A dos pasos

By TammyTF

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Un relato corto que intenta resaltar los aspectos buenos y malos de la vida, demostrándonos que tan lejos som... More

A dos pasos

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By TammyTF

Hola, bueno mientras estoy escribiendo un nuevo cap de mi otra historia, les dejo este relato corto que una vez presenté en un torneíto. Es un drama que en su tiempo me supo inspirar una persona y su historia. Espero les guste... y nada, ya pronto actualizo mis otras historias. xDD

A Dos Pasos.

Pasó saliva con rigidez, en tanto que su pie derecho se deslizaba hacia abajo y en un nanosegundo, regresaba temeroso en busca de la firmeza de la madera. Cerró los ojos, sintiendo como una gota de sudor resbalaba por su espalda haciéndole batalla al frío polar de aquella tarde. Nadie podría estar sudando en ese instante, pero él lo hacía.

Sus manos temblaban, su boca se sentía desértica y aquel nudo en su garganta aún no estaba lo suficientemente apretado, pero lo estaría. Intentó alejar los pensamientos que golpeaban su mente de a tropel, ¿acaso no había meditado esto lo suficiente? ¿Qué otra cosa podría hacer?

Su vista deambuló por la sala de estar, todo se veía tan calmo desde ese punto, todo se veía estático. ¿Cómo mantener esa imagen en su mente? ¿Quizás una fotografía? No, no podía. Aunque habría sido útil, tal como esa fotografía que descansaba sobre la televisión de la sala. Atesoraba un instante que jamás olvidaría, algo que quizás no merecía tener en sus recuerdos.

Unos pasos resonaron lentos y calculados desde la cocina, él se volvió todo lo que su posición le permitió, para mirar sobre el hombro. Ella sostenía el cuadro en sus manos, el cuadro que debía estar sobre la televisión, ese que atestiguaba la felicidad de una pareja en su primer aniversario. Lo miraba fijamente, como si de alguna forma pudiera ver más allá de la imagen retratada. Un segundo después, lo observó a él. Su rostro no evidenció un cambio notorio no parecía sorprendida, ni parecía dispuesta a decirle nada que lo instigara a abandonar aquel estúpido plan.

Se encontraron en una conversación sin palabras, en donde uno prefería ignorar la realidad y otro vivir de un recuerdo. El nudo en su garganta se cerró, como si repentinamente intentara pasar un trozo de carbón por entre sus cuerdas vocales.

—No sabía…—murmuró, creyendo que debía explicarse.

—No me importa —respondió su mujer, regresando su atención al cuadro —. Fue un lindo día ese—Sonrió.

—Lo fue, sin duda…

Se removió incómodo, incapaz de mantener el contacto visual. Las palmas de sus manos le picaban, necesitaba con urgencia abrazarla y pedirle disculpas. Necesitaba decirle que aquello no era por su causa. Pero no podía, no había modo de liberarse de su propia trampa. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas de forma silenciosa, presionó los parpados con fuerza tan solo logrando que el caudal creciera.

—Te amo.

—Lo sé.

—No sabes cuanto. —Ella caminó hasta pararse enfrente de él.

Una vez más le ofreció una cálida sonrisa, un reflejo de paz y serenidad. Algo que él echaba de menos, algo que pensaba haber perdido en medio de tanto caos.

—No voy a juzgarte.

—Deberías.

—No, mi único deber es acompañarte —Se observó su mano izquierda, en donde la marca de un anillo decoraba su dedo anular. Hacía tiempo que el espacio se encontraba vacío, pero eso no pareció contrariarla—.  En las buenas y en las malas, ¿cierto?

—Cierto—accedió, enloqueciendo ante su cercanía —. Abrázame.

Ella negó.

—Eso no es lo que quieres.

—Es lo que más necesito, necesito que me digas que todo va a estar bien.

—Las cosas van a estar bien para ti, eso es lo que importa ¿o no?

Apartó la mirada avergonzado ante sus palabras tan acertadas.

—Piensas que soy un cobarde.

—No, ya te lo dije, no voy a juzgarte.

Pero no necesitaba oírlo de sus dulces y angelicales labios, sabía que era un cobarde.

Lo había confirmado él mismo, ¿acaso estar allí de pie ante su esposa llorando, no era una muestra de cobardía? Debería cumplir su promesa, no rendirse y… ¡Dios! Era tan difícil.

—Lo lamento mucho.

—¿Te disculpas conmigo?—Ella tenía razón, pedir disculpas parecía completamente fuera de contexto.

Se encogió de hombros, ganándose una nueva sonrisa por su parte. Era tan hermosa, no podía creer que en algún momento casi se perdió de admirar esos rasgos; sus ojos verdes, su nariz respingona, su cabello rojizo un tanto rebelde por las mañanas, pero siempre implacable.  

—¿Te he dicho lo guapa que eres?—Tuvo el placer de verla sonrojarse, quizás tendría que habérselo dicho más a menudo. Una mujer así, se merecía ser venerada días enteros, amada noches completas, y seducida cada hora de su vida.   

—¿Recuerdas este día?—Le enseñó el cuadro alzándolo frente a sus ojos. Asintió en respuesta —. ¿Qué pasó?

—Fue nuestro aniversario.

—El primero. —Lo corrigió juguetona, él volvió a asentir.   

—Uno de los mejores. —Se quedaron en silencio, ambos despertando aquel día en sus mentes.

Parecía tan lejano, las personas en esa foto habían cambiado tanto, pero no podía decir que de una forma desagradable. Cada segundo a su lado, había sido digno de un retrato. Podía y debía sentirse orgulloso de eso, no es común que el amor de tu vida te corresponda de buenas a primeras. A decir verdad, es casi imposible que el amor de tu vida te corresponda en lo absoluto. Él había sido demasiado afortunado o quizás todo lo contrario.

Es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado. ¿Sería eso cierto? Sin importar cuanto le diera vueltas, la frase parecía demasiado insulsa. No llegaba a abarcar las magnitudes de sus dolencias o los alcances de su amor. Lo suyo no era algo de telenovela, él realmente había amado y perdido. Y en ocasiones, en momentos como ese prefería incluso nunca haber saboreado ese placer. ¿Para qué? Perder nunca estaba en los planes de nadie, perder era una palabra horrible. ¿Quién compite para perder? ¿Quién emprende una cruzada sabiendo de antemano su derrota? Él aparentemente, los enamorados también.

Maldita palabra, maldito sentimiento, malditos todos los que alguna vez lo sintieron y no lo perdieron.

—¿Recuerdas lo que me diste de regalo?—Su pregunta lo catapultó lejos de sus oscuras cavilaciones, la tenía allí ahora. Contaba con su atención, con su intervención. Aprovéchala, le dijo una voz en su subconsciente y él le hizo un gesto de asentimiento.

—Un atardecer —respondió con la voz enronquecida, obligando a sus labios a forzar una sonrisa. Para fortuna de su entristecida alma, ella se la correspondió.

Recordó que cuando la economía no le alcanzaba para sustentar su amor, robaba maravillas de la naturaleza y se las obsequiaba como un instante eterno. En el transcurso de su noviazgo, le había dado una margarita, una estrella, una lluvia de verano y el rocío de la primavera. Sin duda la economía había sido bastante exigente con ellos, pero eso nunca eclipsó lo que cada uno sentía por el otro.

Que idílico, que extraño puede ser el amor.  

—¿Y qué te di yo?

Enarcó una ceja, sabía a donde lo quería llevar.

—El mejor regalo del mundo.

—¿Cuál?

—Me dijiste que sería padre —recompensó sus palabras con la belleza de su radiante sonrisa.

—¿Y qué hiciste entonces?

Sacudió la cabeza, no comprendía con qué propósito lo arrastraba nuevamente hacia el pasado.

—Te abracé…—asintió, esperando a que continuara —. Te besé… en la boca, en los ojos, la nariz, la barbilla…

—¿Dónde más?

—En el vientre.

—¿Por qué?

—Porque le estaba dando la bienvenida a mi hijo. —Su voz se quebró tras esa última palabra; su hijo.

Se sentía extraño pensarlo de un modo tan distante, tan impersonal. Como si él no tuviera nombre, como si no hubiese pasado los últimos catorce años de su vida a su lado. ¿Tan mal padre podía ser? ¿Había llegado al punto de que su hijo se convirtiera en eso? En una palabra, en un recuerdo para compartir con su esposa, en un beso de bienvenida…en uno de despedida.

—¿Y qué nos dijiste entonces?

Apretó los puños con fuerza y la miró tras un velo de lágrimas. Pidiendo piedad sin necesidad decirlo, soportando aquella firmeza con que lo escrutaba.

Cobarde, cobarde, cobarde.

Eso decían sus ojos verdes, eso que ya no soportaba ver.

Bajó la vista al piso, el cual no parecía estar tan lejos, extrañamente eso era todo lo que se necesitaba. No más de… ¿cuánto? ¿veinte centímetros? ¿o serían veinticinco? Ciertamente no parecían nada, había escalado en su vida cosas mucho más imponentes. Pero allí a los pies de su improvisado pedestal, parecía estar frente a un abismo de proporciones descomunales.

—¡Mírame!—No lo hizo, no quería seguir viéndola —. ¡Mírame!

—¿Por qué?—inquirió, entre esos malogrados sollozos que no podía mantener a raya.

—¿Qué nos dijiste ese día?

Se estrujó las manos, sintiendo la suave presión alrededor de sus muñecas. Admiró su propio trabajo con un cínico estupor, ni Houdini sabría zafarse de esa.

—Les dije que… que los cuidaría siempre y que nunca les fallaría.

—¿Entonces?

Finalmente tuvo el coraje de sostenerle la mirada, ella tenía los dedos apretados alrededor del cuadro, su cuerpo tenso bajo la fina tela del vestido, sus labios rectos en una línea de indecisión.  

Él le estaba quitando su hermosura, pues ella sólo debía sonreír. El mundo era un mejor lugar cuando su mujer sonreía, eso significaba que él estaba haciéndole otro mal al mundo. ¿Cuántos más? ¿Cuántos más? Se preguntó, soltando un suspiro.

—Les fallé.

—¿Lo hiciste?

—Lo hago—murmuró derrotado, era como un condenado expiando sus culpas.

Ella era su confesor, aquel último resquicio de bondad que le aseguraba la entrada al cielo. O quizás el viaje directo y sin escalas al infierno. ¿Allí se iría? ¿Qué tal si todas esas historia de catecismo eran ciertas? ¿Qué tal si cada pecado tenía una pena? ¿A dónde caería? ¿Sería el séptimo círculo del infierno su lugar en el universo? Segundo recinto del séptimo círculo. Casi ríe ante el curso de sus pensamientos, no podía ser cierto que precisara cosas tan estúpidas.

Si el infierno existía y allí debía estar, pues ¿qué más daba? «Abandona toda esperanza tú que entras aquí» No parecía tan mal consejo.

—¿Qué crees que pensara Franco cuando te vea?

Oír el nombre de su hijo, fue como recibir un golpe en el bajo vientre.

No era seguro que lo trajera a su mente, no ahora, no en ese momento. Si recordaba que el niño ya tenía largo tiempo a su lado, si recordaba que lo abrazaba todas las mañanas, si recordaba que estaría en casa a las cinco treinta. ¿Entonces qué? Si recordaba todo eso, confirmaría el desastre que había hecho de su vida. Arruinaría a Franco, arruinaría todas esas charlas en las que lo alentaba a nunca bajar los brazos.

Nuevas lágrimas abrieron surcos brillantes en sus mejillas, ¿qué estaba haciendo? ¿Así cumplía su palabra? Se lo había prometido antes de que naciera siquiera, se lo había jurado aquella tarde de verano en el parque. Cuando no era más que una noticia de segundos, cuando supo que estaba enamorado de su hijo aún sin tener idea de nada.

—Por favor…—miró a su mujer con la suplica desbordando en forma de gotas saladas—. No dejes que…

—¿Qué?—Lo presionó, las palabras se negaban a abandonar su boca.

—No permitas que él…

—Dímelo.

—No dejes que me vea…—susurró con un hilo de voz —, no lo dejes pensar que fue su culpa.

—¿Y no lo es?

—¡Por supuesto que no!—replicó con las emociones a flor de piel —. No es la culpa de nadie.

—Pero pensará que sí lo fue, lo sabes —negó con vehemencia —. Sabes que se culpará, sabes que las otras personas se culparán. Todo el mundo intentará buscar una explicación y Franco será el único que pueda darlas.

—¡No!

—Mírame…—Ni siquiera había notado el momento en que sus parpados habían caído, presas del cansancio quizás o tal vez de la discusión. Presas de ese castigo que se estaba autoimponiendo.

—Tienes que decirle…

—¿Qué cosa?

—¡Que lo amo! —rugió con impotencia.

—Ya lo sabe.

—No…dile que… no se rinda nunca, dile que… confié en su juicio, que no se dejé influenciar por malas personas. Dile que sea mejor que yo…

—¿Qué más?

—Que no es su culpa, pero que ya no logro continuar.

—¿Eso quieres que sepa tu hijo?—Una nota de sarcasmo decoraba su timbre, la observó.

—Dile que no me juzgue.

—No lo hará, te ama. —Ella relajó su expresión, quizás pensando en Franco también.

Era imposible recordarlo y no sonreír, o no sentir la vitalidad, la alegría y la energía del muchacho. Catorce años, ¿sería suficiente?

—Está siempre en mi corazón, ¿lo sabes?

—Por supuesto.

—También tú, siempre ocupaste un lugar especial.

La sombra de una sonrisa cruzó por sus ojos.

—Nunca te perdonaré que lo hagas llorar. —Las palabras surtieron el efecto esperado, al instante las molestias de estar allí lo embargaron con urgencia.

Parecían ansiosas por arrastrarlo a las tinieblas, sus piernas temblaron bajo su propio peso, las manos volvían a picarle, los ojos le escocían por las lágrimas derramadas, el nudo en su garganta alcanzaba el tamaño de una bola de billar.   

Ansiedad, miedo, incertidumbre, desasosiego… ¿dónde está la vida delante de sus ojos? Esperaba algo por el estilo, pero todo lo que tenía él era una conversación.

—¿Duele?—Le preguntó a su mujer, luego de un eterno minuto de silencio. Ella se encogió de hombros, casi imperceptiblemente.

—No… al menos no por mucho tiempo.

—¿Notaré el momento?

—Seguramente—Sus respuestas eran vagas e imprecisas, claramente no iba a decir más sobre el asunto.

—¿Me echaste de menos?

—Nunca te dejé…

—Sí lo hiciste, por eso estoy aquí—replicó, haciendo un gesto con que señalaba su actual posición —. Necesitaba de este momento, necesitaba que me devolvieras la atención. Escucharte y asegurarme que todo estaría bien.

—Ya te lo dije, lo estará para ti.

—¿Y para Franco?

—Tal vez, no lo sé…

Él asintió comprendiendo la verdad, ella no podía darle seguridades, ese debía ser un salto de fe. Si es que la fe, podía estar implicada en un acto por el estilo.

Su hermosa mujer depositó el cuadro a los pies de su silla y al erguirse le obsequió una nueva sonrisa. El reloj del comedor anunció con cinco campanadas, la hora del té. Franco estaría allí en no más de media hora.

—Cumple tu promesa. —Le recordó fijando su vista en los dedos pálidos de sus pies.

Nuevamente el derecho fue el primero en aventurarse hacia el vacío, con un movimiento de prueba que cortó el aire en un zigzagueo. El frío corría a través de sus terminaciones nerviosas, lo acariciaba, lo irritaba. Entonces el izquierdo decidió darle cara a la batalla y en lo que la silla perdía balance, su cuerpo se desprendía de aquel último soporte. La soga se tensó firmemente alrededor de su cuello, cerrando el nudo que tanto le había susurrado roces a su manzana de Adán. Las lágrimas secas parecieron maximizar el brillo de sus ojos sin vida, el rostro rojo y la boca apretada en un rictus. Hasta que en un suspiro final, su alma inició el largo recorrido.

Séptimo círculo; reservado para… los violentos contra sí mismos: los suicidas, los disipadores. Allí donde lo aguardaba su amor.  

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