𝗧 𝗥 𝗔 𝗖 𝗘 𝗥

By janhe2

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Ailén vive en los suburbios de la ciudad, en un edificio redondo situado en el peligroso barrio de Almas, don... More

𝗣 𝗿 𝗼 𝗹 𝗼 𝗴 𝗼
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By janhe2

1 mes después

Notaba el frío de la mañana en las piernas pero no quería abrir los ojos, porque sabía que si lo hacía, el cambio de estación habría llegado. El despertador no le dejó otra opción, solo dos oportunidades de apagarlo.

Afuera todavía era de noche y los pantalones vaqueros rotos no cubrían lo suficiente como para que Ailén dejase de temblar. Tampoco ayudaba el hecho de que solo disponía de tres pares de pantalones para todo el año, pero no podía permitirse ir de compras cuando otros asuntos apremiaban a ser pagados, como las facturas o las medicinas de su abuela.

A las 7 y cuarto cruzó el puente bajo las vías de tren como cada mañana, a excepción de que no había mucha más gente que tres personas. Dos caminaban con prisa en direcciones contrarias y uno dormía en el suelo, sentado entre dos cartones. Ailén no les prestó atención, concentrada en la canción que salía de sus auriculares, la cual le provocaba un chute de energía que nada tenía que ver con la expresión muerta de su rostro. Así levantarse temprano se le hacía más soportable.

No tardó más de veinte minutos en llegar a la esquina donde se encontraba la anticuada tienda de licores y droguería.

Entró por la estrecha puerta y fue directa a la trastienda a cambiarse y ponerse el uniforme, una camiseta negra con una pegatina naranja del logo cutre en la espalda y el pecho.

A pesar de ser una evidente tapadera de blanqueo de dinero y armas, la licorería se utilizaba desde hacía años, un negocio pasado de padres a hijos. En los suburbios y el barrio de Almas era el único lugar fiable para obtener un trabajo sin tener estudios más allá de la enseñanza obligatoria. Sobretodo porque la tienda estaba administrada por la tía de la mejor amiga de Ailén, que hacía ojos ciegos a los negocios internos con tal de que le pagasen un sueldo fijo, al igual que ella.

Vera llegó de hacer unos recados en la hora del descanso, mientras Ailén atendía el mostrador, por el cual no pasaron más de cuatro personas durante todo el día.

La chica de 19 años llevaba su cabello anaranjado y descolorido atado a la nuca. Dejó unas cajas pesadas en la entrada y le saludó con una sonrisa.

Ailén le hizo una señal con la cabeza, mostrándole un paquete de cigarrillos en su mano.

Las dos pasaron en fila la trastienda y cruzaron la puerta trasera de la salida al callejón donde solían descansar.

Vera se sentó sobre una cesta cuadrada de plástico boca abajo, soltando un suspiro de cansancio. La gota de agua de un aire acondicionado por encima de su cabeza cayó sobre su brazo estirado, salpicando en sus tatuajes. Se la limpió con asco y se lo enseñó a su amiga.

— ¡Mira qué tengo!

Ailén encendió un cigarrillo entre sus labios y luego le pasó el mechero a Vera, que le señalaba un nuevo tatuaje apenas curado. Tenía una forma extraña, en conjunto a los demás, que formaban un mapa de dibujos y letras mal escritas en su piel. Pero siempre podía ver la ilusión con la que mostraba su colección, de una manera muy tierna.

— ¿Un pato?

— ¡Es un pequeño fantasma saludando! ¿Ves? Los ojos, la mano...

— ¿Quién te lo ha hecho, un niño con hiperactividad?

— Lo dibujó mi primo pequeño, pero es mono.

Ailén se río y sopló el humo que inundaba sus pulmones, tranquilizándole. Su amiga le imitó, encendiéndose un cigarro y devolviéndole el paquete y el mechero.

El callejón no era del gusto de las chicas, que fumaban entre la basura y la inmundicia de las viviendas a su alrededor, pero no tenían otro lugar para poder esconderse un rato de su jefa.

Se fijó en Vera, la pálida piel de su cara resaltaba sus grandes ojos oscuros y, por el contrario, también sus claras cajas desdibujadas en la punta. A pesar de esto, la chica seguía teniendo un encanto que ella no podía tener, porque se nacía con él.

Estaba intentando dejar de fumar y ya llevaba así bastante tiempo, ni siquiera los chicles del supermercado podían ayudarle a dejar su adicción, y por ello terminó regalándoselos a Ailén, rindiéndose.

— ¿Cómo llevas lo de Yael?— Preguntó entre caladas, sin mirarle.

— No he conseguido información todavía.

— Bien, pero me refería a ti.

— Estoy bien. Solo necesito saber dónde está.

El cielo comenzaba a nublarse.

Unas voces estridentes y graves irrumpieron la tranquilidad de la calle desde dentro de la tienda. Una mujer de voz grave se quejaba de alguien con muy mal humor. Ailén fue la primera en darse cuenta a quién pertenecía, casi atragantándose con el humo que salía por su boca.

— Mierda, mierda,— susurró alarmada hacia su amiga— corre, tíralo.

Le dieron unas rápidas y últimas caladas a sus cigarrillos antes de tirarlos al suelo para apagarlos con las zapatillas. Luego les dieron una patada para esconderlos bajo las bolsas de basura al otro lado, sin embargo, el de Vera se quedó apartado a mitad del camino. No tuvieron tiempo de apresurarse a dispersar el cargado aire de humo gris con los brazos, así que solo se sentaron y disimularon lo mejor que pudieron.

Una mujer de unos 45 años, con el pelo cardado y la cara muy pintada, asomó su cabeza hacia el exterior para echarles un ojo.

— Niñas, ¿tenéis algo de dinero para prestarme, que quiero ir al bar? No encuentro mi monedero.

Si pensaban conservar su puesto, era mejor no contradecir a la dueña del local, así que Vera y Ailén se las ingeniaban de maneras diferentes para evitar a la señora. Las dos se miraron y después negaron con la cabeza.

— Tía, nos debes aún de la última vez...

— No seáis hijas de puta, que para cigarros sí tenéis.

Indignada con la respuesta, la tía de Vera se arregló el abrigo de pelo falso en el que iba enfundada tras ver la colilla humeante del suelo. Vera suspiró y rebuscó en el estrecho bolsillo de sus pantalones. Luego contó unas cuantas monedas y se las tendió, que la mujer cogió con una ceja alzada, decepcionada porque cada vez eran menos.

— ¡A trabajar!

Después de terminarles el turno de descanso, les mandó entrar. Solo cuando la mujer se marchó dentro el silencio volvió al callejón y Vera se levantó de su asiento.

— Es mejor que entremos o se pondrá borde.

— Vera, necesitas un ascenso.

— Aun si pudiera, no lo querría.

Saber lo que pasaba detrás de la licorería le daría muchos problemas legales. Vera jamás se había metido en líos, huía de ellos porque era una chica lista y porque era la única de las dos, según pensaba Ailén, que podía llegar a tener un buen futuro si se alejaba de su corrupta familia.

— Tú ahorra lo que puedas para salir de aquí.

Vera le sonrió sin mucha convicción y le ayudó a ponerse de pie, tendiéndole una mano. Volvieron a trabajar durante toda la tarde, atendiendo clientes, ordenando cajas y limpiando las botellas con polvo de los últimos estantes. Fue un día duro, ya que había llegado un cargamento de pesados materiales de destilería que tuvieron que cargar desde el camión de la calle hasta la trastienda.

Ailén terminó su turno, a las siete y media, con el cuerpo sudado y dolor de espalda. Estaba agotada pero aún había algo que debía hacer antes de ir a casa.

Se cambió el uniforme mojado por la ropa que había traído, los vaqueros y una sudadera gris azulada. Luego se despidió de su amiga y fue al cajero automático más cercano, uno que se encontraba al lado de una de los pocas cabinas de teléfonos supervivientes al cambio. Retiró una cantidad considerable de billetes en efectivo y, a medida que iban saliendo, los enroscó y los ató con la goma de pelo negra de su muñeca. Por suerte, no tuvo que sacar más de 1.000 euros y tener que dar e explicaciones al banco sobre su transacción, con 450 bastó para pasar desapercibida.

Guardó el fajo en su bolsillo, asegurándose de que no había nadie que pudiera observarle, y se dirigió a una casa de apuestas con un cartel de llamativos colores y luces que atraían a los apostadores como polillas.

Su interior estaba bullicioso de personas ocupadas jugando a las máquinas tragaperras, que mareaban con sus extravagantes sonidos, o pidiendo bebidas alcohólicas en la barra a los camareros de traje.

Ailén se apartó de las personas, caminando por las esquinas y esquivando unos cuantos borrachos.

Iba a ir directamente al pasillo del fondo de la sala cuando vio a un grupo de chicos de su edad, de 20 años, sentados en los sofás de terciopelo rojos situados a su izquierda. Gritaban y armaban escándalo mientras veían un partido de fútbol en las distintas televisiones de pantalla plana, con paneles digitales situados estratégicamente frente a ellos que marcaban los resultados, con la única intención de que apostasen juego tras juego.

El hijo del dueño tiró a la televisión un puñado de cacaos que habían en un bol en la mesa con rabia mientras otros dos se reían. Luego se volvió contra ellos y rápidamente les hizo callar.

Ailén se puso la capucha y pasó caminando rápido hasta llegar al pasillo que quería. Su espalda se tensó de la presión por pasar sin que le vieran y lo consiguió, pero el dolor se le hizo horrible y se cobró su precio. Al final de este habían dos hombres tan anchos como la puerta que guardaban, cruzados de brazos. El jefe estaba esperándole, así que le dejaron pasar dentro después de unos segundos en avisar al dueño.

Le acompañaron dentro, donde ella nunca había estado, hasta cruzar otra puerta que daba a una especie de mercado interior de dos pisos, abandonado y reconvertido en el epicentro del negocio entre las sombras de los hombres de Sentenza, el dueño de la casa de apuestas.

Eran límites que nunca se habría atrevido a cruzar antes, por lo que en su interior estaba tan asustada que pensaba que el corazón iba a salírsele por la boca y escapar corriendo antes que ella.

Pero era lo que debía hacer, por su hermano.

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