúsculos. Cada puerta tenía un ojo de buey como en los camarotes de los barcos. Las habitaciones estaban vacías. Ninguno de los profesores de la universidad se encontraba corrigiendo exámenes.

—Qué tiempos... —comenté mientras nos dirigíamos al final del pasillo—. Recuerdo haber visto de todo por estos lugares.

—¿Como qué? —Preguntó Botella intrigado.

—¿Tiene hijos, inspector? —Pregunté.

—Sí —contestó—. Una hija de diecinueve años. Estudia abogacía.

—Ay, Botella, ni te imaginas de lo que se es capaz por pasar un examen... —contestó el profesor.

—Prefiero no saberlo —dijo tenso—. ¿Dónde está el maldito despacho?

—Aquí —sentenció Casavieja e introdujo la llave en la última puerta que había a la derecha—. Este es el despacho de Mónica Llopis. Sed cautos, no querréis dejar rastros por si se reabriera la investigación, ¿verdad?

La puerta se abrió hacia el interior. El despacho estaba formado por dos sillas, un modesto escritorio con una foto de familia enmarcada, un ordenador de sobremesa y un calendario de cartón. También había un dispensador de agua con el depósito azul lleno.

A la derecha de la silla giratoria del escritorio se encontraba una pequeña estantería con archivadores de colores, libros, manuales de biología, economía y derecho administrativo.

Como no había mucho espacio, nos dividimos las tareas: Casavieja vigilaría si alguien se acercaba al pasillo y Botella y yo pegaríamos un vistazo. El doctor se quedó frente a la puerta, mirándonos al mismo tiempo que ladeaba la cabeza con el sudor en la frente. Parecía asustado. Aquella situación nos ponía a todos de los nervios.

Botella agarró el calendario y miró los días anteriores al suceso.

—Nada interesante —dijo abriendo uno de los últimos cajones del escritorio—. ¿Hay algún modo de encender el ordenador?

—Pruebe a pulsar el botón de encendido —contesté.

No dijo nada pero tampoco me lo agradeció.

El sistema se inició en un escritorio limpio, sin rastro de documentos. Indagamos por las carpetas principales y no encontramos más que documentos y cartas formales que la señorita Llopis había impreso.

—Abre el correo electrónico —me ordenó el inspector—. Seguro que encontramos algo de valor.

Pero no hubo suerte. Mónica no sólo había eliminado los correos recibidos sino que tampoco había dejado señal de los enviados. Era una mujer calculadora y sabía lo que hacía en cada momento. Aunque el correo que utilizaba estaba asociado a la facultad, todo resultaba demasiado perfecto, formal, dentro de lo mundano. La verdad era que, pasado un tiempo, ningún profesor mantenía el orden ni respetaba las normas. Después de un período de adaptación, cualquier empleado utilizaba en algún momento el servicio de mensajería para enviar alguna estupidez o hacer contacto con alguien de su vida privada. La comodidad, la falsa alarma de seguridad era lo que causaba esto.

—Esto es una perdida de tiempo —dijo el inspector—. Sin pruebas, no podemos ir a ninguna parte, y mucho menos a su apartamento.

—Tiene que haber algo, inspector —contesté—. Algo que se nos escapa.

—Me temo que el tiempo se acaba, Caballero.

—Creo que viene alguien —dijo el doctor al otro lado de la puerta con la frente sudada.

—¡Mierda! —Exclamé y di un golpecito a la mesa. El teclado se desplazó unos centímetros y un trocito de cartón apareció de abajo.

—Venga, daos prisa, que viene alguien por el ascensor... —dijo el doctor—. Como nos vean, van a sospechar...

—¿Qué es eso, Caballero? —Preguntó el inspector ignorando a su amigo.

Ambos miramos desde arriba. Un trozo de cartón blanco y dorado.

En él se había escrito una fecha a bolígrafo con fecha de dos días anteriores al fallecimiento de Mónica Llopis.

Era la tarjeta de visita del restaurante Nou Manolín.

—¿Señor Casavieja? —Dijo a lo lejos la voz de una mujer mayor—. ¿Qué hace usted ahí? ¿Se encuentra bien?

—¿Eh? ¡Sí! Creo haber olvidado algo... —se excusó el doctor.

Empujé lentamente la puerta hasta cerrarla por completo. Se escuchó un ligero chasquido.

—¿Qué ha sido eso? —Volvió a preguntar la mujer acercándose al despacho.

—¿Eh? No, no lo sé... —contestó Casavieja nervioso.

Señalé a Botella para que se agachara y nos colocáramos en cuclillas en el punto ciego de la entrada.

Aquella señora con tono familiar y repetitivo arrastraba algo con ella. Gracias al olor de los productos, rápidamente supe lo que significaba. Era la mujer de la limpieza y estaba dispuesta a entrar y descubrirnos allí mismo.

La mujer accionó el pomo de la puerta.

—¡Anda! ¡Está abierta! —Exclamó con sorpresa y se rió. Casavieja, cada vez más nervioso, rió con ella—. Usted sabe, después de lo ocurrido, quieren que deje esto como una patena, pero no vea el repelús que me entra de pensar...

—Sí, la entiendo.

—En fin, dejemos a los muertos tranquilos, ¿no cree? —Dijo la mujer—. ¿A dónde iba? Si no recuerdo mal, su despacho se encontraba en el otro ala, ¿no es cierto?

—Sí, yo me marchaba ya —dijo el doctor sin saber dónde meterse.

Botella y yo nos miramos. Estábamos jodidos. El tipo era un auténtico patán, incapaz de deshacerse de la mujer que limpiaba y capaz de echar por tierra nuestra investigación.

—¡Ah! —Exclamó—. Ahora recuerdo por qué estaba aquí.

—¿Sí? Cuénteme mientras empiezo... —dijo la mujer empujando el carro con los productos de limpieza hacia dentro. Botella y yo, pegados a la pared, podíamos ver las ruedas delanteras.

—La estaba buscando a usted —explicó Casavieja con tono paternalista—. Alguien lo ha dejado todo hecho un estropicio en el cuarto de baño masculino, ya me entiende...

—¡Madre de Dios! —dijo la mujer—. Algunos hombres se comportan como animales cuando no están en su casa.

—Y yo que lo lamento, señora... —dijo y la dirigió—. Sígame, le mostraré dónde ha ocurrido.

—Sí, mejor así —dijo la mujer—. Total, no creo que venga nadie hoy a ocupar el despacho...

Las voces y los pasos se perdieron en la lejanía. Hice un esfuerzo por aguantar la risa al ver la cara de preocupación y diarrea que el inspector Botella reprimía, como la de un adolescente después de cometer una travesura.

—Ha estado cerca, ¿eh, inspector? —Susurré.

—Vámonos de aquí, Caballero —dijo todavía con el cuello tenso—. Vámonos de aquí, pero ya.

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