MISERICORDIA: La masacre de J...

By Hunter_and_Yuki

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A sus doce años Jimmy pierde su pelota de Béisbol en una cabaña abandonada de un pueblito de Pennsylvania. Si... More

Introducción
uno
tres
cuatro
cinco
seis
siete
ocho
nueve
epílogo

dos

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By Hunter_and_Yuki

Pennsylvania, 1935. 

364 días antes de la Masacre de Jerahmeel


El día en que sus ojos volvieron a ver la gloriosa oscuridad se sintió en casa.

Y se alzaron, suaves, adoloridos, observó un techo destrozado y sintió el aroma a humedad que había a su alrededor. Pestañeó y sintió el cansancio y el dolor apoderarse de todas sus entrañas, de sus músculos. Sus brazos ardían y podía sentir el agudo dolor mortífero de las heridas en su espalda, en su piel. La última vez que había visto la luz del día creyó que era el fin de su eternidad, que el sol acabaría con él, con su piel, con sus heridas. Recordó el bosque espeso de Pennsylvania, en su aroma, su tierra. 

—Está despertando Willson. El ángel está despertando de su sueño —escuchó la voz de un infante, la agilidad en su cuerpo lo había abandonado por completo, sus movimientos se encontraban neutros, cansados. Sus ojos se clavaron en su cuerpo, en los trapos húmedos que estaban sobre su pecho desnudo, sobre su piel pálida, relamió sus labios cuando sintió un aroma penetrante, cuando sintió vida cerca suyo y el latir de la sangre fresca y caliente. Sus ojos se volvieron con lentitud, suave, directo.

Vio a un niño enfrente de él. 

Al principio tan solo se quedó observándolo, analizando el menudo cuerpo de un joven humano sentado y cruzado de piernas que lo miraba como si se tratase del canto de un poeta. La vejez de su alma, de sus ojos pudieron ver la juventud de aquella alma, ahí, en su mirada extraña, en su piel de aspecto suave y el brillo que lo rodeaba. El simple hecho de ver a un niño humano sonriendo le causó náuseas, un gusto amargo e inmensas ganas de devorarlo al segundo.

Pero no dijo nada, no tenía palabra cuál decir, ni el simple razonamiento de saber dónde se encontraba. Sin embargo, pudo analizar las pequeñas y pecosas mano de aquel ser humano diminuto y totalmente carente de masa muscular. Pudo sentir el aroma de la sangre en él, en su exquisitez juvenil y otra que de aspecto turbio y en mal estado, supo al instante que las manchas negruzcas en los trapos a su alrededor eran suyas. Eran suyas, ahí, en esa tela vieja en las manos pequeñas de aquél ser humano. Sus ojos se dilataron.

Subió la mirada a su pecho plano y de complexión pequeña, con brazos delgados y clavículas que se marcaban notoriamente, sus orbes subieron por un cuello de piel lechosa, fino y, según lo que sus ojos veían, de una textura lo bastante suave para que sus dedos callosos puedieran sentir la veracidad de sus palabras. Y ahí, ahí pudo conectar de vuelta con aquellos ojos que emanaban un brillo y una sonrisa tímida de labios finos y medio carnosos, con una barbilla redondeada y unos pómulos decorados con centésimas de pecas claras, unos rizos bonitos, formaditos de un suave color dorado. 

Una mirada inocente, una sonrisa tímida y una piel lechosa y virgen. 

Entre abrió los labios, deseoso de chupar y saborear la piel de aquel ser humano, sentía cómo sus colmillos se preparaban, filosos como dos dagas para arrasar y destrozar por completo la piel virgen de un infante. Tomar de aquellos débiles y flacuchos hombros y acorralarlo como a un animal indefenso, chupar y arrancar de esa anatomía toda la sangre pura que le pudiera entregar. Sangre humana, hacia tanto que no la saboreaba. Tembló por la ansiedad, y sus ojos se abrieron con intensidad al oler el aroma de aquel ser humano, la pureza, la inocencia y un dulce olor a menta y a tierra mojada.

Quería impregnarse de aquella inocencia, beber su pureza y arrebatar esa alma de la piel virgen de aquel cuerpo. Se incorporó en lo que sería un roído sillón destrozado, roto y polvoriento. Esperando a que el brillo y la felicidad de aquel ser lo obligara a acercarse a él y así saciar su hambre de años, de años siendo prisionero y maltratado por esa raza asquerosa que tenía en frente de él, de esa maldad que albergaban, del odio a lo misterioso y ese egoísmo que lo llevó a ser una monstruosidad así.

Aspiró deseoso el aroma del humano, deleitándose nuevamente del olor natural de aquel ser vivo y destructivo. Si hubiera sido humano, juraría que su corazón estaría hasta mil de latir por su ansiedad de sed. Se inclinó al niño, viendo como este gateaba en el suelo, aproximando una mano pecosa y de piel lechosa, totalmente bañada de su sangre maldita.

El niño susurró, con sus ojos emanando brillo.  

—¿Tú... Eres un ángel? 

Se quedó quieto en su lugar, olvidando por un segundo el deseo de saciar su hambre con la sangre virgen de un niño humano. Su mente se confundió, sólo su mente, ya que su corazón lo había olvidado y dejado en la soledad desde hace cientos de años. Vio al niño, a ese con las piernas cruzadas y con esa insoportable mirada en sus ojos. Un ángel.

¿Qué era un ángel para él? ¿Si quiera esas cosas llegaban a existir? Si fuera así, se preguntó dónde estuvieron los ángeles para ayudarlo cuando las monstruosidades que lo habían destrozado lo convirtieron en lo que hoy era. 

No contestó. 

—He encontrado las plumas de tus alas afuera, ¿Quién ha sido tan malvado como para arrancártelas? —le preguntó el niño, él no pudo evitar sonreír. Se preguntó cómo reaccionaría aquel humano al saber que él fue el autor que despojó a las palomas de las alas que Dios llegó a otorgarles, su sangre lo salvó de ser completamente calcinado—. Te han quemado muy feo en la espalda, y te han arrebatado la libertad que Dios te ha ofrecido. Pero tranquilo, ángel. El Señor me ha mandado a ti para curarte las heridas. 

—¿El Señor Dios te ha enviado a mí? 

—Sí —susurró el niño confiado, estaba ansioso—. Los planes de Dios son perfectos. 

—¿Perfectos? 

—Me envió un ángel —murmuró el niño, acercándose con lentitud. Como si él se tratara de un animalito en el bosque, esos que solo se podían ver una vez, y que a la primera oportunidad se debía ser amable para buscar tocarlo. Se relamió los labios, tragando saliva, tenía hambre. La mano pecosa y de piel lechosa intentó tocar su mano pálida, de piel muerta y llena de su putrefacta sangre—. ¿Tú... eres un ángel, v-verdad? 

Lo miró con ojos rojos, con la ansiedad y sediento de su sangre, capaz de destrozar su piel en un segundo. Capaz de hacerlo gritar, de hacerlo sufrir. Su mirada se desvió al techo destrozado, pensando qué mierda tenía él para parecer un jodido ángel ante los ojos humanos. Había pasado siglos alimentándose de ellos, de cientos de mujeres, hombres, niños, era un puto monstruo para el mundo y se había apoderado de más vidas de lo que un ángel pudo haber salvado.

Volvió a mirarlo, trató de centrar su mirada en él, su mirada rojiza, para que lo viera, para que notara que era hijo de un demonio y que él era su alimento favorito. En su piel, en sus cicatrices, sus jodidas marcas, cualquiera con uso de razón, que conociera más el mundo hubiera prendido fuego su cuerpo en medio del bosque. Y en cambio, estaba ahí, en una cabaña en mal estado, oliendo a humedad y sangre podrida, débil, como un puto cadáver solo porque un bonito humano de piernas cortas lo había salvado.

No supo entender bien la situación. No supo entender porqué el Dios de los humanos querría entregar una oveja de su rebaño así de fácil, así, enfrente de él. De aspecto lindo, con ricitos dorados como un puto cuento de hadas. Bajó la mirada, no podía existir respuesta tan cruel como criar a un humano entre la ignorancia de sus creencias.

No sabía si era un regalo, si era una segunda oportunidad, si tal vez después de cuatrocientos años aquél ser omnipotente finalmente se dignó a prestarle atención a las plegarias de su antigua vida. Lo hubiera matado al segundo. Lo hubiera matado ahí, entre sus garras, lo hubiera tomado de los hombros y lo hubiera asfixiado con su propia sangre. El instinto de su naturaleza lo llamaba, lo llamaba monstruosamente.

Pero le agradaba la ingenuidad humana.

—Lo soy —le contestó débil. Intentó acomodarse en el destrozado lugar donde estaba, pero esta vez sintió esas manos que conservaban el calor de un cuerpo vivo, de un corazón que latía. Se mordió la lengua cuando su tacto suave, cálido, se apoderó de su pecho frío. Su piel tenía el color de la vida.

—No te muevas —le murmuró con una sonrisa, el brillo en aquellos claros ojos se intensificaron y un rubor en los pómulos pecosos apareció.

Dejó que esas manos empezaran a cambiar las telas de sus heridas, miró su pecho desnudo rasguñado y dañado en cada rincón, cubierto de quemaduras que tardaban en cicatrizar. Intentó acomodarse de una manera en que las heridas no lo incomodaran, gruñó cuando la piel destruida de su espalda tocó la superficie de aquel sillón polvoriento y viejo. Como odiaba curarse como un mortal—. ¿Tienes hambre? Mi mamá me ha echo un sándwich de mantequilla de maní, también de mermelada y... —habló, sacando la vianda de una mochilita de tela, lo miró, serio—. ¿Qué? 

Preguntó el niño cuando vio la mueca en el rostro del hombre. El mayor apartó la mirada a sus heridas.

—¿L-los ángeles no comen esto? —dijo preocupado el infante, un rubor se hizo en sus mejillas cuando vio al supuesto ángel negar con la cabeza—. Oh por Dios, lo lamento tanto, no comes desde hace días. Dios, perdóname, dime qué quieres, yo puedo ir a buscarlo. 

El monstruo que fingía ser ángel ladeó la cabeza, observando al niño dispuesto a ir a buscar su alimento cuando él era alimento para sus ojos. ¿Cómo debería decírselo? Bajó su mirada al cuello de piel lechosa, y pudo observar el rosario de Jesucristo colgar. Lo miró serio, recordando los sermones de la Iglesia cuando estaba vivo.

—Los ángeles bebemos la sangre de Cristo —confesó. El niño se levantó. 

—¿Vino? ¿Eso es lo que necesitas? —dijo el infante levantándose, guardando sus cosas en la mochila, llamó a su perro, y de la puerta se escuchó un ladrido, el canino se levantó al mando de su dueño. 

—No —dijo el ángel—, Necesito sangre de un ser vivo. 










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