El Diario de una Doncella

By MaribelSOlle

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La curiosidad convertida en deseo. El duque de Wellington, conocido como el soltero más deseado y esquivo del... More

Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- Un duelo, una vaca y huevos rotos
Capítulo 2- Valiente Jane
Capítulo 3- Tóxico Arthur
Capítulo 4- Wellington's House
Capítulo 5- Miedo al cambio
Capítulo 6-Entrelazados
Capítulo 7- Los Miserables
Capítulo 8-Atracción compartida
Capítulo 9- Los jardines de la perdición
Capítulo 10- Besos humillantes
Capítulo 12- De espectadora a protagonista
Capítulo 13- Una belleza etérea
Capítulo 14- Tetera hirviendo
Capítulo 15- Sentirse vivo
Capítulo 16-El verdadero Wellington
Capítulo 17- Algo más que una sonrisa
Capítulo 18- Juego a tres
Capítulo 19-Demasiado pronto para el amor
Capítulo 20- Locura de confesión
Capítulo 21- La niña del río Támesis
Capítulo 22-Tílburi en peligro
Capítulo 23- De sombras a luces
Capítulo 24- Doloroso deseo de rendición
Capítulo 25- Renaciendo en el abrazo perdido
Capítulo 26- Amor sincero
Capítulo 27- La temporada social
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 11- Ni el bueno es tan bueno, ni el malo es tan malo

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By MaribelSOlle

Con frecuencia nos avergonzaríamos de nuestras más hermosas acciones, si el mundo supiera todos los motivos que las producen.

François de La Rochefoucauld

¿Le había dado la espalda en mitad de los jardines? Sí, así fue. ¿Una modesta criada se había atrevido a abandonarlo cuando su deber era acompañarlo? Sí, eso había sucedido. ¿Estaba él molesto? No. ¿Planeaba tomar represalias? En absoluto.

La precipitada huida de Jane no hacía más que evidenciar su ingenuidad. Era la prueba de que no era una mujer acostumbrada a actuar de manera similar o dispuesta a hacerlo fácilmente. Y, por supuesto, no existía hombre en el mundo, al menos ninguno que no fuera un pervertido o un trastornado, al que no le agradara la inocencia de una joven. Jane había actuado como toda muchacha de su edad lo hubiera hecho, más allá de su posición como doncella o sus obligaciones laborales. 

Por otro lado, nunca se permitía sentirse culpable por lo que hacía. Se enorgullecía de no tener corazón. De no tener conciencia. Había pasado muchísimos años labrándose su reputación. Jane solo era una mujer deseable de tantas. Y él había actuado en consecuencia. Claro que, de ahora en adelante, intentaría no hacerla sentir humillada. Pues, al parecer, Jane, debajo de todas esas muecas serias y su fuerte carácter, se sentía poco agraciada y poco merecedora de las atenciones de un caballero. Ella estaba segura de que el único motivo que podía impulsarlo a seducirla, era por venganza o diversión. 

Y no era así. Quizás un poco por diversión, sí eso sí. Pero realmente era una mujer deseable. 

De cualquier manera, lo acontecido ya estaba consumado. Y él ahora tenía otras cosas en mente; como por ejemplo, el hecho de tener todo el cuerpo consumiéndolo lentamente. Había sido una temeridad salir a los jardines y esforzarse tanto para subir y bajar la gran escalinata. Todo hubiera sido mejor si hubiera aceptado la ayuda de un par de lacayos, pero ningún caballero que preciara su dignidad hubiera permitido que lo cargaran como una dama en apuros. 

El asunto era que ahora se encontraba solo, en la biblioteca, con el brazo herido de bala afligiéndolo bajo las vendas que necesitaban ser cambiadas, y su pierna entablillada lo molestaba continuamente, ansiosa por recibir unos reconfortantes masajes. Debía reconocer que intentar seducir a la única persona que lo cuidaba era una de las peores ideas que había tenido. Y no quería que su ayudante de cámara, ese viejo rechoncho y bigotudo, ocupara el lugar de Jane. Necesitaba las manitas de ella, su delicadeza y su saber hacer.

¿Le duraría mucho el azoramiento? Ah, qué caray. Era casi la hora de la comida y no comería si seguía con esos dolores. 

—¿Puedo pasar, Su Excelencia? —oyó la voz seca de Jane tras unos golpecitos en la puerta. 

—No puede, debe hacerlo. ¿Cuánto tiempo pretende hacerme esperar con las vendas por cambiar? —replicó él, con una mezcla de mal humor y alivio.

—Siento el retraso, Su Excelencia.

Arthur arqueó una ceja oscura y la examinó de arriba a abajo. La situación le recordó al primer día en que Jane comenzó a trabajar para él. Sus palabras eran apropiadas, pero su mirada y sus gestos destilaban desafío. Estaba claramente molesta, eso resultaba evidente. Aunque también podía percibir un deje de temor en su mirada, como si temiera alguna consecuencia por lo sucedido. 

Si de algo estaba orgullosa Jane, era de no ser una cobarde. Aunque lo hubiera sido por unos momentos esa misma mañana y a pesar de haber salido corriendo de los jardines. Por eso se había atrevido a ir a la biblioteca y cumplir con su deber. A pesar de tener todavía, en su corazón y en su cuerpo, la agitación de lo ocurrido apenas una hora antes. De hecho, se había visto obligada a realizar unas respiraciones bastante largas y profundas antes de tocar a la puerta de la biblioteca. Fuera cual fuera la reacción del Duque después de su intento fallido de darle un beso, ella la aceptaría con estoicismo. 

Claro que él no parecía nada preocupado. Al parecer, solo estaba angustiado por sí mismo, y eso la enervó. Se sentó en un taburete al lado de él, y empezó a trabajar con su pierna, sacándole la venda vieja, colocándole los ungüentos que había prescrito el doctor y volviendo a vendarla. Todo eso, con la mirada de él clavada sobre ella. No era fácil tocarlo, tocar su piel con sus manos desnudas, sin rememorar el deseo que había sentido en los jardines, sin volverse a sonrojar o a alterarse. ¡Por Dios! ¡Pero qué tontería! Aunque él le hubiera dicho que no intentaba humillarla, que se sentía realmente atraído por ella, eso no la ayudaba en absoluto a sentirse mejor. Estaba en peligro. 

—Señorita Jane, me gustaría que olvidáramos lo ocurrido y empezáramos de cero —lo oyó decir de repente, en cuanto terminó las curas de la pierna y se proponía empezar con el brazo para luego continuar con la decena de rasguños y moretones que tenía el Duque por el resto del cuerpo —Jane no podía creerlo. ¿Olvidarlo? Lo miró a los ojos. A esos ojos profundos, delineados por unas cejas espesas y negras—. No me mire con tanto resentimiento, no ha ocurrido nada relevante ni trascendental, necesito que volvamos a la normalidad y que esto no afecte a sus funciones aquí. 

Jane no lo respondió de inmediato. 

Arthur la vio apartar las manos de su brazo herido. En cualquier momento llegaría la histeria o las lágrimas. Maldita fuera, no estaba preparado para manejar una escenita de lamentos femeninos. 

—¿Disculpe? No sé a qué se refiere, Su Excelencia —la oyó decir con voz firme, sin apartar su mirada de la de él, clavándole sus ojos de color bronce con desinterés—. Como usted dice, no recuerdo nada que fuera relevante o trascendental —dicho esto, con total frialdad y apatía, la joven regresó a su trabajo sin mirarlo. Ya no le temblaban las manos y el rubor de sus mejillas fue sustituido por un aburrido color blanco bastante pálido. 

El Duque de Wellington se quedó helado en su sillón morado. 

«¡Caray!», pensó. 

Reprimió una carcajada. Era la primera vez que una mujer a la que intentaba besar sin éxito lo trataba con tal indiferencia. Jane lo había dejado plantado dos veces ese día, primero en el jardín, y ahora con esa respuesta. 

Quizás sería mejor olvidarse de ella y de sus ideas de conquista, al menos por el momento. Al fin y al cabo, precisaba más de un enfermera que de una amante. 

Jane trató de no volver a mirarlo a la cara. No quería que su fachada se derrumbara. Lo último que le daría a ese libertino orgulloso era el placer de verla llorar o ponerse nerviosa. Además, la culpa era de ella, pues se había comportado con una notable falta de sentido común al permitir que él la manipulara esa mañana. Su comportamiento había sido impropio de una doncella. Y le resultaba vergonzoso comprender lo fácil y rápido que podía sucumbir al encanto seductor de un consumado libertino sin moral ni sentimientos como lo era el Duque de Wellington. A partir de ahora, se mantendría todo lo alejada posible de él. 

Por la noche, Arthur invitó a Liam y a Craig, sus compañeros de juergas, a cenar. La cena se sirvió en el salón de cenas, pues el Duque de Wellington jamás aceptaría que sus pares lo vieran como una «anciana inválida», tal y como él se había expresado por la tarde, cuando informó a Jane que debería asistirlo durante el evento. 

La norma social era que las doncellas, especialmente aquellas que trabajaban en servicio doméstico, se ocuparan principalmente de las tareas relacionadas con la limpieza, la vestimenta y el cuidado personal de sus señores. La tarea de servir la mesa en la cena generalmente recaía en sirvientes especializados, como los criados de mesa o camareros. Sin embargo, como siempre, el Duque hacía y deshacía a su antojo. 

Gracias a Dios, las funciones de Jane no fueron las de servir la mesa, sino las de auxiliar al Duque con el taburete sobre el que tenía que apoyar su pierna inmovilizada o sus muletas. La gran mayoría del tiempo se quedó de pie en un rincón, casi sin ser vista. 

—¿Cómo van los bastones, Arthur? —inquirió Liam, un hombre de complexión pequeña y cabello anaranjado como el de una zanahoria. En cuestión de algunos minutos, se había bebido cuatro copas, pero su conversación era agradable y a Jane le parecía que, pese a su posible y horrible historial, era una buena persona.

—Una muy buena idea por tu parte, Liam —convino el Duque, a la cabeza de la mesa—. Por eso os he invitado esta noche, quiero saber cómo van las apuestas sobre mi estado de salud. 

Los compañeros del Duque de Wellington se embarcaron en una diatriba que duró más de veinte minutos, repleta de nombres, sumas de dinero y apuestas. Como si saber todo aquello fuera una cuestión vital. 

—Oh, pero lo peor son las apuestas sobre lady Wood —dijo Craig de repente, un hombre alto y rubio, bastante bien parecido.

—¡Oh, sí! Ya he leído esta mañana lo que han publicado sobre ella —comentó Arthur, como si no fuera el autor. 

Craig soltó una carcajada. —He logrado ganar una buena suma hoy. Debo agradecerle a lady Wood que haya visitado al Gran Duque de Mecklemburgo más de lo debido; había apostado a que él era uno de sus amantes y hoy se ha confirmado, así que en el Taj Palace han tenido que abonarme todo cuanto me debían. Ahora me falta lo tuyo, Arthur, he apostado que no volverás a andar. 

—Si no fuera el anfitrión, Craig, me levantaría en este preciso instante y te demostraría lo capaz que soy de andar, dándote un buen puñetazo. Te sugiero que reserves el dinero que has ganado hoy para cubrir mi apuesta, ya que estás destinado a perder.

—Pero me temo que no todo debe ser tan glorioso para lady Wood —dijo Liam—, el primer vizconde no ha aparecido hoy por el Taj Palace y he oído que tampoco lo han visto en las cortes ni en las oficinas de comercio. 

Jane sintió una punzada de culpabilidad. ¿Y si lady Wood estaba en serios problemas? 

—Por favor, lo más que puede hacerle Charles a su prometida es darle una buena reprimenda —se burló Arthur—. Una reprimenda que Leslie aplacará con su maravilloso y bien puesto busto. 

—Vaya que sí —confirmó Craig, con un gesto obsceno. 

—Todos sabemos que Charles nunca ha tenido la oportunidad de compartir su lecho con una mujer tan exquisita como Leslie, y estoy seguro de que no dejará pasar esa oportunidad por nada del mundo, ni siquiera por su falta de pureza. Para él, es un inmenso favor que esa mujer consienta en compartir la misma cama que él. Si no ha ido hoy a las cortes o a las oficinas, debe ser por la vergüenza. Hecho que, amigos míos, me complace. ¿Acaso no se estaba pavoneando en el Taj Palace por haberme ganado en el duelo? Esto no es más que lo que merece quien peca de soberbia, yo lo llamaría una cura de humildad.

—Todavía no entiendo como te pudo ganar. 

—Bueno, Craig, ahí tienes la respuesta a tus dudas —Arthur señaló a Jane de repente, y esta dio un pequeño respingo desde su rincón. 

—¡Oh, con que tú fuiste la que te interpusiste en la línea de tiro! —la reprendió Craig al reparar en ella—. ¿Y qué hace aquí, Arthur? ¿Es una forma de recordarte el motivo por el cuál fallaste?

—Caray, ni siquiera me había fijado en ella —añadió Liam, mirándola por un momento para luego volver a su bistec. 

—Digamos que está esforzándose por enmendar su error ayudándome a recobrar la salud.

Jane apretó los puños y frunció el ceño. ¿Reparar su error? ¿Qué error? ¡Estaba allí porque el señorito Adolfo tenía una deuda con el Duque y ella era su medio de pago! Porque claro, Arthur era demasiado egocéntrico como para dejarse ganar por una simple criada. ¡Embustero! ¡Oh! Y pensar que había estado a punto de besarla esa misma mañana. ¿Cómo se atrevía a hablar de ella de esa manera?

—Pero, ¿quién es? —quiso saber Liam.

—Es una doncella de los Grandes Duques de Meckemburgo-Strelitz, Adolfo me la ha prestado. 

¿Prestado? Jane lo odió un poco más. 

—Oh, ahora comprendo. ¡Los Grandes Duques de Mecklemburgo! Dicen que la Duquesa ha abandonado la propiedad hoy mismo, con la excusa de visitar a sus tíos en no sé qué parte de Calcuta. Pero ya puedes imaginarte las verdaderas razones. 

—Sí, me lo supongo. Debe ser duro ser un hombre casado. Pero, ¿habrá boda este sábado? ¿O no? —inquirió Arthur, llevándose la copa a los labios. 

—Yo digo que no, ni siquiera alguien como el vizconde aceptaría a una mujer así —respondió Liam—. Tampoco puede retarse a duelo con media Calcuta, ¿no? Si se  casa con ella, será una deshonra para él mismo. 

Jane se mantuvo quieta hasta el final. A pesar del burbujeo en su interior. Nada de lo que había escuchado podía dejarla tranquila. Por supuesto que se alegraba por las desgracias del Gran Duque, pues él era su captor. Pero no se alegraría mucho si lady Wood sufría algo más que una reprimenda o una cancelación de la boda. 

—Puede retirarse por hoy, señorita Jane —le dijo Arthur, en cuanto los invitados se fueron y él subió otra vez las escaleras hasta la primera planta con la ayuda de las muletas y bastante esfuerzo por su parte. 

—Su Excelencia —reverenció ella—. No lo tenía por un caballero dado a la falta de verdad. Aunque dada su particularidad de carácter, ya nada me extraña. 

—¿Pretendía usted que les dijera que soy el autor de las publicaciones?

—No, mi señor. Pretendía que no dijera que estoy aquí para enmendar un error que jamás cometí. ¿Su ego no tiene límites, mi señor? 

—¿Y el suyo, señorita Jane? ¿Se cree usted muy humilde al pedirle explicaciones a su señor? ¿A un Duque? Hará bien en recordar cuál es su sitio. 

Los dos se quedaron en silencio, en mitad del pasillo con moqueta roja, mirándose fijamente a los ojos. —Su Excelencia, hasta mañana —convino ella, tragando saliva y mordiéndose la lengua. Al menos, tenía que estar agradecida de que el Duque ya no intentara seducirla y que hubiera decidido dejarla en paz. Sí, cumpliría con su trabajo y nada más. Mejor callada, a pesar de lo que su cuerpo le pedía.  

Arthur la observó dar media vuelta e irse. La miró de arriba a abajo. Jane era una belleza oculta, le encantaría pasar la noche acompañado por algo más que sus sábanas y su cama solitaria. Y ella parecía tan adecuada para no hacerlo sentir solo... pero no; era una criada bajo su protección, y ya había decidido dejarla en paz. No quería tener que lidiar con más dolores de cabeza. Su juego había durado poco y había terminado mal. No necesitaba más. 

Leslie Wood había permanecido todo el día reclusa en su habitación, acompañada de su anciana tía. No fue una elección propia, sino la respuesta de Charles después de que el «The Calcutta Chronicle» llegara a la casa con su impactante publicación; la había encerrado con llave. 

—¿Qué pretende? —se inquietó, observando que ya eran más de las once de la noche—. Ni siquiera hemos comido, tía. Nos ha encerrado como si fuéramos delincuentes.

—Ay, Leslie —se compadeció su tía, que no había dejado de rezar en todo el día, sentada en un sillón mientras su joven sobrina daba vueltas nerviosas por su habitación que, cada vez, parecía más pequeña—. Tengo miedo por ti, pequeña. 

—Tía Jordie, creo que mis padres se han equivocado al enviarme aquí —se asustó ella, dejándose caer sobre las faldas de su tía—. Sé que no me he comportado bien, y que todo esto no son más que las consecuencias de mis malos actos pero, ¿de veras piensas que puedo casarme con un hombre que es capaz de encerrarme todo el día sin darme comida ni agua? 

—Quizás solo esté confundido y quiera aclararse antes de hablar contigo. Roguemos a Dios que solo sea eso, Leslie. 

De golpe y con violencia, la llave de la puerta fue corrida y Charles entró en la recámara con los ojos ensombrecidos. Bajito, rechoncho, y poco agraciado, dio unos pasos decididos hacia Leslie y la tomó por el cuello con fuerza. Leslie era un poco más alta que él, pero él se las arregló para moverla a su antojo, al fin y al cabo, su complexión masculina lo ayudaba a ello. 

—¡Mi señor! Si me lo permite... —intentó interceder la tía Jordie. 

—¡Salga de esta habitación ahora mismo, señora! —ordenó Charles. 

—Pero mi señor, yo soy la carabina de lady Wood, no puedo dejarla sola. Sus padres...

—¡Sus padres son unos embusteros! ¡Sus padres me mandaron a una mujer deshonrada, indecente y perversa! Esta es mi casa, y le he dicho que salga de la habitación. 

La anciana, con los ojos clavados en Leslie, se vio obligada a obedecer con el corazón en un puño. Pero en cuanto salió, y cerró la puerta, se quedó pegada a ella, escuchando todo lo que sucedía. 

—Mi señora, ¿qué ocurre? —preguntó una doncella que, al parecer, se había acercado asustada por los gritos. 

—Ay, querida, creo que el vizconde a enloquecido. 

Y en ese instante, oyeron a Leslie gritar, ambas se llevaron las manos a la boca, mirándose con terror. ¿Qué podían hacer? El vizconde era el amo de la casa y no podían enfrentarse a él. Por muchas razones que pudiera tener ese hombre para estar enfadado, los gritos y golpes que resonaron durante gran parte de la noche le quitaron toda la razón, al menos a los ojos de esas dos mujeres que escucharon cada sonido con el corazón en vilo.

"Desconocía las posibles repercusiones de mi pequeña venganza. Las supe más tarde. Para mí, esas damas de alta alcurnia siempre habían sido intocables, libres, y jamás hubiera imaginado que podían ser maltratadas de un modo tan horrible como lo hizo el vizconde; de haberlo sabido, jamás hubiera accedido a cooperar con el Duque de Wellington". 

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