Capitol is not my home

By LittleLeviosa

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Me llamo Vanilla. Tengo quince años. Vivo en el Capitolio y soy diferente, porque no me gusta destacar ni mod... More

Capítulo 1: Soy diferente
Capítulo 2: La cosecha
Capítulo 3: El viaje en tren
Capítulo 4: El desfile
Capítulo 5: El Entrenamiento
Capítulo 6: La entrevista
Capítulo 7: La Arena
Capítulo 8: Baño de sangre
Capítulo 9: Ojos violetas
Capítulo 10: Aqua
Capítulo 12: Un sacrificio
Capítulo 13: Una pequeña gran rebelión
Epílogo
Agradecimientos
BookTrailer

Capítulo 11: Promesas

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By LittleLeviosa

Sólo al entrar por fin en la cueva, Caleb y yo nos permitimos seguir llorando.

Lágrimas incansables humedecen nuestras mejillas: él lo hace en silencio, yo dejo que los sollozos salgan desde lo más profundo de mi corazón.

Un corazón que Sam ya no tiene.

Su imagen parece haberse grabado en mi memoria, pero no la de los Juegos, sino su rostro despreocupado del Centro de Entrenamiento: pelo rojo y formando unos perfectos bucles que Annabel peinó con esmero, ojos verdes que parecen contener todo un mundo en su interior, divertidas pecas salpicando sus mejillas y su preciosa nariz, una sonrisa encantadora que muestra todos los dientes.

En resumen, un rostro difícil de olvidar.

Así que, en silencio, me prometo a mí misma no mirar esta noche al cielo, para quedarme con la imagen que tengo en la cabeza.

Cuando mis ojos parecen deshidratados y no consigo llorar más, me fijo en Caleb, que ya ha secado sus lágrimas y engulle el resto de la ardilla intentando parecer calmado.

Pero, ¿lo está de verdad?

Oh, claro que no.

—Este lugar parece vacío sin ella —suspiro.

—Vanilla... tenemos que hablar.

Mi corazón da un vuelco. ¿Ha decidido que es mejor dejar de ser aliados? ¿Cree que serlo sólo sirve para hacerle sufrir? ¿Acaso piensa abandonarme a mi suerte?

—¿Recuerdas... —empieza, y bajo la vista— la promesa que hicimos en el Centro de Entrenamiento?

Asiento, tragando saliva.

—Que moriríamos los dos y sacaríamos de aquí a Sam con vida.

Levanto la cabeza y miro directamente los ojos grises de Caleb. Pues claro, ya sé de qué quiere hablar.

—Ya que no pude cumplir esa promesa —me dice—, lucharé por conseguir lo que te prometí en la Entrev...

—No pienso dejar que me protejas —le interrumpo inmediatamente—. ¿Acaso te crees que sería feliz si tú mueres y yo vivo?

—Pues tenemos un problema —replica Caleb, acercándose a mí—. Porque yo sólo seré feliz si tú te mantienes a salvo y con vida.

Le miro a los ojos, a tan sólo unos centímetros de distancia.

—No es justo. Estás siendo egoísta —me quejo—. Quieres ser feliz mientras yo no consiguiré darle sentido a mi vida.

—Bueno, has estado dándole sentido durante quince años.

—Sólo hasta que murió mi abuelo.

—¿Y qué hiciste durante los meses que pasaron hasta la Cosecha?

—Acabo de decirlo, intentar sin éxito darle sentido a mi vida.

—Lo siento.

Su repentina disculpa me deja atónita, mientras veo cómo Caleb baja la mirada.

—No debería haber sacado el tema de tu abuelo —continúa.

—Hagamos una cosa —propongo, colocando mis manos alrededor de su mandíbula para que vuelva a mirarme—. Dediquémonos a disfrutar el tiempo que nos queda.

—Que me queda —me corrige—. Recuerda que...

Sin embargo, no le dejo terminar y le atraigo hacia mí para besarle.

El chico parece sorprendido, pero sólo al principio: rodea mi cintura y me muerde suavemente el labio, como castigo por haberle interrumpido.

Mientras caigo lentamente de espaldas en el suelo de la cueva, recuerdo la promesa que me hice a mí misma tras la Entrevista: sí, me juré que Caleb saldría vivo de estos Juegos, pase lo que pase.

Y tengo intención de cumplirla.

Al caer la tarde, escuchamos un cañón, lo que me recuerda una cosa:

—¿Cuántos quedamos?

Caleb levanta la vista al techo, haciendo los cálculos.

—Han muerto diecinueve. Quedamos cinco —sentencia.

—Guau. Y yo pensaba que estos Juegos iban a ser largos —comento.

—Bueno, como dijo Sam... —dice, pero se le quiebra la voz—. Muchos andaban escasos de recursos —termina en un susurro.

Bajo la vista, avergonzada. ¿Por qué he tenido que sacar a relucir el tema de Sam?

—¿Sabes qué deberíamos hacer ahora? —pregunto, para cambiar de conversación.

—¿Qué deberíamos hacer?

—Bueno, hace... —hago una pausa para pensar —casi cuatro días que no nos lavamos.

Caleb suelta una sonora carcajada, tan de repente que pego un respingo y me doy de lleno en el suelo de la cueva.

—¡Hijo de...! —le suelto, frotándome la parte baja de la columna.

—¡Parece que algunas expresiones antiguas no se pierden...! —comenta él, muerto de risa.

Frunzo el ceño intentando parecer enfadada, pero no tardo en sonreír.

—Creo que iré sola al arroyo.

Recojo rápidamente el arco y el carcaj y salgo corriendo de la cueva, con un pasmado Caleb que no sabe reaccionar hasta segundos después de que yo haya desaparecido de su vista.

Antes de que el chico haga su aparición, decido subirme a un árbol cercano y darle un buen susto: cuando le veo pasar bajo mis pies, moviendo la cabeza a los lados y con una sonrisa soñadora dibujada en el rostro, casi retiro mi plan y me lanzo a darle un beso; pero aparto esa idea de mi mente y, armándome de valor, salto los tres metros que me separan del suelo y caigo sobre él, tirándolo al suelo con un golpe seco.

—Ay —se queja, cuando se da cuenta de que soy yo.

Le echo un vistazo: tiene el gesto torcido en una mueca de dolor, pero un brillo pícaro en sus ojos plateados. Estoy sentada sobre sus muslos, y me inclino hasta casi rozar su nariz.

—Lo tenías merecido —aseguro.

Me acerco lentamente hasta que nuestros labios casi se tocan, y en el último momento ruedo hacia un lado y me incorporo rápidamente.

—No te quedes ahí parado —le ordeno con una sonrisa de falsa suficiencia—. Vamos al arroyo.

Caminamos los diez minutos que nos separan del agua corriente y, una vez allí, me despojo rápidamente de mis camisetas y mis dos pantalones, hasta quedar en ropa interior.

—Mutos —maldigo temblando—. Qué frío hace.

Miro a Caleb, que sólo lleva puestos los calzoncillos y me mira de arriba a abajo con disimulo.

Pongo los ojos en blanco.

—Serás pervertido —le acuso, enrojeciendo violentamente.

Él sonríe tiernamente: bueno, con esa sonrisa, cualquier otra chica se habría abalanzado sobre él.

Yo... bueno, no soy otra chica.

Me arrodillo junto al arroyo y formo un cuenco con las manos, dando la impresión de que voy a lavarme la cara. Sin embargo, en el último momento, me vuelvo hacia Caleb, que ya está agachado junto a mí, y le salpico con todo el agua que he recogido en mis manos.

—¡Eh! —protesta.

Adelantándome a su siguiente movimiento, me incorporo y me alejo varios pasos; sin embargo, el chico es rápido y su salpicadura me alcanza en los hombros.

Cuando la batalla de agua finaliza, los dos estamos limpios y congelados.

—¡Uf! —resoplo, muerta de frío—. Una tregua, por favor.

—Me parece bien —asiente él, tiritando—. Ven aquí.

Sintiéndome por fin libre de suciedad, me acerco a Caleb, que me rodea con sus brazos. No tardo mucho tiempo en dejar de temblar, arropada por este chico al que cada día necesito más junto a mí, y notando cómo su piel mojada roza la mía haciendo que me estremezca.

Después de un rato con la cabeza escondida en su cuello y sintiendo su pelo mojado en mi nuca, Caleb y yo nos vestimos y emprendemos de nuevo el camino a la cueva.

Al llegar, empiezo a hablar inmediatamente:

—Me extraña que Veruca no se haya cargado a nadie todavía —comento, mientras saco el granso que cacé hace dos días.

«Cuando Sam aún estaba viva» pienso, pero sacudo la cabeza para apartar ese pensamiento.

—Sólo quedamos cinco —me recuerda él—. Los tributos están más repartidos. Y además —añade—, puede que no quiera arriesgarse a ir sola.

—¿Y nosotros? —dudo—. ¿Deberíamos ir por ahí a cazar como profesionales?

Mi fe te ocufda —masculla Caleb, que ya le ha hincado el diente al granso—. Efpedademof... —hace un esfuerzo por tragar—. Esperaremos aquí, tranquilitos.

—Quiero permanecer en estos Juegos el mínimo tiempo posible —aseguro.

—Como todos los demás, Vanilla —asiente él—. Como todos los demás.

Entre las últimas raíces y bayas de Samantha y el resto del granso, casi no nos damos cuenta del tiempo que transcurre. Sólo cuando escuchamos el estruendoso himno de Panem, Caleb se dispone a salir de nuestro refugio. Yo, en cambio, permanezco sentada.

—Deberían bajarle el volumen a esa cosa —gruño, molesta—. No puedo creer que no lo oyese la primera noche en la Arena.

—¿No vienes? —me pregunta él, ya a punto de atravesar las enredaderas.

Niego con la cabeza, acordándome de la promesa que me hice a mí misma. No miraré esta noche al cielo, para recordar a Sam tal y como la conocí: alegre y llena de vida.

«Justo lo contrario a como está ahora», recuerdo, sintiendo un leve escozor en los ojos.

Cuando el himno finaliza, Caleb vuelve a aparecer en el interior de la cueva, y anuncia con voz firme:

—Quedamos nosotros, Veruca y dos más... uno de ellos —añade tras una pausa— es el chico de pelo verde limón, ya sabes —señala mi costado, y yo asiento.

—Limón, Veruca y desconocido —resumo.

—Ajá.

Observo a Caleb, que parece estar debatiendo sus siguientes palabras:

—¿Qué pasará si nos quedamos los dos solos? —pregunta muy serio.

Me pienso la respuesta. «¿Me suicidaría?» No sería capaz, tengo más miedo a la muerte del que dejo creer. «¿Mataría a Caleb?» Oh, por favor, preferiría tirarme de cabeza al lago de Aqua.

—No lo sé —contesto simplemente.

Él debe comprender que lo digo en serio, que realmente no lo sé, porque asiente y baja la vista al suelo.

—Te quiero, Vanilla —susurra.

—Te quiero, Caleb —le correspondo, acercándome para abrazarle.

Y es así, protegida entre sus brazos y sintiendo el calor de su aliento en mi mejilla, como cierro los ojos y me quedo dormida, después de todo, con una sonrisa en mis labios.

Parece que han pasado segundos hasta que el sonido estridente de las trompetas hace que me incorpore rápidamente, alerta.

—Atención, tributos, atención.

—Claudius Templesmith —masculla Caleb, ya despierto y aferrado a mi mano.

Asomamos la cabeza entre las enredaderas, para escuchar mejor esa voz que parece venir de todas partes.

Como imaginaba, anuncia un banquete en la Cornucopia dentro de dos horas.

Miro a Caleb en busca de una respuesta, y me lo encuentro poniendo una mueca e imitando al presentador. Suelto una risita.

—¿Eso es un no?

—Es un "ni aunque tenga que congelarme en el arroyo de nuevo" —confirma.

—¿Por qué?

—Porque Veruca estará allí, y también el chico que casi te mató. ¿Te parecen razones suficientes? —contesta, frunciendo los labios.

—Pues... —bajo la mirada, abatida; sin pensarlo antes, retiro mi mano de donde Caleb la tenía dulcemente cogida.

—Escucha, Vanilla —empieza él—. Lo siento, ¿vale? No logro hacerme a la idea de que te ocurra algo. Necesitas estar aquí, a salvo.

Alarga de nuevo su mano hacia mí, pero la aparto, juntando las cejas.

—Sé valerme por mí misma —aseguro—. Y voy a ir a ese banquete, lo quieras o no.

Dicho esto, con mis pulmones a punto de estallar de rabia, agarro el arco y el carcaj y salgo de la cueva ante la mirada atónita de Caleb, que me observa sin mover ni un dedo. «Mejor», pienso para mis adentros, «así no me molestará».

Abandono el grupo de arbustos que nos oculta, mientras la culpabilidad comienza a manifestarse en mi interior.

¿Por qué he tratado así a Caleb? ¡Sólo intentaba protegerme!

Mientras camino hacia la Cornucopia con pasos rápidos, reflexiono sobre lo que acabo de hacer. ¿Qué me pasa?

Tal vez la muerte de Sam me haya afectado más de lo que pensaba.

¿Es que yo no habría hecho lo mismo? ¿No habría intentado mantenerle a salvo, en un sitio seguro (todo lo seguro que puede ser un lugar en plenos Juegos)? Oh, mutos, pues claro que sí. He sido una estúpida, y la he tomado con el chico al que más quiero en el mundo, y a su vez el que más me quiere.

La culpabilidad sigue tirando de mí como la fuerza de gravedad, pero la ignoro y continúo hasta vislumbrar el enorme cuerno dorado que brilla en medio del claro.

Justo a tiempo, porque el suelo se abre ante mis ojos y de él surge una mesa con cinco mochilas, cada una con un nombre bordado: "Veruca", "Gaelle", "Erwan" (debe ser el chico limón), "Vanilla" y "Caleb".

En cuanto escucho el chasquido que indica que la enorme mesa se ha encajado en el suelo, me viene a la cabeza la estrategia de esa chica pelirroja de hace tres años, la que tenía cara astuta, y echo a correr.

Apenas tardo diez segundos en llegar y agarrar mi mochila y la de Caleb, que no pesan casi nada. Me las cuelgo en el hombro, el mismo en el que descansa mi carcaj, y huyo hacia los arbustos escuchando el silbido de un cuchillo a mi izquierda.

A salvo en mi escondite de nuevo, observo la Cornucopia mientras intento recuperar el aliento.

Una chica de piel oscura y pelo verde avanza a toda prisa y recoge la mochila en la que pone "Gaelle". Mientras mira a un lado y a otro, no puedo evitar pensar que parece un árbol, por la forma en la que sus cabellos rizados ondean en la brisa como las hojas en pleno verano.

Algo me llama la atención a su espalda, cuando Gaelle se gira y echa a correr hacia el lugar de donde apareció: entre los arbustos a los que se dirige vislumbro un brillo de un verde demasiado artificial: Erwan.

El chico que me apuñaló, preparado para otra de sus cobardes trampas.

Puede que quiera proteger a Gaelle, la chica árbol, o puede que quiera vengar mi propia herida, pero coloco una flecha en el arco y disparo a esa melena verde limón que tanto he llegado a odiar.

Cuando se desploma y se oye el cañonazo, distingo a Veruca en la Cornucopia, que apenas se detiene a mirar y continúa su camino con tranquilidad, ya con la mochila colgada al hombro.

Gaelle, en cambio, me ve y abre mucho los ojos, asustada: sin embargo, yo asiento con la cabeza y le sonrío, para darle a entender que no voy a hacerle nada.

¿Por qué no la mato? No lo sé. Parece tan indefensa como la mayoría de tributos, y aunque aparenta unos dieciocho años, no puedo evitar sentirme ligada a ella.

Porque, al fin y al cabo, estamos pasando por el mismo calvario.

Y ya sé, Veruca y Erwan también están en los Juegos (bueno, Erwan "estaba"). Pero, ¿acaso se muestran muy negativos ante la obligación de matar a gente inocente?

Cuando pienso en la chica pelirroja a la que asesiné mientras buscaba a Sam, me trago mis propios pensamientos.

Miro a Gaelle que, para mi sorpresa, se acerca a mí con los brazos muy pegados al costado, como ramas que se resisten a un temporal.

—Te debo la vida —musita con una voz ronca y cansada, cuando se ha acercado lo suficiente para que la oiga.

—Escucha —respondo—. No me debes nada, ¿de acuerdo? Ahora, vete —le tiendo un puñado de bayas como las de Sam que recogí por el camino y le doy la espalda para marcharme, sin pararme a ver su reacción.

Sólo escucho un susurro apenas audible proveniente de la chica árbol, justo antes de adentrarme en el bosque:

—Gracias.

Si hay algo que no esperaba encontrar detrás de los arbustos, es a él.

—Caleb.

Está apoyado en el tronco de un árbol, con las piernas estiradas y mirándome con un brillo de tristeza en esos ojos grises que tanto adoro.

—Bueno, no pensarías que iba a dejarte venir sola, ¿verdad? —me dice, forzando una sonrisa.

Me agacho frente a él y me siento sobre sus rodillas, tendiéndole su mochila.

—Lo siento por lo de antes, de verdad. No creía que la muerte de Sam pudiera afectarme tanto como...

—Eh —me interrumpe él, tomando mi mano en lugar de la mochila—. La culpa ha sido mía —asegura—. Mentí. Si hay algo que me llamó la atención de ti, fueron tu valentía y tu fuerza. Tus padres no te hacían caso, como me contaste en el tren, y aun así te has convertido en la maravillosa chica que hoy veo ante mis ojos.

Aunque tengo ganas de besarle, propongo:

—¿Compartimos la culpa?

—Compartimos la culpa —confirma, con una sonrisa que, esta vez, no parece forzada.

Me dispongo a levantarme, pero Caleb ya se ha apoderado de su mochila y rebusca en su interior, así que hago lo mismo con la mía.

—Ñam —dice el chico, relamiéndose—. Aquí hay dulces suficientes para tres días—anuncia encantado.

Me río, y toco el contenido de mi bolsa: una joya.

El colgante mide unos cinco centímetros de diámetro, y consiste en una flor blanca esculpida en relieve: mi rosa.

Me quedo mirándola durante un minuto que se me hace eterno, antes de reaccionar y colgármela al cuello.

—Hay más —me informa Caleb, que ha estado observándome todo el tiempo.

Le dejo que pase los dedos por la joya, sin saber qué decir, hasta que aprieta uno de los pétalos laterales y la rosa se abre. «Típico de mi mentor», pienso para mis adentros, acordándome del regalo que le hizo a Katniss en el Vasallaje de los Veinticinco: un colgante con una foto de su familia en el interior.

Pero el mío no contiene una foto, sino una nota. La saco con cuidado y la leo con atención:

"Estoy muy orgulloso de ti.

Te quiero.

Peeta."

Simple, pero efectivo.

Luchando por retener las lágrimas, devuelvo el papel al interior de la rosa y me pongo de pie.

—Bueno, ¿volvemos? —pregunto, pero se me escapa un quejido.

Caleb se da cuenta, por supuesto.

—¿Te encuentras bien?

—Claro. Vamos.

Comienzo a andar, para que no pueda hacerme más preguntas. La verdad, no quiero que él lea la nota, en parte porque no se tomaría bien ese "te quiero", y en parte porque siento que es algo entre Peeta y yo, nuestra historia: la historia de cómo mi mentor vio a su esposa en mí (y no hay mayor halago que ése), cómo me entendía con tan sólo una mirada, cómo intercambiábamos sonrisas cómplices cada vez que nos cruzábamos.

Cómo lloró por mí antes de entrar en el aerodeslizador que me llevaría hasta la Arena.

Creo que volver a ver a Peeta sería el único motivo por el que querría ganar los Juegos del Hambre.

Sacudo la cabeza. Caleb va a ganar. Me lo prometí, aunque él no lo sepa.

En cuanto llegamos a nuestra cueva, Caleb abre su mochila y saca una magdalena de chocolate.

—¿Tienes hambre? —me pregunta.

Bueno, con el regalo de Peeta, había olvidado lo hambrienta que estoy.

A modo de respuesta, alargo la mano y arranco un trozo del dulce. El chico suelta una carcajada:

—Me lo tomaré como un sí —comenta, riendo.

Fuerzo una sonrisa, pero él no se la traga.

—¿Vas a contarme qué te pasa?

Le miro a los ojos, buscando algún rastro de enfado, pero sólo encuentro un brillo de preocupación. Ante ese gesto de cariño, no puedo evitar echarme a llorar.

Caleb abre la boca, sorprendido, y corre a abrazarme. Yo me pego todo lo posible a su pecho, refugiándome entre sus brazos como siempre he hecho.

—Tengo miedo —le confieso entre hipidos—. Tengo miedo de morir, y tengo miedo de vivir. Porque la muerte me asusta, pero también la vida, si significa que tú mueres —explico.

Me quedo así, quieta, esperando una respuesta, que me llega en forma de un beso en la frente.

—¿Recuerdas lo que te dije una vez? —me dice.

—Que ibas a protegerme con tu vida —contesto, con un resoplido.

—Eso no —noto cómo sacude la cabeza—. Te dije que nada es imposible.

Vuelvo a resoplar. Pues claro que hay cosas imposibles. ¿Qué pretende, darme falsas ilusiones?

Sin embargo, le contesto:

—Vale.

Me separo de él, pero sólo para alzar la cabeza y darle uno de esos besos que siempre me dejan con ganas de más. Sin embargo, Caleb me sujeta la barbilla y me dice, mirándome directamente a los ojos:

—Sea como sea, mañana acabaremos con esto. Nos ocuparemos de que sea el último día de estos Juegos.

Tras unos segundos, añade:

—Te lo prometo.

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