El Diario de una Doncella

By MaribelSOlle

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La curiosidad convertida en deseo. El duque de Wellington, conocido como el soltero más deseado y esquivo del... More

Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- Un duelo, una vaca y huevos rotos
Capítulo 2- Valiente Jane
Capítulo 3- Tóxico Arthur
Capítulo 5- Miedo al cambio
Capítulo 6-Entrelazados
Capítulo 7- Los Miserables
Capítulo 8-Atracción compartida
Capítulo 9- Los jardines de la perdición
Capítulo 10- Besos humillantes
Capítulo 11- Ni el bueno es tan bueno, ni el malo es tan malo
Capítulo 12- De espectadora a protagonista
Capítulo 13- Una belleza etérea
Capítulo 14- Tetera hirviendo
Capítulo 15- Sentirse vivo
Capítulo 16-El verdadero Wellington
Capítulo 17- Algo más que una sonrisa
Capítulo 18- Juego a tres
Capítulo 19-Demasiado pronto para el amor
Capítulo 20- Locura de confesión
Capítulo 21- La niña del río Támesis
Capítulo 22-Tílburi en peligro
Capítulo 23- De sombras a luces
Capítulo 24- Doloroso deseo de rendición
Capítulo 25- Renaciendo en el abrazo perdido
Capítulo 26- Amor sincero
Capítulo 27- La temporada social
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 4- Wellington's House

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By MaribelSOlle

En toda negociación, el hombre honrado está destinado a llevar la peor parte, mientras que la picardía y la mala fe se apuntan finalmente los tantos.

Mika Waltari.

Jane se despertó enfadada al día siguiente, cuando tuvo que volver a empacar sus pertenencias para trasladarse, esta vez, a la residencia del Duque de Wellington. En esta ocasión, prestó atención a cada paso que dio desde la propiedad de sus antiguos señores hasta la del nuevo. ¿Cómo no hacerlo cuando tenía que cargar con su propio equipaje? El «caballero» desgraciado no se había dignado a mandarle un carruaje, claro que tampoco tenía por qué hacerlo, ella solo era una simple sirvienta a las órdenes y caprichos de los nobles. 

 Wellington's House se erigía imponente entre exuberantes jardines. Su fachada típicamente inglesa, con columnas de mármol y una puerta tallada, revelaba un interior opulento. Los techos altos, suelos de mármol y mobiliario elegante llenaban los espacios con un aire de esplendor. Los jardines, adornados con fuentes y flores exóticas, completaban la majestuosidad de la residencia, creando un refugio sereno no muy diferente de la casa de los Grandes Duques de Meckelemburgo-Strelitz. 

Esa vez, sin embargo, entró por la puerta de las cocinas, la del servicio.

—Muy bien, ha llegado usted puntual, señorita Jane —la recibió el ama de llaves, nerviosa—. Ha comenzado usted bien. Yo soy la señora Bass. La estaba esperando, pero debo informarle que Su Excelencia ha solicitado expresamente que la instalen en una de las dependencias superiores, en un cuartillo destinado para niñeras e institutrices, en caso de que las hubiera. 

Jane percibió las miradas acusadoras del resto de los empleados hacia ella, mientras el ama de llaves se esforzaba por mantener la imparcialidad frente a la solicitud del Duque de Wellington. Sin embargo, todos, absolutamente todos, pensaban que ella era la nueva amante de ese hombre. Y eso era tan humillante como el hecho de que el señorito Adolfo pensara lo mismo la noche anterior. 

No permitió que el bochorno se hiciera evidente en sus mejillas. —Mis disculpas, señora Bass. Agradezco la amabilidad de Su Excelencia, pero prefiero instalarme junto al resto de las doncellas. 

El señor Dowson, el mayordomo, atravesó las cocinas, probablemente en camino a su despacho, y la miró de la misma manera que el día anterior: desde lo alto de su nariz prominente. Sin embargo,  el hombre optó por no intervenir, ya que las doncellas estaban bajo la autoridad del ama de llaves. 

—No hay ninguna habitación libre, señorita Jane —respondió la señora Bass con bastante más amabilidad de la que hubiera tenido la señora Blair—.  Lo más razonable sería que se instalara donde ha pedido Su Excelencia, ya que, además, se espera que cumpla la función de cuidarlo personalmente. El Duque ha sido muy específico al decir que actuará como enfermera mientras él se recupera de sus heridas. 

Ante ese razonamiento, la tensión en el ambiente y entre sus demás compañeros disminuyó. Ya no podían afirmar con certeza que ella fuera la amante del Duque, especialmente si iba a cumplir funciones de enfermera para él; resultaba bastante lógico que se instalara cerca de sus habitaciones. Claro que la sospecha volaba en el aire, y la humillación seguía azotando a Jane de manera bastante dolorosa. 

Con sus escasas pertenencias en una mano, siguió a la señora Bass hacia arriba. La señora Bass era, en contraposición al mayordomo, bastante bajita. No era entrada en carnes, era delgada, y bastante delicada, incluso Jane diría que bonita, sino fuera por su avanzada edad. Su pelo rubio era brillante y tenía una media sonrisa que sería bastante más cálida si ella no se esforzara tanto en mantenerse profesional como ama de llaves. —Me veo con la obligación de advertirla, señorita Jane, que Su Excelencia tomó láudano la noche anterior para poder dormir. El cuerpo le duele terriblemente y hoy es posible que se despierte peor, pues los golpes se habrán enfriado. 

—Gracias por informarme, señora Bass —dijo ella, temiéndose un largo y arduo día con el Duque de Wellington malhumorado y aquejado por el dolor de sus brazos y sus heridas. Sobre todo, del dolor de su brazo derecho, en el que le habían disparado. 

Cada rincón de su cuerpo protestaba como si hubiera sido sometido a un castigo con un martillo. El dolor más agudo se concentraba en su brazo. Aunque, por fortuna, la fiebre no se había apoderado de él y eso significaba que estaba fuera de peligro. Sin embargo y a pesar de haber descansado toda la noche y gran parte de la mañana, tras haber ingerido un sorbo de láudano, no se sentía revitalizado en absoluto. Más bien todo lo contrario, se sentía débil. Y no había cosa que odiara más Arthur Wellesley que la debilidad. 

—Que Dios la ampare —le deseó el ayuda de cámara del Duque a Jane, cuando se cruzaron en el pasillo que conducía a la habitación de Wellington. Jane supo entonces que sus sospechas sobre el ánimo del señor, ya de por sí irascible, eran acertadas.

—¿Por qué demonios llega usted tan tarde, Jane? —le preguntó él, nada más cruzar el umbral de su puerta.

—He pensado que querría usted descansar esta mañana, Su Excelencia —reverenció ella, después de cerrar la puerta de la habitación sin hacer ruido. No eran más de las ocho y media de la mañana.

El Duque permanecía inmóvil, en la misma posición en la que Jane lo había descubierto el día anterior: recostado en su inmensa cama con doseles blancos, rodeado de los símbolos de su nobleza, mientras una colección de medicamentos reposaba sobre una mesa auxiliar cercana. Resultaba intrigante para Jane su soledad; había asumido la presencia de algún pariente. Sin embargo, la vasta distancia entre Inglaterra y la India complicaba el consuelo de familiares, y tal vez en Calcuta no había ninguna hermana, madre o tía que pudiera acudir a su lado.

—¿Acaso le pagan para que piense, Jane? ¡Vamos, ayúdeme a levantarme! 

—Su Excelencia, según me han informado, no debería intentar ponerse de pie durante las próximas tres semanas. Se ha fracturado varios huesos a raíz del accidente con el tílburi, y es imperativo que evite mover la pierna izquierda, que ha sido inmovilizada con tablillas y vendajes.

—Veo que ha hecho sus deberes, Jane. Pero se olvida de lo más importante: me debe obediencia absoluta. 

Jane apretó los ojos con firmeza y se mordió la lengua para no expresar en voz alta su descontento por la falta de palabra y honor de ese hombre, al humillarla con su extravagante solicitud de saldar la deuda del señorito Adolfo a través de ella. 

—No, mi señor, mi tarea aquí es cuidar de usted —contrapuso ella, decidida a no dejarse humillar más—, y eso incluye tratar de persuadirlo para que no continúe cometiendo absurdeces que puedan afectar a su salud —Jane se acercó con diligencia a la mesita auxiliar y tomó el remedio matutino que el ama de llaves le había dicho que debía darle al Duque. 

—¿Absurdeces? 

—Abra la boca —Jane sacó una cucharilla del bolsillo de su mandil, la llenó con un poco de jarabe y la introdujo en la boca medio abierta del Duque de Wellington con poca delicadeza, pero con eficacia.

—¡Todavía no la había abierto! 

—¿Ha tragado?

Su actitud era sumisa, pero su lengua aún mantenía su agudeza y su mirada no estaba completamente fija en el suelo. De hecho, de vez en cuando, le clavaba sus ojos color bronce con bastante inquina.

—No es preciso que acompañe todos y cada uno de mis comentarios con alguna impertinencia suya, Jane. Debe dirigirse a mí con el debido respeto o mandaré a azotarla si es que no lo hago yo mismo, y no piense que estoy tan débil como para no poder hacerlo, porque le aseguro que soy muy capaz. ¿Queda claro?

Parecía no haber margen para una respuesta. Y si lo había, no estaba en posición de darla. Se mordió la lengua para evitar más problemas y se dispuso a ordenar un poco la habitación. Mientras lo hacía, percibió la mirada de él fija en su persona, aunque optó por ignorarla por completo. No era guapo, decidió. Carecía del pelo rubio y brillante de los nobles de alta alcurnia de los que ella solía quedarse prendada desde lejos. Como su padre, al que recordaba muy rubio. El duque tenía el pelo negro y los ojos del mismo color, aunque debía reconocer que sí tenía un aspecto muy masculino del que cualquier mujer se hubiera enamorado. Pero ella no. Por su parte, estaba cansada de tener que lidiar con ese tipo de aristócratas que se creían con el derecho a cualquier cosa, ese tipo de hombres absolutistas e intransigentes, como lo era el Gran Duque de Meckelemburgo, su carcelero. 

 —Voy a buscar su desayuno, Su Excelencia —informó, una vez hubo terminado sus labores en el dormitorio. 

—Mejor que me fulmine un rayo si dejo que me sirva el desayuno en la cama como si fuera una frágil dama necesitada —expresó él, tras haber pasado los últimos veinte minutos observando a Jane moviéndose por su habitación. La joven doncella era hábil en sus labores, rápida, y ágil. Pero había algo en sus movimientos que no la hacía vulgar, o tosca. Arthur consideró que tenía una extraña manera de mantener su espalda recta, y de mover las manos de forma delicada, como si hubiera sido educada con los mejores modales. ¿La hija de algún abogado, quizás? ¿Alguna joven que había escapado de su padre autoritario para labrarse su propio camino?

—¿Tengo que volver a repetirle los motivos por los que debe permanecer en cama, Su Excelencia?

Sin aguardar réplica, dejó la estancia y se encaminó hacia la cocina en busca del huevo pasado por agua, la única elección matutina que, según la ama de llaves, satisfacía el paladar del Duque. Al regresar a la recámara del señor, sin embargo, la encontró vacía. 

—Está en la biblioteca —no tardó en informarla el mayordomo, el señor Dowson, el «loro».

—¿Cómo se le ocurre ayudarle? ¿No sabe que Su Excelencia no puede levantarse de la cama? 

Pero el silencio fue su única respuesta. Jane comenzaba a percibir un temor generalizado entre el personal que atendía al Duque de Wellington. Le tenían pánico. 

Lo descubrió en la biblioteca, envuelto en una bata distinta a la que llevaba cuando estaba acostado, una de satén morado. Al parecer, alguien lo había asistido para refrescarse, y ahora se sentaba con porte noble en un vasto sillón, rodeado de estanterías rebosantes de libros y en proximidad a una mesa. Tenía una expresión cínica en su rostro y hasta cruel. Aunque no la estaba mirando a ella, estaba leyendo algún documento que tenía entre manos. 

Debía desempeñar su papel de enfermera sumisa y obediente, aunque le resultaba desafiante. Durante sus dieciséis años asumiendo un papel que no le correspondía, lo había llevado con notable estoicismo después de haber llorado durante meses sin éxito. Sin embargo, ese hombre lograba sacarla de sus casillas. Era todo cuanto odiaba personificado en un solo ser.

—¿Siempre se sale con la suya, Su Excelencia? —espetó, dejando la bandeja con el huevo pasado por agua sobre la mesa, cerca de él. 

—¿Cómo ha sobrevivido todo este tiempo al servicio de los Grandes Duques de Mecklemburgo siendo tan imprudente? —dijo él, con una voz irritada—. Tengo treinta y dos años, Jane. Y llevo dieciséis siendo el segundo Duque de Wellington, no soporto que nadie me diga lo que debo hacer...

—Y con tantos honores y títulos sigue usted siendo un hombre empeñado en demostrar su virilidad a través de arriesgar su bienestar y su salud —lo interrumpió ella. 

Arthur apretó su mandíbula. No tenía ni idea de por qué seguía soportando a esa mujer, a ese cuervo ominoso con una cofia blanca horrorosa y un mandil a juego todavía más horroroso. Debería devolverla a Adolfo junto a una nota que le demostrara su descontento con ella y una petición de que fuera castigada por sus impertinencias. Pero la había hecho venir para humillarla, para demostrarle quién mandaba y no pensaba echarse atrás.

—Este huevo está demasiado cocido —dijo Arthur, en cuanto rompió la cáscara con la cucharilla—. Vuelva y pida que hagan otro con mejores condiciones. 

En realidad, estaba perfecto. 

—Como guste, Su Excelencia —dijo ella con una muy falsa cortesía y salió haciendo sonar más de lo debido sus pasos. 

Era innegable que su pierna le dolía considerablemente, sin mencionar el brazo. El simple acto de estar sentado en el sillón implicaba un esfuerzo notable. A pesar de ello, no tenía intención de mostrarse débil ante su servicio.

—Aquí tiene, Su Excelencia —regresó Jane minutos más tarde, con otro huevo.

—Colóquelo sobre la mesa y masajee mi cuello —ordenó, ansioso por sentir algo agradable en su cuerpo.

—¿Le duele el cuerpo, cierto? —preguntó Jane, achinando sus ojos de color bronce con cierta satisfacción. 

—No, tan solo quiero seguir humillándola, quiero que aprenda cuál es su lugar, mujer del diablo. 

—¿Por qué tanto alboroto por una simple sirvienta? —se acercó ella a su cuello.

—Necesito una distracción, estoy aburrido, normalmente no suelo estar en casa más de seis horas al día. 

Jane sintió la tentación de sujetar aquel cuello y asfixiarlo, pero era consciente de la imposibilidad tanto física como legal. Con cierta resignación, colocó las yemas de sus dedos sobre la piel tersa del Duque, permaneciendo detrás de él y utilizando el respaldo del sillón como una barrera entre sus cuerpos. Con habilidad adquirida por experiencia previa en masajes a las damas que visitaban a sus señores, deslizó sus manos sobre la piel, tratando de ser agradable. A pesar de su destreza, una extraña incomodidad se apoderó de ella, dificultando el proceso. Era un cosquilleo en sus yemas lo que le dificultaba la labor, una sensación que no había sentido antes con ninguna de esas señoras a las que había atendido. Era una sensación detestable. Y quiso apartarse de él de inmediato, pero no podía hacerlo sin desobedecerlo. Además, el pelo del Duque olía a una odiosa colonia varonil que se le colaba por la nariz, mareándola. Era extraño estar en esa posición con el mismísimo Duque de Wellington, pero claro, él quería humillarla. Por eso la había traído, era su pasatiempo. 

El pasatiempo del gran noble aburrido tras un día de excesos en el que había terminado herido por nada importante, pero causando un desastre a su alrededor. Muy típico de los hijos de grandes personajes ilustres como lo fue el primer gran Duque de Wellington, con una carrera militar que pasaría a la historia, nada que ver con ese hombre irresponsable que estaba sentado en ese majestuoso sillón. 

—¿Cuántos años hace que vive en Calcuta, Jane? —preguntó él de repente, con el matiz de su voz un tanto distinto, un poco más amable. Solo un poco. 

—Hace muchos años —respondió de forma ambigua, sintiendo que el miedo la paralizaba. No podía permitir que nadie supiera su verdadero origen, ya la habían advertido de qué pasaría si se lo contaba a alguien: que matarían a su madre. Y no podía permitirlo, no podía permitir que su madre muriera por su imprudencia. Al fin y al cabo, vivir en Calcuta no era tan horrible, y debía saber conformarse y resignarse a su destino. 

—¿De qué parte de Inglaterra viene? ¿Sus padres también viven en India? 

—Ya le dije que soy huérfana, Su Excelencia, será mejor que vaya a buscar un taburete en el que pueda apoyar su pierna; veo que se está hinchando. Discúlpeme, ahora regreso —se apartó de él, hizo una reverencia rápida y salió corriendo en busca del taburete, siendo una excusa para escapar de la conversación. Oh, había sido un error desafiar a ese hombre, ahora estaba expuesta a su curiosidad. 

Arthur se sumió en un silencio perplejo. Era claro que Jane no anhelaba discutir sobre su vida privada, pero ¿por qué le intrigaba tanto de repente? ¿Qué despertaba su curiosidad? Quizás era solo el aburrimiento, sí, seguramente era eso. El hastío se hacía notar con firmeza. Y eso le enervaba. 

"Desde mi llegada a Calcuta en manos de secuestradores, me dejaron en claro que revelar mi verdadera identidad acarrearía consecuencias desastrosas, incluso la muerte de mi madre. Guardar silencio se había vuelto vital. Había luchado por lo que consideraba justo y tal vez el Duque de Wellington amenazara el equilibrio que tanto había costado mantener en mi vida. Sin embargo, debía permanecer firme si no deseaba que él descubriera mi secreto y poner en riesgo mi vida y de la de aquellos que guardaba en mi memoria con tanto amor."


¡Hola Mis Astros bellos! Espero que os haya gustado este nuevo capítulo. 

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