Entre el Silencio y las Lágri...

By stephifranco

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Una aventura de dos amigas que trespasa los límites naturales. More

1. Amigas
2. Nuestras amigas, las estrellas
3. Intuición
4. En busca de Alma
5. Entre aquí y allá
6. El caminante
7. La llegada
8. La isla
9. El inexplicable caso de David
10. La meditación
11. Un inesperado pero muy grato encuentro
12. La partida
13. La caminata
15. Neblina y mentiras
16. Los espejos de las ilusiones
17. Entre el silencio y las lágrimas
18. La huída
19. Un despertar inusual
20. Un despertar usual

14. El palacio de los misterios

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By stephifranco


El palacio se veía más imponente e intimidante que nunca. Como yo pensaba que no había forma (que capaz había y no lo sabía), tenía que buscar a Alma y regresar, junto con Palomino, a casa. Entramos. ¿Dónde estaría ahora? ¿En qué mundo?

Di el primer paso y él no dudó en seguirme. La cuesta arriba fue matadora. No sé si el sol se había puesto más fuerte, pero sentía que mis hombros ardían. Mis piernas y el resto de mi cuerpo se habían oscurecido. Agradecí todas las tardes ociosas de verano. Estaba jadeante, me moría de sed, estaba cansada y letárgica. Estar aquí no era como estar en la playa. Todo me molestaba y todo me pesaba. Este cuerpo, aparentemente lleno de vigor y buen físico, no me daba. Palomino la estaba pasando aún peor. Seguimos escalando, un paso, otro paso: lento, seguro y despacio.

El recuerdo de Alma y la compañía de Palomino me impulsaban para seguir escalando. Agitados, sudados y exhaustos llegamos al final de las escaleras. Las puertas se veían más altas e imponentes de cerca que de lejos. Había un toca puertas, clásico y bastante elegante. Tenía forma de serpiente. Sin dudarlo, lo agarré y toqué. Una vez. Nada. Dos veces, nada. Me tiré contra la puerta, la traté de forcejear, nada. No se abría.

—Palomino, mira las ventanas, ¿crees que haya otra entrada? ¿Crees que alguien viva aquí?—.

Palomino subió y bajó los hombros.

—Creo que es importante buscar igual — dijo.

Vi sus ojos cruzar, delinear y analizar las torretas. Trató de treparse en la baranda de la escaleras, pero se le hizo imposible alcanzar la ventana, cuyas puertas se abrían y cerraban con el viento, como burlándose de sus débiles intentos por alcanzarlas. El castillo tenía musgo por todos lados, era resbaloso y los árboles habían crecido grandes y descontrolados. Tenían un tenebroso parecido a los árboles del jardín de Alma. Ambos lugares poseían la misma aura de abandono, de descuido y de falta de amor.

—Ay Palomino, si sólo fueras más alto...— suspiré. Ahora, mi cerebro estaba en modo automático. Sólo quería entrar. No veía un objetivo más allá de este, no tenía curiosidad de lo que podía encontrar. Solo quería entrar. Seguí empujando el hombro contra el portón de madera. Nada. Palomino bajó de la ventana. Me miró y dijo:

—A las tres—.

—Listo, tú cuenta—.

Y a las tres golpeamos la puerta. Nada.

—De nuevo— le dije. Así, intentamos de nuevo. Contrayendo los abdominales y empujando con el hombro. Finalmente, uno de los intentos fue fortuito. Entramos rodando como una ráfaga de viento nocturna que rompe el silencio absoluto. El piso era de mármol, estaba helado y duro. Cuando paramos de rodar, alzamos la mirada y vimos la cara de un anciano.

Rápidamente nos paramos. Palomino se puso delante de mí y extendió su mano hacia el anciano en signo de buena fe. Yo estaba más interesada en ver los alrededores. Me faltaban ojos para verlo todo. Noté los techos altos, tan altos, que me hicieron sentir insignificante y los alrededores lujosamente decorados. Al fondo y a la derecha, había una escalera elegante en forma de caracol que envolvía una enorme columna, y me di cuenta que estábamos en una planta media. La escalera estaba hecha de un metal negro de figuras que no podía reconocer, al igual que el marco de los espejos. Pero lo que más me llamó la atención fueron los espejos. Estaban por todas partes.

Nos vi, a mí y a Palomino: y... por primera vez desde que había llegado a esta isla perdida, desértica...sentí vergüenza. Vergüenza porque estábamos desnudos, sucios y sudados en un lugar tan distinguido y ordenado. Levanté la mirada al techo, esperando ver más adornos, grandes lámparas o más pisos, pero no fue el caso. El techo era muy alto y estaba hecho de nubes, bastantes nubes, que poco a poco se juntaban, se condensaban y se hacían ¿tiniebla?

También vi los candelabros que adornaban los alrededores. Estaban hechos de un metal tan brillante que no tuve duda que era oro, pero daban una luz tenue. Parecía que su única función era crear sombra en vez de alumbrar.

—Bienvenidos hijos míos, los he estado esperando por algún tiempo—.

¿Entonces porque no nos abrió la puerta? El anciano tenía cara de buena persona y quería mantener una buena relación pero ya sabía que era mentiroso. Él estaba sentado en un trono de madera, que como el portón, estaba cuidadosamente tallado. Vestía una túnica azul marina de seda fina, de aquellas que hay en oriente. Tenía el pelo gris y una barba en v, su pelo era fino y delgado. Tenía los ojos azules, muy brillantes y bastante fríos.

De tantos torneos de ajedrez (un hobby que no mencioné), sabía disimular y escondí mi interés y mi admiración por su ropa, su casa y por la inusual expresión de su rostro. En los torneos había visto mucha gente con cara inexpresiva, pero este anciano era inusualmente ilegible... extrañamente ilegible. Muchas cosas no me cuadraban de él. No sé por qué, pero me sentía amenazada después de una bienvenida que sin duda había sido cordial. Recordé que él podía darnos respuestas sobre Alma y sobre cómo irnos a casa. Palomino, tan inexperto en relaciones interpersonales, mostraba una cara para nada amigable: la quijada hacia adelante y una parada agresiva, estaba en guardia y daba a notar su desconfianza. Le toqué el hombro como para tranquilizarlo. El anciano no tomó la mano de Palomino pero levantó ambas, como si fuese a dirigir una orquesta, y habló:

— Hijos, bienvenidos—.

Y antes que yo pudiera abrir la boca, Palomino abrió la suya.

—Nosotros no somos hijos suyos— y su voz había cambiado. Ya no tenía la despreocupada nota de antes. Me sorprendí al escucharlo tan decido, por primera vez en mi vida lo vi como un líder. Sin duda alguna, él rechazaba la amabilidad de este señor. Ay pero, por qué...

—Todo ser humano es hijo mío— respondió el anciano, inmutado al carácter hostil de mi amigo. —No le crean—. Se escuchó la voz de Alma como un estruendo en todo el palacio. Nos quedamos inmóviles. ¿Capaz la voz había sido mi imaginación? La alarmante mirada de Palomino me confirmó que él también la había escuchado. ¿¡Alma estaba aquí!? Aunque un poco perturbadora la idea, me puso muy feliz. Era cuestión de sacarla y después todos podíamos volver al otro lado de la playa donde no había palacios grandes, ni torres altas, ni dolores de cabeza. Donde, más bien, había un sol amable y cálidas aguas. Quedé pasmada al darme cuenta que ya ni buscaba desesperadamente irme a casa, sino que me contentaba con estar con Alma y Palomino sanos y salvos al otro lado de la isla.

Miramos al anciano y este seguía sonriendo benévolamente. Una de dos opciones: o no había escuchado a Alma o sabía disimular muy bien. Ambas opciones lo hacían peligroso, además de mentiroso.

— ¿Quién es usted?— preguntó Palomino, en tono desagradable, pero por lo menos no lo tuteó. Yo estaba en alerta. Me puse de puntillas y le susurré al oído :

—Trátalo con más respeto, estamos en desventaja, por si no te has dado cuenta —.

—Qué quieres decir, hija mía—.

—NO la llame así. NO es su hija— contestó Palomino.

¡Ay no! ¿Desde cuándo era tan temperamental? Y en ese momento las puertas se cerraron con un estruendo bloqueando la luz del sol y dejándonos en la penumbra.

—Shh PALOMINO— le di un codazo en el estómago, me adelanté y me dirigí hacia el anciano.

—Buenas, disculpe, es un poco impulsivo, pudiera ser tan gentil de decirnos en dónde estamos—.

—Hija mía, usted es inteligente— dijo el anciano.

Ooops, vaya forma de desenmascararme. Pero no mostré mi desconcierto. O por lo menos traté de no mostrarlo. Sentía que la sangre de Palomino hervía con cada palabra que hablaba el anciano.

—Muchas gracias, mi estimado... amigo— contesté, al no saber su nombre ni cómo llamarlo.

—Padre— y así él terminó mi oración. Esta vez noté una pizca de ambición en sus ojos. De todos, de muchos, es más, he visto esa mirada múltiples veces en mis ojos. Era como un juego de ajedrez. Y de acuerdo a mi buena racha de este último año, la única que iba a ganar, sería yo.

—Sí— traté de ponerle el toque exacto de dulzura en mis palabras. Bueno en mi . En la cara del anciano se dibujaba la sombra de una sonrisa jocosa que mandó escalofríos por todo mi cuerpo.

—Hijos míos, están en la famosa y muy aclamada Isla de la Felicidad, por supuesto. Soy el rey, dueño y señor de todas estas tierras, y como hijos míos, estas son suyas y todos los súbditos están bajo su mando—.

Ok. Ugh odio a la gente narcisista. Me iba a ser difícil caerle bien.

Este anciano andaba medio loco. Me distraje mirando a los espejos. Y vaya, que habían varios espejos. Nuevamente me sentí avergonzada al estar parada en un lugar tan lindo, sin ropa, sucia y sudada. Me sentí más como un animal que como un ser humano. Ni siquiera me comuniqué con Palomino vía miradas como lo había estado haciendo. Él tampoco dijo nada. Yo estaba muy ensimismada en mi estado particularmente vergonzoso para notarlo ido, con la mente en otro lado.

—Ahh... veo que se sienten... como decirlo delicadamente... incómodos en su presente estado— dijo el anciano con la voz saturada de sarcasmo. En eso, una ráfaga de viento helado entró por las ventanas. Cerré mis ojos y cubrí mi cara con mi brazo; el viento, impulsado por una brisa marina entró cargado de arena, salpicó en toda mi cara y me ardieron los ojos. Creo que duró más que unos segundos, llevar el tiempo en esta isla no era fácil. Quería contarle a Palomino que en una parte del mundo, bueno del mío, a este viento fuerte se le llamaba Paracas. Siento que le hubiera gustado mucho a Palomino saber que el viento tenía un nombre. Cuando pasó la ráfaga y pude abrir mis ojos quedé asombrada. No sólo porque el piso y los espejos estaban limpios, sin arena, sino también porque casi no reconocí a Palomino parado frente a mí. Estábamos vestidos de gala. Mi pelo castaño oscuro estaba recogido en una elegante media cola. Tenía pendientes largos, de perlas oscuras que colgaban hasta mis hombros. Tenía puesto un exquisito vestido rojo. Me sacaba una cintura diminuta y me apretaba el pecho, parecía que me lo hubiese operado. Tenía los labios hinchados, los pómulos más marcados, las cejas más definidas. No era yo, era más bien, como una caricatura de mí misma. Pero en ese momento no me importaba e igual me gustaba como me veía.

Nunca me había sentido tan guapa, ni tan bella...ni atractiva. Tampoco había tenido nunca a un hombre tan apuesto al lado mío. Palomino lucía un traje slim fit que acentuaba su espalda ancha y lo hacía ver más masculino. Me colgué de su brazo y me puse de perfil, admiraba las curvas que mi cuerpo formaba en mi nuevo vestido.

—Palomino, mira que bien nos vemos juntos ¿no?—. Palomino estaba con cara de confundido, pero eso no era nada nuevo. Qué más da. Siempre andaba confundido el pobre. Tenía un michi y parecía un regalo, y con cierto desconcierto, lo comencé a considerar mi regalo. Palomino era para mí, mío... ¿Palomino?... ¿Qué clase de nombre era ese?, le tenía que poner uno nuevo. Quería que Palomino tenga un nombre, digno y valeroso, el nombre de un hombre. Pero bueno, pensaría en ese nombre luego.

—Palomino, mira, ¿no te parezco más linda que nunca?—.

—No sé, supongo que sí—.

Paré de observarme para mirarlo, un poco molesta. ¿Cómo no se daba cuenta que me veía espectacular?... ¿Por qué Palomino, siempre tan soso y sin opinión? Tenía que convertirlo en un líder, con un poco más de carácter. ¿No? Era muy insípido.

— ¿No te gusta la corona de flores que te hice?— me preguntó después de un rato.

Para ser sincera no me había fijado en la corona de flores, pero seguía ahí, adornándome la cabeza. Pero ahora ya no era lo más lindo que tenía puesto. El collar de perlas me parecía mucho más hermoso.

—Sí está bonita— lo dije sin darle importancia mientras me acercaba al espejo para ver el perfecto delineado de mis ojos. Escuché una risa suave. Aturdida, volteé, me había olvidado que el anciano nos había estado observando.

—Hija mía, ven—.

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