Dominando al Fuck Boy

Glamourdrama द्वारा

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Acostumbrada a siempre obtener lo que quiere, la única hija de los Mckenzie, Chloe; conocerá a Darren Dusten... अधिक

Antes de leer
Y en el nombre de Dios ¿quién eres tú?
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7

Capítulo 3

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Glamourdrama द्वारा


El miedo que sentí aquella mañana sirvió para recordarme lo vulnerable que podía ser fuera de mi castillo.

El Mustang no había presentado problemas durante todo nuestro trayecto o al menos lo que yo ignorantemente atribuía como un problema.

Con el velocímetro marcando cerca de los ochenta kilómetros por hora, el auto devoraba el asfalto con un ansia de atravesar horizontes y bordear ciudades enteras en una mañana cálida y brillante. Tras la desaparición de las nubes grisáceas de los días anteriores había quedado a la vista el verde en las hojas de los árboles, y en las calles aún se sentía el olor a petricor desprendido tras la nieve evaporada.

Avanzabamos Castle Rock arriba donde predominaban las avenidas anchas y los casinos de recreación. Los taponamientos vehiculares en teoría no debían ser un problema para los millones de turistas que cada verano visitaban estos lugares, pero lo que si lo era, eran la cantidad de personas que se amontonaban en filas para pasar a pagar a las cajas de las tiendas.

¿Quince minutos para poder pagar un Starbucks y un donuts de Krispy Kreme? Quién pensaba en esas cosas cuando sentada al volante con el pie en el acelerador, el tiempo parecía pasar mucho más rápido y sin embargo el horizonte a los lados solo era un borrón difuso que dejaba atrás.

Cuando miré por el espejo retrovisor de mi lado antes de girar en BakerField evitando el semáforo en rojo cien metros más adelante, me descubrí portando una sonrisa, era pequeña pero estaba ahí; todo lo contrario al rostro de mi acompañante cuya mandíbula descansaba sobre uno de sus puños mientras por su ventanilla parecía mirar distraído los restaurantes que ahora habían sustituido los casinos.

Conducir era una de las actividades que más me hacía sentir libre, e ignorando la expresión tosca de mi copiloto, le aumenté el volumen a la radio. Madona cantando «Beat goes on».

La había escuchado por primera vez cuando mi madre —en uno de sus viajes al trabajo— había sustituido a mi padre, llevándome aquel día al colegio.

Había sido terrible. Una señora en su crisis de los treinta cantando: "No te sientes ahí como una tonta, si esperas demasiado será demasiado tarde" en voz alta mientras yo tenía que soportar aquello con cara de circunstancias en el asiento del acompañante.

«¿Me dejas una esquina antes?, es que debo fotocopiar unos apuntes en la papelería». No me importó si se tragó el cuento. Media hora después llegué al aula con una capa de sudor en el cuello de la camisa blanca y otra sobre mi labio superior, pero al menos había evitado que un posible momento embarazoso me hiciera quedar mal, en frente de las chicas a las que empezaba a caerles bien.

Una hora después, en el transcurso de la clase de biología, mientras vestía una bata blanca ceñida al cuerpo en un día donde el aire acondicionado nos había abandonado; me prometí a mi misma teniendo al frente el cadáver de una rana diseccionada sobre una bandeja, que para mis dieciocho años tendría carro propio; me lo regalaran mis padres o tuviera que pagármelo yo misma, a plazos.

A final no fue necesario romper el cofre de cerámica que aún guardaba dentro del armario. La mañana del 1º de febrero mi madre me sorprendió fugazmente con la presencia de un pastel horneado por ella y Gloría, pero ya luego en la noche; mi padre me sorprendió eternamente cuando a la hora de la cena aparcó al nuevo miembro de la familia frente a la cochera. Lo recuerdo perfectamente, su aparición tocando el claxon, cambiando de luces bajas a altas y sacando una mano fuera de la ventanilla con fuertes espavientos hasta que su hija al mirar la escena por la ventana soltó el tenedor aún conteniendo parte del pastel, y corrió hacia él.

—Es raro que no haya hecho ruido en todo este rato —dije, mirando de soslayo a Darren.

Parecía poco sorprendido. Cuando fui a hablar otra vez, un mechón de cabello se me entró en la boca y lo aparté con sutileza llevándomelo detrás de la oreja.

—Deberías mirar al frente —Le escuché decir.

Era la primera vez que hablaba en lo que llevábamos de trayecto.

Volví a verlo, lo hice entre los mechones sueltos que me azotaban el rostro cuando la banda elástica con que me había amarrado el cabello se deslizó de este porque un camión de Federal Express nos rebasó envolviéndonos en un ventarrón de aire azulado y acre.

Quité una de las manos del volante y me quité las gafas de sol, fue solo un segundo pero luego supe que había cometido un error.

Durante aquellos segundos me las arreglé para ver al frente frunciendo los ojos y cuando volvía a ponerme las gafas dejándola sobre la coronilla para recoger una parte del cabello que se agitaba delante de mi cara, descuidé mi retrovisor izquierdo y no vi la moto que se acercaba a alta velocidad por ese carril.

El giro fue sutil, pero no lo fue el bocinazo de la moto que se desgañitó detrás de nosotros. El sonido similar al de un niño tuberculoso en acompañamiento con una fuerte palmada por parte del piloto en la parte trasera del auto que me hicieron sobresaltarme en el asiento y congelarme en el acto.

De nuevo me encontraba en mis primeras clases de conducción sentada al volante junto a un ex militar fanático de los gritos. Sentí la indecisión, el estrés, la mano tiesa sobre el volante sin tener idea de qué hacer hasta que este giró bruscamente hacia la derecha.

Ante aquel movimiento imprevisto lo solté y dejé que Darren tomara el control de la situación mientras solo lo contemplé sin decir nada.

Nos movimos al segundo carril adelantando una minivan que avanzaba lentamente con las luces intermitentes encendidas, y dejándole el carril libre al sujeto de la moto; lo vimos desfilar libremente rebasándonos al instante, pero tomándose el tiempo justo para levantar una mano y mostrarnos el dedo corazón.

Fue entonces cuando Darren me cedió el control del volante sin decir nada, yo tampoco pude hablar. Lo sujeté firme sintiendo dos grados menos de temperatura en todo mi cuerpo, mientras él aparentaba toda la calma del mundo; volví a verlo para identificar algo, percibir alguna expresión pero no encontré nada. Entonces, saliendo de la atestada avenida principal doblé a la derecha en Saint Domingue Boulevard sintiéndome más relajada al encontrar estas calles vacías. No había percibido ninguna emoción al observar a Darren, y es que hasta entonces no le conocía de nada, por eso no supe interpretar sus labios fruncidos como un gesto inconsciente de estrés.

Avancé por aquellas callejuelas sin percatarme de lo que dejábamos atrás: los casinos, restaurantes, avenidas anchas y el tráfico concurrido. Ambos compartimos la misma sorpresa cuando vimos las luces rotas en lo alto de un semáforo que pendía oscilante y lo solitario del lugar repleto de casuchas a cada lado de la vía de un solo sentido.

Darren irguió la cabeza buscando algo que se le hubiera perdido y pareció encontrarlo en el cartel que colgaba en una de las farolas apagadas en la esquina de la calle.

—Da la vuelta —dijo.

Parecía nervioso y aquello me gustó.

Como respuesta el Ford cruzó la calle dejando atrás la farola con el cartel que él continuó mirando hasta que al parecer lo perdió de vista.
Cuando volteé a verlo vi que sus labios se movían pero no lo escuché, entonces alargué la mano y bajé el volumen de la radio.

—Hay mucho menos tránsito por aquí —empecé a decir agarrando con fuerza el volante, sonreí por el aspecto que tenía su cara y añadí—: es mejor si...

Me quedé en mitad de la frase. Durante un segundo mis ojos pasaron de verlo a él y recayeron en una figura que advertí en la acera. Al principio lo había confundido con lo que me pareció era una rígida estatua de bronce o ébano. Pero la figura de pie en la acera que habíamos dejado atrás tamborileaba los dedos sobre una pierna a un ritmo de tambor que me recordó a los habitantes de la isla calavera en aquella película del simio gigante.

El hombre tenía un cigarro prensado entre sus dientes blancos que dejaban pasar el humo como la rendija de una chimenea sonriente, mientras su cabeza nos seguía por la calle. Mis ojos volvieron a encontrarse con los de Darren y entonces lo comprendí todo.

Nos habíamos metido en la boca del lobo montados en un auto deportivo hacia un destino que no conocía. Darren podía pasar desapercibido pero yo; con mis lentes Prada que recogían a medias un cabello que flotaba detrás de mi cabeza como una capa, mis dedos que sostenían firme el volante decorados con una manicura reciente mientras el cristal de mi reloj en la mano izquierda parecía recoger y reflejar todo el brillo del sol de aquella mañana.

En ningún momento disminuí la presión que ejercía sobre el acelerador mientras buscaba una intersección por la cual salir de allí. Volví a mirarlo, esta vez preocupada al notar las casuchas que dejábamos atrás a cada lado, parecían ser un lienzo de Van Gogh que se extendía por todo el trayecto. Avanzar por esa calle aunque desierta, me dio la sensación de que lo hacíamos por un túnel oscuro en el que sabía que lobos hambrientos nos esperaban del otro lado del umbral.

Tras cada casa esperaba encontrar una intersección lo bastante amplia como para dar la vuelta, pero avanzamos por aquella interminable calle de un solo sentido dejando atrás otra de aquellas estatuas de bronce y aunque Historia Americana no era la materia en la que me había ido mejor; supe reconocer la etnia de aquella figura vestida con guayabera, bermudas y el cabello trenzado en largas rastas que le caían sobre la espalda. Sus ojos se encontraron con nosotros y en su mirada advertí ¿odio? Aunque no supe por qué.

Apropiación cultural podía ser la expresión con la que se definían las costumbres de aquella comuna. Entonces no lo sabía, pero desde los asentamientos de inmigrantes dominicanos en aquella parte de la ciudad tras la apertura de las zonas francas, los padres trabajadores habían visto en las fábricas de calzados un medio de desarrollo con producciones de quince horas y un pago razonable; mientras el cuidado de los niños en casa se dejaba a cargo de la programación local en los televisores y la creación de pandillas para juegos de ocio.

Los niños que correteaban descalzos en las calles por allá en la década de los noventa, mucho antes incluso de que Darren y yo hubiéramos nacido, ahora eran adultos y los dueños de la comunidad que los había visto crecer.

Atravesamos una cruceta y pude ver una calle que ascendía de vuelta a la autopista, estaba bloqueada. Estaba empezando a impacientarme y la boca me supo a sangre cuando me mordí muy fuerte el interior de la mejilla.

Me sobresalté al escuchar un golpe en la puerta del copiloto, al mirar a la derecha comprendí que había sido Darren en un gesto de exasperación contenida mientras pasábamos frente a una financiera. Cuando lo vi: encogido en su asiento con el brazo colgando por encima de la puerta, supe que era serio y supe también que realmente estábamos en problemas.

Haciendo uso del retrovisor, me fijé en un hombre con la cabeza rapada, vestido con playera blanca sin tirantes y jeans azules. Lo que llamó más mi atención fue la gruesa cadena que le colgaba del cuello y el arma de fuego que sobresalía de la cintura de su pantalón cuando se puso de pie.

Estaba aterrada. Y mientras veía mi vida completa pasar frente a mis ojos desorbitados, no presté atención a lo que se cernía sobre nosotros por la derecha.

A pesar de que no venia por su lado Darren fue el primero en notar el amarillo chillón del capó de un escarabajo que se nos atravesaba en mitad del la calle. Sacudí la cabeza mirando a mi derecha el auto que venía por la intersección, y otra vez volví a quedar paralizada en el acto; como esos antílopes en mitad del camino segados y mansos en medio de la calle antes de ser atropellados por un camión. Las manos se me había quedado agarrotadas alrededor del volante y solo mi pie pudo reaccionar pisando a fondo la palanca del freno mientras cerraba los ojos y me entregaba a la más oscura de las experiencias.

El volante se me escapó de los dedos cuando una mano fuerte dio un violento viraje hacia la izquierda casi rompiéndome los dedos. Estuvimos a punto, a punto de impactar de lleno justo en mitad del escarabajo, pero mi auto (que ya no respondía a mi control) avanzó con las ruedas de la izquierda sobre la acera aplastando matojos y un cubo de basura que nos hizo saltar en nuestros asientos.

Aún así, estuvimos lo bastante cerca de dar con el escarabajo, pero por suerte solo el retrovisor de mi lado estalló contra la defensa del bicho amarillo en una explosión de plástico y fragmentos de vidrio que estuvieron a punto de dejarme ciega. Pero también, estuvimos lo bastante cerca como para reparar en la imagen en el rostro del otro conductor como a cámara lenta: grandes dientes y labios torcidos en una sonrisa en el rostro de aquel otro latino de trenzas negras y mirada de loco. 

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