Capítulo 9- Los jardines de la perdición

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Podrías irte de aquí, puedes vivir de eso... y te lo digo en serio. Pero no importa lo que hagas, debes recordar siempre que eres una criada. Tú naciste para ser criada, no importa cuánto talento tengas.

Criadas y Señoras. 

Nunca había sido una mujer temerosa. Jamás había evitado sus problemas ni se había refugiado en un rincón, salvo lo necesario para sobrevivir como mujer secuestrada. Todo lo contrario. Sin embargo, de repente, se vio transformada en eso, en una mujer cobarde. Permaneció frente a la puerta del Duque de Wellington durante unos minutos y aún no se atrevía a comenzar con sus obligaciones diarias. Lo ocurrido la noche anterior, aunque en realidad, y a efectos prácticos, no había sucedido nada, no le permitió dormir en toda la noche, y ya era la segunda noche que sufría de insomnio estando al servicio del «caballero de plomo». ¿Por qué lord Wellington le había preguntado si sonreía alguna vez? ¿Por qué le importaba a él su sonrisa o su opinión sobre él y su impacto en las mujeres? Habían conversado sobre otras cosas personales en ocasiones anteriores, pero esa charla había desencadenado sentimientos, o más bien reacciones, inusuales en ella. ¿Sentir deseo? 

Estaba asombrada por la intensidad de sus emociones, y avergonzada. ¿Y si él se había dado cuenta de su azoramiento? 

Un carraspeo a sus espaldas la arrancó de sus cavilaciones y temores. La nariz del señor Dowson surgió a su derecha, y sus ojos diminutos la observaron con severidad. Ella le devolvió la mirada sin amilanarse, pero ninguno de los dos dijo nada. Jane reparó en que llevaba la bandeja con el diario en su mano enguantada. ¡El diario! ¡Se había olvidado por completo de él! 

Dejó que el mayordomo entrara primero en la recámara del señor y luego, tocando un par de veces la puerta ya abierta, pasó ella. —Buenos días, Su Excelencia —dijo Jane, después de que lo hiciera el señor Dowson. 

—Buenos días —contestó el Duque, vestido. Al parecer, su ayuda de cámara lo había ayudado a deshacerse de su bata ese día. Y lucía impecable. 

Cada detalle de su atuendo había sido cuidadosamente seleccionado para realzar su figura distinguida. Vestía un traje de tres piezas a medida, con una chaqueta entallada en tonos oscuros y ricos que destacaban su presencia aristocrática. La camisa de tela fina, exquisitamente almidonada, se asomaba por el cuello alto y perfectamente planchado del chaleco. Un fular de seda morada, con patrones discretos, añadía un toque de refinamiento a su apariencia.

Los pantalones de corte clásico caían con elegancia sobre su pierna entablada. No llevaba zapatos, hubiera sido imposible ponérselos con su pierna en ese estado, pero llevaba unas pantuflas oscuras nuevas. 

Su cabello, peinado con esmero hacia atrás, brillaba bien negro como sus ojos. El duque irradiaba una presencia majestuosa, listo para enfrentar el día con la dignidad y la elegancia de las que había carecido los últimos dos días. 

—Está bien, señor Dowson, gracias —dijo Arthur, tomando el «The Calctua Chronicle» entre sus manos—. Hará el favor de hacer llegar este mensaje a casa del Gobernador Canning —añadió, extendiendo una carta que el mayordomo tomó con reverencia.

—¿Puedo ayudarle en algo más, mi señor? 

—Por favor, contacte con el mayordomo de Apsley House y solicítele un resumen detallado de los presupuestos y las finanzas que mi madre está gestionando en Londres. Necesito asegurarme de controlar los gastos mientras el negocio de la sal no comience a dar sus frutos. Ah, y actualice el inventario de objetos de valor y obras de arte en todas mis propiedades, he oído que mi madre está apostando de nuevo y espero que no lo haga más allá de sus joyas. 

El Diario de una DoncellaWhere stories live. Discover now