Kronos

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Nueva York

Miércoles, 4 de septiembre de 2148

Geoffrey llevaba todo el día intranquilo. Desde ayer. En realidad, el edificio entero lo estaba tras la alerta biológica declarada en Washington, que contaba ya con casi cien muertos; pero él se sentía especialmente alterado.

La semana anterior había inspeccionado por casualidad un envío que le llamó la atención por el reducido tamaño de los paquetes. ¿Por qué? No lo sabía. Las muestras de algunos productos o solicitudes de la FDA solían mandarse en cajas pequeñas. Sin embargo, ese envío despertó su curiosidad por algún motivo. (Tardó un par de días en darse cuenta de cuál había sido: no aparecía el sello de Kronos en ellos.) Así que Geoffrey cogió uno de aquellos paquetes y lo abrió.

Dentro encontró un aerosol. No tenía ningún rótulo que indicara el contenido, ni el fabricante, aunque obviamente debía de ser de Kronos. Se lo quedó con la intención de mostrárselo a su hermana más tarde. Geoffrey no era dado a hacer ese tipo de cosas, pero esta vez actuó casi sin pensar —o más bien su subconsciente pensó más de lo que él pudo asimilar en ese momento—. El caso es que ese mismo día salieron de la sede de Kronos cuatro pequeñas cajas rumbo a Washington D. C., tres de ellas con lo que parecían ser anodinos aerosoles en su interior.

Geoffrey fue a guardar el envase en su taquilla y volvió a la tarea. El día se complicó tanto que cuando terminó, lo único que le apetecía era irse a casa y descansar, por lo que el misterioso aerosol permaneció varios días en la taquilla sin que se acordara de él.

El fin de semana Geoffrey lo pasó en la antigua casa de sus padres, en Medford. Limpió y adecentó un poco todo aquello, estuvo ayudando en lo que pudo a los actuales inquilinos… Y cuando el martes entró a trabajar —se había pedido el lunes libre—, se enteró de la epidemia en Washington.

Era tal el caos que incluso en su planta todo el mundo andaba ajetreado de un lado para otro. Constantemente se iban recibiendo muestras, analizándolas —de lo que se estaría encargando su hermana—, y mandando paliativos y otros medicamentos a la zona infectada. La actividad era febril. Su deseo de contar a Jennifer las sospechas que albergaba sobre el aerosol luchaba contra su resistencia a creer que algo así estuviera ocurriendo. Además, con el estrés que la pobre debía de estar teniendo ese día, no quería molestarla ni preocuparla sin razones de peso.

Apenas si logró conciliar el sueño esa noche. Se la pasó dándole vueltas y más vueltas a ese asunto, hasta que finalmente tomó una determinación: lo primero que debía hacer era recoger el aerosol de su taquilla —se recriminó por no haberlo hecho ese mismo día— y luego hablaría con su hermana fuera del trabajo. Si sus suposiciones eran ciertas, la sede de la farmacéutica no era el mejor lugar para sacar el tema.

Así que allí se encontraba de nuevo, frente a su taquilla, aunque un poco más tarde de lo habitual: era de madrugada cuando al fin logró quedarse dormido y el despertador no sonó lo bastante fuerte para despertarle por la mañana. La jornada se planteaba tan horrible como la anterior —o incluso peor, pues el número de víctimas se había multiplicado por cuatro en las últimas horas—, aunque no era lo que más le preocupaba en ese momento. Cogió el pequeño aerosol, se lo guardó en su bata de trabajo y se dirigió a su puesto.

Llevaría un par de minutos trabajando cuando…

—Liedermann, López, Morrison, acudan al despacho del capataz.

La voz sonó estridente por los altavoces de la megafonía. Geoffrey tuvo un mal presentimiento y se dirigió a un compañero, Andy Bottiner, uno de los técnicos más jóvenes del departamento.

—Buenos días, Andy —saludó con el aire más despreocupado del que fue capaz.

Este sonrió amablemente, aunque en su cara asomó un atisbo de nerviosismo.

La amenaza - Primeros capítulosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora