Noches de espanto

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Algo siniestro está a punto de ocurrir, solo la luna será testigo de este horror. Antología de cuentos de ter... More

Intro
Primera convocatoria [CERRADA]
Te lo advertí - Cristhoffer Garcia
Golpeteos - Val
Compinches - Matias D'Angelo
Mi querida Ellen - Nina Küdell
Museo de horrores - Heads A. (re) Rolling
La encrucijada - Jess Argarate
El comienzo de la noche eterna - artangel
Cámaras de seguridad - El Chico Del Gorro Azul
El niño mayor - Laura Navello
La risa de la tragedia - Nathalia Tórtora
El encuentro - Javier Del Ponte
El sueño de los muertos - Karen Delorbe
La chica de las flores - Daniela Criado Navarro
La casa Matusita - Adrián Ismodes

Cuida tus meñiques - Juan P. Lauriente

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1

La luna ocupó el lugar del astro rey e iluminó con su plateada luz el vasto campo hasta el horizonte. Los tres amigos, animados y orientados por Marcel, llegaron a un lugar que él llamaba el pozo. Era un caño oxidado del diámetro de una taza, puesto en medio de la nada, que sobresalía de la tierra más o menos hasta la altura de las rodillas.

Nicolás tomó una piedrita del suelo, la palpó, y la dejó caer por el agujero: rechinó al rozar contra las paredes hasta que en un momento, ¡pluck! Había llegado al fondo. Marcel les dijo que abajo había una caverna llena de agua.

Se sentaron alrededor del caño. Se esfumaron los temores a los extraños ruidos del campo y las extensas sombras que producía la luz de la luna. En cambio, conversaron de cosas que pasaban en sus vidas. Estaban cambiando, se sentían raros. Entraban a la adolescencia, llena de energía y vitalidad.

Toby, el perro de Juan, iba con ellos. Era pequeñito y de pelo blanco revoloteado. Aun echado, no paraba de gruñirle a ese caño e inclinaba la cabeza hacía los lados como si oyera algo en su interior.

―¿Escuchará algo? ―dijo Nicolás, observándolo con atención.

―Puede ser, la caverna hace ruidos que nosotros no escuchamos ―contestó Marcel.

―Ajám ―replicó Nicolás sin más.

Más tarde, emprendieron la vuelta pues aún debían asearse y cenar.

―Vamos, Toby. Se nos hace tarde ―le dijo Juan a su perrito.

«¡Guau! ¡Guau!»

Toby se paró frente al caño. Le ladraba con insistencia.

«¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!»

―Tu perro está loco, Juan ―dijo a lo lejos Marcel, alumbrando con su poderosa linterna al perrito.

Marcel se equivocaba: Toby no estaba loco... estaba muy cuerdo.

2

Una vez se hubieron ido, el pozo quedó en completo silencio.

Del extremo más alto de aquel caño se asomaron unas manos diminutas. Se elevó un arrugado hombrecillo de poco más de veinte centímetros. Luego salieron dos más. Bajaron aferrándose del caño con ambas manos. Su piel era como la de una rata sin pelo y el vientre les sobresalía. Lucían débiles y chupados.

El último llevaba una especie de morral. Una vez en el suelo, revolvió y extrajo de este una piedra. Los tres vetustos hombrecillos la rodearon y olfatearon con delicadeza. Su olor los hacía temblar de placer.

―Olor a juventud ―dijo uno.

―¡Por fin! ―exclamó otro.

Y luego se echaron a andar hacia la casona.

3

Mientras tanto, los amigos llegaron a la vieja casona. Esta estaba rodeada de una frondosa y plateada arboleda. Marcel entró primero: la estancia le pertenecía a su padre, un viejo francés al cual le sobraba dinero. Durante el verano permanecía desocupada, entonces el chico se la pidió prestada para pasar unos días con sus amigos.

Se cocinaron ellos mismos y cenaron. Hubo copas y música. Rememoraron el paseo de la tarde y jugaron a un viejo juego de mesa que se hallaba en uno de los estantes de la casona. Luego, quizá por efecto del malbec francés que destaparon, les pareció gracioso hacer bailar un gatito que merodeaba la casa. Apenas tenía unas semanas de vida y se asemejaba a un budín de vainilla y chocolate.

Se sentaron en los sillones de la sala. Acariciando al gatito en su falda, Marcel dijo;

―Le llamaremos Chaton. Que duerma con nosotros.

―Toby deberá dormir afuera ―dijo Juan desde el otro sillón.

Dijo esto pues por la tarde los animalitos habían tenido encontronazos, era arriesgado para Chaton que duerman los dos bajo el mismo techo.

―No hay problema, hay una cucha aquí fuera ―respondió Marcel apuntando hacía el patio.

Uno de los hombrecillos casi muere al ver que lo señalaban a través de la ventana.

4

Los hombrecillos llegaron exhaustos a la casona dejándose llevar por el delicioso aroma. La última vez que se asomaron a la superficie había sido en Buenos Aires allá por 1816. Andaban por las vertientes de agua esperando el día. Poseían un gran olfato para la juventud.

Necesitaban comprender los nuevos usos y costumbres. Así fue que rodearon la casa en busca de un buen lugar para espiar. Escucharon con atención todo cuanto pudieron de la conversación de los amigos. Era unánime entre los hombrecillos la certidumbre de que las cosas habían cambiado mucho desde la última vez. Por ejemplo; Marcel hablaba de un amigo gay y los demás lo tomaban con total naturalidad.

―Antaño era inaceptable ―dijo uno.

Sin prestar mucha atención, otro hombrecillo, mirando las manos de Marcel, preguntó;

―¿Qué es lo que llevan siempre en sus manos? Emiten luz y sonido.

―No lo sé, tendremos que hacernos de uno. También tomaremos ropa ―dijo otro.

Juan llevó a Toby hasta la cucha y le dejó la sobra de la cena en un pequeño plato de lata. Los hombrecillos se escondieron entre los árboles. Luego, marcharon sigilosos hacia la parte trasera de la casona.

Disfrutaron el aroma que emanaba la ventana abierta, casi de par en par, del cuarto dónde estaban ya los tres amigos dispuestos a dormir. Y allí esperarían lo que hiciera falta para que los jóvenes sucumban, por fin, al sueño.

5

Abatidos por el cansancio, los tres amigos se durmieron uno a uno. Chaton estaba recostado plácidamente ronroneando en los pies de Marcel.

A las cuatro y treinta de la madrugada, Nicolás tuvo un sueño: no podía verlo, pero algo succionaba suavemente su meñique. Sucedió durante unos cuantos minutos.

Despertó.

Su mano izquierda estaba fuera de la cama y habría jurado oír la puerta del guardarropas abrirse.

«Qué sueño tan extraño... y agradable...» pensó sonriendo.

Se asustó al notar que su meñique estaba mojado. Pensó que se había lastimado mientras dormía y se trataba de sangre. Rápido, encendió el celular por debajo de las sábanas y se observó la mano: no era sangre.

«Pero... entonces, ¿qué es?», pensó.

Forzó la vista: un líquido transparente y pegajoso le cubría casi la totalidad del meñique. Se llevó la mano a la nariz y sintió un nauseabundo olor a saliva. Se quedó un rato oliéndose. Limpió el dedo con las sábanas y soñoliento como estaba balbuceo unas palabras antes de darse vuelta para seguir durmiendo:

―¡Chaton, loquillo!, ¡mi meñique no es la teta de tu madre gata!

Pero Chaton estaba hecho una bolita, entre los pies de Marcel... hacía horas.

6

Y es que Chaton, al igual que los jóvenes, dormía plácidamente cuando los hombrecillos ingresaron por la ventana. Fue muy fácil para ellos: aquella calurosa noche de verano la abertura estaba abierta de par en par y circulaba una agradable brisa nocturna.

Cada hombrecillo se acercó a una cama y buscó las manos de los jóvenes entre las sábanas. Encontrada, procedieron a introducir el meñique en sus bocas y succionar con fuerza, hasta que la energía comenzó a fluir hacía ellos sin dificultades. La energía pasaba por sus flacuchentas gargantas, dirigiéndose hacía sus rosados y arrugados cuerpecillos.

Tomaron cuanto quisieron.

Una vez saciados se llevaron algunas pertenencias y se retiraron por donde vinieron. Se alejaron hasta unos matorrales a esperar los efectos.

―Aquí vienen ―dijo uno.

Entonces comenzaron a retorcerse como contorsionistas y con cada movimiento partes de su cuerpo crecían más y más. Durante el proceso se veían horriblemente deformes. Así, por ejemplo, el brazo de un hombrecillo superaba con creces el largo total de su cuerpo, mientras seguía retorciéndose y creciéndole otra extremidad.

Adquirieron poco a poco la altura y los rasgos del joven al cual habían robado la energía vital. Se vistieron con las ropas y se aplicaron el perfume francés que el padre de Marcel había traído de París para su hijo por su cumpleaños número trece.

―Qué bello eres, Nicolás ―dijo el hombrecillo Juan.

―Tu también eres hermoso ―le replicó el hombrecillo Nicolás― Busquemos mozas.

Muchachas ―le corrigió el hombrecillo Juan.

―¡Qué par de antiguos!: ahora se llaman chicas. ¿Acaso no lo han oído? Por cierto, ¿cómo se usa esta cosa? ―Dijo el hombrecillo Marcel, sosteniendo algo entre sus manos, sentado sobre una piedra.

Luego, sin más, salieron a paso firme por un camino de huella. Entonces dijo el hombrecillo Nicolás:

―Hermosa noche, ¿verdad?

―De 2016... bueno, al menos eso dice esta cosa ―dijo el hombrecillo Marcel, con la cara iluminada desde abajo.

Se dirigían a la gran cuidad.

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