El último solsticio

By Milaeryn

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Elia morirá durante el solsticio de invierno, pero antes debe descubrir quién es en realidad. ... More

Nota de la autora
⏳ Ilustraciones ⏳
Prólogo: El Génesis
Capítulo 1: Un libro y un secreto
Capítulo 2: El ataque
Capítulo 3: Los Siete Ángulos
Capítulo 4: El misterio en persona
Capítulo 5: La verdad prohibida
Capítulo 6: El ángel y el demonio
Capítulo 7: La ermita oculta
Capítulo 8: La vida de Jarodes
Capítulo 9: Animales salvajes
Capítulo 10: Un rey sin corona
Capítulo 12: Una alianza difícil
Capítulo 13: Encuentro
Capítulo 14: La Marca Piramidal
Capítulo 15: La noche más larga
Capítulo 16: Baile de serpientes
Capítulo 17: El día más oscuro
Capítulo 18: La Sede Sacrílega
Capítulo 19: Leyendas de Seven Devils
Capítulo 20: El juicio de los Nueve
Capítulo 21: Eres mi enemigo
Capítulo 22: Bienvenidos a 1898
Capítulo 23: Los Rothschild
Capítulo 24: El dilema de un rey
Capítulo 25: El Trimófono
Capítulo 26: La Cripta
Capítulo 27: Enfermedad incurable
Capítulo 28: Las hojas del otoño
Capítulo 29: Palabras de fuego
Capítulo 30: El Círculo Sagrado
Capítulo 31: Allá dónde estés
Capítulo 32: Pasado y futuro
Capítulo 33: Entre dos siglos
Capítulo 34: El valor de la familia
Capítulo 35: Un plan de rescate
Capítulo 36: El castigo de Azazel
Capítulo 37: En el Purgatorio
Capítulo 38: Se acerca el solsticio
Capítulo 39: Duelo de hermanos
Capítulo 40: El libro de Él
Capítulo 41: Últimas palabras
Capítulo 42: Las llamas azules
Epílogo: El Apocalipsis

Capítulo 11: El palacio en llamas

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By Milaeryn

Acto II: Un pacto por una vida

Tú crees que Dios es uno; haces bien. También los demonios creen, y tiemblan.

Santiago, 2:19.

Jarodes estaba sentado detrás de mí y leía El retrato de Dorian Gray con una agilidad asombrosa. Mientras tanto, yo estudiaba mis apuntes de historia una y otra vez, pero no lograba concentrarme. Resoplé mientras apoyaba mi cabeza en el escritorio. Estudiar se había convertido en mi última prioridad después de todo lo que había pasado.

—¿Te molesto? —preguntó Jarodes con una pizca de culpabilidad—. Puedo marcharme si quieres.

—No. Eres como el silencio personificado —bromeé.

—Quería decirte algo... —interrumpió en un hilo de voz—. Estoy impresionado por tu valentía. Debo darte las gracias por incluirme en ese acuerdo para protegerme.

—No es nada —dije mientras le miraba a los ojos—. El acuerdo es una salida provisional. No quiero que termines perjudicado, y tampoco voy a permitir que Lucifer se salga con la suya sin descubrir antes si me está diciendo la verdad.

—Lo sé, pero ha sido muy arriesgado por tu parte.

—Jarodes, debo arriesgarme porque es la única manera de conocer las respuestas que necesito. Hay datos sobre mí que él me ha contado, y apuesto a que tú no los sabías.

—Tenía mi sospecha pero preferí callarme porque no estaba seguro en su momento.

—¿Qué sospecha?

—Acerca de tu... don. —Jarodes resumió toda la historia en esa última palabra—. Pero no puedo obligarte a tomar el mismo camino que yo si te has negado a tener fe. Prefiero dedicarme a mantenerte con vida.

—Admiro tu tolerancia —mencioné.

Él permaneció quieto durante unos segundos en la misma posición, y me miró como si tuviera algo más que decir. Estaba paralizado, sin moverse ni un centímetro. Parecía una representación de El Pensador de Rodin.

—Retiro lo que he dicho antes —mencioné para continuar el tema—. Creo que no me has contado todo lo que sabes.

—El día que te conté la historia de mi mundo, e incluso la mía, me preguntaste varias veces cuál era tu papel en este asunto. No te lo conté porque... sentí que te daría demasiada información de golpe. Además, Lucifer se me adelantó cuando te lo explicó hoy.

—Se nota de qué bando eres, Jarodes.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no sabes mentir —discutí—. Hay algo turbio en este asunto que has preferido ocultar desde que te conocí. No me vale la excusa de que me hayas seguido durante días para protegerme. Tampoco me digas que no estabas seguro sobre mi identidad, o... que explotaría tras escuchar demasiada información.

—¡Siento no ser demasiado claro a la hora de hablar, pero creo haber demostrado que estoy de tu lado! —respondió Jarodes, y lanzó el libro que tenía en la mano en un arrebato de agresividad.

El volumen impactó contra la pared, y rodó sobre mi mesa. El marco de la fotografía de mi madre se cayó tras el golpe. Coloqué la foto en su sitio original, y sentí un pinchazo en la garganta que me obligaba a llorar cuando até los cabos que faltaban.

—El Concilio Celestial envió a sus ángeles durante años para asesinar a todo antepasado mío que intentara destruir el libro de Él —hablé con la voz quebrada—. Imagino que les rastrearían y les perseguirían para darles caza. Esa era la mejor forma de evitar que consiguieran sus planes. Ahora entiendo que mi madre no murió de ninguna enfermedad.

Jarodes torció su gesto, y me observó con la mirada helada durante varios instantes. Quería gritarle a pleno pulmón que había escogido las palabras equivocadas, y al final, me contuve. Decidí mantener la compostura, pero no fui capaz de retener el enfado y la tristeza al mismo tiempo. El resultado fueron unas pesadas lágrimas que me recorrieron las mejillas como acero fundido.

—Has dicho que tengo un don, pero en realidad es una maldición. Poseo un poder que se considera un motivo a exterminar. Tu bando no descansará hasta que no quede nadie, y estoy segura de ser la siguiente. Así que deja de decirme que vas a salvarme. No puedes hacerlo porque somos enemigos naturales.

—Elisabeth...

—¡No me digas nada! —exclamé—. Alguien de los tuyos mató a mi madre. ¿Acaso sabes lo que siento ahora mismo cuando te tengo delante? —Me puse de pie en un salto, y encaré a Jarodes—. No tendré la misma oportunidad que tuviste tú de reunirte con tus seres queridos en el Cielo. Quizá nunca pueda ver a mi madre.

—Eso no lo sabes.

—Mátame, y lo comprobaremos —amenacé—. Hazlo ahora mismo para honrar tus principios morales. Esa es la especialidad de los ángeles.

—¡Deja de verme como tu asesino porque no lo soy!

Él se aproximó unos pasos hacia mí, y yo retrocedí en respuesta. De repente, Mefis apareció envuelto entre un espeso humo negro para colocarse entre nosotros.

—¡Mefis! —dije en un sobresalto.

—Atwood, será mejor que te vayas. El padre de Elia está a punto de llegar —farfulló el demonio.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Jarodes en un tono despectivo.

—Cumplir órdenes, no como tú —replicó Mefis—. ¿Acaso estás sordo? ¡He dicho que te marches! No me hagas insistir una vez más.

—No me iré a menos que Elisabeth lo pida. ¡Tú eres quien debe irse! Vuelve a ese agujero del que has venido.

Permanecí en silencio, e hice el intento de asimilar la situación. Fue inútil mantener la cabeza fría para decir algo coherente. Tenía miedo, rabia y me sentía tan perdida como una actriz en mitad de un escenario que no conocía el papel que debía interpretar.

—¡Quiero que os vayáis los dos! —grité.

—Ya me ha quedado claro de qué lado estás —habló Jarodes mientras abría el ventanal para salir al balcón.

—No estoy a favor de nadie —rebatí.

—Por eso no estamos en el mismo bando, Elisabeth.

Jarodes me dio la espalda, y ladeó la cabeza para mirarme de reojo una última vez. Su silueta desapareció pasados unos segundos. No me arrepentí de mi decisión, pero sí me sentí culpable. Quizá había focalizado la furia contenida contra la persona equivocada, aunque una parte de mí también pensaba que se lo merecía. Estaba ahogándome en mi propio mar de dudas.

—¿Elia? —inquirió Mefis para captar mi atención.

—Por favor, vete.

—Debo obedecer las reglas a raja tabla, Elia. No puedo abandonarte, pero sí darte un poco de privacidad. Prometo que no vas a notar mi presencia.

Iba a decirle que desapareciera de mi vista, pero mi deseo se hizo realidad sin necesidad de pedírselo. La figura de Mefis se esfumó, y mi habitación se llenó de silencio. Disfruté de la aparente soledad hasta que apareció mi padre pasado un rato. Transcurrió el tiempo suficiente para poder tranquilizarme y aclarar los ojos rojos después de haber llorado. William intentó convencerme para cenar algo, y accedí a probar un trozo de su lasaña casera. Volví a mi cuarto en cuanto terminé de charlar con mi padre. Aproveché al máximo la conversación para aterrizar en la realidad y olvidar las situaciones que me aguardaban en otros mundos contrarios al mío.

Luego, me fui directa a la cama, pero vi que El retrato de Dorian Gray estaba sobre mi almohada. No dejé ahí el libro, y yo no había sido la última en leerlo... sino Jarodes. Por un segundo, creí que Mefis lo había puesto en ese lugar para gastarme algún tipo de broma. Preví que esa podía ser una indirecta por su parte para decirme que seguía rondando por aquí sin que yo le viera. Pero esa idea cambió en cuanto abrí la novela por la primera página. Una elegante caligrafía ocupaba la hoja mediante una simple frase escrita, y unas conocidas iniciales firmaban el pie de la nota.

«Estamos en bandos distintos, pero jamás sería tu enemigo. ~ J.A.»

Acaricié la letra sobre el papel con la punta de mis dedos. Solo un amigo podía escribir esas palabras después de un desacuerdo. Jarodes y yo estábamos en bandos distintos, pero eso no era una norma para convertirnos en rivales. Él era mi amigo, y por esa razón, le debía una disculpa.

17 de diciembre de 2013.

Deseé que aquella mañana se presentara tan monótona como la de cualquier martes. Pero tenía el presentimiento de que pasaría algo para marcar una nueva diferencia, al igual que durante cada día que había vivido desde que me sumergí en esta decisión. Las dos horas seguidas de Historia del Arte que iniciaban mi jornada en el instituto se convirtieron en una manera de no recordar lo ocurrido. Al menos, por el momento.

René Bourdeu era el profesor que impartía esta asignatura, y también se encargaba de la clase de Francés por ser nativo. Había nacido en Lyon y tenía una formación interminable en las dos materias que impartía. Historia del Arte era mi materia favorita, y solía disfrutar de las explicaciones de Monsieur Bourdeu. Tenía un alto conocimiento sobre pintores renacentistas, y supo ejercer como un buen maestro porque llegó a transmitirme su pasión por esa época. Sin embargo, en esa clase no nos centraríamos en las obras de Miguel Ángel o Leonardo Da Vinci. La lección trataba del movimiento barroco. Debíamos realizar un análisis por escrito de la escultura de El rapto de Proserpina que realizó Bernini.

Kat, sentada detrás de mí, dio una suave patada en mi silla.

—¡Psst! —siseó para que me diera la vuelta—. ¿Qué vas a poner en el estado de conservación?

—Mira el tema quince.

—¡Espera, Eli! —Kat me tiró del jersey para continuar la charla—. Oye, falta poco para tu cumpleaños... ¡Estoy más nerviosa que tú!

—No empieces...

—¿Quieres que cancele la fiesta que te hemos preparado para el sábado? —murmuró ella con una sonrisa ladina, y llamó a Ana para que se uniera a la conversación.

—¿Qué? ¡No teníais por qué hacer nada! —respondí con una risa en voz baja.

—La más pequeña del grupo se nos hace mayor, y tú creías que no íbamos a planear algo para celebrarlo todos juntos... ¡Elia, no seas boba! —Ana se mofó.

—¿Qué estáis tramando?

—Íbamos a celebrar la fiesta en casa de mis padres, pero ¡ha habido un cambio de planes! —explicó Ana—. Un amigo tuyo me llamó ayer. Dijo que conoce a tu padre, y por lo visto, él le dio mi número. El chico parece simpático, se ofreció a celebrar la fiesta en una villa privada situada a las afueras de Atlanta. ¡Qué pasada!

Intenté no hacerme la sorprendida.

—¿Qué amigo?

—Tenía un nombre rarísimo, ¿a que sí? —Ana se dirigió a Kat.

—Según me contaste... Creo que era un tal Mefis —completó Kat con un gesto extrañado pero sin darle mucha importancia—. ¿Es amigo de Jarodes?

—Sí, sí —disimulé.

—Pues el chico será millonario si puede permitirse esos lujos —dijo Kat, y añadió en un tono meloso—: No me dijiste que Jarodes se codeaba con gente tan adinerada...

—¡Kat! —exclamé su nombre para que se callara.

—Me muero por conocerles. Deberíamos organizar algo antes de la fiesta. Conozco un pub en Midtown... ¡Podríamos quedar este viernes! —ideó Ana en un tono insistente.

—Me parece genial —aprobó Kat—. Y por cierto, Eli, tus padres también saben lo de la fiesta. Tu madre me dijo que sería mejor decírtelo para que te hicieras a la idea, ya que no te gustan mucho las sorpresas... ¡Ella se va a encargar de comprarte un vestido y todo!

—Señorita Palmer. —Bourdeu nombró a Kat—. No creo que usted esté hablando de Bernini. ¡Guarde silencio si no quiere irse de mi clase!

Kat agachó la cabeza para concentrarse en terminar su análisis, y Ana se giró para finalizar la conversación conmigo.

—Quedamos el viernes a las ocho en el Rising Sun. Ya me encargo yo de decírselo a Jake y Cameron. Ya sabes, tú...

—Se lo diré a Jarodes.

—¡No olvides invitar a sus amigos también!

—¡Señoritas Olson y Dankworth! Esa advertencia que dije antes también va por ustedes —destacó Bourdau.

Puse mi atención en terminar el análisis que nos mandó Monsieur Bourdeu. Revisé una fotocopia que nos entregó al comenzar la clase que resumía el mito de Proserpina y Plutón, protagonistas de la escena que representaba la escultura de Bernini.

Cupido, ordenado por Venus, lanzó a Plutón una de sus flechas de amor. En consecuencia, el temido dios del Inframundo se enamoró de una bella muchacha que recogía flores cerca de un lago. Ella era la hija de Ceres, diosa de la naturaleza, y su nombre era Proserpina. Un carruaje de fornidos caballos negros que conducía Plutón surgió de un volcán próximo a ella. El dios la raptó para hacerla su esposa, y la convirtió en la Reina del Inframundo. Pero Ceres se enfureció en respuesta, y lanzó una maldición a la tierra de Sicilia hasta que la volvió un desierto. La solución fue establecer un acuerdo para que Proserpina pasara tiempo con su amada madre. La joven reina comió seis semillas de granada, y su acción fundó un compromiso. Ella pasaría seis meses con su esposo en el Inframundo, y volvería con su querida madre el resto del año. La historia resultó en una Sicilia exuberante y colorida cuando Proserpina estaba con Ceres, o en la tierra seca y árida que se transformaba cada vez que la reina dejaba a su madre. Primavera, verano, otoño e invierno eran el resultado de los sentimientos de Ceres hacia su hija.

La palabra «Inframundo» golpeaba mi mente cada vez que la leía. Era un constante recordatorio de que debía volver al Infierno. Pero, ya visto que un demonio como Mefis había llegado a comunicarse con personas ajenas a mi vida, eso me hacía sentir que el propio Infierno vendría hasta mí. Noté que un sudor frío me bajó por la frente y la saliva se me helaba en la boca. La ansiedad de estar en el interior de aquella clase me golpeaba el pecho. Necesitaba salir.

Entregué el análisis de El rapto de Proserpina a medio acabar. El profesor Bourdeu me observó por encima de sus gafas redondeadas cuando le di mi folio. Observé un ápice de decepción en su tez morena al ojear la poca cantidad de texto.

—Profesor, ¿puedo salir antes? Verá, debo irme a la biblioteca para...

—Váyase si lo necesita, Dankworth. Al menos así no interrumpirá mi clase con la señorita Palmer y compañía —recriminó sin levantar la vista de su grueso manual de Arte Barroco.

—Gracias, profesor.

Regresé a mi mesa para guardar los libros y la cartuchera en mi mochila. Kat me miró mientras ocultaba su cara tras el folio que debía entregar más tarde.

—¿Qué haces? —preguntó, desconcertada.

—Voy a saltarme la clase. Pronto hay final con Collins, y no quiero volver a suspender —susurré en su oído.

Kat iba a decirme algo, e incluso Ana realizó un gesto con la mano para que le devolviera la mirada. Salí de clase tan rápida como un rayo. Atravesé el pasillo para ir a los baños de chicas que había en la segunda planta del Berlandon.

El lugar estaba vacío, y fui al lavabo para echarme agua en la cara y las manos, pero ni eso me hizo sentir alivio. Me acomodé un mechón desordenado de cabello tras la oreja. Observé el reflejo en el espejo por un momento, y vi que tenía un aspecto cadavérico. Estaba al borde del colapso. Mis muros de valentía ya habían empezado a quebrarse.

Un ligero ruido me despertó de mis pensamientos, y el espejo me devolvió la imagen de una silueta situada detrás de mí. Era Mefis.

—¡Otra vez tú! —grité, histérica—. ¡Dile a tu venerado rey que no ha respetado lo que acordamos! Insistí para que no se involucrara a mi familia o mis amigos en esto. Acabo de enterarme de que tú estás preparando mi fiesta de cumpleaños con ellos. Parece un chiste. Todo esto tiene que ser idea de Lucifer, ¿verdad?

—Sí —confirmó el demonio—. De hecho, he venido para llevarte con él. Así que tendrás la oportunidad de quejarte en persona.

Realicé un sonoro bufido de desaprobación.

—¡No puedo irme de aquí ahora! ¿No ves dónde estamos? ¿Y si llaman a mi padre cuando vean que no estoy en el instituto? ¿Quieres que le diga que he hecho novillos viajando al Infierno?

—Dijiste a ese tipo estirado y franchute que te enseña Historia del Arte que ibas a ir a la biblioteca. Ese sitio puede considerarse un Infierno para los que odian leer, así que asunto zanjado.

—Estupendo —ironicé—. ¿Cuándo piensas dejar de espiarme?

—Lucifer es un demonio muy ocupado, y me ha ordenado que te llevara con él. Ahora. —Mefis no respondió mi pregunta.

—¡No puedo!

—Me trae sin cuidado —discutió.

Mefis realizó aquel conjuro inconfundible que abría un umbral hacia el Infierno. Un viento frío inundó cada rincón del espacio cerrado donde nos encontrábamos. El portal apareció frente a nosotros, y algunas ascuas que rodeaban la forma circular me salpicaron hasta que sentí un ligero escozor en la piel. El demonio me obligó a cruzar esa puerta que conducía a aquel olvidado exilio.

No estábamos en el mismo lugar de la última vez. Reconocí otras paredes diferentes, llenas de imágenes esculpidas en la piedra que recogían escenas de la rebelión de Lucifer como un momento glorioso, todo lo contrario a la gran pérdida que pudo suponer. Noté el sospechoso calor que desprendía aquel palacio. Algunas llamas se colaban por las rendijas del techo. Tuve que quitarme el jersey escarlata del uniforme para atarlo a la cintura, y me remangué la camisa blanca que tenía debajo.

Mefis me indicó con la mano que me apresurara. Aceleré el paso conforme subíamos una escalera de caracol.

—Su Majestad quedó sorprendido con tu comportamiento de ayer —reprochó el demonio—. Ni le hablaste como un rey ni realizaste una reverencia al saludarle. Veo que no obedeciste a Belial. Te aconsejo que le muestres más respeto esta vez.

Terminé tragándome las palabras porque no quería causar más problemas. Resultaba irónico que los demonios pidieran respeto cuando ellos mismos carecían de él por su afán de superioridad. Seguí a Mefis a través del camino ascendente, hasta que se detuvo frente a una estancia situada en una planta intermedia. Observé que la torre del palacio tenía un buen número de pisos sobre el nuestro.

—Entra. Su Majestad llegará enseguida —ordenó Mefis, cediéndome el paso al interior de la sala.

El demonio cerró la puerta, y permaneció fuera. La estancia poseía un gran ventanal de vidrio rojo en la parte frontal que la iluminaba de forma débil, y me dirigí hasta allí para contemplar el paisaje. El río de lava que dibujaba una línea en la zona emanaba diminutas olas de fuego al impactar contra la superficie. La pared rocosa que componía el palacio trasmitía el suficiente calor para pensar que podría quemarme. Una lámpara colgaba del techo con unas cuantas velas encendidas. Había llamas allá donde mirase. Pero mi propia curiosidad era lo que de verdad me abrasaba, al igual que la primera vez que me reuní con el amo y señor de este incendio.

Caminé hasta una amplia mesa de cristal que había en el centro del lugar. Sobre ella, descansaba un pergamino junto a un puñal, una cadena de escasas dimensiones y un anillo que tenía grabado el conocido símbolo del heptagrama.

Al otro lado de la habitación, se encontraban unas estanterías repletas de otros pergaminos enrollados, y cada estante que guardaba los papeles vacíos estaba etiquetada con las siguientes palabras: Riqueza, poder, éxito, concupiscencia y conocimiento. Esos fueron los títulos que más llamaron mi atención, pero había otros como «homicidio» y «venganza». Esas dos últimas categorías junto a las demás sumaban siete tipos de pergaminos en total. Comprendí que ese número no era ninguna casualidad, y supe entonces que aquellos términos solo eran los apellidos de un nombre propio en particular. Estaba en la sala donde se formalizaban los Pactos con Lucifer. La opción de conseguir el mayor deseo de una vida con tan solo una firma podría ser atractiva para cualquiera. Pero cada deseo podría convertirse en ceniza cuando el precio para pagarlo dependía de la voluntad del Diablo.

—¿Qué creías que era el Infierno? —La conocida voz de Lucifer emergió desde una esquina de la sala—. ¿Un lugar con calderas de aceite hirviendo y un soberano de piel roja con cuernos de cabra?

—Podría ser —concidí—. Imaginaba un lugar lleno de instrumentos de tortura. Fue así hasta que supe la función del Purgatorio.

Retrocedí varios pasos hasta toparme con la mesa central. Lucifer estaba frente a mí, y el mero hecho de tenerle delante me producía una incontrolable inquietud.

—Qué bien hizo ese tal Jarodes Atwood al contarte esa historia que los humanos tienen prohibido conocer. He de admitir que ha sido un buen maestro para ti, además de un tipo listo —farfulló él con una risa pícara—. Pero su hermano fue más inteligente. Al fin y al cabo, se unió a mí.

—¿Conoces a Alain? —pregunté casi en un grito.

—Por supuesto —admitió Lucifer sin dar más información.

El Diablo se acercó a la mesa, y pasó muy cerca de mí, casi noté un roce de su mano con la mía. Un gesto que me invitaba a acercarme a él, a permanecer cerca de su voz para oír mejor sus palabras... pero esos detalles se convertían en una advertencia para alejarme del falso reflejo que deseaba proyectar. Bajo esa cautivadora máscara, estaba oculto un monstruo dispuesto a hacer lo más sucio para cumplir sus planes.

—Querida Elia, ¿a qué viene esa miradita? —inquirió en un tono de burla—. Sé que estás impaciente por realizar un compromiso eterno conmigo.

—No vas a conseguirlo, pero eso no te supondrá un problema. Estás acostumbrado a perder, ¿verdad?

—¡Compórtate! ¿Sabes que podría dejarte prisionera aquí? Podría decirle a Astaroth que te encerrara en algún rincón oscuro de este sitio. Y, créeme, ahí sí podría haber cosas peores que calderas de aceite hirviendo —amenazó con agresividad—. Estás en la Sede Sacrílega, el lugar del Infierno designado para formalizar los Pactos. Deberías mostrar respeto, sobre todo en mi presencia.

El mero hecho de oírle servía para perder mis energías. Esa frustrante sensación de debilidad se adhería a mí como un parásito. Todo se resumía a la lucha entre una sencilla afirmación y una difícil negación.

—Estás más vinculada al Infierno de lo que crees —repuso.

—Solo intentas engañarme.

—¿Qué ganaría engañándote? ¿Acaso crees que me serviría ser tu rival si solo tú tienes el poder que tanto ansío?

—Entonces quieres utilizarme, algo que resulta peor.

—Tendrás que confiar en mí. Mis verdaderos intereses no se reducen a que seas una esclava o termines muerta —explicó—. Eso no me beneficiaría.

Apreté mis labios en una línea con exasperación.

—No confío en ti. En absoluto. Y jamás me plantearía ser uno de los tuyos. Solo os dedicáis a mentir, asesinar o cosas peores que no quiero saber.

—Despierta —agregó en una voz áspera—. ¿Acaso crees que Jarodes y los ángeles solo se dedican a rezar?

—No lo sé. ¿Por qué no me lo dices tú?

—Deja de actuar una seguidora de Dios porque no eres como esos títeres. Saca tu verdadera naturaleza de una vez por todas. Aprovecha tus dones.

—Lo haré si me dices quién soy y me cuentas la historia que involucra a mi familia —interrumpí, retándole—. ¿No querías negociar? Pues aquí me tienes, pero te adelanto que no cederé ni un centímetro.

—Aprendes rápido —reconoció, e hizo una especie de reverencia como una señal de aprobación hacia mí—. Aunque no tendrías que ceder en nada.

—¿Qué quieres decir?

—Recuerda mi oferta —respondió, y el brillo de sus ojos destacó al igual que dos rubíes—. Te ofrecí un Pacto, y lo rechazaste sin dejarme una opción para convencerte. Adivino que Jarodes te prohibió que consintieras cualquier compromiso conmigo. Él ya sabe que exijo un precio algo elevado, pero en este caso es distinto.

—¿Qué precio?

—Un alma. Un servicio eterno a mis órdenes. Un noble trabajo a cambio del deseo que la persona en cuestión elija. Ya podrás predecir cuál es el castigo si no se paga el precio.

—La muerte... perpetua —dije en un balbuceo.

—Pero como ya te he dicho, tu caso es distinto —repitió—. No crees en Dios, y por ende, jamás podrías unirte a mi bando. Tu alma no pertenece a ningún lugar una vez mueras, solo a ti.

—Me estás dando la razón —reafirmé—. Si no puedo pagarte con mi alma, estaría en deuda contigo. Eso es todavía más peligroso.

—Tu precio será destruir el libro de Él. A cambio, te contaré la historia de tu familia y te brindaré protección. Estoy siendo generoso, Elia. Debes saber que practicar una virtud en vez de un pecado no es algo común en mí.

—Dudo que aceptes algo donde ganes tan poco...

—¿Ganar poco? Obtendré la libertad si eliminas el yugo que supone cada texto de ese libro. La historia comenzará desde cero, y sus autores seremos nosotros. Es el objetivo que siempre quise.

Pensé mi respuesta durante varios instantes. Quería escoger bien lo que debía decir para no dar una impresión de cobardía.

—El Concilio Celestial ya me ha puesto una diana en la cabeza por haber roto una de las treguas, y hacer lo que me pides significaría violar la segunda tregua. La mayoría de mi familia ha muerto por esta causa, según me dejaste entrever durante nuestra última charla, así que yo no tardaría en ser la siguiente. —Hice una suposición—. Si aceptara realizar un Pacto contigo, ¿qué significaría tu protección?

—Sería estúpido por mi parte si te dijera que podría mantenerte con vida a toda costa, porque mentiría. No siempre puedo evitar que te asesinen porque suelen enviar a sicarios muy poderosos, pero sí puedo postergar tu muerte. La fecha de tu asesinato está fijada desde hace mucho tiempo. Tu verdugo será el propio Azazel, el serafín que lidera el Concilio Celestial.

El pulso acelerado de las arterias me golpeaba las sienes a ritmo de martillo y tambor. Era la forma que tenía mi corazón de traducir el peligro, el agobiante sentimiento de no tener otra salida.

—Pero ¿cómo sabes todo eso? —pregunté—. ¿Cómo quieres que formalice ese Pacto contigo si aún sé tan poco sobre lo que conlleva ser un miembro de este linaje?

—No me subestimes, soy el Diablo. Puedo obtener información si me lo propongo, dejando a un lado los medios que use —mencionó en un tono que me transmitía inseguridad—. Y no te diré nada hasta que firmes ese Pacto.

—¡Esa es tu manera de chantajearme para que lo firme! ¡No pienso caer en la trampa! Además, acordamos que me darías un margen para pensármelo, y te dije que no involucraras a nadie mientras tanto. Hoy me he enterado por mis amigas del instituto que Mefis pretende organizar mi fiesta de cumpleaños con ellas. ¡Tú has estado detrás moviendo los hilos! Te encanta llamar títeres a todos los que no siguen tus principios, pero tú eres un titiritero con los que están a tu servicio... No pienso permitir que me manejes, y mucho menos después de haber comprobado que no has cumplido un acuerdo tan nimio como este.

—Un discurso lleno de moralismo barato. No manipules porque esa es mi especialidad. Dices todo eso como si hubiera secuestrado a tus amigas para cometer un crimen. Pretendo estar atento a cualquier cosa que hagas para no dar más oportunidades a aquellos que te quieren muerta.

—Lo que pretendes es salirte con la tuya...

—Establecimos que este acuerdo era provisional. —Lucifer cambió de tema—. No creas que iba a darte más de unas horas de margen. Mi paciencia se agota al igual que tus posibilidades de seguir con vida.

—No pienso firmar sin conocer primero la historia que me estás ocultando.

—Elia, te seré franco. Vas a terminar firmando el Pacto —dijo para dictar una clara sentencia—. Las únicas dos opciones que pensaba darte eran hacerlo por las buenas o por las malas, y soy muy creativo en lo malo. Te aconsejo que no me tientes.

—Lo sabía —admití—. Estabas tardando mucho en mostrar tu verdadera cara.

Lucifer esbozó una sonrisa infectada por la traición. Cogió el puñal que residía sobre la mesa, y dirigió su puntiagudo extremo a la palma de su mano. El arma recorría su piel mediante una afilada caricia, como si tuviera la función de un juguete para él.

—¿Qué debería hacer para realizar un Pacto? —pregunté—. Quiero que me digas cuál es el proceso.

—Te lo explicaré encantado...

El Diablo se aproximó a una de las estanterías para alcanzar el pergamino del Pacto de Conocimiento. Desenrolló el papel y lo dejó sobre la mesa. Colocó un anillo en su dedo índice, y comprobé que el signo del heptagrama destacaba en aquel círculo de metal.

—Hay siete tipos de Pactos según el deseo que busque el firmante. Esto comprende desde el hecho de satisfacer una ambición personal, hasta la eliminación de los anhelos de otras personas. Puedo hacer que alguien que se sienta desdichado obtenga la gloria, e incluso matar para conseguir una dulce venganza —expuso mientras señalaba los estantes a rebosar de pergaminos viejos—. Pero el Pacto de Conocimiento es el que nos interesa ahora. Mi favorito, sin duda.

Él agarró la fina cadena entre sus manos, y me indicó que me acercara. Me quedé congelada por un instante, y una señal de alerta viajó a través de mí para obligarme a estar quieta. Pero las ganas de saber más superaban mi propio terror. Avancé a paso lento hasta que una mínima distancia nos separara.

—Dame tu mano, Elia...

Sentí que aquel susurro impactó contra mí a través de la calidez de su aliento. Tendí la mano y coloqué la palma hacia arriba. Hice el intento de ocultar que me temblaban los dedos, pero me fue imposible. Lucifer captó aquel titubeo, y sonrió cuando colocó la cadena rodeándome la muñeca.

—Tan solo debes pronunciar lo que quieres saber para que tu deseo quede grabado en el pergamino. Después de eso... —habló Lucifer al recorrerme la piel con la punta del puñal—. Tendrás que firmar el documento con tu sangre, prometiendo tu fidelidad más absoluta a mí, reconociéndome como tu rey y tu único señor.

—Suena como un matrimonio —espeté.

—Casarse conmigo es el propósito que ansía toda bruja que vive bajo mi mandato, pero esa es otra historia. Este compromiso va más allá. Estamos hablando de que me pertenecerás. Es algo más sólido que una promesa de amor a un monarca y sus principios.

—No pienso estar encadenada al Infierno mientras viva.

—Lo harás, y el Pacto quedará cerrado cuando grabe el sello de mi anillo sobre la piel de tu muñeca. La forma de la cadena también permanecerá inscrita en tu antebrazo. Será una marca invisible para todo el mundo, a excepción de ti y de mí.

Me miré la muñeca e imaginé el tatuaje que se dibujaría ahí. No tenía más opción que aceptar, pero me negaba a entregar mi vida a Lucifer, y si no lo hacía... facilitaría mi muerte a cada miembro del Concilio Celestial que se turnaba para asesinarme.

—No pienso entregarte mi vida.

—Si no lo haces, la entregarás al Concilio Celestial. Te estoy ofreciendo mi mayor misericordia, casi me parezco a esos odiados títeres que tanto critico.

—¡Mi vida es mía! —grité.

—Ha dejado de ser tuya desde hace un tiempo. Acepta que ya no te pertenece. Piensa en la recompensa que obtendrás si cumples el objetivo que te he propuesto. Destruye el libro de Él para construir la anarquía de la libertad... y ninguna vida tendrá dueño.

Una manzana apareció en la mano de Lucifer. Su inquietante mirada tenía el mismo color de la fruta, y ese tono se asemejaba al de la sangre.

—Conocerás la historia de tu linaje, sabrás más acerca de tu madre... ¿Acaso no te hubiera gustado saber por qué se fue y cómo murió? Las respuestas están frente a ti. Solo basta con dar un bocado a la gloria para dar un paso hacia la salvación.

Una simple manzana provocó la expulsión de los humanos del Paraíso, pero abrió el camino del conocimiento. El sabor del bien y el mal estaban concentrados tras su superficie escarlata. El mero hecho de imaginar que conocería cada respuesta a mis preguntas convertía esta salida en un consuelo. Dejarse llevar por este hechizo era fácil, y también, peligroso. Estaría a la merced de un ser que muchos habían aprendido a temer. Tenía que resistir a esta tentación desgarradora. Debía haber otra opción.

—Quiero irme de aquí —murmuré, dando un paso atrás.

—Seré indulgente contigo, Elia... —Aquel susurro parecía el hipnótico siseo de una serpiente—. Será mi regalo de cumpleaños para ti. El veintiuno de diciembre me parece un bonito día para cumplir años. La noche más larga del año que transcurre durante el conocido solsticio de invierno.

—Qué detalle.

—Me encanta ser generoso si la ocasión lo merece —dijo con un ápice de lástima hacia mí—. Sé que no te gustan las sorpresas, pero te prometo que será un solsticio muy especial.

—Iba a preguntarte cómo sabías que odio las sorpresas, pero eres el Diablo. Tú lo sabes todo.

—Casi todo. Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo, ¿no? —recordó el famoso refrán—. Incluso sé que este será el penúltimo solsticio que vivirás. Azazel fijó tu asesinato para el solsticio del año siguiente. Así que ya puedes reconsiderar mi caritativa oferta... porque tienes los días contados hasta el último solsticio.

Sentí que mis piernas empezaban a flaquear y que no había aire en la calurosa atmósfera de la Sede Sacrílega. Las opciones se agotaban conforme obtenía mayor información. Las posibilidades de escapar se habían reducido a cenizas, y no quedaría otro remedio que aceptar el trato.

—¡Deja que me vaya! —vociferé.

—Como desees. Volveremos a vernos en otro momento, Elia. Regresa a tu rutina. A veces olvido que todo esto sigue siendo algo nuevo para ti.

Un portal se abrió frente a nosotros, y vislumbré que el baño vacío del instituto estaba al otro lado. Crucé para volver a mi mundo, pero eché la vista atrás para observar a Lucifer una vez más mientras el acceso se cerraba. No pude articular palabra tras asimilar que mi muerte ya era una realidad prevista. Incluso mi propio final tenía una fecha.

Volví a mirarme en el espejo que colgaba sobre los lavabos. Sin duda, no tenía esa expresión cuando me marché antes. La marca de aquel desenlace que estaba próximo a suceder se me había quedado grabada en la cara, y se volvería imborrable si no hacía nada al respecto.

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