El diario de una institutriz

By MaribelSOlle

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La felicidad del Gobernador Canning se basa en su carrera política. No es feliz. Desde la muerte de su esposa... More

Reparto de personajes
Capítulo 1- El destino entre llamas de Cobalto
Capítulo 2- El monóculo del Gobernador Canning
Capítulo 3- Huérfanos de madre
Capítulo 5- La locura de la señorita Rothinger
Capítulo 6- El despacho del Gobernador Canning
Capítulo 7- Quemazón
Capítulo 8- Tormenta de nieve
Capítulo 9- Los ojos avellana de la señora Manderley
Capítulo 10- Guerra de corazones
Capítulo 11- Besos mudos bajo la lluvia
Capítulo 12- La voz de la institutriz
Capítulo 13- Deseos reprimidos
Capítulo 14- Bajo el encanto rojo
Capítulo 15- Inocentes y culpables
Capítulo 16- Invitaciones indeseadas
Capítulo 17- Oda a la vida y la muerte
Capítulo 18- Incontrolable
Capítulo 19- El díficil arte de ser institutriz
Capítulo 20- Juntos por los niños
Capítulo 21- Lo que realmente importa
Capítulo 22-Reencuentro
Capítulo 23- Renacer entre las llamas

Capítulo 4- Sin palabras

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By MaribelSOlle

Una institutriz tiene que ser todo: madre, hermana, amiga, maestra, todo en uno. Nadie tiene un mayor poder de moldeo en la vida de otro que el que tiene una institutriz.

Elizabeth von Arnim

Debía admitirlo, estaba seriamente preocupado por la situación. Se tomaba muy en serio la educación de sus hijos y la influencia de la señorita Rothinger le parecía peligrosa. No la conocía en absoluto, y debería de darle una segunda oportunidad de forma genuina si se consideraba un caballero de honor. Sin embargo, su experiencia diaria le había enseñado a juzgar a las personas con solo una mirada. A pesar de las buenas referencias y la experiencia de la señorita Rothinger, para él era evidente que poseía un espíritu rebelde. Era una mujer con ideas propias sobre la educación, demasiado vivaz para su gusto. Además, no podía ocultar la pasión que ardía en su interior, incluso con sus vestidos negros y su postura erguida. Su cabello rojo era su mayor delator, ya que se sabía que las mujeres pelirrojas ardían con intensidad, eran seres apasionados y peligrosos. Traían malos augurios. Los romanos consideraban que la gente pelirroja no era de confianza, y por algo sería. 

—La prima de Su Majestad la Reina Victoria vendrá de visita dentro de quince días, Su Nobilísima —informó el secretario con deferencia. Había decidido abandonar la finca para dedicar la tarde a los asuntos gubernamentales. Sus deberes diplomáticos exigían atención constante para evitar acumulaciones, especialmente tras haber retrasado varios asuntos con la visita del Embajador de Austria.

La espera de esa nueva visita en Calcuta había sido prolongada. La prima de la Reina Victoria, la Marquesa de Ailsa, desempeñaba un papel crucial en la supervisión del Imperio Británico. Familiares y allegados a Su Majestad solían visitar a los embajadores de diversos imperios para luego compartir sus impresiones personales con la Reina. Era una forma sutil y diplomática de obtener información.

—Gracias, señor Kamis —expresó Nathaniel a su leal secretario hindú, empleado desde hacía años. Esperaba que, para entonces, la señorita Rothinger ya no estuviera en su casa. Había enviado nuevas solicitudes a Inglaterra en busca de una nueva institutriz y aguardaba ansioso una pronta respuesta. Quizás tendrían que prescindir de una institutriz por un tiempo, pero era preferible a tener una inadecuada. Eran casi las siete y media de la tarde, como confirmó con una rápida ojeada al reloj de su escritorio. No deseaba regresar demasiado tarde; no sabía qué se encontraría al volver—. Hasta mañana.

—Hasta mañana, Su Nobilísima. 

Con un gesto de agradecimiento, Nathaniel se despidió de su secretario y salió de su despacho con paso firme. La tarde se desvanecía lentamente, tejiendo una manta de sombras sobre los exuberantes jardines de Calcuta. Un carruaje lo aguardaba en la entrada, ansioso por llevarlo de regreso a casa.

La inminente visita de la Marquesa de Ailsa resonaba en su mente mientras observaba las calles desde el interior de su vehículo. Esa visita traía consigo la promesa de un escrutinio minucioso de su vida en la India. Nathaniel se sentía tenso ante la perspectiva de tener que justificar sus recientes decisiones relacionadas con la colonia, y aún menos emocionado ante la posibilidad de que esa mujer indagara sobre su vida personal.

Al llegar a la majestuosa mansión y después de bajar del vehículo, Nathaniel se detuvo un instante frente a la imponente fachada amarilla. Un recuerdo fugaz de tiempos pasados se agolpó en su mente, recordándole los días en que Tara, su difunta esposa, había sido la anfitriona indiscutible de aquel hogar. En aquellos días, su única preocupación había sido el trabajo, sin tener que lidiar con las complejidades de la vida personal.

Suspirando, Nathaniel sacudió la melancolía que amenazaba con envolverlo y se adentró en las sombras de su hogar. 

Al cruzar el umbral de la puerta principal, Nathaniel fue abordado de inmediato por la señora Manderley, cuya expresión de malestar era evidente.

—Su Nobilísima —comenzó ella con tono inquieto—. Esto es sencillamente inconcebible.

La señora Manderley era la única figura femenina que se ocupaba de los asuntos de la casa desde el fallecimiento de Tara. Nathaniel no le había confiado la educación de sus hijos, pues no era una dama ni una institutriz capaz de ejercer ese rol. Sin embargo, su antiguo papel como confidente cercana de su difunta esposa seguía siendo de gran importancia para él. Era ella quien se esforzaba por mantener la normalidad en casa: los mismos menús, los mismos horarios, las mismas normas, todo igual a como lo dejó su esposa antes de morir en aquel fatídico accidente. Nathaniel reconocía su dedicación y valoraba su presencia, que constituía un ancla de estabilidad en medio del caos. 

—¿Qué ocurre?

—Están cenando en el patio trasero —respondió la señora Manderley con tono de desaprobación.

—¿Quiénes? 

—¡Los señoritos! ¡Cenando en el patio trasero! ¡Como si fueran vagabundos! —exclamó la señora Manderley, denotando su indignación.

—¿Quién ha tenido esta descabellada idea? ¿Alguno de mis hijos ha realizado semejante petición? —inquirió Nathaniel, volviendo a irritarse por segunda vez en ese día. 

Los jardines que quedaban detrás de la propiedad estaban destinados únicamente a recibir sus invitados más selectos. Nadie de la casa solía usarlos salvo para dar un paseo después de la siesta. 

Se dirigió hacia las puertas con vidrieras que se abrían hacia los jardines traseros, Nathaniel percibió una algarabía de voces infantiles al acercarse. No recordaba la última vez que había escuchado a sus hijos tan ruidosos. Ni siquiera cuando aquella institutriz demasiado joven e irresponsable había irrumpido en su hogar unos meses atrás, provocando un auténtico desastre.

Nathaniel aminoró el paso y se asomó a través del cristal. Observó cómo todos estaban sentados alrededor de una de las mesas de piedra del jardín, la más cercana a la casa, iluminada por farolillos. La señorita Rothinger dirigía la conversación, con el pequeño Arthur reposando sobre sus faldas negras, mientras Oliver se erguía recitando algún tipo de poema. ¿Poesía? ¿De su propio heredero? Era algo que le resultaba completamente fuera de lugar. Por ende, Amelia y Jennifer parloteaban y reían en una esquina mientras comían. 

Una vez que los niños completaron sus tareas diarias, Emma había decidido cenar en el patio trasero de la propiedad. Había dado instrucciones a uno de los sirvientes para que preparara todo para la ocasión, pues su posición social era superior a la de cualquier sirviente y bien tenía derecho a hacerlo. Además, consideraba que era una forma de romper el hielo con los niños, con quienes había tenido un comienzo algo distante. 

Sin embargo, justo cuando estaban a punto de terminar de cenar, una corriente gélida le recorrió la espalda a Emma. No pasó mucho tiempo antes de que comprendiera la razón de su escalofrío, al ver cómo los niños palidecían de golpe y se levantaban de sus sillas de un salto, alineándose en fila para recibir, por supuesto, a su padre.

El Gobernador irrumpió en el jardín con largas zancadas, su presencia imponente parecía llenar todo el espacio. Con una estatura que parecía aumentar con cada paso. Desde su asiento, Emma lo observó con una mezcla de aprehensión y valor. Por un instante, el impulso de quedarse quieta, la tentó. Pero rápidamente rechazó esa idea. Se puso de pie con elegancia, sosteniendo al pequeño Arthur sobre su cadera, y se posicionó frente a los tres niños, cuyas miradas reflejaban un evidente temor. Al cambiar de posición, también notó la sombra de la señora Manderley cerca de la puerta con vidriera que conducía al jardín desde la propiedad.

 Seguro que ella había sido la primera en ir a informar al Gobernador sobre su «desacato». 

Al parecer, Su Nobilísima era capaz de ocultar muy bien todos sus sentimientos, excepto uno: la ira. Su rostro estaba completamente airado, con los labios apretados y el ceño ligeramente fruncido. Bien, era bueno saber que, al menos, era humano. O eso fue lo que pensó Emma antes de dar un paso hacia él. 

—¿Puede explicarme el significado de todo esto, señorita Rothinger?

—Ignoro qué podría explicarle, Su Nobilísima. Estamos cenando —dijo Emma, buscando en el bolsillo de su falda negra y sacando un pequeño reloj que siempre llevaba consigo para mantener las rutinas de sus alumnos—. Comenzamos a las siete en punto, y ahora son las siete y veinte. Dentro de diez minutos empezaremos a retirarnos, como usted me ordenó, para que a las ocho estén en la cama —resumió, guardando de nuevo el reloj, segura de sí misma y con una media sonrisa, dispuesta a no dejarse vencer por los ojos intimidantes del señor—. Aquí está la copia que ha hecho la señorita Jennifer —Emma se dio media vuelta y tomó la hoja en la que la pequeña había escrito cien veces la frase «Ningún Canning tiene defectos»—. Tenga —Extendió la carta hacia el Gobernador, pero este no hizo ningún gesto para tomar el papel. 

La observó fijamente a los ojos, estudiándola. A Emma le pareció que su mirada penetraba hasta lo más profundo de su ser, como si estuviera tratando de leer sus pensamientos. La sensación de ser examinada de esa manera, con esa autoridad, la hizo sentir incómoda.

—¿Acaso considera que el salón no es adecuado para cenar?

—Mi señor, mi tarea es instruir a los jóvenes en todos los aspectos de la vida, incluido el social. No sé si está al corriente, pero cenar en los jardines es una tendencia entre las clases más acomodadas de Inglaterra. Simplemente estaba enseñándoles a los niños cuál sería la etiqueta adecuada en este tipo de situaciones —replicó ella, sin dejar de sonreír, pero con la voz firme. 

Nathaniel titubeó. Después de tantos años en Calcuta,  desconocía por completo las nuevas modas en Inglaterra en cuanto a etiqueta y costumbres. Quizás la señorita Rothinger tenía razón, y estaban algo rezagados en lo que deberían saber como ingleses.

Emma se rio para sus adentros. No había dicho ninguna mentira, pero había exagerado un poco su argumento. Si bien era cierto que cenar en los jardines era una actividad cada vez más común durante eventos especiales, no era una costumbre hacerlo a diario. Ah, pero disfrutó demasiado viendo al Gobernador titubear, tambalearse sobre su propia furia y exigencias. 

—Amelia, ¿cumpliste con tu castigo? —preguntó Su Nobilísima, desviando la mirada de la institutriz para mirar a su hija mayor. 

Amelia miró a Emma, indecisa sobre cómo reaccionar. —Oh, por supuesto que lo ha cumplido —mintió Emma con destreza—. Además, ha escrito una maravillosa carta como parte del ejercicio. Amelia posee una excelente ortografía y un talento innato, pero su redacción me pareció un tanto carente, falto de expresión —Con elegancia, Emma se volvió hacia la mesa, recogió la carta escrita por Amelia y la ofreció también al señor, tal y como había hecho con los deberes de Jennifer. 

Nathaniel volvió a clavar sus ojos azules sobre Emma y, muy serio, pero menos enfadado, tomó la carta de su hija entre sus manos. 

«Querida señorita Rothinger:

Agradezco enormemente su esfuerzo al realizar un viaje tan largo para venir a cuidarnos. Sin embargo, no será necesario que continúe con su presencia, ya que mi madre sigue velando por nosotros. Esta es la creencia de mi padre y de todos nosotros. Respecto a una despedida, confieso que nunca he tenido que despedirme de nadie. Espero que guarde buenos recuerdos de nosotros, a pesar de la seriedad habitual de mi padre.

Atentamente, Amelia Canning»

Nathaniel tuvo que leer dos veces la carta de la niña para comprenderla. —¿Qué clase de ejercicio es este, señorita Rothinger?

—Le pedí a la señorita Amelia que escribiera una carta de despedida hacia mí. Es un ejercicio común para una jovencita de su edad. ¿No son las damas generalmente responsables de mantener la correspondencia con familiares y allegados, así como de redactar cartas a los empleados cuando es necesario?

Una vez más, Nathaniel se quedó sin palabras. ¿Realmente su hija pensaba que su madre aún la cuidaba? ¿Había sido esa la imagen que había inculcado en su mente? No había nada de malo en considerar que su madre la estaba viendo de algún modo, pero sí podía ser un problema creerlo hasta el punto de considerar que no era necesario tomar clases o aprender de otras mujeres.

 Aquella creencia podía limitar su desarrollo y su comprensión del mundo. 

Quería enfadarse con la señorita Rothinger. No, de hecho, estaba muy molesto con ella. Pero no podía explicar por qué. A efectos prácticos, y tras haber escuchado sus argumentos, no tenía ningún motivo para estar enfadado. —No crea que no sé lo que está intentando, señorita Rothinger —susurró él, evitando su mirada, con la vista todavía clavada en la carta. 

—Dios mío, los señoritos cogerán frío aquí fuera —interrumpió la señora Manderley de repente.

—¿Frío? —inquirió Emma con ironía. En Calcuta, hacía un calor sofocante, aunque estuviera oscureciendo.

—Por favor, entrad todos de inmediato —ordenó el Gobernador—. La salud de mis hijos es delicada, señorita Rothinger —se recompuso—. No están acostumbrados a los cambios de temperatura como nosotros que hemos crecido en Inglaterra. Sería prudente que lo recordara durante las próximas dos semanas —Emma asintió mientras observaba de reojo cómo los niños se retiraban con el ama de llaves—. No puedo mentirle, he mandado otro aviso en busca de una nueva institutriz. 

Emma se dirigió hacia el Gobernador sin perder su sonrisa, sosteniendo al señorito Arthur entre sus brazos mientras se quedaban a solas.

—Mencionó que me brindaría una segunda oportunidad —respondió con calma—. Pero no se preocupe, desde el principio supe que su palabra era solo simple cortesía. Usted es un hombre de política. Ahora, si me disculpa, será mejor que ayude a Arthur... perdón, al señorito Arthur, a retirarse.

Con estas palabras, Emma se giró y se alejó sin esperar respuesta alguna por parte del Gobernador. Nathaniel permaneció inmóvil, observándola mientras cargaba a su hijo con gracia sobre las caderas. 

No podía negar la belleza de la señorita Rothinger; sería una tontería hacerlo. Sin embargo, su belleza quedaba eclipsada por su mal carácter y su incapacidad por seguir las normas. ¿Cómo se atrevía a jugar así con él? ¿A hacer que sus hijos escribieran cartas y a insinuar su falta de palabra con tanta sutileza? ¿Qué había querido decir con que él era un hombre de política? 

¿Qué solo hablaba para quedar bien? 

Nathaniel dobló la carta de Amelia y la guardó en su bolsillo. De todos sus hijos, ella era la que más se parecía a Tara. Tan hermosa y tan imponente como lo había sido su difunta esposa. Tara no había sido una mujer alegre, sino más bien regia. Una dama de alta alcurnia, preparada para ser la esposa de un Gobernador. Muy educada, y contenida. 

Emma, en contraste, y aunque no tenía sentido compararlas, parecía ser una bomba a punto de estallar. Había logrado dejarlo sin palabras, y eso era algo que pocas personas conseguían hacer. 

La miró hasta que desapareció de su vista. Estaba malcriando al pequeño Arthur; él era perfectamente capaz de andar, no había necesidad  alguna de cargarlo. Sin embargo, no quería discutir más por ese día. Aún le quedaban catorce días por delante, así que decidió contenerse un poco. Al fin y al cabo, la señorita Rothinger seguro que también tendría una explicación perfectamente razonable para llevar a su hijo pequeño sobre las caderas. 

¡Pelirroja detestable! 


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