Capitol is not my home

LittleLeviosa

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Me llamo Vanilla. Tengo quince años. Vivo en el Capitolio y soy diferente, porque no me gusta destacar ni mod... Еще

Capítulo 1: Soy diferente
Capítulo 2: La cosecha
Capítulo 3: El viaje en tren
Capítulo 4: El desfile
Capítulo 6: La entrevista
Capítulo 7: La Arena
Capítulo 8: Baño de sangre
Capítulo 9: Ojos violetas
Capítulo 10: Aqua
Capítulo 11: Promesas
Capítulo 12: Un sacrificio
Capítulo 13: Una pequeña gran rebelión
Epílogo
Agradecimientos
BookTrailer

Capítulo 5: El Entrenamiento

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LittleLeviosa

—Buenos días.

Lo primero que observo al otro lado del colchón son los dientes blancos de Caleb formando una sonrisa.

—Hola —y sonrío, porque no puedo creerme que este chico me haya elegido a mí antes que a otra estrategia de supervivencia.

—¿Crees que se te da bien correr? —me pregunta en un tono seductor que no entiendo.

—Eh... —respondo confusa—¿por qué lo dices?

—¡Porque el Entrenamiento empieza dentro de diez minutos! —grita mientras sale corriendo hacia la puerta, ya vestido.

Probablemente nunca me haya puesto la ropa (el uniforme es el mismo de todos los años), peinado y lavado la cara tan rápido como hoy.

Paso corriendo por el comedor, con mi coleta alta ondeando detrás de mí, y me paro un segundo a coger una magdalena, que voy pellizcando en el ascensor, mientras bajo.

Cuando llego, veo a Caleb sentado con las piernas cruzadas en el centro del gimnasio, mirando el techo, y descubro que es el único que hay allí. Una sospecha recorre mi cabeza, y para asegurarme, camino sigilosamente hasta un enorme reloj de pared para averiguar qué hora es: las diez menos cuarto.

Miro a Caleb, cabreada.

—¡Aún faltan quince minutos!

Él se sobresalta, porque no se había percatado de mi presencia hasta ahora. Tras unos segundos se recupera y me mira con una sonrisa traviesa.

—Lo sé —me dice.

—¡Pero podría haber dormido más tiempo! —protesto—. O al menos, desayunado algo más que una magdalena —le doy la espalda y cruzo los brazos, dispuesta a encaminarme de vuelta al ascensor.

Oigo los pasos de Caleb, que se aproxima a mí, y me paro. Me estremezco cuando noto sus manos posándose en mis caderas. Siento la tentación de apartarlas de un manotazo por haberme mentido, pero no lo hago.

—Si te hubiera despertado más tarde, no podríamos pasar ahora quince minutos solos —me susurra.

Le cojo suavemente de las muñecas y aparto sus manos. Luego me vuelvo hacia él, poniendo los ojos en blanco.

—Bueno, tiene sentido —afirmo después, levantando las cejas.

—Pues vamos.

Caleb me pasa el brazo por los hombros y me conduce hasta un banco que hay colocado en un lateral del gimnasio. Él se sienta primero, y se da unas palmaditas en los muslos para que me siente sobre ellos. Vacilo, pero termino haciéndolo. Caleb me acaricia el pelo con suavidad: tiemblo y esa sensación cálida me recorre las venas de nuevo.

—¿Y bien? —me pregunta sonriendo—¿Qué arma vas a probar primero?

—El arco y las flechas —respondo sin pensar.

—Pareces muy segura.

—Lo estoy —digo asintiendo con la cabeza—. ¿Y tú?

—Quizá pruebe la lanza —dice pensativo—. O la espada.

—Haremos un gran equipo —le aseguro.

—Sí... —afirma—. No te olvides de Sam —me advierte después.

Sam... ¿no sería ella un obstáculo? En lo que se refiere a darle vida a nuestro "romance", quiero decir. En lo demás, su conocimiento sobre plantas nos será imprescindible.

El caso es que me había olvidado completamente de ella, y debo estar poniendo cara de sorpresa, porque Caleb levanta una ceja y me sonríe pícaramente.

—¿Creías que íbamos a estar los dos solos en la Arena? —pregunta, y me da un golpecito en el ombligo con su dedo índice, lo que me hace reír.

—Bueno... —admito, pero no sé qué más decir.

Caleb deja mi pelo y baja lentamente su mano hasta la parte baja de mi espalda.

—Eso me halaga —me asegura asintiendo.

Yo le sonrío, y repentinamente siento la necesidad de reducir la distancia que separa su boca de la mía.

Y lo habría hecho si los Vigilantes no estuviesen entrando ahora mismo en el gimnasio.

Han cambiado: no van vestidos como la gente del Capitolio, sino que son gente normal, de los distritos. Rebeldes. ¿Les gustará este trabajo?

Se encaminan hacia la escalera que sube hacia la plataforma desde donde nos estarán observando, no sin antes fijarse detenidamente en nosotros. Instintivamente, me aparto de las rodillas de Caleb.

—Tranquila —me dice él, riendo—. No hace falta que te vayas, ¿no quieres que se corra el rumor?

Aunque tiene razón, me limito a sentarme a su lado y apoyar la cabeza en su hombro.

Miro el reloj: quedan cinco minutos; veo el ascensor abrirse y a algunos tributos salir por él, incluidos Sam, Michael y la chica de los colmillos. Decido llamarla la «vampiro» a partir de ahora, porque es a lo que me recuerda.

—¡Hola!—nos saluda Sam, y viene corriendo a abrazarnos.

Aunque insistimos en que se siente con nosotros, es una chica lista.

—No, gracias. Prefiero hacer algunos estiramientos, para que podáis quedaros a solas. ¿Vienes, Michael?

Él vacila, pero sonríe (guau) y la acompaña.

Miro a Caleb.

—¿Qué...?—pregunto confusa.

Él se encoge de hombros.

—Ni idea —confiesa—. Supongo que siente debilidad por Sam, son tan parecidos...

—Y es imposible no sentir debilidad por Sam —asiento yo, riéndome.

—No creas —me advierte—. Mira.

Vuelvo la cabeza hacia donde me señala y veo a la vampiro y al chico de pelo negro (que acaba de llegar), que miran altivamente a los demás tributos (poniendo especial cara de asco al ver nuestros dedos entrelazados).

—Vaya —susurro.

Dos fuertes palmadas atraen mi atención de nuevo al centro del gimnasio: una mujer atlética que no es la de otros años nos espera para darnos instrucciones sobre el entrenamiento. Echo un vistazo a mi alrededor: ya han llegado todos los tributos.

Me dirijo al centro de la mano de Caleb, mientras observo distraída las piernas temblorosas del tributo que camina delante de mí.

—Buenos días, tributos; soy Gwendoline y voy a instruiros durante estos cuatro días para intentar prepararos todo lo posible para los Juegos. Sé que estáis acostumbrados a verlos desde el otro lado de la pantalla, donde las cosas son diferentes. Ante todo, debéis tener en cuenta las siguientes normas...

Las palabras de la mujer se convierten en un murmullo lejano mientras observo las caras de los demás: la vampiro y el chico de pelo negro (decido llamarlos «profesionales», porque he escuchado llamar así a los tributos mejor preparados de otros años) parecen tranquilos, confiados; los demás parecen estar nerviosos. O eso, o tienen frío, porque están temblando.

Aún aferrada a la mano de Caleb, miro a la chica de ojos violetas que apareció el otro día en mi sueño: tiene la vista fijada en nuestros dedos entrelazados, y al darse cuenta de que la observo me dedica una sonrisa distraída.

«Qué chica tan extraña», pienso.

Al cabo de unos minutos, Gwendoline nos deja libertad para ir a donde queramos.

—Me voy a por la espada —me susurra Caleb al oído, y me da un beso entre los ojos.

—Vale —contesto, manteniendo los ojos aún cerrados con la intención de preservar la sensación de sus labios rozando mi frente.

Cuando lo veo alejarse, me siento vulnerable por unos segundos; sin embargo, pronto diviso las dianas de tiro con arco y la adrenalida comienza a moverse por mis venas.

Me acerco allí dando grandes zancadas, y el experto que está allí me sonríe cálidamente. Este hombre me suena, debe ser el mismo de otros años.

Correspondo a su sonrisa y me aproximo a la mesa donde están colocados los arcos. Dirijo la mirada inmediatamente a uno plateado, brillante y letal; lo acaricio con las yemas de los dedos, sintiendo su tacto frío y suave. «Elígeme a mí», parece estar diciéndome. Así que lo hago, y también escojo una flecha (una elección mucho más fácil, ya que todas son iguales).

Me encamino hacia el punto de tiro, notando los ojos del experto y algunos tributos clavados en mi nuca. «Está bien» me digo, «demuéstrales lo que vales».

Observo detenidamente mi objetivo: la diana está a unos escasos diez metros. «Puedes hacerlo».

Así que coloco la flecha y la sujeto contra la cuerda, tenso el arco y mantengo el pulso, imaginándome que la diana es un tributo.

Respiro hondo.

«Ahora».

Y suelto la cuerda.

Después de unos segundos de confusión, mis ojos reparan en la flecha que hay clavada en la diana. No está en el centro, tampoco está en el borde: más bien en un punto medio.

Guau.

—¡Caramba —exclama el experto—, parece que has nacido para ser arquera!

Le miro, orgullosa, y siento las respiraciones de los demás en mi nuca.

Me vuelvo y ahí están, observándome con aire de superioridad, los profesionales (a los que parece haberse unido la chica teñida de camuflaje).

Decido no hacerles caso y seguir practicando con mi arma.

Tras unos pocos lanzamientos, consigo manejar el arco con soltura y mi flecha da de lleno en el punto rojo que marca el centro de la diana.

Me vuelvo y sonrío al experto, observando además que los profesionales ya no me miran.

Echo un vistazo a mi alrededor, y entonces los veo, al fondo del gimnasio: la vampiro acaba de clavar un cuchillo en el corazón de un muñeco a quince metros de distancia. Un escalofrío me recorre de arriba a abajo, aunque no por la sorprendente habilidad de la tributo, sino porque alguien me coloca la mano en el hombro. Giro la cabeza y me encuentro a quien menos esperaba:

—No te dejes llevar por el pánico. Eres más lista que ellos —me dice la chica de ojos violetas, con una voz aguda y melodiosa.

—Gracias —le respondo, intentando ocultar mi sorpresa.

Ella me sonríe y se aleja elegantemente para reunirse con Oasis Blue.

Caleb aparece de improviso a mi izquierda.

—¿Qué quería? —me pregunta arqueando una ceja.

—Dice que soy más lista que los profesionales.

—¿Profesionales?

Señalo con la barbilla al chico de pelo negro, que acaba de cortar la cabeza del muñeco de las prácticas de cuchillo, y a las dos chicas que le aplauden.

—Entiendo —asiente—. ¿Sabes su nombre?

Niego con la cabeza. ¿Por qué me habrá dicho precisamente eso? ¿Y precisamente a mí? ¿Y precisamente ella? Observo a la tributo de trece años, intentando montar una trampa junto a Oasis.

—¿Te has decidido por un arma? —le pregunto a Caleb para romper el silencio.

—Me gusta el cuchillo —afirma él—. Deberíamos probar los puestos de supervivencia. ¿Qué tal si intentamos encender un fuego?

Estoy a punto de proponer la prueba de plantas comestibles, pero me basta echar un vistazo a Sam, que está luciéndose allí, para comprender que tenemos solucionado ese asunto. A no ser que ella... no, pero eso no va a pasar.

Caleb y yo nos defendemos bastante bien en cuanto a las hogueras, a él se le da bien montar trampas simples y yo descubro tener algo de habilidad para trepar a los árboles. Lo único malo es que me recuerda a mí misma de pequeña escalando en el rocódromo de mi abuelo mientras él me sonreía. Siempre me sonreía, pero nunca separando los labios. Ahora sé por qué, y se me hace un nudo en el estómago al pensar en él como un criminal.

Sacudo fuertemente la cabeza. No puedo permitirme ser asaltada por los recuerdos, no en la Arena. Así que aprieto los dientes mientras me dirijo al ascensor con pasos rápidos, después de que Gwendoline anuncie que el Entrenamiento continuará mañana por la mañana.

Miro hacia atrás. Michael realiza el último tiro de lanza, que da unos centímetros arriba de la diana (lo que está genial). También me detengo en el panel donde se encuentran las fotos y el nombre de los tributos, hasta dar con sus ojos violetas. Así es como descubro que la chica se llama Alice.

Sam me alcanza por detrás, radiante de felicidad.

—¿Sabes? —me dice entusiasmada—. Creo que tú, Caleb y yo haremos un gran equipo. Ya sabes, tú trepando y con el arco, él construyendo trampas y con el cuchillo, y yo con las plantas.

—Eso le dije yo a él esta mañana —asiento, entrelazando mi brazo con el suyo, como hacen las amigas.

—Ah, y os dejaré tiempo para estar solos, claro —me guiña un ojo y yo me pongo colorada—. ¿No crees que deberíamos acordar un sitio para reunirnos en la Arena? —continúa—. No creo que me arriesgue a ir a la Cornucopia, en cambio Caleb y tú deberíais hacerlo.

—Tienes razón —afirmo—, podemos hablarlo con él después de cenar.

Después de hartarme de estofado, pollo en salsa de naranja y fresas con chocolate caliente, mis dos amigos y yo nos reunimos en mi habitación para decidir nuestro punto de encuentro.

—Si no sabemos cómo va a ser la Arena es imposible decidir un lugar —se resigna Caleb.

—En realidad —digo—a mí se me ha ocurrido algo.

—¿Qué tienes en mente? —pregunta Sam, mirándome con admiración, lo que hace que me sonroje un poco.

—Bueno —explico—, he pensado que podríamos correr en la dirección hacia la que señale la punta de la Cornucopia, y parar en el primer sitio seguro que encontremos. Podríamos reunirnos allí.

—Una idea excelente —reconoce Caleb, sonriendo divertido.

—¿De qué te ríes? —exijo saber.

—No me estoy riendo.

—Estás sonriendo.

—No es lo mismo.

—¡Caleb! —grito, fingiendo estar enfadada, aunque sonrío.

—Vale, vale —se rinde—. Es que... me gustan tus ojos cuando tienes una idea. Se vuelven brillantes y esperanzadores.

Su respuesta hace que mi enrojecimiento pase a nivel «tomate».

Sam suelta una risita y dice:

—Bueno, me voy a dormir, nos quedan tres días de entrenamiento y hay que estar descansados.

Se aleja dando saltitos y cierra la puerta a su espalda.

Me quedo mirando a Caleb.

—¿Por qué has dicho eso? —pregunto tras unos segundos de completo silencio.

—Porque es la verdad —asiente.

Después me acaricia la mejilla, atrapa mi cara entre sus manos y me atrae lentamente hacia él, pegando su frente a la mía. Lo oigo respirar profundamente y cierro los ojos.

—Tengo miedo —susurro.

Espero a que me pregunte «¿por qué?», como he visto en libros y películas. Me preparo para explicarle que no quiero necesitarle, que no quiero enamorarme de él y sufrir como nunca si él muere en la Arena; que no quiero que se convierta en la persona viva que más quiero en el mundo. Y también que es demasiado tarde, porque ya ha ocurrido.

Sin embargo, Caleb sólo me contesta:

—Yo también.

Le miro, le miro durante un largo minuto mientras las lágrimas amenazan con salir. En vez de eso, le sonrío.

—Eres genial —susurro.

Él me devuelve la sonrisa, me da un beso en la frente y nos tapa con las blancas y suaves sábanas.

Durante los tres días siguientes me dedico a comer, trepar y disparar. Comer, trepar y disparar, con algunos descansos para hablar con Caleb y Sam.

Y al final llega el día de la evaluación individual. Cuando mis compañeros de vagón (incluido Michael, que charla animadamente con Sam) y yo llegamos a la sala de espera, allí sólo están el chico de pelo teñido de amarillo, Ahyton Flickerman y, unos asientos más allá, la chica del camuflaje, quien me dedica una mirada asqueada que correspondo con gusto.

—¿Qué vais a enseñarles? —les pregunto a Sam, Michael y Caleb cuando ya estamos sentados.

—Yo treparé algunos árboles y les mostraré mi habilidad con el test de plantas comestibles —dice la pelirroja—. ¿Y tú?

—Treparé —asiento—. Y usaré el arco, por supuesto.

—Yo lanzaré cuchillos y haré alguna que otra trampa —afirma Caleb.

Michael titubea, pero al final anuncia:

—Yo... tiraré algunas lanzas.

Todos asentimos.

La sala se va llenando con los demás tributos, y pronto una voz femenina que parece venir de todas partes anuncia:

—Michael Berkerly.

Él nos dedica una leve sonrisa nerviosa que desaparece tan pronto que temo habérmela imaginado, y camina con paso firme hasta la puerta. Ésta se abre sola y Michael desaparece tras ella.

Al cabo de una media hora llaman a Sam, que permanece en el gimnasio otros cuarenta y cinco minutos, hasta que:

—Caleb Anderson.

Su mano, que estaba rodeando la mía, me da un fuerte apretón.

—Buena suerte —le digo, sin prestar atención a los veinte ojos que nos observan y al silencio en el que de repente se ha sumido la habitación.

Él asiente, me abraza y a mí me recorre un escalofrío cuando sus labios rozan mi cuello.

Tras unos segundos atraviesa la puerta y ésta se cierra a su espalda, como ha ocurrido con Michael y Sam.

Miro a los demás tributos, que intentan disimular, aunque sé perfectamente que nos observaban. A estas alturas todo Panem debe saber lo que hay entre nosotros.

Espera, no todos disimulan.

Alice me sonríe desde su asiento y, a pesar de la mirada de reproche que le dedica Oasis, viene a sentarse a mi lado. Esperaba que me preguntase por mí y por Caleb, pero sólo me dice:

—¿Estás nerviosa?

Yo la miro como si aún no supiera por qué me habla ya que, de hecho, así es.

—Bastante —admito, sin embargo—. ¿Tú?

—No —contesta, aún sonriendo—. Sé lo que voy a hacer y es poco probable que me salga mal.

Desearía preguntarle qué va a hacer, aunque por alguna razón creo que resultaría cotilla.

Pero no es necesario que se lo pregunte, porque ella me lo cuenta.

—Sé transformar cualquier cosa en un arma —me explica en voz baja.

—¿Por qué has decidido confiar en mí? —dice mi boca sin pedirme permiso.

—Porque eres diferente —asegura sin pensárselo dos veces—. Para bien, claro.

—¿Por ser la nieta de Snow?

—Por no llevar más maquillaje que piel, entre otras cosas.

Yo me río, y Alice sonríe satisfecha.

Querría darle las gracias, pero...

—Vanilla Snow.

Es mi turno.

Miro a mi nueva amiga (pensando si es bueno o malo que la gente confíe en mí) y ella asiente, para darme ánimos, sin perder la sonrisa, que se ha hecho más amplia.

—Apunta bien—me dice.

Yo me vuelvo y camino con energía renovada, oyendo el chasquido de la puerta al cerrarse detrás de mí.

Observo el gimnasio vacío tal y como estaba hace cuatro días, sólo que esta vez Caleb no está en el centro. No, esta vez no hay nadie que pueda protegerme.

Miro a los Vigilantes, que clavan sus ojos en mí, atentos a todo lo que haga. Les saludo con una inclinación de cabeza que el Vigilante Jefe, el mismo del último año, me devuelve.

Camino elegantemente hacia el puesto de tiro con arco y escojo el mismo que he utilizado estos días. Luego me dirijo hacia las dianas, me coloco a dieciocho metros de ella, tenso el arco, respiro hondo y suelto la cuerda.

La flecha, tal y como había calculado, va a parar justo al centro de la diana. Echo un vistazo a los Vigilantes para ver su reacción. El Jefe (no consigo recordar su nombre) me mira de un modo extraño. Es como si me conociera pero no supiera por qué, como si... le recordara a alguien.

Bueno, si este hombre se pasó al bando rebelde y acaba de verme manejar el arco, no creo que sea muy difícil imaginarse a quién le recuerdo. Y me siento orgullosa por ello.

Después de unos cuantos tiros limpios más, trepo algunos de los árboles artificiales y comienzo a saltar de uno a otro con habilidad. Cuando termino, vuelvo a mirar a los Vigilantes y veo que una mujer de piel oscura me dedica una sonrisa llena de tristeza y nostalgia. Me quedo observándola hasta que recuerdo a quién se parece.

«Rue».

No aguanto más: ando con pasos rápidos hasta el centro del gimnasio, donde pueden verme con claridad.

—Siento —empiezo a decir— que tengan que presenciar esto. No se merecen ver a sus hijos y seres queridos reflejados en los tributos de este año —clavo la vista en la madre de Rue, que me observa con los ojos muy abiertos—. Estos Juegos son sólo un capricho de algunos vencedores que no han pensado en el sufrimiento de las familias al recordar horrores del pasado. Sólo les pido —suplico— que no me juzguen por ser la nieta de Snow. Sólo soy una víctima más del castigo que se les lleva imponiendo a gente inocente durante setenta y siete años.

Respiro profundamente, y antes de salir del gimnasio, les dedico unas últimas palabras de agradecimiento por haberme escuchado:

—Gracias por su consideración.

Marshall Collins. Así se llama el presentador que sustituye a Caesar este año. Claro, él no quería entrevistar a su propio hijo, Ahyton.

Aunque, pensándolo bien, ni siquiera sé si sigue vivo.

El caso es que Marshall se dispone a anunciar las puntuaciones del Entrenamiento, y yo soy la cuarta a la que va a mencionar. Me aferro aún más fuertemente a la mano de Caleb, mientras Sam abraza la cintura de Michael, que la rodea con un brazo, y Leyre, Noah, Peeta y los estilistas de Sam y Michael aguardan sentados en los brazos del sofá.

«Michael Berkerly...» dice Marshall, «ocho». Él sonríe satisfecho durante unos segundos, con Sam aplaudiéndole alegremente.

«Samantha Ross... siete».

Todos la abrazamos y la felicitamos, y Caleb y yo le damos un beso en la mejilla cada uno, mientras ella se retuerce de felicidad.

«Caleb Anderson... nueve».

—Sí que es bueno con el cuchillo —comenta Noah, su estilista.

Yo le doy un abrazo de oso y él me aprieta contra su pecho, incrédulo, mientras cierro los ojos para inundarme con su aroma.

Y ahora...

«Vanilla Snow...».

Un silencio sepulcral llena el salón mientras vuelvo a dirigir la mirada al televisor.

«Once».

¿Sabéis esos momentos en los que te dan un susto y te quedas sin respiración durante unos segundos?

Así me siento yo ahora mismo, y ni siquiera me paro a mirar las puntuaciones de los demás tributos (sólo observo levemente que Alice obtiene un nueve, guau).

Caleb me besa la mejilla una y otra vez, mientras Peeta me revuelve el pelo, Sam me hace cosquillas y Leyre me da palmaditas. Incluso Michael murmura una felicitación que yo le agradezco con una sonrisa.

Peeta me obliga a contar qué hice en la prueba y yo les explico desde mi primer disparo hasta mi frase de despedida, pasando por la mirada del Vigilante y la madre de Rue.

Mi mentor me mira y me acaricia la mejilla.

—¿Qué? —le pregunto.

—Me recuerdas tanto a ella... incluso te despediste con la misma frase.

—«¿Gracias por su consideración?»

—Sí.

Después se levanta y anuncia que se va a dormir, y lo mismo hacen los estilistas y Michael.

—Mañana es el día de la entrevista —recuerdo.

—Y el último día antes de salir a la Arena —susurra Sam.

Todos suspiramos.

—Será mejor que yo también me vaya a descansar —continúa, me da un beso a mí y otro a Caleb y se aleja por el pasillo.

Nos quedamos donde estamos, él con la espalda apoyada en el respaldo del sofá y yo protegida bajo su abrazo y el roce de su boca con mi sien.

Mientras nos inunda el silencio y sólo escuchamos nuestras respiraciones acompasadas, pienso que, pase lo que pase, preferiría morir en la Arena a no haber conocido a este chico. Y que los días que pase junto a él habrán merecido la pena, aunque sean pocos los que me quedan.

Abro la boca, pero sus labios se me adelantan y pronuncian la frase que estaba a punto de salir por mi garganta.

—¿Sabes? Ya no tengo miedo.

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