Toda esta oscuridad

By AnnaMarquez_

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Italo está atrapado en un abismo que parece no tener salida. Sobrevive de empleos temporales, pero sus noches... More

Toda esta oscuridad
Epígrafe
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By AnnaMarquez_

La noche que te conocí, tenías el reflector de La Capilla sobre ti. Nunca antes te había visto, pero supe que seguro jamás eras tan magnético como con un micrófono en frente, y no me equivocaba. Cantabas tu propia versión de Zombie de tal manera que cualquiera hubiese pensado que las letras de llanto y bombas eran unas que te tocaban fibras personales, como si tú mismo la hubieses escrito; luego interpretaste tus canciones. Tenías una forma de alcanzar las notas más dulces y después desgarrarte la garganta, que solo te bastaba eso y tu guitarra para tener la atención de cualquiera en la habitación. No se decía muy a menudo, pero todos sabíamos que un día esa voz prodigiosa te haría famoso.

En cuanto te bajaste del escenario, el cuello te brillaba por el sudor y sonreías de una forma muy tuya, con una absoluta complacencia contigo mismo. No te eran propias las muecas de falsa modestia, ni en mil años podrías ser de los que dicen "no, ¿cómo crees?", cuando los elogian, sino de los que agradecen para acabar con un "yo sé". Esa fue una de las cosas que me llamaron la atención de ti desde el principio, que me encantaron. Hay algo en las estatuas, en su expresión distante, que te dice que están hechas para ser admiradas sin mirarte de vuelta, tanto así que ni siquiera lo esperas o lo pides, y creo que contigo era igual. Yo fui educado para decir gracias y no regodearme de más, mientras que tú parecías estar tallado bajo el cincel de los ídolos.

Me pediste fuego, y luego de hablar un rato me invitaste a salir para echar humo porque te tenían viciado el ruido y las luces. Aquella noche de sábado seguimos el mismo camino que la primera vez, y si bien las cosas eran diferentes, cuando te conduje escaleras abajo hasta el callejón y en medio de la oscuridad miraste hacia arriba, quién sabe si para ver la farola o las estrellas, no pude evitar evocar tu cabello cinco años atrás, corto casi al ras del cráneo, luciendo todas las perforaciones que te adornaban las orejas. Ahora los mechones negros no daban pie ni a que se te asomaran los lóbulos.

—Entonces, ¿bajo mis términos? —pregunté, y te tomaste un segundo antes de dejar caer la mirada y asentir con la cabeza—. Bien.

Extendí una de mis manos en tu dirección para pedirte la tuya, y ni siquiera lo dudaste antes de alzarla hacia mí. Llevaba años sin tocar tu piel, hubiese sido facilísimo que me perdiera en los viejos hábitos de recorrer tu palma y nudillos con las yemas de los dedos, pero lo resistí, y en su lugar levanté la manga de tu chamarra negra hasta el codo para descubrir el antebrazo.

Antes de que tuvieras tiempo de comprender lo que buscaba, llevé mi mano libre hasta mi boca para tomar el cigarrillo. Lo dejé caer del lado de la ceniza sobre la piel tersa y pálida, y lo sostuve ahí por un segundo tan largo que bien pudieron ser dos, hasta que tu cabeza conectó con tu sistema nervioso y te hizo apartar el brazo a toda prisa, siseando de dolor y contemplando el círculo humeante de carne al rojo vivo. Subiste la mirada, con los ojos más despiertos y la consternación pintada en todo tu rostro.

—¿Qué...? —Ni siquiera encontraste las palabras. Yo volví a llevar el cigarro hasta mis labios para continuar fumando, con toda la calma del mundo.

—Esos son mis términos. Cada una de esas vale por un minuto, tú sabrás cuántos te toma decir lo que quieras decir.

Presionaste la quemadura con la mano contraria, y una parte de mí, muy al fondo de las entrañas, se retorció de gusto al verte batallar para enlazar de nuevo tus pensamientos y ponerlos en orden. Y más me satisfizo saber que por más que me mirases como si estuviera desquiciado, no eras mucho mejor que yo, porque te quedarías el tiempo que hiciese falta, incluso si eso significaba dejarme reducirte a cenizas de a poquito.

—Y apúrate, que ya está corriendo tu tiempo.

Apoyé la espalda en la pared y traté de no mirarte de frente, porque no estaba dispuesto a dejarme perder o caer en alguno de tus trucos, que siempre aparecían en las esquinas más impensables.

—Bien... —Respiraste hondo, por fin recuperándote de la sorpresa—. Yo sé que quizá no eres el más feliz de verme por aquí, sé que me fui sin decir nada y creo que te mereces una explicación.

—¿Qué me vas a explicar? —Casi deseaba reírme—. No hay cosa que puedas decir que limpie lo que hiciste.

—Fue un momento de euforia, Talo. Me ofrecieron la oportunidad y era un ahora o nunca, y me arrepentí casi tan pronto como lo hice. Pero si tú hubieras estado en mi lugar...

—¿Qué? ¿Crees que habría hecho lo mismo que tú? —Busqué tus ojos, que me sostuvieron la mirada. No la agachaste. No tenías vergüenza, era algo que ya sabía sobre ti—. Pues te equivocas. No me conoces. Yo jamás me habría desaparecido sin decirte nada, ni hubiera tomado tus canciones sin tu permiso. Es más, yo te hubiera llevado conmigo. Pero tú elegiste quitarme las únicas cosas que me importaban y dejarme aquí para pudrirme.

—Sé que estuvo mal, y desearía haber hecho las cosas diferente.

—Lo que te hubiera gustado o no hacer me sabe a mierda, lo que importa es lo que hiciste. Y, ¿te digo la verdad? En serio te pasaste de verga, Damián.

Por un instante, los dos nos quedamos en silencio. Abriste la boca, y yo no estaba seguro de si ya había transcurrido un minuto, e igual te busqué la piel con la brasa del cigarro. Fue fácil adivinar que te encontrabas más preparado, pero ni eso te salvó de cerrar los ojos con fuerza en cuanto sentiste el ardor.

—Sé que puedo compensarlo. —No despegaste las muelas al hablar, tu voz estaba igual de tensa que tu espalda.

—No, no puedes. —Me aparté y empecé a caminar, porque como me quedara quieto iba a volverme loco—. ¿Cómo vas a regresarme esos cuatro años de mi vida? Deja tú las canciones, mi tiempo. Mis noches. Tú no sabes lo que he pasado gracias a ti desde que te fuiste, y ahora estás aquí y dices que puedes compensarlo... no tienes madre.

Traté de encontrar en tu rostro un indicio de cualquier cosa, de verdad o mentira, de arrepentimiento o satisfacción. No pude hallar nada en tus ojos oscuros, eras el laberinto más confuso en el que había estado en la vida, sabías muy bien cómo esconder las emociones detrás de una capa de lejanía. Incluso en los buenos tiempos, me resultaba tan complicado hallar ese brillo diferente en tus ojos cuando me decías cosas que me calentaban un poquito el corazón. En su momento tuve que aprender a confiar en tus palabras y tus manos, en tu boca y tus caricias, en tus promesas, para saborear aunque fuese un poco de certeza. Y si ya no podía confiar en ellas, una sola conversación contigo se sentía como atravesar un océano de arena movediza. Tenía el presentimiento de que, cuando menos me diera cuenta, ya la tendría hasta el cuello.

—¿Valió la pena? El dinero y los tres minutos de fama, a cambio de mí.

—No lo sé.

Al menos eras lo suficientemente honesto como para no decirme que no.

Una vez me preguntaron: si te secuestraran y te dijeran que pongas el precio de tu propio rescate, ¿cuánto pedirías? No es algo sencillo de responder, Damián, y hablamos de una situación hipotética. ¿Cuánto es muy poco? ¿Cuánto es demasiado? ¿Una vida puede ser cuantificada en pesos, para empezar? Me lo planteé por primera y única vez cuando era un adolescente, y después de mucho meditarlo, no fui capaz de responder. Había algo incómodo acerca de ponerme el precio de un carro o una casa, en ese tiempo creí que simplemente era invaluable.

Años después, cuando me dejaste y descubrí por qué, conocí mi precio: un contrato y un poco de fama. Eso era lo que valía para ti mi vida. Y considerando que tu opinión solía ser mi brújula más valiosa, tenía que ser cierto.

Me ofendió que pensaras que yo pude haber hecho lo mismo que tú. Tu valor nunca hubiese estado puesto en una balanza.

—Pero te prometo que puedo compensarlo, y cuando lo haga, no recordarás todo el tiempo que te hice perder.

—No quiero que me compenses nada, Damián. Quiero que hagas lo que mejor sabes hacer: desaparecer. Quiero que me dejes en paz, solo así podrás enmendar un poco de todo lo que has hecho.

—Italo... —Me llenó de rabia mi nombre en tu boca, una ira ardiente. Volví a alcanzarte con el cigarro, ahora en el cuello—. ¡¿Qué sucede contigo?!

—¡Da gracias que no fue en la cara!

Te frotaste la garganta con violencia para tratar de disipar el nuevo ardor.

—Me haces sentir desquiciado, Damián. Ya lo tomaste todo, ¿qué más quieres de mí? No tenías por qué haber regresado, donde sea que estuvieras, estabas mejor.

Me desmoroné en el suelo con las rodillas pegadas al pecho y la espalda contra la pared, me cubrí la cabeza con las manos. Quizá así, reducido al máximo, podría encontrar un ápice de cordura que me ayudara a procesar todas las emociones que llevaban desordenándome la vida desde la noche anterior a esa. No lo consiguió. Sentía la sangre en los oídos y un cosquilleo recorriéndome las plantas de los pies.

No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero sé que estuvimos ahí en silencio un par de minutos, hasta que mi corazón consiguió acompasarse un poco al sonido de la noche. Al menos tuviste piedad de mí durante esos segundos. Y entonces, cuando creí que ya te habrías ido, porque no valía la pena aquel espectáculo en medio de la calle, te agachaste a mi nueva altura. No me pusiste una mano encima, sabes también como yo que, de haberlo hecho, habría saltado para sacarte los ojos.

En su lugar, dejaste que tu aliento me golpeara los mechones de cabello y que el aroma de tu perfume me llenara la nariz. Y hablaste muy despacio, con esa voz conciliadora que habías usado siempre para deshacer todos mis "no" y convertirlos en sí. Para moldearme a tu antojo, a como sirviera más para complacerte.

—Volví por ti, Italo. Nada más por ti.

Levanté la mirada, te observé a través de los mechones de cabello que me caían frente a los ojos, pero un mal presentimiento me ocupó el estómago.

—Tú no vienes por mí.

—Claro que sí.

—Te equivocas. Tú no me quieres a mí, quieres algo de mí... y me da miedo averiguar qué.

No ibas a dejarme en paz. Me quitaste el cigarro, que continuaba entre mis labios y lo acercaste a tu boca, no para fumar también de él, sino que dejaste caer la brasa ardiente directo sobre tu lengua, hasta que se ahogó en su siseo y perdió cualquier rastro de fuego—. Esa va por mi cuenta. No soy la persona que solías conocer, Italo. Voy a asegurarme de que lo veas.

Entonces te levantaste, te alisaste la camiseta con las manos, y me observaste desde lo alto por un segundo antes de irte, dejándome en la oscuridad, como ya era tu costumbre.

Tal vez ya no eras la persona que solía conocer, pero yo tampoco era la que tú dejaste atrás.

¡Hola! Ya sé, ya sé, qué son estas horas para andar actualizando. Creí que sería un poco antes, pero se me atravesó la vida. Igual, son solo unos minutitos, digamos que actualicé en tiempos dfglkj.

Esta semana quiero preguntarles, ¿ya asocian a estos dos con alguna canción? Si sí, ¿con cuál? Ando armando la playlist, pero no la quiero declarar lista sin escucharlos a ustedes primero.

¡Espero que tengan un lindo resto de semana!

Nos leemos el próximo miércoles.

Xx, Anna. 

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