Inmemorables Recuerdos {Harry...

Av randomnessence

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-Los sueños... -suspiró- los sueños hacen de nuestra experiencia un maravilloso recorrido eterno. Una tarde... Mer

P R E F A C I O
Capítulo 1. Limón.
Capítulo 3. La caída al lago.
Capítulo 4. Bumblidore.
Capítulo 5. Un recuerdo diferente.
Capítulo 6. Una extraña presencia.
Capítulo 7. El ataque.
Capítulo 8. Un explosivo recuerdo.
Capítulo 9. Voces.
Capítulo 10. La apuesta.
Capítulo 11. El Armario.
Capítulo 12. Fawkes.
Capítulo 13. Navidad: Black y los Weasley.
Capítulo 14. McGonagall vs Maggie y los Merodeadores (Parte 1).
Capítulo 15. La caída de McGonagall y el juego inesperado (Parte 2).
Capítulo 16. Un regalo para papá (Capítulo Navideño)
Capítulo 17. La persecución y el baile inesperado (Parte 3).
Capítulo 18. Una lluvia de recuerdos.
Capítulo 19. Lo Prometo.
Capítulo 20. Mamá: la pianista de la familia.
Capítulo 21. Lo único que tengo... son recuerdos.
Capítulo 22. La Tragedia I.
Capítulo 23. La Tragedia II.
Capítulo 24. La Tragedia III. Recuérdanos siempre
Capítulo 25. Nueve Años Vacíos.
Capítulo 26. El Limón y el pelirrojo
Capítulo 27. Selecciones Inusuales
Capítulo 28. Cabras, Descubrimientos y Decisiones
Capítulo 29. Un vistazo al pasado
Capítulo 30. Una última visita

Capítulo 2. Mar: igual a los ojos de papá.

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Av randomnessence


Verano de 1977.

La pequeña Maggie había estado muy contenta. Había pasado varios días con su padre, preguntándole sobre del mundo; de los paisajes, de la vida. Podría tener solo cinco años, pero aún así la pequeña curiosa ansiaba cuanto antes conocer lugares más allá, en el exterior.

La mayoría del tiempo lo pasaba en el castillo, por lo que no tendía a salir mucho. Algunas veces se encontraba en la mansión Dumbledore con su madre y otras veces visitaba la casa de sus abuelos Isobel y Robert; sin embargo nada extraordinario ocurría. Gracias a las historias de Dumbledore, en Maggie había comenzado a surgir el deseo de querer ir a todas partes. Ansiaba visitar un campo más grande que el de la casa de sus abuelos; explorar las flores y sus peculiares olores, quería conocer otros paisajes; sumergirse en la nieve; detallar de frente el sol que observaba desde su ventana y sobre todo disfrutar del mar que, según Minerva, resultaba ser tan profundo y tan azul como los ojos de su padre. La pequeña necesita ver todo lo que sabía que la esperaba ahí afuera; su imaginación era enorme y, aún teniendo una edad tan corta, ya conocer el mundo entero por su cuenta.

Maggie soñaba despierta, pero Minerva, por otro lado, había estado extremadamente ocupada. Había tenido que dar material nuevo en clases de Transformaciones, además de revisar ensayos, corregir artículos de transformación y por supuesto cuidar de Maggie, por lo que no tenía mucho tiempo.

La profesora se encontraba por fin en su habitación descansando después de un largo día de clases. Decidió comenzar a leer un libro que hacía meses había querido iniciar. Se detuvo incluso a considerar la idea de salir a caminar un rato por los jardines para despejarse un poco cuando un leve sonido sordo truncó su pensar. Un par de brillantes ojos verdes la observaban con detalle a lo lejos, curiosos por saber qué era lo que ocurría adentro, ansiosos por obtener respuestas a las interminables preguntas que no dejaban de inquietarle.

—¿Qué pasó, Limoncito? —susurró dando por terminados sus pensamientos mientras ojeaba las primeras páginas del libro. Podría estar muy cansada y quizá aquel sería su único momento libre en mucho tiempo, pero de cualquier forma siempre tendría tiempo suficiente para su Maggie.

—Nada... —respondió aún mirándola con fijeza. La profesora McGonagall apartó sus ojos del libro y miró a la niña, cuyo rostro travieso derretía aquel corazón suyo con fama de ser duro.

—Bien... —Dejó el libro sobre la pequeña mesa de madera posada a su lado y soltó un suspiro. En su rostro se trazó una cansada sonrisa y al instante le extendió los brazos, gesto que le indicó a Maggie que por fin le era permitido acercarse.

—¿Entonces sí pue...?

—Maggie, por Merlín... claro que puedes.

—Bien... ¡Ahí voy! —exclamó emocionada. La niña se acercó a su madre a zancadas y se sentó sobre su regazo. Minerva sonrió levemente y la envolvió con sus brazos.

Aún cuando lo intentaba con todas sus fuerzas, para Maggie era imposible no inclinarse para contemplar a la profesora. No quería presionarla, pero muy en lo profundo sabía que no podría contener su emoción por mucho tiempo.

La profesora McGonagall bajó la mirada y dejó escapar una leve risa al notar la controversia de su hija.

—Está bien, sí puedes. —Accedió.

Y entonces en un instante despojaron a Minerva McGonagall de su sombrero. La niña de ojos brillosos se lo había arrebatado en un instante para colocarlo sobre su propia cabeza.

—¿Puedo usarlo por mucho tiempo? —le susurró. Le encantaba su color opaco al igual que su forma puntiaguda y su suave textura. La profesora asintió sonriente y soltó una leve carcajada al notar que, como era costumbre, el enorme sombrero escondía una parte de su rostro.

—Oh sí, sí... por supuesto.

—Gracias... —la niña sonrió también—. Ah y... ¿Me recoges el cabello? —preguntó—. Y no es correcto reírse por las desgracias de otros —repuso. Minerva asintió soltando otra pequeña risa; la niña la estaba imitando.

—Cierto, sí... Tienes razón, Mag...

—Profesora McGonagall. —Aclaró orgullosa mientras imitaba su tono de voz. Recordó que era su madre y que no debía sonreír, por lo que de inmediato borró la sonrisa de su rostro y clavó sus exactos ojos verdes en Minerva. La profesora ahogó otra carcajada al ver su semblante serio mientras se acomodaba el sombrero sin éxito.

—Sí, sí... como usted ordene, profesora. —La mujer sacó su varita y con un simple movimiento recogió su cabello con un moño, acomodó su vestido y ajustó el sombrero a su cabeza. Maggie sonrió enormemente al notar que su madre le seguía el juego; hubiera explotado de emoción de no haber sido por la repentina entrada del director a la habitación.

—Gracias —respondió Maggie. Albus venía distraído.

—Min, tenemos que revisar que todo esté bien para la celebra... —observó a Maggie y no pudo evitar sonreírle—. ¡Ah, Limón! —exclamó.

—Disculpe, profesor Dumbledore, pero por el momento estamos un poco ocupadas... —La profesora le hizo un gesto con la cabeza y señaló a Maggie.

—Oh, sí... —dejó de hablar del tema y se acercó a la pequeña—. Pequeña, eh...

—Minerva —contestó la niña seriamente—. Minerva McGonagall.

—Ah, es usted mi esposa entonces. —Maggie asintió. Albus sonrió.

—Así es. —La pequeña se levantó de su asiento y el sombrero se inclinó un poco sobre sus ojos. Minerva reprimió otra carcajada y Albus no tuvo más remedio que hacer lo mismo. Ambos se miraron de reojo—. ¿Nos vamos? —chilló Maggie.

—Claro, claro... —La pequeña pelinegra se acomodó torpemente el sombrero y miró a Albus. Él le extendió uno de sus largos brazo—. ¿Adónde exactamente...?

Maggie se acercó y aceptó su brazo. Tiró de su túnica para que se acercara y él así lo hizo, agachándose para quedar a una altura considerable.

—Caramelos de limón, Pa... —le susurró. El rostro de su padre se iluminó.

—Oh sí, —se levantó y tomó la pequeña mano de Maggie. Los dos se voltearon hacia Minerva, quien los miraba divertida—, si nos disculpa, mi esposa y yo nos iremos por caramelos —Maggie asintió emocionada. Albus sonrió y sin más ambos se voltearon y se encaminaron hacia la salida de la habitación.

—Está bien..., podría ser peor —respondió McGonagall—. Pero... oh no, esperen... ¡Mi sombrero! —gritó—. ¡Albus!

—¡Muy tarde! ¡Es mío ahora! —escuchó la vocecita de Maggie a lo lejos. Albus rio. La profesora negó con la cabeza y soltó un bufido.

—Tengo que dar clases más tarde, ¡necesito el sombrero! —Escucharon Albus y Maggie. La niña soltó una carcajada.

—¿Crees que se haya enojado? —le susurró su padre.

—Sí... —Maggie rio y apretó la mano de Albus—. Pero igual iremos por los caramelos, ¿verdad?

Albus la miró y sonrió.

—Por supuesto. —Los ojos de Maggie se iluminaron—. Ah, cierto. Limoncito, tengo que hablar contigo. —El hombre se detuvo un momento y se giró hacia su hija. La niña lo observó atentamente.

—¿Sí, Pa? —preguntó clavando sus ojos en él. Albus se agachó y acarició una de las mejillas de la niña con una mano delgada.

—Mira Maggie... he estado hablando con tu madre y hemos... estado pensando en irnos de viaje.

La pelinegra dio un salto. Sus ojos se abrieron enormemente.

—¿Un viaje? ¿En serio? ¿Adónde? —preguntó ansiosa.

—¿Te gustaría ver el mar? —el castaño le guiñó un ojo, Maggie sintió que la emoción que la consumía por dentro. Albus la cargó y le acomodó el sombrero hacia atrás para ver sus ojos.

—¿En verdad? —preguntó con un hilo de voz. En su mente se habían creado millones de escenarios para aquel momento, pero jamás habría imaginado el que sus padres accedieran a cumplirle uno de sus deseos—. ¿Harían eso por mí?

Albus le acomodó el cabello y soltó una pequeña risa. Los ojos de Maggie cada vez estaban más chispeantes.

—¿Por qué no lo haríamos? Te amamos, Maggie. Lo único que queremos es hacerte feliz. —Ella miró los ojos de su padre. Una sonrisa se trazó en su rostro.

—¿Mamá está de acuerdo? —preguntó.

—Mamá está de acuerdo —afirmó él—. Entonces... ¿Eso es un sí?

Maggie asintió y lo abrazó. El sombrero cayó al suelo.

—¡Sí! —exclamó—. Gracias —susurró aferrándose a su hombro. El director soltó un suspiro y sonrió satisfecho. Observó cómo Minerva aparecía en el inicio del pasillo y no pudo evitar conmoverse al ver su rostro iluminado. Su sonrisa se agrandó al escucharla reír a lo lejos; no se arrepentía de haberla escogido como su compañera de vida.

—Te prometo que la pasaremos muy bien, Pelotita. —La niña se mordió la lengua para no chillar—. Será un lindo recuerdo algún día, de eso puedes estar segura.

La pelinegra se separó un momento. Clavó sus ojos en los de su padre y sonrió al sentir que se reflejaba en ellos.

—¿Lo prometes? —preguntó. Él hizo un gesto de aprobación y volvió a sonreír.

—Lo prometo —le susurró—. Te va a encantar.




• • •



—Entonces... ¿Es igual de azul?

—Ajá —murmuró Minerva concentrada en las páginas del libro.

—¿Y en verdad crees que me va a gustar...? —preguntó. Minerva asintió perdida.

—Ya casi llegamos... Ustedes sigan y yo pronto las alcanzaré, iré por las demás cosas. —Le susurraron al oído.

Minerva asintió y no tuvo más remedio que cerrar el libro. Observó cómo Albus se alejaba lentamente y soltó un suspiro. Una sonrisa se trazó en su rostro al ver la cabeza de Maggie muy por debajo de ella mientras su mano pequeña sujetaba la suya fuertemente. Guardó el libro en un bolso muggle que traía y comenzó a andar de nuevo.

—Pero... ¿cómo estás tan segura de que me va a gustar? —insistió Maggie. La profesora logró visualizar el mar a lo lejos.

—Mira, Maggie... —le dijo por quinta vez en el día—. ¿Te gustan los ojos de tu padre? —le preguntó. La niña levantó la cabeza y miró a su madre.

—Sí, claro que sí —respondió—. Después de tus ojos, los ojos de papá son los ojos más bonitos que he visto.

Minerva dejó de andar.

—¿Mis ojos te parecen lindos? —le preguntó. Maggie acomodó su cabello hacia atrás y asintió.

—Pues sí, ¡son iguales a los míos! —rio. La profesora soltó una pequeña sonrisa y negó con la cabeza.

—Ah, es por eso... —la niña asintió—. Entonces tú y yo tenemos los ojos más bonitos ¿Es correcto?

—Correcto. Verdes y brillantes, como dice papá.

Por la expresión que había adquirido su rostro se podría decir que McGonagall había aprobado aquello. Notó que se estaban acercando al mar, por lo que se dispuso a cargar a su hija para permitirle observar el paisaje con detalle.

—Ven aquí, cariño. Quiero enseñarte algo... —le indicó extendiéndole sus brazos. Maggie dudó por unos instantes y finalmente asintió.

—Está bien, pero que sea rápido... —accedió—. Me gusta la sensación de la arena en mis pies y no me gustaría perdérmelo...

—Ah... sí, por supuesto —McGonagall rio. Una vez que estuvo en los brazos de su madre su respiración se cortó. Atónita se dedicó a observar el azul color del mar que se abría ante sus ojos.

Por instantes ambas simplemente permanecieron en silencio. Minerva no pudo hacer nada más que sonreír al ver lo maravillados que estaban sus ojos. El color brillante y el constante movimiento del agua cautivaron a la pequeña Maggie en segundos.

—¿Sí te gusta, Limoncito? —preguntó la profesora luego de un tiempo al ver que la niña no hablaba. La pequeña no apartó la vista del azul profundo y simplemente asintió.

—Es... bonito... —susurró deslumbrada luego de un tiempo—. Me gusta... me gusta mucho... —unos segundos más tarde se volteó hacia Minerva y miró sus ojos. Sonrió—. Mucho mucho. Tenías razón, Ma, es igual que los ojos de papá...

Minerva sonrió y asintió. Maggie no esperó una respuesta y volvió a enfocarse en el mar con rapidez, perdiéndose en el paisaje mientras sonreía. El sol le daba en el rostro y su cabello oscuro se movía al compás del viento.

Minerva se mantuvo observándola y sintió un escalofrío recorriéndole por dentro al presenciar la felicidad de su pequeña. Fue ahí, estando frente a aquellos ojos que brillaban frente al mar, cuando supo que la pequeña era su más grande tesoro. Lo mejor que le había pasado en la vida. Maggie dejó escapar un suspiro, el cual junto con su expresión maravillada logró llenar a Minerva de ternura. La mujer sonrió y le depositó un beso en la cabeza de imprevisto. Maggie rio ligeramente al sentir los finos labios de su madre sobre su frente y cerró los ojos.

—¿Qué fue eso? —le preguntó una vez finalizado el acto, chocando con los ojos de Minerva de frente. La pelinegra le sonrió enternecida.

—¿Acaso no puedo darte un beso? —le preguntó mientras acariciaba una de sus mejillas. Maggie asintió de inmediato.

—¡Claro que puedes! —exclamó—. Deberías hacerlo más seguido —Minerva dejó escapar una sonrisa.

—Haré lo que pueda —susurró. Maggie asintió satisfecha. Sabía que Minerva era un poco... difícil, pero aquello no hizo que disminuyera su emoción ni un poco. Soltó un corto chillido y sus ojos volvieron al mar.

—Se parece tanto a los ojos de Pa... —añadió luego de unos instantes. Minerva también posó sus ojos en el paisaje.

—Así es —afirmó. Maggie sintió un escalofrío al volver a sentir el viento en su rostro—. ¿Vamos? —le preguntó, el rostro de la niña se iluminó.

—¿Cómo? ¿Puedo ir? ¿Tú irás conmigo? —preguntó radiante. Minerva asintió y la bajó de sus brazos. Volvió a tomarla de la mano y la miró con una sonrisa.

—Por supuesto —su voz suave hizo que Maggie sonriera ampliamente. Se estremeció al sentir el contacto de la arena con su piel una vez más, y ya una vez en el suelo tomó la mano de su madre y volvió a mirar el mar decidida.

—¡Vamos entonces! —le dijo. Minerva asintió y las dos comenzaron a caminar tranquilamente por la arena para acercarse al mar.

Maggie se había quitado sus zapatos para sentir plenamente todas las sensaciones al mismo tiempo, pero Minerva aún no lo hacía. La niña se volteó y elevó la mirada para verla.

Era extraño..., pensaba Maggie. La profesora traía ropa y accesorios muggles —un vestido color crema, unos lentes, un bolso mediano y unas cuantas pulseras— pero de todos modos aquello no interfería en lo bien que se veía. Lo que más le llamó la atención fue los lentes oscuros que traía en la cabeza. Minerva se veía tan hermosa con ellos que Maggie no podía evitar pensar cómo se vería ella usándolos.

—¿No vas a quitarte tus zapatos? —le preguntó luego de un rato—. Podríamos correr por la arena.

Minerva se detuvo al notar que estaban bastante cerca de la orilla. Miró a Maggie y asintió.

—Mm... está bien —La niña no tardó en sonreír en cuanto se despojó de sus sandalias altas—. Pero tengo una mejor idea, ven... —Maggie asintió y fue hacia ella emocionada, Minerva la tomó entre sus brazos y la llevó hacia las bajas olas—. Prepárate Maggie, ésto no es un simulacro —susurró.

—¿Qué vamos a hacer? —chilló ella.

—Oh ya lo verás...


• • •



Después de un gran esfuerzo Albus por fin se acercaba a la playa. Había ido por unas cuantas cosas para estar más cómodos, pues deseaba que aquel paseo fuera perfecto e inolvidable.

Había traído una carpa, unas cuantas sillas y, además de algunas cosas muggles y la indispensable comida, traía un pequeño caracol colorido que había encontrado, y el cual quería dárselo a Maggie para que lo conservara como un recuerdo de aquel día.

Sonrió al imaginar su alegría y siguió caminando. Mantuvo su ritmo y avanzó por un tiempo; estaba tab absorto en sus propios pensamientos que se sobresaltó al escuchar gritos y carcajadas.

—¿Eh? —Elevó la vista y entonces sintió un cosquilleo. El corazón no pudo evitar ensanchársele en el pecho ante lo que veían sus ojos.

Minerva se encontraba a la orilla del mar junto a Maggie. La niña reía en brazos de su madre mientras la profesora le hacía cosquillas y la ayudaba a desplazarse por el agua. No pudo evitar sonreír al ver el rostro de ambas;  jamás pensó que llegaría a amar tanto en el mundo.

—¡Maaamáaaaa! —Carcajeó Maggie. Su niña, su pequeña.

Se quedó perdido en ellas y no supo bien cómo avanzar hasta que una ráfaga de viento lo devolvió a la realidad. Soltó una pequeña carcajada y volvió a lo que estaba. Instaló todo lo que había traído lo más rápido que pudo para ir hacia ellas y una vez listo se encaminó al mar.

Estaba acercándose sonriendo a más no poder cuando lo que vieron sus ojos lo obligó a detenerse. Observar a Minerva llenando de besos a Maggie había hecho explotar su corazón. La mujer no acostumbraba a mostrar ese tipo de afecto normalmente, por lo que si se expresaba de aquella forma debía significarse de que se encontraba verdaderamente contenta, y Albus no pudo sentirse más orgulloso por ello.

—¡Albus! —exclamó ella al verlo.

Maggie sonrió en cuanto notó que Minerva se había dispersado y se dispuso a tirarle agua en el rostro por tercera ocasión. Tal y como en los demás intentos, no lo logró, pues su madre siempre lograba detenerla con una mano. Albus soltó una carcajada, la escena le pareció adorable.

—¿Qué te parece, Maggie? —le preguntó el castaño una vez que dejó de reír.

—¡Me encanta este lugar! —chilló la niña. No podía pedir nada más, compartir tiempo con sus padres era lo más valioso que tenía.

Minerva no pudo evitar sentirse conmovida al ver el rostro de Maggie. Albus simultáneamente se acercó a la orilla.

—¿Vas a entrar? —le preguntó la pequeña a su padre. Albus asintió.

—Sí, claro... solo... —él siguió hablando, pero ellas no le prestaron atención. Minerva sostuvo a Maggie fuertemente con un brazo y la niña sonrió perversamente.

—Bien, como acordamos. ¿Lista pequeña?

—Lista —susurró.

—Ah, sí —Albus seguía hablando—, lo olvidaba. También te tengo una sorpresa a ti, Maggie. No te imaginas lo que encontré, estoy seguro de que te va a encantar. Todos los colores son sumamente brillantes y...

—Uno, dos, tres. ¡YA! —indicó Minerva.

—¡ATAQUE! —gritó Maggie.

Y fue así como en instantes Albus estuvo completamente mojado. Madre e hija se habían aliado para tirarle agua y arrastrarlo hacia ellas. Él al principio fue tomado por sorpresa, pero una vez que estuvo justo adentro no pudo evitar devolver el ataque, riendo a carcajadas mientras les lanzaba agua lo más rápido que podía. Aquello finalmente fue una guerra, un momento que disfrutaron juntos y el cual fue marcado como un recuerdo junto a una gran sonrisa.


• • •


—Y tenías razón —Un pájaro pasó frente a ella mientras contemplaba el atardecer. Al poder sentir por un momento su compañía no pudo evitar soltar un suspiro—. Llegó a ser uno de mis recuerdos favoritos... y les agradeceré siempre por haber marcado mi vida de una manera tan excepcionalmente perfecta.

Fortsett å les

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