Amantes del desencanto

By MarBriper

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«Ella lidera una agencia de cupidos, él es jefe de una organización que rompe relaciones. ¿Quién caerá primer... More

Sinopsis
Capítulo 0
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29: Final
Nota de la autora

Capítulo 19

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By MarBriper

Después de una tarde serena en ausencia del enemigo, Mía se dispuso a tener un merecido descanso en la cabaña.

Sin embargo, su conciencia tenía otros planes. Era pasada la medianoche. Aunque cerrara los ojos, daba vueltas en la cama y su cabeza era un manojo de pensamientos más enredados que luces de árbol navideño. Se detuvo boca arriba, estudiando el techo de troncos.

¿Se arrepentía de su comportamiento? Tal vez.

¿Pudo haber actuado de forma más empática y madura? Efectivamente.

No servía como enemiga. Nunca había sido una persona vengativa. Quizá se debía a que dedicó toda su vida a perseguir con ferocidad sus propios objetivos, evitando pisotear a otros e ignorando los rencores que despertaban en el camino.

Si bien podía relamer sus heridas por semanas y no brindaba segundas oportunidades a quienes la traicionaban, la sed de sangre le duraba apenas unos minutos. Se extendía a unas horas si se trataba de Cassio Calico.

Como fuera, se sentía culpable cuando hería a alguien. Sus padres le habían enseñado desde pequeña que siempre debía disculparse al portarse mal con otro. Lo predicaron a través del ejemplo inverso, mostrándole lo peor de dos seres humanos que jamás reconocieron sus errores.

Se giró hasta quedar de costado. A través de la luna que se infiltraba por la ventana podía ver el paquete en el escritorio. Envuelto en papel madera, con un moño decorando la parte superior.

Lo había comprado en un impulso, en la tienda de recuerdos del santuario de aves. En su mochila aguardaban otros llaveros más pequeños que pretendía darles a Eira y Aitana cuando regresara a Villamores.

El del escritorio era un poco más grande, encajando perfecto en su mano abierta.

Respiró profundo y decidió levantarse de la cama. Escuchó pasos en la cocina. Luego la puerta del dormitorio vecino se cerró con suavidad.

Esperó. Dudó. Su lado cobarde la convenció de no salir. Para intentar despejarse, buscó la tablet en su mochila y le conectó el teclado.

Eira había mencionado algo que despertó su interés: Los archivos antiguos de la fundadora de Dulce Casualidad.

Como Villamores era un pueblo pequeño, todos se conocían. O tenían un primo, hermano o vecino que era amigo de un conocido.

Como habitantes del mismo rincón del mundo, los destinos de Mía y Celestine se habían cruzado un puñado de veces a través de los años. Sobre todo en los cumpleaños de su hijo Valentín, fiestas a las cuales Exequiel no podía faltar. Como buena hermana mayor, Mía aprovechaba la excusa de acompañarlo para cuidarlo y se colaba en esos eventos. La realidad era que pasaba más tiempo comiendo, jugando o peleando con Cassio que vigilando a su hermanito.

Durante su niñez y adolescencia, compartió muy pocas conversaciones con Celestine. Por eso se sorprendió cuando volvió a encontrarla en su adultez y le ofreció ser su sucesora.

Esa anciana siempre había sido un enigma. Compartir sus últimos meses de vida como socia y pupila había sido un verdadero placer.

—Veamos las huellas que dejaste —murmuró, ingresando al sistema privado de Dulce Casualidad.

Desde su rol de directora tenía acceso a archivos que antes, como sujeto en entrenamiento, solo podía añorar.

Cientos de carpetas se extendieron ante sí. Cada archivo estaba clasificado por año y por el tipo de misión.

Algunas operaciones se limitaron a desarrollar el amor propio en el objetivo, ayudarlo a descubrir y cumplir sus sueños.

Otras se enfocaban en organizar encuentros casuales para unir a dos almas gemelas sin importar el sexo, edad o nacionalidad. Siempre y cuando ambos tuvieran la capacidad de dar su consentimiento, claro.

Una sección más pequeña incluía misiones dedicadas a reunir familiares distanciados o forjar amistades capaces de sanar espíritus.

La mayoría de los clientes contrataba el servicio completo, lo que implicaba un seguimiento por meses o años.

Escribió el nombre de su mejor amiga y socia en el buscador: Eira Dulce.

Dos archivos surgieron. Los abrió en dos pestañas distintas.

Confirmó lo que la muchacha le había comentado, que en el pasado había sido un objetivo. Desde las sombras, Celestine D'Angelo no solo había ayudado a Eira al entrar a las mejores academias y encontrar buenas oportunidades comerciales.

En algún momento de su adultez había decidido que la emparejaría con Valentín D'Angelo cuando ambos estuvieran listos.

Frunció el ceño. ¿Qué tan retorcido era eso de elegir a tu futura nuera? Esto era otro nivel de padres inscribiendo a sus hijos en un programa de citas.

Le dio un vistazo al archivo de la operación Eira-Valentín, la cual había sido cancelada a mitad de proceso. «Quizá decidió que era mejor dejar que la naturaleza hiciera lo suyo», dedujo. Era obvio que esos dos estaban destinados.

Mientras revisaba el expediente académico de Eira, hubo un detalle que llamó su atención. La intervención de Dulce Casualidad fue sutil. Le presentaron un experto que la ayudó a realizar su test vocacional, abrieron un cupo en la academia a la que la joven deseaba ir y... le entregaron la beca CEAN.

El corazón de Mía se saltó un latido. La beca CEAN, cuyo benefactor siempre se mantenía en el anonimato, era la fantasía de cualquier universitario de Villamores. Un regalo del cielo que cubriría la totalidad de sus gastos académicos hasta su graduación. Así fueran estudiantes de instituciones públicas o privadas, todos se postulaban. Un puñado resultaba afortunado cada año.

Eira había sido una.

Mía también.

Con el corazón en la garganta, la muchacha escribió un nombre nuevo en el buscador... el suyo.

Contuvo el aliento cuando apareció un resultado. Su mundo se tambaleó. El color abandonó su rostro. Los dedos temblaron mientras lo abría.

Estaría realmente furiosa si Celestine D'Angelo se había atrevido a elegirle pareja. Por supuesto, saber que se había inmiscuido en su vida privada no era menos espeluznante.

Encontró un expediente estándar con información pública de sí misma. Quiénes eran sus familiares, seres cercanos y estudios. En la sección de intervenciones, descubrió escasas entradas. Otorgarle la beca CEAN estaba incluida.

La primera actuación sucedió cuando Mía tenía dieciocho años. La descripción de la misión era concreta: Encontrarle un nuevo hogar y guiarla hasta allí.

Se llevó las manos a la boca. Los recuerdos de su memoria se reordenaron, nuevas piezas complicaron un rompecabezas que hasta entonces había sido sencillo.

Imaginó a los cupidos de una década atrás localizando un departamento disponible. Los agentes implicados pertenecían a otra región, pero habían viajado a Villamores exclusivamente para esta misión. Eran una pareja de mediana edad con su hijo adolescente que debían representar a una familia en busca de una casera a quien dejar su departamento por varios años. Departamento que en realidad había sido comprado por Celestine D'Angelo.

Reconoció al agente que le hizo llegar el folleto con esa increíble oportunidad. Era un veterano en misiones complejas.

Todo fue tan minuciosamente calculado que daba miedo.

—Eras tan malditamente astuta y espeluznante, Celestine D'Angelo —musitó.

Para su paz mental, la beca universitaria fue la última intervención a gran escala. Los demás eran nimiedades, como la vez que le dio un puñetazo a un pervertido en el restaurante donde trabajaba y terminaron en la comisaría.

Mía siempre creyó que había tenido suerte de que no le marcaran los dedos e incluyeran ese evento en sus antecedentes penales. Resultó que esa suerte tenía ojos avellana, rizos platinos, arrugas de abuela, falsa sonrisa de cordero... y contactos en la policía local.

—Maldita sea. Te dije que el consentimiento es importante, Cupido —masculló, pensando en los acalorados debates que ambas mujeres mantuvieron el año pasado.

Durante casi tres décadas, Mía había creído estar luchando sola en el nivel difícil de la vida. No sabía cómo sentirse al saber que alguien movió los hilos para abrirle puertas e invadió con descaro su privacidad.

El agradecimiento luchaba contra el ultraje.

Suspiró. Necesitaría procesar esto tras su regreso a Villamores. De cualquier modo, no era como si pudiera ir a reclamarle al cementerio.

Apagó la tablet y la devolvió a su funda en la mochila.

Su mente regresó al presente. Su conciencia se burló de ella, diciéndole que no olvidaba cierto asunto pendiente. Sus pupilas se desviaron a la pared del baño, única separación entre los dos dormitorios.

Era bastante tarde. Podría intentar dormir o...

Decidida, tomó el paquete del escritorio y abandonó su habitación. En solo unos pasos se encontró golpeando la puerta de Cassio.

¿Cuál es la contraseña? —escuchó su voz perezosa.

—¿Puedo pasar, por favor?

Contraseña incorrecta. Acceso denegado.

Mía contuvo una sonrisa ante ese estúpido juego.

—¿Cassio causa caos?intentó.

Tres latidos pasaron.

—Me agrada. Acceso concedido.

La muchacha abrió la puerta con cautela. Lo encontró sentado con las piernas cruzadas y una tablet encendida en sus manos esposadas. No apartó la vista del video. A juzgar por el audio, era un tutorial sobre cómo armar una bomba de humo casera a base de un coco.

—¿Por qué estás...? —comenzó Mía, descubriendo un segundo par de esposas en sus tobillos cruzados—. Olvídalo.

—¿En qué puedo servirte, Mía Morena? —preguntó él, sin mirarla.

Ella tomó asiento a los pies de la cama. Estaba descalza y el suelo se sentía frío. Su camiseta de tirantes y pantalones cortos que usaba como pijama, así como la ausencia de maquillaje y el cabello despeinado, la hacían sentir un poco desprotegida.

—¿Estás enojado?

—¿Te refieres a si me ofendió que investigaras y usaras mi debilidad en mi contra, humillándome frente a un montón de desconocidos entre los que estaba mi profesora de la universidad? —comentó, con ligeras pinceladas de ironía—. Nah, estoy bien.

—Solo te devolví el golpe.

Cass pausó el video. Una imperceptible sonrisa curvó su boca. Bajó la tablet muy despacio. La dejó sobre la mesa de luz y tomó en cambio un trozo de alambre. No habló mientras lo insertaba en las esposas de sus tobillos. Se limitó a observarla con esos ojos negros como una noche sin luna, a través de sus gafas.

—Lo siento —musitó ella—. Te lo merecías pero no fue correcto de mi parte.

«Esa es la disculpa más ambigua y encantadora que he recibido», reflexionó él con humor. A decir verdad, ya lo había superado. Después de toda una vida siguiendo sus impulsos, había perdido el miedo al ridículo. Actuaba de forma tan absurda en su vida diaria que los demás eran incapaces de distinguir cuando cometía un error intencional o accidental. Era inmune al qué dirán.

Solo le causaba gracia lo inocente y seria que Mía Morena podía ser. «Qué lindo dragón», pensó.

—No te disculpes. Me gusta sacar tu lado políticamente incorrecto y humano. —Las esposas de sus tobillos se abrieron. Las dejó junto a la tablet y prosiguió con las de sus muñecas—. Demasiada perfección suena estresante.

—No pretendo ser perfecta. Solo trato de hacer las cosas bien y... Esto es como darle lecciones de bondad al diablo. —Sacudió la cabeza y levantó el paquete—. Como sea, te compré un regalo.

Se lo extendió cual ofrenda de paz. Él entrecerró los ojos y lo aceptó con recelo.

—¿Es una bomba?

—Pregunté pero se habían agotado. Las repondrán el lunes.

—¿Estás siendo sarcástica?

—Sí.

Cass se mordió la lengua para no reír. Se estaba esforzando en fingir seriedad. Rompió sin dudar el envoltorio, casi esperando encontrar una serpiente. En su lugar reveló un peluche redondo con cuello largo en tonos azules y cola en forma de abanico, plagada de círculos en escala de azules, verdes y amarillos.

Su cerebro quedó en blanco. El corazón le dio un vuelco. Clavó sus pupilas en su interlocutora, quien había adoptado una postura sentada bajo sus rodillas flexionadas, frente a frente para no perderse su reacción.

Tres latidos pasaron. Cass dejó escapar una carcajada tan fuerte que cayó de espaldas contra la almohada. Allí permaneció retorciéndose durante un minuto entero.

«Me encanta», pensó, atrapado por el café de su mirada.

—¿Es una ofrenda de paz o una declaración de guerra, Miamore? —preguntó cuando consiguió recuperarse y volver a enderezarse. Abrazaba el peluche contra su corazón.

—Lo que te haga feliz. Es un souvenir para que nunca olvides estas vacaciones. —Mía sonrió con dulzura, sus ojos destilando hielo—. Ahora estamos a mano.

Se dispuso a marcharse pero él atrapó con suavidad su muñeca, instándole a quedarse un poco más.

—Te lo advertí, Mía Morena Luna. —Se inclinó hacia adelante, hasta que sus narices se rozaron. Una luz resplandeció en esos ojos oscuros—. Eso solo me obliga a desequilibrar la balanza otra vez.

Soltada esa promesa, enterró la mano en su cabello y le robó un beso.

En más de una ocasión, a través de los años, Mía se vio atrapada en el irresistible dilema de besarlo o darle un puñetazo. Siempre había elegido la segunda opción, aunque fuera en forma de una alternativa un poco más pacífica.

Hasta ahora.

No tuvo oportunidad de responder al asalto en su boca porque apenas duró un instante. Cuando él se apartó, los latidos de la joven eran irregulares, sus labios húmedos estaban ligeramente entreabiertos.

Y sus ojos fríos se habían convertido en un infierno jurando venganza. Los entornó.

—¿Crees que soy una adolescente que puedes desorientar con un truco tan básico? —replicó furiosa. Clavó un dedo en el pecho del joven y lo fue empujando hasta que lo tuvo contra el respaldo de la cama. Le arrebató sus gafas, haciéndolo parpadear—. Si digo que estamos a mano, ¡estaremos a mano!

Entonces atrapó en un puño su camiseta y atrajo sus labios contra los suyos, decidida a terminar lo que él había iniciado.

La sorpresa de Cassio dio paso a la locura, y debió contenerse para no lanzarse de cabeza a cumplir una fantasía que llevaba meses rondando sus sueños. Sonrió contra su boca, mientras sus labios buscaban memorizar cada detalle de ese instante.

Ella murmuró una bienvenida cuando sintió la lengua buscando la suya. Luego subió las manos hasta clavárselas en los hombros y entrelazarlas tras su cuello.

Cass la envolvió en un abrazo. Una de sus manos bajó hasta la zona baja de la espalda femenina y la otra aferró la parte posterior de ese esbelto cuello. Mordisqueó su labio inferior, arrancándole un gemido.

De todos los errores que podría cometer en su vida, este sería de lejos su favorito, pensaba Mía. Su camiseta se había levantado ligeramente, una oportunidad que la mano curiosa de Cass no desaprovechó.

La piel de ella era tan suave, de un bronceado natural que rogaba ser acariciada. Los dedos del joven fueron subiendo muy lentamente, como pidiendo un permiso que ella no le estaba negando.

Un escalofrío recorrió la columna de Mía. Inclinó la cabeza para profundizar el beso y su lengua buscó nuevamente la suya.

Contradiciendo su ingenua teoría de que un beso sería suficiente para apagar la pequeña chispa que persistía entre ambos desde que sus caminos se reencontraron, parecía haberla convertido en un incendio que no tardaría en consumirlos.

Cuando se separaron, a ambos les faltaba el aliento. Mía sentía sus labios latiendo con la misma intensidad que su corazón.

A él le tomó un momento enfocar la vista y volver a conectar su cerebro a su lengua. Su mirada era hambrienta, sus pupilas prometían una noche inolvidable. Se inclinó hacia adelante, dispuesto a buscarla de nuevo pero ella apoyó un dedo contra su boca.

—Un salto al vacío a la vez —pronunció Mía, con una pequeña sonrisa en sus labios hinchados. Negó suavemente con la cabeza—. Hablemos mañana. Dulces sueños, Cassio.

Se levantó de la cama muy despacio. Con un vaivén de sus caderas y sin darle una segunda mirada, abandonó la habitación.

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