La amenaza - Primeros capítul...

By davidjskinner

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Nos encontramos en el año 2148. Dentro de la farmacéutica Kronos, Jennifer Morstone lleva varios días junto a... More

Malas noticias
Ojos de hielo
Kronos
Encuentro en la cafetería

Mensaje inquietante

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By davidjskinner

Nueva York

 Viernes, 6 de septiembre de 2148

Jennifer apagó el insistente despertador. Por supuesto, tras el molesto sonido llegaba el alegre y suave ladrido de Tom, que se acercaba a su cama como cada mañana para hacer que el día fuera un poco menos gris. Jen acarició la cabeza de su mascota y amigo mientras se enderezaba.

 Había sido una semana muy dura: en el laboratorio estaban investigando un nuevo virus que había hecho irrupción de forma catastrófica en una zona residencial de Washington D. C. Afortunadamente, se había logrado controlar la infección en la antigua capital, pero los muertos se contaban por cientos y el riesgo de propagación hacía de su trabajo una auténtica contrarreloj. De hecho, no debía de haber dormido más de ocho o diez horas en esos últimos días; el tiempo que no pasaba en Kronos lo dedicaba a elaborar hipótesis y cálculos en su casa.

 Se acercó a la cafetera y se preparó un exprés. Mientras lo tomaba, encendió el ordenador para ver si había recibido algún nuevo correo del trabajo; quizás alguien del equipo hubiera encontrado ya un antiviral eficaz. Su sorpresa fue toparse con un breve mensaje de su hermano:

Jen, he descubierto algo terrible. Es sobre la epidemia. No sé qué te habrán contado, pero no ha sido un simple ataque terrorista… Ven a verme lo antes posible.

 Geoffrey

 «Lo antes posible…». Lo había enviado el miércoles por la mañana. Jennifer se quedó contrariada. ¿Por qué no había subido su hermano a verla en esos dos días, si era tan importante? A fin de cuentas, trabajaban en el mismo edificio, solo les separaban quince plantas. O hubiera bastado con una simple llamada telefónica… aunque, con la confusión reinante en el laboratorio en los últimos días, probablemente hubiera sido ignorada.

 Dejó el café a medias y se dispuso a vestirse y salir. Por un momento pensó en telefonear a Geoffrey, pero prefirió ir directamente a la central de Kronos; después de todo, tan solo estaba a un cuarto de hora y se quedaría más tranquila cuando le viera en persona.

 Tom se quedó mirando cómo su dueña salía corriendo del apartamento sin darse cuenta de que su paseo matutino había sido anulado. Obediente como era, se quedó frente a la entrada con la lengua fuera; al poco rato, la puerta se abrió de nuevo y Tom dio un par de cortos ladridos de bienvenida. Sin embargo, no era su ama en esta ocasión…

 ***

 Jennifer dejó el coche en su plaza de aparcamiento —uno de los privilegios de llevar tantos años en la compañía y de desempeñar un cargo como el suyo— y, tras pasar el control de acceso, se dirigió directamente a la planta dieciséis, en donde trabajaba su hermano.

 Geoffrey tenía habilidad suficiente para manejar las complejas maquinarias de producción, pero su falta de estudios —o el abandono de ellos, más bien, que valió para que ella misma lograra terminar sus estudios universitarios— lo convertía en un candidato inviable. Al menos hasta que ella movió los hilos necesarios para que le contrataran allí en una categoría muy inferior a la que ocupaba actualmente. Su esfuerzo y devoción, junto a la admiración de sus superiores, le sirvieron para progresar rápidamente hasta llegar a ser encargado de sección. Jennifer se sentía muy orgullosa de su hermano mayor.

 Pero aquella mañana Geoffrey no se encontraba en su puesto. Jennifer echó un vistazo alrededor en busca de alguna cara conocida.

 —George, ¿sabes dónde está mi hermano?

 —¡Oh! ¡Buenos días, señorita Morstone! —la saludó este—. Hace un par de días que no aparece por aquí. Según he oído, tenía la gripe o algo así.

 «¿Geoffrey en casa por una gripe? ¡Pero si en sus días de mecánico en el taller de Medford llegó a ir al trabajo con un brazo en cabestrillo!». Jennifer se sentía cada vez más preocupada, así que decidió subir al laboratorio y llamarle desde allí.

 Ya antes de salir del ascensor se escuchaba el alboroto. Cuando la doble puerta se abrió, Jennifer se encontró con que sus compañeros habían organizado una fiesta que sin duda se debía a la elaboración del antiviral. Por su cabeza pasaron como un rayo tres pensamientos de forma consecutiva: primero, le molestó que no la hubieran avisado; después se alegró de que la amenaza hubiera desaparecido y, por último, su mente volvió a centrarse en su hermano. Se dirigió hacia el teléfono.

 —¡Jefaaaaa! —Su ayudante, Michael, se abalanzó sobre ella—. ¡Ha sido todo un curro, pero lo hemos logrado!

 Michael era un tipo simpático; puede que no demasiado listo, pero simpático. Hacía cuatro años que trabajaba con él y tenía que reconocer que, salvo contadas excepciones, nunca le había hecho falta repetirle dos veces ningún procedimiento. A decir verdad, le consideraba un amigo —palabra que Jennifer no usaba a menudo— y habían charlado muchas veces delante de un par de cervezas. Una vez, incluso, él llevó un cigarrillo que fumaron a escondidas en los aseos del bar. (Sinceramente, Jennifer no entendía que el consumo de tabaco fuera ilegal; le parecía imposible que alguien pudiera hacer algo tan desagradable de forma habitual.) Dentro del grupo de científicos estirados con los que trabajaba, Michael era, la verdad, un agradable respiro.

 Pero esta vez Jen lo apartó a un lado como si espantara una mosca, lo que provocó que él se ruborizara un poco antes de volver al festejo. Jennifer cogió el teléfono y marcó el número de casa de su hermano. Un tono, dos tonos, tres… Nada. Ningún resultado tampoco con el móvil: apagado o fuera de cobertura. Ya iba a salir a buscarle cuando una voz grave que la llamaba la hizo volverse.

 —¡Morstone! —El hombre que hablaba, bajo, canoso y con bigote, no era otro que su jefe—. ¡Ha sido una semana difícil, pero al fin hemos conseguido aislar el virus y empezar a producir el antiviral! Y en gran parte se lo debemos a usted y al señor Jacobs.

 El señor Jacobs —Michael para los amigos, aunque lo cierto es que no tenía muchos, o más bien una— se acercó sonriendo al oír su nombre, pero al ver el rostro preocupado de Jennifer, soltó la primera excusa que se le vino a la mente:

 —Gracias, jefe; pero nos quedan por hacer unas últimas comprobaciones muy importantes. Hablaremos más tarde, ¿le parece?

 Y dejando a su jefe con la palabra en la boca, algo perplejo, se llevó a Jennifer a un extremo de la sala, una zona donde en ese momento no había nadie.

 —Jen, ¿te encuentras bien?

 Aparte de su hermano, Michael era la única persona a la que permitía que la llamara así. Una vez que se le ocurrió llamarla Jenny, le echó tal mirada, que se tiró varios días cabizbajo y llamándola por el apellido.

 —Michael, creo que le ha pasado algo a mi hermano. No consigo localizarle y esta mañana he visto que me envió un correo… preocupante.

 Michael conocía a Geoffrey, por supuesto, pero nunca había llegado a intimar con él. Sin embargo, sabía cómo este se había hecho cargo de la educación de Jennifer desde el accidente de sus padres y, en cierto sentido, él también le estaba agradecido. Cuando entró en Kronos, hacía ya cuatro años, y le asignaron a Jennifer como superior, Michael no se lo tomó muy bien. Parecía una mujer huraña, con un sentido del humor muy retorcido y, aún peor, con la fea costumbre de bromear sobre su ascendencia judía —algo que a Michael no le hacía la menor gracia ya que, si bien nació tiempo después de las revueltas antisemitas, padeció muchas penurias por culpa de aquello—. Pero, tras un año a su servicio, descubrió que Jennifer tenía un lado mucho más amable, aunque escondido, y cuando le dieron la oportunidad de ascender y dejar de ser su subordinado, decidió rechazarla. Quizás aquella decisión le hubiese cerrado puertas profesionalmente, pero lo dudaba: la genialidad de Jennifer superaba con creces la del resto de miembros del equipo científico y, si él no llegaba a ser grande, lo mejor que podía hacer era estar cerca de alguien que lo fuera.

 Cuando Jennifer le habló del críptico correo que le había enviado su hermano y le contó su intención de pasar por su casa, Michael no dudó en ofrecerse a acompañarla.

 ***

 El apartamento de Geoffrey estaba más alejado del centro que el suyo: su CIL no le permitía uno mejor, pero no tenía nada que envidiar al de Jennifer. Siempre que iba de visita —cosa que procuraba hacer a menudo—, le sorprendían las ingeniosas miniaturas que Geoffrey tenía diseminadas por toda la casa. Las construía él mismo, y la gran mayoría de ellas eran totalmente operativas. Desde luego, era un gran mecánico, y hubiera sido un científico de primera línea de haber continuado con sus estudios.

 Pero las miniaturas no estaban en funcionamiento cuando llegaron…

 Jennifer se alarmó al encontrar la puerta entreabierta. Michael decidió entrar delante, por lo que fue el primero en descubrir el apartamento totalmente destrozado. Cajones abiertos, alfombras levantadas, decenas de miniaturas destrozadas y esparcidas por el suelo… Intentó detener a Jennifer para que no cruzara la puerta, pero no lo consiguió.

 —Oh, Dios… —Jennifer se llevó una mano a la boca, y una lágrima resbaló por su mejilla al contemplar el caos que se extendía ante ella—. Geoffrey…

 Jennifer recorrió como loca toda la casa, sin caer en la cuenta de que quien hubiera hecho eso podría seguir aún allí. Revisó las habitaciones una a una; ni rastro de su hermano. La inquietud aún le atenazaba el estómago, pero al menos pudo dar un suspiro de alivio: su hermano no estaba allí.

 Cuando regresó a la entrada, Michael colgaba el teléfono en ese momento.

 —Ya he avisado a la policía. Estarán aquí en unos minutos.

 La policía tardó en realidad más de media hora en aparecer. Mientras esperaban, los dos permanecieron sentados en medio de aquel desorden, sin decir nada. Jennifer volvía a repasar mentalmente una y otra vez el correo de su hermano, mientras se maldecía por no haberlo leído antes.

 ¿Qué habría querido decir con que no había sido un ataque terrorista? No solo había salido en las noticias, en Kronos se lo explicaron también: un grupo de entre tres y cinco personas se inocularon el virus con la intención de reivindicar no-se-sabe-qué. Todos habían caído víctimas del mismo, junto a otras casi cuatrocientas personas, al ser mucho más destructivo de lo que probablemente creyeron en un principio. Aunque no había llegado a ver las últimas pruebas, en el laboratorio ya tenían claro que se trataba de una mutación de un virus relativamente inofensivo.

 La policía registró el apartamento, consiguieron las huellas que pudieron, recogieron unos cuantos objetos para analizarlos en busca de ADN, tomaron nota de sus declaraciones —en las cuales, por decisión de Jennifer, no hubo mención alguna del correo— y se marcharon.

 —Jen, vete a casa. Yo avisaré en el laboratorio de lo ocurrido, no te preocupes.

 Jennifer no se negó a ello. Aunque solo habían transcurrido unas pocas horas desde que comenzara el día, le parecía como si se hubiera levantado de la cama hacía una semana. Michael cogió un taxi y regresó a Kronos, mientras que Jennifer conducía su monovolumen hacia su hogar.

 Desde luego, se merecía un pequeño descanso. Pero no lo iba a conseguir al llegar a casa.

 Puerta abierta, cajones abiertos —«Oh, Dios, oh, Dios…»— y una oscura mancha de sangre en el suelo.

 Esta vez no fue corriendo hacia las otras habitaciones, sino que cerró lentamente la puerta, cogió lo que encontró más a mano —que resultó ser un paraguas— y, esgrimiéndolo cual espada, se preparó para enfrentarse a lo que pudiera encontrar.

 Por suerte —o por desgracia, eso nunca se sabe—, no halló a nadie en la casa; sin embargo, cuando entró en la cocina, el paraguas se escurrió de su mano y cayó a sus pies.

 —¡Tom!

 Al verlo allí, tirado en el suelo sobre un charco de sangre, Jennifer temió lo peor… pero cuando se acercó y el perro comenzó a mover la cola y levantó la cabeza, se lanzó a abrazarlo.

 Tom agradeció los mimos, aunque aulló lastimosamente cuando la mano de su ama rozó la sangrante herida de su oreja. Jennifer se la curó lo mejor que pudo y lo llevó de inmediato al veterinario. Después de darle unos puntos, este le dijo a Jennifer que el animal estaba bien, a excepción de aquella oreja rota.

 De vuelta en casa, Jennifer suspiró cansada. Ahora Michael no estaba allí para llamar a la policía, y ella no se veía con fuerzas de pasar por esa experiencia una segunda vez en el mismo día, así que comenzó a recoger todo aquel desorden. Cuando le tocó el turno a su escritorio, se dio cuenta de que el ordenador se hallaba encendido. ¿Se le habría olvidado apagarlo cuando salió de casa por la mañana? Con toda la confusión de las últimas horas, no podía recordarlo. Olvido o no, una cosa sí era cierta: el correo de su hermano ya no estaba en su bandeja de entrada.

 Jennifer se tumbó en la cama con Tom a su lado. Apenas eran las tres de la tarde, pero para ella el día ya había terminado. Se sentía incapaz de sacar ninguna conclusión de todo aquello, estaba aturdida y agotada. Pensó en llamar a Michael… «No, no merece la pena. Se lo contaré más tarde, cuando haya descansado un poco…».

 Durmió hasta la mañana siguiente.

 Mientras, Tom, que ya se encontraba bastante mejor, se dirigió hacia la puerta, dio un par de vueltas sobre sí mismo en la entrada y, en vista de que no tenía pinta de que fuera a ver la calle en lo que quedaba de día, se dirigió a la cocina a hacer sus necesidades y volvió a la cama, junto a su ama.

 Ya casi no recordaba la cara de la persona que había entrado aquella mañana y le había hecho daño, aunque sí recordaba la del que entró antes que él, el que le puso el collar nuevo. A fin de cuentas, ese sí que pasaba por allí muy a menudo, aunque Tom nunca llegara a saber que era el hermano de su ama…

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