El Diario de una Doncella

By MaribelSOlle

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La curiosidad convertida en deseo. El duque de Wellington, conocido como el soltero más deseado y esquivo del... More

Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- Un duelo, una vaca y huevos rotos
Capítulo 2- Valiente Jane
Capítulo 3- Tóxico Arthur
Capítulo 4- Wellington's House
Capítulo 5- Miedo al cambio
Capítulo 6-Entrelazados
Capítulo 7- Los Miserables
Capítulo 8-Atracción compartida
Capítulo 9- Los jardines de la perdición
Capítulo 11- Ni el bueno es tan bueno, ni el malo es tan malo
Capítulo 12- De espectadora a protagonista
Capítulo 13- Una belleza etérea
Capítulo 14- Tetera hirviendo
Capítulo 15- Sentirse vivo
Capítulo 16-El verdadero Wellington
Capítulo 17- Algo más que una sonrisa
Capítulo 18- Juego a tres
Capítulo 19-Demasiado pronto para el amor
Capítulo 20- Locura de confesión
Capítulo 21- La niña del río Támesis
Capítulo 22-Tílburi en peligro
Capítulo 23- De sombras a luces
Capítulo 24- Doloroso deseo de rendición
Capítulo 25- Renaciendo en el abrazo perdido
Capítulo 26- Amor sincero
Capítulo 27- La temporada social
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 10- Besos humillantes

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By MaribelSOlle

No olvides nunca que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos.

O.K.Bernhardt.

Debería plantarse en el sitio e insistir en que la llevara de vuelta a la propiedad principal sin más demora, junto al resto del servicio, con quienes estaría a salvo. En realidad, ni siquiera debería esperar a que él la acompañara. Debería irse sola bajo algún pretexto. Estaba segura de que el Duque no la retendría a la fuerza a pesar de sus obligaciones con él. Si le explicaba que tenía trabajo pendiente por hacer, quizás lo entendiera mejor. En ese caso... ¿por qué no lo hacía? En vez de plantarse en el sitio, siguió caminando a su lado, siguió internándose en la oscuridad, atenuada tan solo por la luz del sol de la mañana que brillaba por encima de las copas de los árboles cada vez más frondosos y con más sombra. Lo que había empezado como una obligación, guiada por las maravillas de los jardines que los rodeaban, estaba siendo cada vez más peligroso. 

No podía concebir que el Duque de Wellington albergara alguna intención deshonrosa hacia ella. No era porque no hubiera evidenciado su falta de caballerosidad ni demostrado ser un libertino sin mucho tacto con las mujeres; sencillamente, porque ella no era hermosa. Ni siquiera podía catalogarse como bonita. Su Excelencia había tenido aventuras con las mujeres más atractivas de Calcuta y quizás de otras partes del mundo. Por ejemplo, lady Leslie Wood era toda una beldad. ¿Cómo podría él fijarse en ella más allá de las burlas o de los malos comentarios por sus enfados? 

¿Y si él continuaba queriendo humillarla? Tal como había jurado cuando la contrató. Arthur Wellesley era lo suficientemente cruel como para permitirle a Jane ciertas licencias con el «The Calcutta Chronicle» o con la lectura de los libros de su biblioteca para luego hundirla en lo más profundo del abismo cuando estuviera confiada y segura de sí misma. 

Su intuición la había avisado. Y ahora estaba en pleno debate entre lo que debería hacer y lo que en realidad estaba haciendo. 

Simultáneamente, y a pesar de su certeza de que el Duque de Wellington, con su atractiva presencia, estatura imponente y vigor, no podía albergar ningún tipo de deseo hacia alguien como ella, tan insignificante, sentía una extraña emoción. Ese cosquilleo que había nacido en ella la noche anterior volvía a recorrerla de forma espantosa y vergonzosa. Debía reconocer de que ese hombre, a pesar de que no le había parecido guapo al principio, era irresistible para cualquier mujer con ojos y olfato, pues olía terriblemente bien. No sabía identificar los matices del aroma, no era un experta en perfumes caros ni en ninguna otra clase de perfumes, pero sabía que su olor era agradable. 

Jane era, tal como Arthur había esperado, la ingenuidad personificada. Una inocente muy peligrosa a pesar de su fuerte carácter y sus intransigencias. Y extremadamente encantadora. Además, tenía un algo indefinible que la hacía muy agradable. El pelo negro que le asomaba por debajo de la cofia estaba pidiendo a gritos ser liberado. Podía resultar aburrido, sin vida, pero él sabía que no era así, pues se lo había visto la noche anterior trenzado con una gruesa trena. 

Lucía poca cosa con ese uniforme amplio que apenas resaltaba su figura, pero él también era consciente de que esa afirmación no era del todo cierta. Sabía que Jane debía de tener unos de los muslos más firmes, anchos y apetecibles que él jamás había visto y tocado. 

No existía lugar más encantador que los jardines del Marajá en toda Calcuta, al menos a juicio de una dama, ni más propicio para cautivar a una mujer. El momento más delicado ya había transcurrido. No había ofrecido resistencia cuando la condujo lejos de la propiedad, alejándola de las miradas indiscretas. Las jóvenes debían ampliar su conocimiento acerca de las complejidades del mundo. 

Caminaban uno al lado del otro a pesar de lo estrecho que era el sendero. Caminar uno tras otro resultaba la única opción sensata para transitar por ese sendero en particular, pero, ¿quién se preocupaba por la sensatez en ese momento? Ella no parecía hacerlo. Si bien parecía algo incómoda, con las mejillas tan sonrojadas como la noche anterior y la mirada clavada en sus zapatos negros y viejos, los propios de una doncella, no parecía dispuesta a detenerse ni a pedirle que volvieran a casa. 

Estaba tensa. Él podía verlo. Sabía cuándo notarlo, percibir la tensión de una mujer en mitad de una cacería era casi tan estimulante como llegar al final de ella. 

—No me había dado cuenta de que huele usted particularmente bien, Jane —murmuró él.

—¿Por qué debería notar algo tan trivial, mi señor? —respondió ella, sin atreverse a mirarlo directamente, en actitud defensiva.

—Bien, hemos hablado por más de media hora sobre la vegetación, los pájaros y las mariposas de los jardines, he pensado que cambiar de tema podría resultar beneficioso. 

—Y yo creo que sería prudente regresar —declaró finalmente Jane, deteniéndose en medio del estrecho sendero empedrado, desafiándolo por primera vez desde que el ambiente se había vuelto tan tenso como Arthur Wellesley lo había generado. 

Ya esta. Ya lo había dicho. Jane sentía los latidos de su corazón en la garganta, pero había logrado sobreponerse al peligro y a sus propias emociones. No se dejaría humillar por un Duque, por muy criada que fuera. 

—Estoy de acuerdo —convino él, pero el brillo malicioso de sus ojos negros no acompañó al alivio que suponían esas palabras para Jane—. Primero sentémonos un poco, estoy exhausto y adolorido. Necesito descansar antes de emprender el camino de vuelta. 

Arthur Wellesley se alejó de ella, dejándola respirar un poco, y se sentó en un magnífico banco de piedra que quedaba al lado de camino, de cara a una fuente que rebosaba agua y de la que los pájaros bebían, iluminada por un rayo de sol que se colaba entre la vegetación.

 El banco de piedra quedaba justo debajo de un majestuoso árbol de Bengala que se alzaba en medio del paisaje tropical, con su frondoso dosel extendiéndose ampliamente para ofrecer sombra a los alrededores. Las ramas, abigarradas y repletas de exuberantes hojas verdes, se entrelazaban formando un intrincado encaje natural que dejaban el banco fuera de la vista de todos. Sus raíces, como serpientes entrelazadas, se sumergían en el suelo fértil, aferrándose con tenacidad a la tierra que nutría su crecimiento.

 Al acercarse a él, se percibía la dulce fragancia que emanaba de las delicadas flores, atrayendo a las abejas y mariposas que revoloteaban a su alrededor.

—No debería haberse esforzado tanto, Su Excelencia —observó ella, sin sentarse, permaneciendo de pie a una distancia prudente del banco y de él—. Además, hoy me tocará encargarme de todos los vendajes, ya que ha rechazado la visita del médico, y espero que las heridas no hayan empeorado con este esfuerzo adicional. 

—Siéntese a mi lado, Jane —pidió él, sin mirarla, con la vista clavada en la fuente. 

—Prefiero quedarme de pie, Su Excelencia —negó ella, con el corazón nuevamente en la garganta. 

Arthur la observó. La observó con la fuente a sus espaldas, admiró su mentón puntiagudo, su nariz respingona y su carita fina. Sus ojos no serían la gran cosa sino fuera por ese color, ese color bronce como el metal, brillante y que mudaba de color a cada instante, a cada emoción, a cada variación de la luz. Y entonces la imaginó con un vestido blanco confeccionado con telas finas y livianas, como seda o muselina, y  detalles delicados y femeninos. Un vestido de muchacha casadera. Aunque quizás ella ya no fuera tan joven como para eso. 

—¿Cuántos años tiene, Jane?

—No sé mucho de etiqueta, mi señor, pero creo que preguntarle la edad a una dama no es del todo apropiado —Frunció sus labios rosados y elegantes al mismo tiempo que fruncía el ceño, como una vieja insípida. 

—Dado que usted no es una dama en términos prácticos y está a mi servicio, creo que tengo derecho a conocer su edad —La vio indignarse, y él rió para sus adentros. 

 Lo sabía. Jane sabía que lo único que pretendía ese hombre era humillarla. No debería haberse relajado estando a su servicio. Era un hombre acostumbrado a jugar con las personas, así es como pasaba su tiempo ocioso. 

 —Veintidós, Su Excelencia —replicó ella con la voz ahogada en impotencia.

—Veintidós años, ¿es eso? —murmuró él, como si estuviera pensando en algo más que simplemente su edad—. Interesante.

Jane, por su parte, se mantuvo firme, aunque por dentro sentía el impulso de rebelarse contra esa situación humillante. Aunque todavía era más humillante que su cuerpo sintiera deseo por él, a sabiendas de que estaba siendo utilizada de algún modo cruel. 

—Si no tiene más preguntas inquisitivas, Su Excelencia, ¿puedo regresar a mis deberes? —inquirió, sin ceder ante su juego.

Jane se encontraba en esa etapa de la vida en la que las jóvenes no eran consideradas para los matrimonios más codiciados, no sería una tierna joven recién salida del cascarón. Tampoco sería una joven ansiosa en su última temporada social, ni tampoco estaba al borde de ser etiquetada como una solterona oficial. Estaba en ese delicado punto intermedio, donde las expectativas y presiones sociales se mezclarían en un delicado equilibrio, sin saber exactamente en qué dirección inclinarse. Pero nada de eso le pertenecía ni le tocaba a ella, pues no era más que una simple criada aunque él pudiera imaginársela como una preciosa debutante en Londres. 

—Sus deberes consisten en velar por mi bienestar, ¿no es así, Jane? Y en estos momentos, requiero la asistencia de mi enfermera, ya que mis brazos me duelen terriblemente por cargar estos engorrosos artefactos de madera —señaló las muletas que descansaban junto al banco, a su lado.

La observó vacilar. De hecho, la notó bastante molesta. Lo suficiente como para que, al cruzar el umbral entre la luz que daba a la fuente y las sombras del árbol de bengala con pasos nada amables, se sentara a su lado con un fuerte golpe y le tomara el brazo con bastante falta de delicadeza mientras le hacía masajes no muy amigables. 

¡Vaya! Su intención no había sido enfadarla, aunque disfrutara haciéndolo, la verdad. Lo que realmente pretendía era arrancarle un par de sonrisas y quizás alguna palabra más íntima. ¡Pero qué caray! Estaba encantadora cuando se ponía de esa manera. ¡Vaya, vaya! ¿Quién iba a decirle que contratar a ese cuervo ominoso terminara siendo tan estimulante?

Jane estaba tan furiosa por las humillaciones que aquel hombre le estaba haciendo vivir y consigo misma, que ni siquiera se dio cuenta del roce de sus manos contra el brazo del Duque; claro, que el traje y la camisa tampoco favorecían el contacto directo de piel contra piel. Quería terminar con eso cuanto antes. Estaba claro que él no tenía ningún interés real por ella. Todo ese juego estaba subordinado al hecho de que ella era su criada y le debía obediencia, nada más. Y que ella sintiera ese cosquilleo, solo hacía que su furia aumentara. 

—Jane, ¿puedo saber por qué está tan molesta? Cualquiera diría que lo que pretende es arrancarme el brazo en lugar de aliviarlo. 

—¿Su cinismo no conoce límites? —Elevó ella la cabeza con los ojos empañados de impotencia—. Está utilizando su poder para forzarme a hacer cosas que van más allá de lo apropiado.

—¿Es eso lo que piensa? —se ofendió él, apartando el brazo con un movimiento seco. 

—¿Qué otra razón puede haber para que me arrastre a las profundidades de sus jardines y me haga preguntas indiscretas? Solo pretende humillarme, nada más; si ese era su objetivo, lo felicito, lo ha logrado —escupió ella, refregándose las manos sobre su mandil blanco, apartando la vista de él. A decir verdad, jamás se había atrevido a hablar con tanta franqueza, ni siquiera se había atrevido a hablar con sus señores, pero con el Duque de Wellington su rebeldía y su valentía innatas florecían de forma natural, como las flores exóticas que los rodeaban en esos instantes. 

—¿Tan insignificante y poco agraciada se ve a sí misma como para creer que mi único propósito es humillarla al desear pasar un rato a solas con usted?

—No existe otra posibilidad, y le ruego que deje de jugar conmigo. He comprendido por qué lo llaman el «caballero de plomo» en mis propias carnes, mi señor. Y solo llevo tres días a su servicio. Creo que usted posee una de las personalidad más dañinas que existen y es capaz de arruinarle la vida a cualquiera que se lo proponga. Como le he dicho, si pretendía vengarse por haberme interpuesto en la línea de tiro y por haber venido después a su casa a exigirle cosas que, como simple sirvienta, no tenía derecho a exigirle, lo ha logrado. Ha conseguido usted que me sienta la mujer más humillada de Calcuta. 

Arthur abrió sus ojos oscuros, dejando que sus largas pestañas se encontraran con el pliegue de sus párpados. Aunque disfrutaba provocándola, no había sido su objetivo humillarla, a pesar de sus intenciones al contratarla. —¿Puede aceptar unas disculpas de parte de un caballero terriblemente desconsiderado? 

Jane parpadeó dos veces hacia el mandil y luego lo miró a él a los ojos. ¿El Duque de Wellington disculpándose con ella? Pudo ver que era sincero al hacerlo, en sus ojos no había crueldad ni malicia; en ese instante, solo había dos vidrios oscuros transparentes, como si se acabara de dar cuenta de algo. 

—Sí, mi señor. Acepto sus disculpas. 

Hubiera sido absurdo no hacerlo. 

—¿Y puede creerme cuando le digo que no pretendía humillarla? —Jane negó con la cabeza y volvió su mirada sobre las manos que reposaban sobre el mandil blanco—. No tiene nada que envidiarle a ninguna dama de la alta sociedad, señorita Jane. Se lo aseguro. No digo que usted sea la compañía más grata de Calcuta, pues a mí gusto frunce demasiado el ceño y es demasiado seria como para ello. Pero muchos hombres estarían encantados de estar a su lado, de eso estoy seguro. Y no solo por su personalidad bien definida y sus contestaciones estimulantes, sino porque es usted hermosa cuando se desprende de su uniforme. 

Jane abrió los ojos como platos, mirándolo sorprendida y sus mejillas se volvieron a teñir de rojo. —No conseguirá nada endulzándome los oídos, Su Excelencia —replicó, con el cuerpo tembloroso—. Si dice que no pretendía humillarme, mi obligación es creerlo, pero le ruego que no siga mintiéndome. Un caballero como usted, acostumbrado a tener todas las mujeres que quiere, las más hermosas, refinadas y cuidadas, jamás podría considerar hermosa a una simple criada con las manos estropeadas, sin perfumes caros ni lociones en su rostro. 

—¿Quiere comprobarlo, Jane? —Sonrió él por la ingenuidad de su respuesta, excitándose de repente por la inconsciente invitación que ella le había hecho con esas declaraciones—. ¿Quiere lo demuestre lo mucho que puede gustarme? —Colocó su mano sobre su hombro femenino y percibió el temblor debajo de ella, la alteración en el cuerpo de Jane, lo mucho que ella podía estar deseándolo en su interior a pesar de sus palabras. La oyó inspirar y soltar el aire con fuerza y se acercó a sus labios lentamente, a su rostro delicado, a sus mejillas ruborizadas y a sus ojos fuera de lo común, pero ella se apartó. 

Jane se estremeció ante la proximidad de ese hombre de barba oscura y nariz prominente. Su reacción instintiva fue levantarse rápidamente del banco y huir de allí. El temor la invadió, no solo por las palabras e intenciones de él, sino también por sus propios deseos. ¡Dios mío! Secretamente, hubiera deseado que él la besara. ¿Cómo sería? Su conocimiento sobre esos asuntos se limitaba a lo que había escuchado de otras compañeras de trabajo o, incluso, a lo que había percibido en la habitación del Gran Duque de Mecklemburgo cuando lady Wood se rindió a él. Corrió hacia la propiedad y, al divisar la puerta de vidrios de colores, se obligó a calmarse. No deseaba que el resto del servicio la viera en ese estado. Ya era suficientemente vergonzoso ser la enfermera del Duque y que la vieran pasar tanto tiempo a solas con él, como para atraer más miradas curiosas.

—¿Y Su Excelencia? —le preguntó el ama de llaves en cuanto puso un pie sobre el mármol del pasillo con motivos hindúes. 

—Me ha pedido que lo dejara unos minutos a solas en la serenidad de los jardines. Así que aprovecharé para preparar las vendas nuevas que debo ponerle antes del mediodía. 

La señora Bass asintió con una sonrisa amable y Jane pensó que tenía mucha suerte de que el ama de llaves de Wellington's House fuera tan cortés. Si fuera la señora Blair, la horrible ama de llaves de los Grandes Duques de Meckelmburgo-Strelitz, seguro que tendría muchos problemas y sería cuestionada por cada una de sus acciones y tardanzas. 

"No sabía lo que sucedería después de dejar plantado al Duque de Wellington en mitad de los jardines. No tenía ni la menor idea de si me enfrentaría a represalias por mi desobediencia y falta de servilismo, pero mi corazón latía con tanta intensidad que tales preocupaciones parecían desvanecerse. ¿Había intentado realmente besarla? ¿O había sido solo una ilusión? No podía estarle pasando eso, no a ella."

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