MISERICORDIA: La masacre de J...

By Hunter_and_Yuki

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A sus doce años Jimmy pierde su pelota de Béisbol en una cabaña abandonada de un pueblito de Pennsylvania. Si... More

Introducción
uno
dos
tres
cuatro
cinco
seis
siete
ocho
epílogo

nueve

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By Hunter_and_Yuki


Pennsilvania. 1936.
Un día antes de La Masacre de Jerahmeel.

Bloque tres: Nacimiento



—Mi hijo lleva desaparecido meses, ¿Puedes entender eso? —preguntó la mujer presa de la desesperación. Sostenía en sus manos una gorra roja que apretaba con fuerza contra su pecho. Las lágrimas brotaban de aquellos fanales cristalizados. Con el dolor de una madre al perder a su niño—. ¡No puedes quitar sus cosas, mi hijo está vivo! ¡Está vivo!

—Míriam... —se acercó una mujer, las canas blancas brillaban en su cabeza y el peso de los años caían en su espalda de forma pesada. Las arrugas, las manos viejas y el dolor de ver a una hija perder otro hijo—. Sabes que... Los niños que desaparecen no vuelven... Como antes.

—Mamá, yo siento vivo a mi hijo. Sé que lo está, lo tuve dentro de mí nueve meses. Pude sentir sus latidos con los míos, y ahora te estoy diciendo que lo puedo sentir... Yo puedo...

—Jimmy desapareció, Míriam. Las búsquedas no dieron... Ninguna pista.

—Yo sé... Estoy segura.

La mujer abrazó a su hija, mirando con melancolía la habitación de su nieto. Era la décimo sexta desaparición de un niño en el pueblo y la gente estaba acusando a Jimmy por ser cómplice del robo de estos. Fue corriendo la voz de que el infante estaba maldito, muchos decían haberlo visto vomitar sangre y seguir corriendo. Como su madre lo vio detenerse justo frente las puertas de la iglesia.

Miró de reojo a su alrededor.

Podía oír el cantar de los pájaros cuando el sol se ocultó. Espió por la ventana rota de la vieja cabaña, esperando que el último rayo de luz se disolviera para poder llegar al lugar que tanto esperó con ansias. Se sentía ansioso, tan energético de cuerpo a cabeza que no le importaría para nada cruzar con rapidez para llegar a la tumba del humano. Quemarse la piel en el intento. Sin embargo, debía darle la bienvenida a Jimmy con las heridas curadas, aunque tuviera una pierna renga todas sus otras cicatrices y cortes habían desaparecido.

Realmente la sangre de Jimmy lo dejó fuerte como un toro.

Sus ojos rojos veían con suma atención el último y escaso rayo solar que tardaba en irse. Lían se removió el cabello sintiendo el gusto dulzón de la sangre en sus labios aún, podría decirse que había ido a alimentarse la noche anterior a esta. Llevaba algunos meses vagando por los alrededores, tanto como para ver la situación en el pueblo.

Claramente, la desaparición de Jerahmeel en la comunidad impulsó a la gente a tener menos fe. Y más miedo a los demonios como él.

Cuando vio a Jerahmeel desplomarse en el suelo, con el cuello destrozado y el último aliento de vida lo miró a los ojos. Lían pudo ver cómo la vida se iba de aquél diminuto cuerpo, como aquél corazón tan bondadoso, tan misericordioso perdía la vida por un monstruo.

Sin embargo, como Lían le quitó la vida, iba a devolverle una eternidad para que lo perdonara.

Porque Jerahmeel despertaría de la muerte pensando que era un ángel. Porque Jerahmeel abriría los ojos y creería que ayudaría al mundo en toda su miseria. Y que su Dios, finalmente, lo había perdonado. 

Pero solo estaría llenando la soledad de Lían, solo mataría personas para alimentarse.

Porque si ese Dios no perdonaba a un niño que ayudó a un ser maligno como él, Lían inventaría nuevos valores para Jerahmeel.

Crearía un Dios que se pudiera nombrar sin vomitar sangre. A un Dios con la misma historia y distintos valores. Lían tenía que inventar algo que no dañara a Jerahmeel.

Cuando la luz se fue por completo, Lían salió de la cabaña. Tomó la ropa que consiguió para el infante y caminó con dificultad hasta el lugar donde lo había enterrado. Podía ver a metros como la tierra temblaba por la ira del niño, podía sentir la energía que emanaba su cuerpo. Raramente los niños sobrevivían al proceso, puesto que eran débiles y su cuerpo no estaba lo suficientemente desarrollado como para soportar el cambio. Sin embargo, Lían observó como la tierra era rasguñada, como aquellas pequeñas garras ensangrentadas buscaban salir del infierno al que se lo condenó. Sus ojos pudieron notar como el grito desgarrador de Jerahmeel brotaba debajo del suelo. Como el cuerpo se retorcía, tan brutal, esquelético. Lo primero que notó fue el rostro embarrado del niño, como los ojos rojos, malditos y condenados a la desgracia pura de la eternidad brillaban en ira. Los colmillos de Jerahmeel, el hambre que rugía desde su garganta. La cicatriz en el cuello lo marcaba como un demonio.

Descendiente del infierno. Monstruo. Bestia. Bruto.

Pecador.

Se alzó como la misma bestialidad ante él, con aquellos ojos que gritaban, que ansiaban desgarrar una garganta con los colmillos. Aquella sed descomunal que lo carcomía por dentro. Aquél corazón que se detuvo, tan frío, tan muerto. Lían sonrió, sonrió cuando observó la sangre en sus manos, en sus brazos, su cabello rizado, dorado, se había vuelto tan opaco por la suciedad que la tierra se le pegó en él, el rostro de Jimmy pareció cambiar, distinto, y es que recordó aquella vez que lo encontró en el bosque, que lo alimentó. La inocencia de Jimmy quedó enterrada entre las tablas podridas de aquella cabaña, su alma, su ser, se olvidó en las tinieblas de lo maldito. Porque vio marcado en sus ojos rojizos la voz del Diablo, y a pesar de eso, notó el brillo en su mirada cuando lo vió.

El nacimiento de Jerahmeel.

Su ángel de la misericordia.

Lían lo observó jadear, rápidamente extendió los brazos y Jimmy lo miró. El cuerpo del niño estaba sucio, desnudo y cubierto de tierra. La sangre de los dedos y las manos manchaban la piel de su ángel. Y ahora Lían podía tenerlo por siempre. Por toda la eternidad que el infierno le podía otorgar.

Jimmy se abalanzó hacia él.

Lían lo detuvo antes de que le desgarrara la muñeca de un mordisco, le tendió una bolsa de sangre que le costó conseguir. Su pecho vibró ante el aroma a sangre fresca, sangre humana. El infante se atragantó y reventó la bolsa sobre su rostro bebiendo una descomunal cantidad para alguien que acababa de salir del mismo infierno.

—Ya... Ya... Despacio —susurró acariciando el cabello de Jimmy. Pudo notar la piel pálida, la piel sin vida, tan fría y sin la calidad a la que Lían se había aferrado durante todo el año. Jimmy se dejó caer sobre su pecho, dejando un rastro de sangre desde su barbilla hasta el pecho del vampiro. Sus ojos cristalinos se perdieron en la noche.

—L... Lían... L-Lían...

—Jerahmeel... —susurró, abrazando el cuerpo desnudo del niño. Sintió como el corazón de Jimmy ya no latía, y lo miró a los ojos. Tan rojos, tan grandes. Sin embargo, seguía teniendo aquella mirada, ahí, después de haber tomado la sangre de un niño y de haber calmado su hambre. Aquella inocencia, aquél aire que aún lo envolvía, ante la monstruosidad en la que se había convertido. Lían lo sostuvo entre sus brazos con fuerza, acurrucando su cuerpo, sus piernas.

Jimmy ya no era humano.

No era monstruo.

Era Jerahmeel, un angelito del bando contrario. Un angelito que mataría.

—Mi Jerahmeel... Mi ángel... —besó las mejillas del niño, sacó la ropa que había preparado y un trapo húmedo, limpió su piel como pudo y sacudió su cabello, Jimmy tembló contra su pecho. Las manos del hombre recorrieron su cuello, en la marca de la mordida, cicatrizada. Lían susurró algo en su oído y el infante se levantó apenas. Le colocó la ropa que había traído, la camiseta blanca de lino le quedó grande, pero lo ocultó debajo del pantalón, Jimmy miraba todo con grandes ojos, y sus manitos pálidas se posaron sobre las de Lían. Jimmy estaba tan sucio que el blanco de la ropa parecía brillar.

—Lían... —susurró Jimmy, tocando su pecho—. Lían mi corazón... Mi corazón no late.

—Jerahmeel... Tranquilo —respondió. Lían lo miró a los ojos, sonriendo. Acarició el pecho del niño, vacío, miró su mano grande, sus uñas sucias en tierra y en sangre. El vampiro lo miró a los ojos, la noche se alzaba fuerte, la luna, grande y amarillenta se asomaba luminosa sobre sus cabezas. Los ojos carmesí del pequeño niño eran tan brillantes y nuevos que Lían sonrió—. No... No... Ya no lo necesitas para vivir.

—¿Se ha roto?

—Ha dejado de funcionar. No lo necesitarás. El corazón lo único que hace es limitar nuestra vida, Jerahmeel —lo tomó de las mejillas—. Eres más que un humano. Eres uno de los míos. Eres como yo.

—Como Lían... ¿Me ha perdonado? ¿Él? ¿Me ha perdonado?

—Tu Señor te perdonó.

Jimmy sonrió, los colmillos manchados de sangre, la barbilla y las mejillas cubiertas de aquella fatalidad a la que llamaban alimento. La piel manchada de sangre, el cabello mugriento en tierra y los ojos brillando como dos carmesí. Su piel muerta. El rostro de Jimmy tenía un rastro sombrío, enigmático. Un demonio.

—Eres un ángel, Jerahmeel. Servidor de tu señor. Protector de los míos. Misericordioso.

—Lían... Yo... —Jimmy miró a su alrededor. La sonrisa en sus labios daba terror y los ojos rojos sólo aumentaban la imagen viva de lo que tanto los humanos temían—. Debo ir con papá. Debo decirle a mi madre que mi Señor me ha perdonado. Que soy uno de sus hijos. Que... Que soy...

—Jerahmeel... Ya no puedes verlos... No puedes... No —Lían detuvo el brazo de Jimmy, sin embargo el niño se soltó con rapidez. Lían sabía perfectamente que si verían a Jerahmeel lo matarían. Que no le perdonarían la vida aunque aparentara ser un infante. Las desapariciones por todo el pueblo y el país era notoria y los ojos ajenos ya notaban la presencia de los suyos. Jimmy sería asesinado—. No... Jerahmeel, no puedes ir, no podemos. ¿Quieres ofender al Señor?

—Mi padre le sirve. Lo entenderá.

—Jerahmeel. Los humanos son pecadores. Verás que no puedes perdonar a todos. Ellos... —intentarán matarte.

—Quiero ver a mamá —Jimmy susurró, alejándose, Lían se puso de pie y su ceño se frunció cuando se puso en marcha con su pierna coja, la velocidad que manejaba Jimmy, la luz de la luna lo iluminaba entre la noche, en el blanco de sus ropajes, en las hebras de su cabello claro y la palidez de su piel. Lían lo vio alejarse y trató de seguirlo.

—¡Jerahmeel! ¡Hey! —intentó correr con su pierna coja, el bastón que Jimmy le había obsequiado le ayudaba a mantenerse de pie pero no para correr—. ¡No vayas! ¡Los humanos son malos, las personas son malas! ¡No! ¡Te juzgarán, no te dejarán entrar! ¡Jerahmeel! ¡Jimmy!

Pero el infante no lo escuchó. No lo oyó porque ya se había perdido entre los escombros del otro lado, el mundo a sus ojos era extraño, más lento, más raro, el cielo, el aire, todo parecía pesado para él. Sus piernas corrieron, en la niebla de la noche y las luces prendidas, ahí estaba. Enorme. Magnífica. El niño se paró justo frente a la Iglesia. Tan lejos de Lían. Había sido perdonado, había sido recompensado por un ángel y ahora formaba parte de él. Su dios, su señor.

Entró por la gran puerta de madera, pesada, chirriante, Jimmy abrió los ojos con sorpresa, sintiendo su cuerpo pesado, tan insoportable que se quedó justo en su lugar. El ambiente era ardiente de repente, y bajó la mirada a sus pies descalzos, sucios, se sentía extraño pisar el suelo de la iglesia, se sentía punzante. Jimmy dió otro paso, y sintió que su piel quemó. No comprendió porqué, porqué no podía entrar. Sus ojos se levantaron con lentitud cuando, a lo lejos, escuchó unos pasos suaves pero no vio nada. Pudo escuchar una respiración, pudo escuchar como alguien tragaba saliva. La iglesia seguía iluminada, silenciosa y fría ante él, y se quedó quiero cuando observó al sacerdote a lo lejos.

—¡Señor! ¡Señor Isaac! ¡Soy yo, Jimmy! ¡El Señor me ha perdonado! ¡Soy su servidor! —el hombre se volvió, traía una túnica blanca y sus ojos viejos se abrieron de golpe. Las arrugas en su rostro se marcaron con fuerza cuando gritó y cayó al suelo ante la impresión. Jimmy intentó acercarse y el peso en su cuerpo aumentó más, el ardor en su piel, en sus huesos. Pensó que tal vez era porque ya no pertenecía entre los mortales, en la tierra. El hombre, en cambio, apretó el rosario en su mano, enfrentándose al monstruo que sus ojos veían. A un niño, un infante con aspecto de demonio.

—¡Fuera de aquí! ¡Sal de aquí hijo de Satanás! ¡Te ordeno en el nombre de Dios que dejes este lugar! —Jimmy retrocedió y sintió el peso sobre su cuerpo más fuerte, más intenso, su espalda chocó contra la puerta y sus ojitos rojos se agrandaron más de lo que ya estaban. El sacerdote sacó un crucifijo, aquél que Jimmy conocía bien, y que, sin embargo, le causó angustia y malestar cuando el sacerdote se lo enseñó, repitiendo palabras. Se acercó, y su cuerpo pesado se abalanzó contra su mano y golpeó el crucifijo para que se detuviera. Jimmy jadeó, jadeó porque el objeto se rompió contra la pared con tal fuerza que no fue nada a comparación de lo que había hecho con el sacerdote. El infante miró, miró sus dedos destrozados, doblados y el rostro agonizante del hombre, rojo, punzante. El grito de dolor que le tiró no hacía más que dañarlo. Jimmy no comprendió, no comprendió porqué había pasado eso ni tampoco entendió cuando el señor Isaac sacó la botellita de agua bendita del bolsillo. Sintió todo su cuerpo alerta, extraño, como si viera un depredador a sus ojos y no un simple objeto.

Porque Jimmy comprendió que su cuerpo reaccionaba de manera distintas a las cosas. Porque sintió su piel arder en llamas puras cuando el agua hizo contacto con su piel. Porque gritó con fuerza, gritó hasta desgarrar su garganta al ver que su piel se levantaba y humeaba, la Iglesia entera retumbó la melodía de su dolor, de su llanto y el ruido hizo eco en todo el lugar. Cuando abrió los ojos, observó su piel ardiendo en quemaduras. Sus brazos, sus manos en piel viva, humeante. Miró al sacerdote horrorizado. Jimmy no notó el agua bendita. Las gotas de sangre empezaron a caer por todo el suelo, y levantó la mirada, levantó la mirada a la cruz, a Jesucristo.

Jimmy no notó que el peso de su presencia maldita no le dejaba estar dentro de la Iglesia, no notó porqué su piel, su cuerpo no aguantaba las cosas santas, porque su cabeza estaba cegada, estaba ciega ante la realidad de su naturaleza. Porqur lo que sí notó fue el severo pecado que el humano había cometido.

Quien lastima a un ángel debe ser castigado Jerahmeel.

Y no cuestionaría las palabras de su Señor. Los ojos de Jimmy brillaron en un rojo intenso, y su boca se apretó, sus ojos se volvieron más dilatados, más rojos, su rostro caliente. La sangre chorreó de las heridas de Jerahmeel cuando, lentamente, empezaron a cerraese. sus pies desnudos se pelearon en carne viva cuando caminó sobre el suelo sagrado, sobre el agua bendita. Pero ni siquiera el dolor en su cuerpo podía detener la fe y la moral que pesaba en su cabeza. Porque Jerahmeel tenía el rostro más monstruoso y despiadadamente hermoso de todos, porque ahí, con la sangre entre sus manos, y los colmillos al borde de los labios, implantó el miedo ajeno con solo brindar su mísera presencia. Debía marcar al humano. A ese pecador.

—Serás castigado y juzgado ante el Señor por haber dañado a un ángel.









Próximo bloque: La Masacre de Jerahmeel.

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