Vrykolakas: La Venganza.

By AlbenisLS

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En la noche del 23 de junio de 1992, ocurrió un horrendo crimen en una residencia de estudiantes de medicina... More

Sinopsis.
Ignorancia.
Muerte - Parte 1.
Muerte - Parte 2.
Muerte - Parte 3.
Resurrección.
Memoria.
Hambre.
Regreso.
Vanessa.
Retroceso.
Negativa.
Plan B.
Detective Samuel Moore.
Madrugada.
Red Moon Club.
Graduación.
Ella es Cat, Cat Brown.
Emboscada.
La Moura Oscura.
Aberración.
Liverpool, 1817.
Asesino.
El Verdadero Enemigo - Parte 1.
El Verdadero Enemigo - Parte 2.
El Verdadero Enemigo - Parte 3.
Defensa.
Revelación
Diáspora.

Ataque.

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By AlbenisLS

El cielo de la tarde se despedía mientras le daba la bienvenida a la luna creciente que se posaba sobre la ciudad de Nueva York, cuando por fin terminó el último seminario de medicina para los alumnos del último semestre. Habían estado ocupados charlando sobre las posibilidades que poseían varios del grupo de conseguir un puesto en el laboratorio de investigaciones de la Universidad de Columbia, un honor para el que supiera lo que significaba.

Entre ese selecto grupo, se encontraba Benjamin Preston. Desde que había comenzado sus estudios jamás había repetido una sola materia, ni mucho menos tener una calificación que no fuera la máxima. Porque ese chico de mediana estatura y peinado a la antigua no era tan normal, y él estaba al tanto de ello.

Desde que era niño, Benjamin siempre se diferenció de los demás por permanecer en silencio todo el día. Los compañeros de la escuela lo tildaban de 'raro' por no sonreír ni compartir en los juegos que realizaban. Sus maestras se habían rendido al intentar que participara, pues una vez una de las más jóvenes lo había tomado del brazo, obligándolo a que jugara en la caja de arena, y el pequeño Benjamin le mordió la mano, hundiendo sus dientes violentamente en la carne hasta rasguñarla un poco.

Cuando lo llevaron a la dirección de la primaria, le explicaron que estaba mal morder a los mayores, y al preguntarle que si había entendido, él no les respondió, es más, ni siquiera parecía haber prestado atención a lo que la directora le estaba diciendo. Lo dejaron pasar esta vez, diciendo que el niño aún era muy pequeño como para estar en quinto grado -tenía ocho años cuando el resto de los niños estaba a punto de cumplir diez-. Unos tres meses después, durante el almuerzo, un niñito considerablemente más grande que él le había quitado la mitad del sandwich con queso que su madre le había metido en la lonchera, provocando que Benjamin gritara y pataleara como loco, y luego saltara sobre el niño para hacerlo caer. Cuando lo logró, hizo falta la ayuda de dos maestras para separar a Benjamin del otro niño, que había quedado en el suelo adolorido por la paliza que ese chiquillo le había propinado.

Esta vez, la directora de la primaria se vio obligada a llamar a los padres de Benjamin Preston y a los del otro niño, llamado Gilbert Gilberts, un nombre que, según Benjamin, sonaba ridículo. Los padres de Benjamin, los señores Evan y Hannah Preston, formaban parte de la élite neoyorkina, como accionistas mayoritarios de una clínica en la parte alta de la ciudad. Evan Preston era físicamente igual a su hijo, delgado, de cabello negro y algo ondulado y de pómulos pronunciados, con la diferencia de que los ojos de Evan Preston no eran negros como los de su hijo, sino de un azul verdoso. Su madre en cambio, poseía la misma mirada fría y oscura que Benjamin, pero si se miraba otra parte de su rostro, se podía observar la delicadeza y calidez que emanaba. Hannah Preston era castaña, de rasgos finos y nariz respingada. Ambos vestían como si acabaran de llegar a una fiesta elegante.

Hannah y Evan Preston se disculparon con los padres del niño lastimado, no sin antes sorprenderse un poco por la contextura mucho mayor que la de su hijo.

-¿Cómo Benny pudo hacerle eso a un niño tan grande como ese?- preguntó Hannah Preston a su esposo en el oído, una vez que ingresaron a la oficina de la directora. En uno de los banquitos diseñado para que los niños se sentaran, estaba Benjamin, con los brazos a ambos lados del cuerpo y una cara inexpresiva, viéndose ligeramente intimidante.

Los señores Preston sabían muy bien que su hijo no era de los más sonrientes y alegres del mundo, y conocían el carácter que presentaba su hijo cuando se le obligaba a hacer algo que él no quería o cuando se le molestaba. Hannah Preston recordó una vez en la que obligó a recoger los juguetes del suelo a su hijo, y este la miró con esos ojos oscuros e inexpresivos, y con voz clara y decidida dijo 'no'.

La directora les contó a los padres de Benjamin, con él ahí presente, su conducta en los últimos tres meses. María Pérez, la directora, con cada 'anécdota' que poseía de Benjamin entornaba sus ojos saltones y cafés hacia el lugar en donde se hallaba el niño. Él sabía que la vieja directora hacía eso para ver si él argumentaba en su contra, pero no le iba a dar la satisfacción, así que se mantuvo inmóvil en la silla hasta que los señores Preston acordaron sacarlo de la primaria y re-integrarlo cuando estuviera más grande, esperando un cambio en su actitud.

Durante el año que el pequeño estuvo en casa, no hizo nada que aparentara haber cambiado su comportamiento, por lo que Evan Preston decidió tomar cartas en el asunto. Lo llevó a un terapeuta infantil, esperando que consiguiera una respuesta al silencio y la violencia con la que respondía Benjamin, pero no obtuvo absolutamente nada. El terapeuta afirmó que era un niño con un comportamiento extraño, y que el silencio era una etapa por la que todos en nuestra vida joven llegamos a pasar. Recomendó que hicieran la terapia dos veces por semana.

Benjamin comprendió, en sus ocho años, que no quería ir más a donde ese hombre llamado 'terapeuta'. Usaba unos muñecos de trapo horrorosos como excusa para que les contara a ellos lo que pensaba. Benjamin Preston odiaba ser tratado como estúpido, por lo que decidió no hablarle ni a ese títere ni al imbécil que lo controlaba. Por lo tanto, si no quería ir a ese lugar, debía fingir haber progresado, lo que sea que eso significara.

Benjamin aprendió normas de cortesía, en un libro que poseía su madre en la mesita de noche de su dormitorio. Ningún profesor le había enseñado a leer, él lo había aprendido empíricamente, observando a sus padres y decodificando en su pequeño cerebro lo que quería decir cada uno de esos símbolos extraños.

Benjamin Preston cumplió con las expectativas que sus padres querían, y lo vieron pasar, ininterrumpidamente, de grado hasta que llegó el día de su graduación. Se había graduado siendo dos años más joven que el resto, pues lo habían promovido de grado. Los señores Preston sabían que Benjamin no era de los más platicadores, pero era increíblemente listo, quizás más listo que la mayoría. No salía de casa, excepto para ir a clase. Jamás traía amigos, pero quizás se debía al hecho de que Benjamin Preston parecía despreciar cualquier tipo de contacto.

Durante las vacaciones que precedieron a su graduación, Benjamin se vio interesado por la fotografía, así que les pidió a sus padres una cosa, lo único que en su vida hizo: una cámara fotográfica. Ellos lo complacieron en seguida, pues se veían encantados en saber que su hijo mostraba interés en algo. Jamás lo habían visto consultar libros de carreras, y que por los momentos le gustara la fotografía los hacía sentirse ligeramente satisfechos, o por lo menos, así era para Hannah Preston.

Una noche, mientras Benjamin regresaba a casa después de haber tomado diversas fotos de la ciudad, divisó a su padre sentado en un sillón alto que usaba frecuentemente para leer o fumarse un cigarrillo. David Preston lo llamó y él, extrañado, se sentó frente a su padre, en el suelo.

Ese fue el comienzo de lo que para Benjamin Preston sería un evento desafortunado de grandes magnitudes.

Habían pasado muchos años desde aquel incidente, y ahora estaba a punto de convertirse en médico, al igual que su madre... y que su padre. El profesor dio fin al seminario y en seguida se puso su chaqueta de cuero marrón y se dispuso a salir del salón, lleno de más de cien personas.

No quiso esperar al resto de sus compañeros, con los que compartía una casa estupenda a tan solo seis calles del campus, una casa que un chico que nunca le cayó del todo bien había propuesto para comprarla entre los seis.

Troy Street era un ítalo-americano de cabello largo y claro y de ojos verdes. A Benjamin Preston le parecía un chico buenmozo, pero sólo era en la superficie, pues el chico consideraba que Troy Street era un sin sesos que había conseguido pasar de grado gracias a su novia, una chica morena y bastante atractiva llamada Danielle Van Der Vaart, que a pesar de poseer cierto grado de dislexia, como ella misma le había confesado a Benjamin una vez, era muy inteligente. Se preguntaba por qué Danielle no había asistido al último seminario, pero dejó de pensar en ello cuando una mano le tomó por el codo delicadamente. A Benjamin Preston no le gustaba que lo tocaran, así que no pudo evitar apartar bruscamente el brazo del agarre, hasta que se dio la vuelta y se fijó en quién era. 

Yvaine Lindberg, una chica que había venido a Estados Unidos como un intercambio de Suecia, estaba algo consternada por la reacción de Benjamin, pero luego sonrió, mostrando una hilera de muy rectos dientes blancos, producto de la ortodoncia que usó hasta hace poco. El cabello tan rubio que parecía blanco de Yvaine Lindberg se agitaba con el viento, y a Benjamin le pareció hermosa en ese instante. Yvaine Lindberg y Benjamin Preston tenían una especie de relación secreta, en la que tenían relaciones de vez en cuando, cuando Yvaine se escurría a medianoche durante la sesión de estudios de Benjamin para 'compartir' conocimientos. Pero solo le parecía secreta a ellos dos, pues para el resto de habitantes de la casa era obvio que esos seres se revolcaban salvajemente en la cama de Benjamin. Especialmente para Andrew Burns, el que ocupaba la habitación de al lado de Benjamin. Andrew Burns era un chico alto y bastante atractivo. Había participado en series juveniles cuando era niño, y en cierto grado era famoso. Su cara le recordaba a Benjamin a un comercial de lentes de sol. Su sonrisa perfecta y ojos ligeramente achinados le daban un aspecto único. Andrew Burns estaba junto a Yvaine, dispuestos a tomar un taxi hasta la residencia, cuando la rubia se dirigió hacia donde se hallaba Benjamin.

-Ya, recuerdo que no te gusta que te tomen por sorpresa.- dijo Yvaine, sonriendo abiertamente.

-Hola, Benny.- dijo Andrew, dándole una ligera palmada en el hombro a Benjamin, quien siguió el trayecto de la mano del chico.

Benjamin saludó con un movimiento de cabeza, y a Yvaine le dedicó una sonrisa torcida, aunque más bien parecía una mueca.

-¿Vamos a casa?- preguntó Yvaine, con su marcado acento sueco en cada palabra que decía.

-¿O tienes otro lugar a donde ir antes, Benny?- inquirió Andrew, sonriente como siempre.

A Benjamin no le agradaba mucho el apodo 'Benny', pues le hacía recordar cosas que tenían que ver con su pasado, un pasado violento del que ya no quería saber más nada. Andrew Burns le agradaba a Benjamin, mucho más que el imbécil de Troy Street.

-Si, vamos a casa.- dijo el chico, con su voz ronca y oscura.

Tomaron un taxi, y le dieron la dirección de la magnífica residencia en la que vivían. Si fuese por Benjamin, se iría caminando hasta la casa, porque no le agradaba la idea de darle la dirección al primer extraño con el que se topara.

Por un instante pensó en el resto de sus compañeros, y el por qué no los había esperado, pero finalmente decidió enfocarse en el camino a casa. De todas formas vería a los otros al llegar.

Por fin el taxi se detuvo frente a la residencia, y Andrew -tan caballeroso- pagó al hombre de aspecto hindú algo más de lo que indicaba el taxímetro, y en seguida los tres dejaron la parte trasera del vehículo, saliendo a la noche joven que se cernía sobre ellos. La entrada de la residencia estaba custodiada por una  verja de hierro forjado, y en su interior había una especie de jardín, con un césped bastante bien cuidado, gracias a los espectáculos que solía dar Troy podándolo sin camisa y shorts que dejaban poco a la imaginación de las lascivas vecinas.

Al llegar a la entrada principal, fue Yvaine quien sacó las llaves y procedió a introducirla en la cerradura. El calor del verano en Nueva York se hizo presente en Benjamin, ansioso de entrar a la ducha, cenar algo y luego dormir por muchas horas, aprovechando que las vacaciones antes de la graduación estaban cerca. Los exámenes habían terminado, por lo que tanto Benjamin como los otros se encontraban aliviados del estrés que representaba estudiar catorce temas para una sola prueba.

Al entrar, un olor delicioso le inundó el olfato a Benjamin, quien se sorprendió a si mismo cuando su estómago le pidió a gritos un bocado de lo que estaba oliendo.

-Wow, huele muy bien.- exclamó Andrew, dejando su chaqueta en el perchero junto a la puerta. Su sonrisa de comercial estaba de nuevo ahí, plasmada en su cara perfecta.

-Cierto, Danielle se esmeró ordenando comida.- dijo Benjamin, algo que provocó un gesto de extrañeza en los rostros de Yvaine y Andrew, para luego estallar en carcajadas.

Benjamin se molestó por un momento, pero luego se dio cuenta de que lo que había dicho sonaba como una broma, por lo que sonrió. Durante sus veinticinco años de edad había aprendido a controlar su ira casi por completo, aunque aún le molestaba que se metieran con él o que lo obligaran a hacer algo en contra de su voluntad.

Danielle Van Der Vaart bajó las escaleras, sonriente al ver a sus compañeros llegar a casa. 

-¿Les gustó la sorpresa?- exclamó, al momento en que se acercaba a los tres chicos que acababan de llegar.

-Sí, nos impresionaste de verdad, Dani.- dijo Andrew, pasando un brazo por el hombro de la chica morena.

-¿Donde están Troy y Lorraine?- inquirió Danielle, de pronto poniéndose seria.

Todos hicieron un gesto de no saber en dónde se encontraban, a lo que Danielle suspiró fuertemente.

'Algo anda mal entre estos dos' pensó Benjamin, pues al ver la cara de Danielle pudo ver unos ojos grises húmedos.

-Bueno, ¿quién te ayudó a preparar esta comida? Esto obviamente no lo hiciste tú sola.- dijo Yvaine, que ya se hallaba en la cocina.

Yvaine Lindberg era una experta en acabar con situaciones incómodas, como la que justamente estaba sucediendo. Provocó que Danielle Van Der Vaart y Andrew Burns sonrieran. Benjamin, por su parte, se mantuvo inexpresivo como siempre.

Todos se dirigieron a la cocina donde vislumbraron el festín. La mesa repleta de comida les abrió inmediatamente el apetito y sin pensar en los otros compañeros, empezaron a comer.

Al cabo de unos tres minutos, se escuchó un ruido de llaves en la puerta de entrada. Todos mantuvieron un rato de silencio hasta que silueta alta de Troy Street apareció en el umbral. Llevaba en las manos una bolsa de pan y una gaseosa.

-¡Wow!- exclamó, abriendo sus ojos verdiazules de par en par -¿Quién hizo esto?-

-Hola, Troy.- dijeron todos al unísono. Todos, menos Benjamin Preston.

Sonrió y se dirigió al puesto al lado de Danielle, donde le plantó un suave beso en los labios.

-Tus labios saben a pavo.-dijo, y todos sonrieron ante la broma de Troy. Todos, menos Danielle Van Der Vaart.

-¿Dónde estabas, amor?- 

Troy frunció el ceño, extrañado por una pregunta que Danielle jamás, en los diez intermitentes años que llevaban como pareja, le había hecho.

-Por si no te diste cuenta, primero estaba en el seminario con los chicos, y luego fui a la panadería a comprar algo para la cena.- dijo, en tono bastante irónico.

Luego de ese pequeño asunto, todo volvió a la normalidad, a excepción de las miradas furtivas que le echaba Danielle a Troy de vez en cuando. Tanto Benjamin como Yvaine y Andrew notaron la tensión existente entre ellos, pero no lo comentaron. La cena transcurrió sin mayores percances, y había llegado la hora del pastel. Nadie se preguntó donde se encontraba Lorraine, pues seguramente estaba en uno de los muchos clubes nocturnos de la ciudad, con algún tipejo para tener sexo casual. Lorraine James era así, una chica que era castaña, pero decidió teñirse el cabello de un rojo sangre, haciéndola lucir espeluznantemente pálida. Desde que la conocieron, sabían que era bastante promiscua, sus pechos exuberantes y su cuerpo atlético eran unos grandes pros para los variados gustos sexuales de Lorraine, pero eso no era asunto de nadie. 

Todos estaban comiendo el delicioso pastel de chocolate que Danielle se jactaba de haber hecho con todo el amor del mundo, cuando tocaron la puerta. Se quedaron inmóviles por un rato, esperando el segundo toque de puerta, que de hecho ocurrió, aunque de manera más rápida que la primera vez.

-Esa debe ser Lorraine.- dijo Troy, con un pedazo gigante de pastel en la boca.

-Otra vez perdió las llaves. Que despistada, debería guindárselas al cuello, o al aro que tiene en el pezón.- dijo Andrew, haciendo que todos voltearan a verlo, con ojos de sorpresa.

-Si, si. Me he follado a Lorraine algunas veces ¿Y qué?- dijo Andrew Burns, con una sonrisa de vergüenza en los labios.

-¡Eres un puerco, Andrew!- exclamó Yvaine, riéndose ante la confesión del chico.

Benjamin se puso de pie al tercer toque, decidido a abrirle la puerta a una de las chicas más despistadas que él había conocido en su vida, y la verdad es que no había conocido a muchas personas, pero ella hasta los momentos se hallaba en primer lugar. Además, no quería enterarse de los sórdidos detalles de la vida sexual de Andrew Burns, no era tan pervertido, y la verdad, no le interesaba en lo más mínimo saber quién se follaba a quién.

Se acercó a la puerta, de madera oscura que hacía contraste con el tono rojizo oscuro del interior de la casa, y se fijó en la mirilla que tenía la puerta, permitiéndole ver al exterior. En efecto, se trataba de Lorraine James, pero su cara no era la misma cara risueña y patética que Benjamin recordaba. Quizás alguno de los hombres que eran sus 'novios' la había terminado, pues tenía la cara arrugada de preocupación... O tal vez de miedo.

Decidió abrir la puerta, y no había pasado ni medio segundo, cuando empujaron la puerta con una fuerza tremenda, haciendo tropezar a Benjamin hacia un espejo de pared que se hallaba justo del lado dónde la puerta se abría. El espejo se había roto en cientos de pedazos, y Benjamin Preston cayó al suelo.

-¡Muévete, maldita puta!- gritó la voz de un hombre que Benjamin no conocía. No podía moverse por el dolor que le había provocado el impacto contra la pared.

El horror había empezado.

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