LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©

By JL_Salazar

259K 24.3K 5.5K

"Yo era Tormenta y él un Ángel que amaba las tempestades..." A sus 17 años de edad, Anabella solo espera un... More

Booktrailer
PRESENTACIÓN
PREFACIO
PRIMERA PARTE
1. INFORTUNADO DESENCUENTRO
3. LA MUJER DE LA CARROZA NEGRA
4. CAPELLÁN O DEMONIO
5. REALIDAD O FANTASÍA
6. CASTIGADA
7. APARICIÓN
8. CONFUNDIDA
9. ¿QUIÉN ES ÉL?
10. DESTINADA A ÉL
11. TRES CARTAS
12. DEMONIOS
13. OSCURO DESCUBRIMIENTO
-SEGUNDA PARTE-
14. PALABRAS A OSCURAS
15. TORMENTA
16. EL BAILE DE MÁSCARAS
17. LUNAS DE PLATA
18. DESCUBIERTA
19. NUEVOS ACONTECIMIENTOS
20. TORMENTOS DEL CORAZÓN
TERCERA PARTE
21. MARCADA
22. RECUERDOS PERDIDOS
23. A TRAVÉS DE SUS OJOS
24. REVELACIONES
25. EL ORIGEN DE LA MALDICIÓN
26. HUIDA
27. UNIDOS PARA LA PERPETUIDAD
28. PERSEGUIDOS
29. COMPARECENCIA
30. DESPEDIDA
NOTA DE AUTOR
PUBLICACIÓN EN FÍSICO
¡LIBROS FIRMADOS!
Letanías de amor y muerte ll Eternidad

2. LA INVITACIÓN

11.9K 822 241
By JL_Salazar

Entre mi cochero y dos buenos mercaderes ingresaron a Juan a la sacristía, donde fue atendido por una noble curandera que le colocó hierbas en las heridas sin cobrar: aún así le dejé un real de plata, que era lo único que llevaba en mi bolso, y al ver mi acción, la vieja curandera me observó por escasos segundos. Su mirada fue tan profunda que sentí que me penetraba.

Entonces se acercó a mi oído y me susurró:

—Cuídese, buena mujer, porque una sombra se aproxima a su alma.

Ante sus palabras me quedé atónita. Si alguien más hubiese escuchado su predicción la habría acusado de brujería y quién sabe Dios cómo le habría ido con el Santo Oficio. Para entonces, Juan Ordoñez estaba inconsciente sobre el lecho, y como ya casi anochecía, nana Justiniana juzgó propicio que volviésemos a casa para evitar que madre me reprendiese.

Me despedí de los presentes y, con el corazón acongojado, trepé al carruaje, no sin antes sacudirme y limpiar mis ropas. Ya en el trayecto, nana trató de remendar mi trenza para no dar motivo de crítica a tía Migdonia y a mi prima Marieta, a quienes podía comparar con dos arpías chismosas y fijadas.

—Era un español peninsular, nana, por eso obró así —le dije recordando al conde, todavía con el coraje quemándome por dentro—. Juancito meritó castigo semejante solo porque le derramó el contenido de una copa, puedo jurar, que accidentalmente. El tipo sabía que por su condición las leyes le favorecerían. En cambio, si hubiese sido un pobre mestizo el que hubiese agredido a un peninsular lo habrían quemado vivo en la hoguera. Los peninsulares tienen más derechos que el resto de nosotros, nana. ¡Qué injusto!

—Culpe a las leyes borbónicas de ello, Anabella: si bien la Nueva España ha tenido un auge económico sin precedentes, a su vez los impuestos han aumentado desde entonces, y los criollos tienen menos oportunidades que antes para aspirar a cargos públicos. Todos estos son dados a peninsulares recién llegados a la América, como el miserable conde ese. Lo único que aplaudo es que hallasen quitado el poder completo al virrey.

—¡Es injusto, nana! —reiteré—. ¡Peninsulares y criollos somos lo mismo!

—No se engañe, mi niña, que sabe bien que no es así: los Peninsulares son españoles nacidos en España y los criollos, como usted, son hijos de españoles pero nacidos en la América. Alégrese mejor de que al menos es criolla, y que sus padres son hijos de españoles. Desdichada yo, que soy mestiza, hija de una india y un criollo.

—Desdichados los indios, nana —la corregí—: ellos están peor, y si no me crees ahí tienes a Juancito y el infierno que acaba de vivir hoy. Para agravar la situación, el soberbio de Luis César no solo es peninsular, sino también conde. ¡Malaya la hora en que volvió!

Decidí no hablar más del tema y seguí nuestro trayecto en silencio.

La casona de mi familia era una vistosa construcción alta de dos pisos, de muros sobrios y pesados que estaba al poniente de la ciudad abarcando toda una manzana. Las amplias habitaciones estaban alrededor de un grandísimo patio interior rodeado por arcos y columnatas de piedra de cantera, en cuyo centro había una imponente fuente que remataba con un ángel de mármol que echaba agua por la boca. El carruaje entró por el patio trasero y ahí Enrique nos ayudó apear.

Un poco más serenada del disgusto que acababa de pasar, me encontré en el patio con Lupita, (que en secreto de madre era mi amiga y confidente). Lupita era hija del difunto capataz: tampoco tenía madre, puesto que había muerto al darla a luz, como había ocurrido con mi verdadera madre, por lo que mi amiga prácticamente había vivido en aquella casa desde su nacimiento. El que fuese un año mayor que yo y una de nuestras sirvientas no había impedido que nuestra amistad progresara al paso de los años. Era más bajita que yo, delgadita, rostro alargado, pelo negro y piel cinérea. Esa noche todavía llevaba puesto el uniforme del servicio y se entretenía encendiendo las antorchas y los faroles del patio con aceite.

—Señorita Anabella —me dijo en susurros cuando me vio: Lupita había insistido en hablarme de "usted" (incluso cuando estábamos a solas) porque temía acostumbrase a tutearme y hacerlo por equivocación en público—. Doña Catalina me pidió que le dijera que en cuanto llegara fuese a la terraza. ¿Por qué se dilató tanto? Me pareció que la señora estaba muy enfadada por su retraso.

—Ay, Lupita, si te contara lo que aconteció morirías del coraje.

—¿Qué ocurrió, señorita?

—Ya te contaré, amiga, ya te contaré —le prometí—. Por ahora permíteme ir con madre: entre sus mayores disgustos está el que la hagan esperar.

—Sí, sí, vaya, señorita —me apremió con una sonrisa.

—¡Guadalupe! —exclamó nana Justiniana con una palmada para apresurarla—. Vuelve a tus menesteres y deja que la niña se dedique a los suyos.

—Como usted diga, doña Justiniana.

Además de mi aya, nana Justiniana fungía como la mano derecha de madre, era severa, pero nunca mala: simplemente trataba de cumplir siempre con su voluntad.

—Nana, no la reprendas, Lupita me decía que madre me espera en la terraza.

—Entonces no debería de demorarse, niña. Vaya con su madre a la voz de ya.

Asentí. Atravesé el patio y me dirigí a las escaleras que me llevaban a la segunda planta donde se situaba la terraza: parecía una habitación sin muros, desde donde se podía apreciar la gran cúpula de la parroquia. Madre me esperaba muy erguida en la barandilla de piedra de la terraza: miraba hacia la calle, dándome la espalda. Llevaba puesto un vestido tinto con brocados de oro y una peineta alta que sostenía una mantilla perlada y larga que cubría su cabello teñido de rubio, peinado en un ancho molote tan redondo y alto que parecía ser más grande que su propia cabeza.

—Madre, Lupit... es decir; Guadalupe me ha dicho que quería verme.

—¿Dónde estabas? —me preguntó como respuesta. Su voz era aguda, álgida y fuerte.

—Con mi confesor, madre, sabe que los martes me confieso. —No tenía por qué ponerla al tanto de los acontecimientos posteriores en los que había participado.

—Aún así te has demorado, ¿tan larga fue tu penitencia? —Su voz seguía siendo fría.

—No... bueno sí. Bueno no. — No era la primera ni la última persona que se intimidaba ante madre, su simple presencia imponía a cualquiera.

—Querida, ¿cómo te llamas? —me preguntó para mi sorpresa, todavía dándome la espalda.

—¿Cómo dice? —me asombraron sus palabras.

—Que cómo te llamas. —La apatía de su voz hacía juego con la frialdad de la estancia.

—Anna Isabella Altamirano de Mendoza y Montero —respondí en voz baja—. Anna por la madre de padre e Isabella por la suya.

Me pareció que madre suspiraba y medio reía.

—Como ves, llevas un apellido compuesto —añadió con severidad— «Altamirano de Mendoza y Montero».

—Sí, madre. —Aún me costaba comprender el hilo de su conversación.

—Me figuro que sabes que antedichos apellidos representan tu pundonor y reputación, y hacen que lacayos, mestizos, criollos y peninsulares te respeten y se reverencien ante ti a tu paso.

—Sí.

—¿Sí qué?

—Sí, madre.

Finalmente se volvió para mirarme, y los ojos claros que coronaban su cara (que era más blanca que su tono natural por el excesivo polvo que la maquillaba), se plantó frente a mí. Ella era mucho más alta que yo, y, si se puede decir, eso la hacía lucir más escalofriante.

—¡Y si lo sabes, ¿cómo has osado relacionarte con un vulgar indio?!

Dicho esto me giró la cara con una fuertísima bofetada que me hizo trastabillar.

—¡Madre, me ha abofeteado!

—¡Te he golpeado una mejilla y Nuestro Señor Jesucristo te exhorta a que dispongas de la otra si con una no te queda clara tu falta! ¿Cómo te has atrevido a abogar por el estúpido de Juan Ordóñez frente al conde de Lisboa?

—¿Quien le ha dicho eso?

—¡Victoriano te ha visto con sus propios ojos defendiendo a ese indio mugroso!

—¿Y tiene mayor crédito la palabra de mi hermano que la mía? —me ofendí.

—¡Por supuesto que sí! —estalló—. ¡Él es hombre, evidentemente su palabra tiene mayor crédito que la de una insulsa mujercita como tú que arriesga nuestra dignidad y fama defendiendo indios y mercaderes! Una madre jamás debería de sentir vergüenza por el comportamiento de sus hijos; pero tú, Isabella, me haces llegar a extremos. A veces no solo me das vergüenza, sino que me haces renegar de ti. Parece que las conductas impropias ahora son parte de tus obras en la vida diaria, pero te aseguro que así sea a palos, quitaré de ti tus espantosas maneras de vulgar ordinaria: como que soy doña Catalina Mendoza de Altamirano.

Todavía me ardía mi mejilla derecha cuando le dije:

—Decir que se avergüenza y reniega de mí son palabras que me hieren madre, ¿por qué siempre, a la menor oportunidad, aprovecha para desdeñarme con tanta frialdad?

Pero yo conocía la razón: yo no era su hija sino su hijastra, y por mucho que se esforzara por quererme como a una hija jamás lo conseguiría del todo. Cada día que pasaba me lo confirmaba.

—¿Así es como pagas mi acogida, ingrata, dejándome en vergüenza? ¡Para ojos del mundo eres mi hija! Cuando tu padre tuvo sus amoríos con la maldita criada que se metió en sus ojos, y esa infeliz te engendró, tuve que tragarme el orgullo para impedir ser el hazmerreír de la ciudad entera. Pero Dios les castigó, tu madre muriendo al darte a luz y tu padre cayendo del caballo que lo dejó inválido para siempre. Tuve que simular un embarazo ante nuestra sociedad para hacer creer a todos que tú eras mi hija de sangre. ¡Pero tú no pareces tomar en cuenta mis sacrificios!

—¡Los tomo en cuenta, madre! —exclamé con un hilo en la voz—. ¿Por qué no hace un esfuerzo por dedicarme más cariño y parecerse más en bondad a la madre de Dios?

—¡Jesucristo! —exclamó, como si no diera crédito a lo que yo le decía—. La pregunta correcta sería ¿por qué benditos no te pareces ni un poco a tu prima Marieta? Ella desborda decencia y donaire incluso cuando comete errores. ¿Tan difícil te es tratar de imitarla?

—¡Imitar la actitud de Marieta sería tanto como actuar como una completa idiota! —espeté—. ¿Eso quiere, madre, que me convierta en una zopenca y así todo el mundo piense que carezco de juicio?

—¿Eso es lo que te preocupa, querida, que el mundo piense que careces de juicio? —se burló ella—. Que tus mortificaciones sean otras, que eso que te preocupa que la gente piense de ti, para tu mala fortuna, ya lo piensa. Ahora retírate y vístete con decencia para la cena. No quiero que tu padre te vea estropeada.

—¿Dónde está él? ¿Cenará con nosotros?

—¿Dónde va ser? En su habitación, dormido como siempre, y sí, cenará con nosotros.

Desde que tengo memoria, padre no caminaba: todos decían que se debía a una caída en su caballo, pero yo estaba segura de que también era porque había amado mucho a mi verdadera madre y no había soportado su muerte. Padre me amaba como la niña de sus ojos, pero casi nunca estaba presente en las reuniones familiares y ni tampoco se le veía fuera de su habitación: había cedido desde entonces la administración de nuestros bienes, (la casona donde vivíamos y la hacienda que estaba en el pueblo san Ignacio de Loyola) a mi madrastra. Sufría en silencio por él, y además de nana Justiniana, parecía que yo era la única que lo amaba y se preocupaba por él.

Maldiciendo por dentro me dirigí a mis aposentos, donde cambié mi vestido negro por uno color perla. Me quité los guantes para lavar mi cara y cuello con agua de rosas, luego me lavé los dientes haciendo gárgaras con vinagre de manzana y, por último, como pude, me hice una nueva trenza. Sin dejar de pensar en el desgraciado del conde de Lisboa y la bofetada que me había dado madre por su culpa me dirigí una hora más tarde a la mesa cuando llamaron para la cena. Allí me di cuenta de que madre me había mentido, don Humberto Altamirano y Montero, mi padre, esa noche, como hacía mucho tiempo, no cenó con nosotros.

Agradecí que la odiosa de mi prima Marieta y la chismosa de mi tía Migdonia, hermana de padre, no bajasen a cenar por sentirse indispuestas. Aún así el chocolate caliente y las empanadas no me asentaron bien: no me sentía cómoda compartiendo mesa con madre, que ocupaba el sitio de honor, como siempre, y mi medio hermano Victoriano. Éste último tenía veinticinco años, y llevaba un año casado con Azucena, una niña de la cual me compadecía: la pobre era buena, apenas si tenía dieciséis años y sus padres la habían forzado a casarse con mi hermano: jamás se le veía sonreír, y aunque era muy bonita, su tristeza no la ayudaba a expresar su belleza. Aún así, confiaba en que su embarazo (tenía entre tres y cuatro meses) hiciese cesar su amargura.

—Cuando termines de cenar, toma a bien reunirte conmigo en la terraza —me dijo madre cuando se levantó de la mesa.

—¿Otra vez?

—¿Tienes algún inconveniente?

—Por supuesto que no, madre.

Victoriano, que tenía los mismos rasgos de su madre, me miró con atisbos de burla. No haciéndola esperar demasiado me levanté de la mesa y fui con ella: de nuevo me daba la espalda mientras miraba los confines, con sus brazos recargados en la barandilla de piedra.

—Dime, querida, ¿cuántos años tienes? —comenzó como la última infortunada conversación que habíamos tenido una hora atrás.

—Hace dos meses cumplí diecisiete, madre —respondí.

—Y con ello has conseguido que nuestra familia sea el hazmerreír de todo el virreinato —respondió volviéndose hasta mí para mirarme a los ojos con desdén.

—¿Cómo dice? —me sorprendí ante su respuesta.

—¿A tu edad, querida, y sin un marido que te tenga bajo su protección?

—No conozco caballero alguno que me haya prendado aún. Me parece que están escasos los caballeros cuyas conductas sean lo suficientemente plausibles para poder amarle —dije, esperando que mi respuesta fuese aprobada por lo que ella consideraba "digno de una señorita decente".

—¿Amarle, dices? —rio con descontento—. Por favor, querida, ¿quién diantres se casa por amor en pleno siglo XIX?

—No lo sé, pero yo merezco casarme con un caballero al cual ame.

—¿Merecer? —se carcajeó de nuevo cogiéndome por los hombros—. No seas ilusa, que las mujeres no merecemos nada por más méritos que hagamos: nosotras únicamente somos el bastón que sujeta al hombre para que siempre permanezca de pie. Claro, siempre que la mujer no sea como yo. Yo sí merezco, porque aprendí a manipular a tu padre, ¿pero tú? Tú no manipulas ni a tus propios pelos, según logro ver en esa malhecha trenza que llevas, cuanto menos lo harás con un hombre. Sábete bien que ni siquiera yo me casé por amor. Los matrimonios hoy día simplemente son instituciones, no corazones que palpitan y derraman miel y chocolate.

—¿Entonces usted no ama a padre?

—No me malentiendas ni pongas palabras en mi boca que nunca dije. Si bien no lo amaba al principio, aprendí a quererlo con el tiempo. Aprendí que su presencia me es imprescindible. Los matrimonios con el tiempo se llegan a acostumbrar entre sí.

—¿Y qué de malo tiene que yo sí crea en el amor? Quiero amar al caballero que consiga robar mi corazón.

—No sabía que te gustase la tragedia, querida. ¿Ves cuán nocivo es leer a Esquilo y Shakespeare? No en balde has adoptado tan horribles mañas.

—¡Quiero ser feliz casándome con el hombre al que ame! —insistí.

—Quien piensa en su propia felicidad peca de soberbia y presunción, Isabella. Incluso ahora estas pecando el doble por infidelidad, al sugerir que puedes amar más con tanto descaro a otro hombre que no sea Nuestro Señor Jesucristo. ¡Blasfema! ¡Eso es lo que eres, una necia y blasfema!

—¡Yo no he dicho eso, madre, yo le he dicho que quiero poder elegir!

—Tú eres mujer, Isabella —me volvió a reprender sin escuchar razones—; no eches por la borda esta verdad: las mujeres decentes no eligen marido. ¡Son los hombres, y, sobre todo, los de la aristocracia los únicos con derecho de elegir a la mujer que quieren para su esposa!

—¿A qué ha venido esta conversación, madre? —cuestioné con determinación, queriendo descubrir el verdadero meollo del asunto.

Madre se apartó de mí y curvó las cejas tanto que por un momento creí que tocarían su pelo.

—Antes de la cena, a tu prima Marieta y a ti les han traído una invitación para un baile de máscaras que la condesa de Lisboa ofrecerá en su palacio. —Ante el título señorial del condado de «Lisboa» sentí que mi corazón se sacudía—. Se llevará a cabo en un par de semanas. El motivo primordial de la recepción será la celebración del triunfal regreso del señorito Luis César de Madrid, donde fue instruido para ser un caballero. Ahora que murió su padre y él es conde, necesita una esposa que realce su título. —La palabra «esposa» me hizo temblar—. Y como podrás intuir, porque sé que eventualmente piensas, ahora que Marieta está comprometida con el marqués de Villavicencio y ya no significa una sombra para ti, el presente baile supondrá una espléndida oportunidad para que te encuentres con el señorito Luis César y le seduzcas. Si le pones sazón a la ocasión, el conde podrá prendarse de ti, cortejarte y, si Dios te premia, hasta pedirte en compromiso. Sabes que con esto estarías cumpliendo todas las expectativas y complacencias de nuestra familia. Ahí tienes a tu hermano, ensalzando el buen nombre de los Altamirano de Mendoza al casarse con la hija de los terratenientes Virraudeta Castellanos.

Parecía que plomo al rojo vivo había caído sobre mi cabeza, ¿había escuchado bien? ¿Casarme yo con el hombre que me acababa de declarar la guerra horas antes? Perdí el habla, los ojos me comenzaron arder y mis manos a trepidar.

—Debo de reconocer que eres bonita, querida —dijo mi madrastra con una radiante sonrisa—: cabello castaño, largo y rizado natural, mejillas chapeadas, ojos grandes y almendrados coronados por amplias pestañas; nariz fina, labios gruesos y rosados. Si fueses una res el mejor postor querría tenerte. El papel de la mujer a desempeñar es simple, querida hija: nacer, crecer, casarse, tener feliz al marido y darle hijos.

—¡No! ¡No! —me sacudí y comencé a pasearme por toda la terraza—. ¡Quiere venderme sin mi consentimiento, como los padres de Azucena la vendieron a mi hermano!

—¡Que el Señor se cubra sus santas orejas para que desoiga la sarta de estupideces que ahora dices! —exclamó madre escandalizada.

—¿Por qué con él? —dije, refiriéndome al estúpido del conde—. ¿No ha oído que me he enfrentado a él por...?

—¡Por defender a un vil indio! —concluyó mi frase con un estridente grito—. ¡Qué mejor oportunidad para enmendar tu vulgaridad y malcriadez que dispensándote tú misma el día de la fiesta! Debes hacer que borre de sus pensamientos tu conducta soez: y ya que no hay nadie mejor en esta casa que reparare tus errores, serás tú misma, con una actitud decente y elocuente, la que lo haga.

Sentí que la mitad de Europa me caía encima y que el resto del mundo me comería el día de la fiesta. ¿Yo disculpándome con ese barbaján?

—¿Está insinuando que debo de denigrarme ante el conde de Lisboa?

Era como si las palabras amenazantes de Luis César estuviesen cobrando vida justo ahora.

—La palabra que has empleado no es la correcta: exculparte es el término adecuado. Después de todo fuiste tú quien le agredió verbalmente y en público, dejando en entredicho la refinada educación con la que te he criado, así que mejor da gracias a Dios que no te he agarrado a palos por tan vergonzosa actitud y toma en cuenta mis deseos como si de una penitencia se tratara.

Alzó su habitual vara amenazadoramente y tuve que retroceder al figurárseme que me pegaría. Por fortuna no fue así, suspiró y, torciendo gesto, volvió a bajarla.

—¿Cómo me pide humillarme ante él? —exigí saber, desesperada, con mis ojos aguados—. ¡No quiero ir a esa fiesta, se lo ruego!

—¿Te parece que te estoy preguntado si quieres ir o no? —Su vara seguía pasándose de una mano a otra—. ¡Mis órdenes son ley, Isabella, no lo olvides!

—¡Pero madre!

—Cumplirás mi voluntad cabalmente, y si te digo que irás, es porque irás. Tal y como lo ha hecho Victoriano con su matrimonio con Azucena, tú también tienes que ayudar a fortalecer nuestro patrimonio casándote con un hombre rico. ¿Qué mejor prospecto que el conde de Lisboa? Es un hombre apuesto, refinado y con un buen título. Así que calla y prepárate para hacer lo que te digo. Ahora te ruego encarecidamente que te apartes de mí.

—¡Pero madre!

—¡No te escucho, no te veo, no te siento! —me respondió cantaleando.

—¡Madre!

—¡No te escucho, no te veo, no te siento!

Y entonces la volví a matar de pensamiento, esta vez empujándola por la barandilla de la terraza a fin de que cayese de cabeza y se le partiera por mitad. Lo peor es que tendría que confesarme de nuevo con el padre Bernardino y sabía que mi penitencia sería mucho más severa que la anterior debido a que había reincidido en un nuevo asesinato mental.

Escapé pues, de madre, hecha una furia, tirando de mi trenza y pataleando en el suelo. El panorama que pintaba mi futuro únicamente favorecía a mi madre y a los intereses de la familia, no a mí. No era un secreto para nadie que madre era más ambiciosa que Judas Iscariote, capaz de traicionar a su propia hijastra con tal de obtener lo que se proponía.

Pensando en mi frustrante devenir, esa noche cometí el error que definiría mi futuro: pedí al demonio me mandase a uno de los suyos para que me llevara con él. Preferiría eso a presentarme en el palacio de Lisboa y postrarme a los pies de Luis César, quien, con tal de arruinarme la vida, simularía prendarse de mí y pedirme en compromiso, cumpliendo así la promesa que me había hecho aquella misma tarde de "encontrar una ocasión para humillarme".

¿Había peor cosa que rendírmele a sus pies? No, no lo había, y por tal razón prefería ser raptada por un demonio antes que casarme con él.

—Dios mío, ya que has desoído mis súplicas y desmerecido mis sufrimientos, he de pedir al diablo que me envíe uno de sus ángeles caídos para que me lleve con él —clamé arrodillada con la barbilla pegada a mi cama, mortificada y abandonada a mi sufrimiento.

Dicen que esa misma noche llegó un misterioso hombre a Guanajuato, en una carreta negra, cuya belleza era tan extraordinaria y exquisita que no se sabía si era un hombre de verdad o un ángel de los cielos.

En lo que a mí concierne, aposté más por la teoría de que era un apuesto demonio que había venido de los infiernos según mi petición, quien, muy a mi pesar, robaría eventualmente hasta el último suspiro de mi existencia.

Continue Reading

You'll Also Like

940K 48.7K 45
Desde el momento que subí al tren del expreso de Hogwarts y choque con Draco y Blaise mi vida no volvió a ser la misma. Más cuando el sombrero selecc...
7.2K 881 34
Un virus letal invadió la tierra... Personas del todo el mundo empezaron a desaparecer... La luz y el agua se acabaron en los hogares... El mundo en...
315K 12.9K 41
¿Como algo que era incorrecto, algo que estaba mal podía sentirse tan bien? sabíamos que era un error, pero no podíamos estar sin el otro, no podíamo...
98K 10.3K 45
Portada diseñada por @AleanellF Las decisiones nos hacen libres pero al mismo tiempo nos pueden atar a cadenas. Son siete sellos que fueron profanado...