El Diario de una Cortesana

By MaribelSOlle

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[Retirada para su edición y venta] Lo imposible convertido en obsesión. Cuando le impiden casarse con el prí... More

Descripción
Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- El origen de la Cortesana
Capítulo 2-El hombre metálico
Capítulo 3-Una irritable atracción
Capítulo 4- Cassandra
Capítulo 5- Y no volvieron a verse....
Capítulo 6-...hasta un año después
Capítulo 7- Una pizca de tristeza
Capítulo 8- Una pizca de dolor
Capítulo 9- Una pizca de comprensión
Capítulo 10- Pasar el umbral
Capítulo 11-Tras el Umbral, no hay retorno
Capítulo 12- Cassandra y George
Capítulo 13-Sombras de pasiones prohibidas
Capítulo 14- Marionetas
Capítulo 15- Votos de confianza
Este borrador ha sido retirado
Capítulo 18-Crónica de una muerte anunciada
Capítulo 19- Tendría que ser ilegal romper el corazón de una mujer
Capítulo 20-¿Entrar en un convento o convertirse en cortesana?
Capítulo 21-Influencia y poder
Capítulo 22-Una hija
Capítulo 23- La amante del príncipe
Capítulo 24- Sentimientos mezclados con intereses
Capítulo 25- Ella es como el viento
Capítulo 26- Te amo, Cassandra Colligan
Capítulo 27-Guía básica para ser una cortesana
Capítulo 28-Héroe
Capítulo 29- Bronce fundido
Capítulo 30- Papá
Capítulo 31- Olor a nieve
Capítulo 32- Cada adiós duele más que el anterior
Capítulo 33- Ojo por ojo
Capítulo 34- Madame Cassandra y el Comandante General
Capítulo 35- Los celos son crueles
Capítulo 36- Amor de madre
Capítulo 37- Sueños eternos
Capítulo 38-A veces alegrías, a veces tristezas
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 16- Rompiendo cadenas

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By MaribelSOlle

En la guerra como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca.

Napoleón I.


El viento frío de la noche cortaba como un cuchillo a través del abrigo de lana rojo del Coronel George mientras se encontraba en pleno campo de batalla, en medio de la cruenta guerra en China. El ruido constante de cañones y fusiles resonaba en sus oídos como un sombrío recordatorio de la brutalidad de la batalla que se libraba contra el general Ye Micheng y sus tropas de la dinastía Qing.

La escena que contemplaba le resultaba desgraciadamente familiar. La densa humareda, causada por la artillería pesada y la multitud de mosquetes y rifles de ambos ejércitos, comenzaba a disiparse, revelando cómo las tropas británicas y sus aliados consolidaban sus posiciones en Guangzhou.

 Iban ganando y la bandera británica ondeaba con orgullo en el cielo, junto a la francesa. Y con él al frente, junto a otros líderes.  

El general Ye Micheng apenas tenía posibilidades contra los barcos que lanzaban fuego contra la ciudad y el ejército terrestre que les impedía concentrarse en la misión de derrotar la flota extranjera. Los chinos luchaban con valentía y perseverancia. Pero no tenían la estrategia militar necesaria, ni la preparación militar suficiente para hacer frente a los invasores europeos.

 Y el Imperio Británico era imparable. 

—Tenemos más cañones, mejor estrategia. No consigo entender por qué siguen luchando —comentó su teniente coronel y buen amigo, Lord Archie Londonderry, siempre a su lado. 

—Quizás la guerra no se libre solo en el campo de batalla, teniente coronel —contestó George, mientras el fuego ardía a su alrededor y los cuerpos enemigos se amontonaban al frente. Habían arrasado varias aldeas hasta llegar allí. Y aunque habían perdonado la vida a muchos civiles, las bajas en el bando chino eran innumerables. 

Lord Londonderry asintió con comprensión, sin decir nada, a lomos de su montura. 

 George había descubierto, recientemente, que en el corazón humano a menudo anidaban razones tan poderosas que desafiaban cualquier explicación lógica. Sino, ¿cómo había sido capaz de tomar a Cassandra, de hacerla suya? No había ninguna explicación razonable para ello, pero había ocurrido. 

En las noches de insomnio, entre trincheras y campamentos, había pensado en ella mucho más de lo que le habría gustado. Y no solo en un sentido puramente físico, aunque a veces eso también acontecía, sino en un nivel mucho más profundo. La obsesión que había empezado a experimentar el año pasado se había vuelto más intensa, llevándolo a sentir una creciente preocupación y una angustia genuina en su corazón por su bienestar. ¿Estaba bien? ¿Estaba pensando en él? ¿Habría recibido algún tipo de castigo por parte de su padre? ¿Seguía sus pasos en las páginas de los periódicos, buscando noticias de él y de la guerra que estaba librando? 

No había recibido ninguna carta de su hermana. Por lo que debía suponer que no había habido ningún tipo de consecuencia después de lo ocurrido.

—Ríndase —exigió el General del Ejército Británico al General Ye Micheng, una vez hubieron cruzado la ciudad, convertida en piedras y polvo. 

—Aquí hay algo extraño, General Elgin —comentó el príncipe George, observando al General chino demasiado tranquilo, sentado sobre algo que no acababa de distinguir. 

Fue la mirada del General Ye Micheng sobre el príncipe George, a pesar de la multitud que los rodeaba, lo que le confirmó sus sospechas. No obstante, no hubo tiempo de maniobrar antes de que el General se explosionara junto a barios barriles de pólvora y todos volaran por los aires. 

Cassandra experimentaba una inquietud persistente y un nerviosismo creciente en los últimos días. Ya habían transcurrido dos meses desde su último encuentro con el príncipe George. Los recuerdos de su ardiente pasión compartida con George la habían acosado sin piedad, y a pesar de sus intentos por desterrarlos de su mente, un inquietante presentimiento la asediaba, indicándole que algo estaba fuera de lugar.

La señora Danvers persistía en su meticulosa rutina de inspeccionar las sábanas cada mes, escudriñando en busca de cualquier indicio de manchas. Cassandra era consciente de que sus periodos habían disminuido significativamente en comparación con tiempos pasados. Sin embargo, sabía que era un secreto que la señora Danvers no podía mencionar. Al parecer, mientras hubiera rastro de manchas, todo parecía estar en orden. Después de esos dos meses, la señora Danvers, además, parecía haber relegado casi por completo el incidente de aquella noche en la que ella había desaparecido. 

Pero Cassandra no. 

Cassandra, que en los últimos dos meses había rechazado de manera abierta todos los intentos de cortejo por parte de otros caballeros, se había ganado la desaprobación de su tía y había desatado la ira de su padre. Todos eran conscientes de que esa temporada era su última oportunidad de asegurarse un matrimonio adecuado antes de que la ausencia de su madre se convirtiera en un hecho ineludible dentro de la sociedad.

 Nadie parecía entender su firme negativa.

Pero, ¿cómo corresponder a otro hombre cuando su corazón le pertenecía a George de Inglaterra? Sería incapaz de ni siquiera sonreírle a alguien más con coquetería. Eso sería una injusticia y una hipocresía por su parte hacia el caballero inocente y una traición al hombre que le había prometido que «se verían pronto». 

Esa promesa, por supuesto, se estaba difuminando con el tiempo. Y el voto de confianza que le había dado al príncipe George era cada vez más débil. Se sentía sola y desamparada. 

No quería sentirse abandonada. Todavía no. Era un sentimiento que había odiado sobremanera los primeros meses de ausencia de su madre. Se había sentido abandonada por ella y no le había gustado nada. No quería ser una víctima. 

Se negaba a compadecerse de sí misma. 

El dilema residía en que Cassandra, siendo la dueña de su propio cuerpo, tenía una certeza interior de que algo no iba bien, más allá de la falta de palabra y compromiso del príncipe George. Su manchado había disminuido de manera drástica, limitándose a unas pocas gotas, pero también cada mañana se sentía más mareada que la anterior. Y la señora Danvers se veía obligada a apretar un poco más el corsé para obtener la misma cintura de siempre. Claro, la doncella la había reprendido por su supuesta glotonería, pero ella sabía que apenas comía desde que su madre se había ido.

No sabía nada sobre lo que se necesitaba para engendrar un niño. Nadie se lo había contado y los libros que había leído apenas le habían dado una pincelada. Pero lo estaba descubriendo por sí misma. 

Estaba en estado de buena esperanza. 

Estaba esperando un hijo. Casi podía estar convencida.

Eso, o había contraído una terrible enfermedad. 

Le horrorizaba la idea de pedir un médico a su padre. Eso sería el principio del fin. Si el médico descubría, de algún modo, que ella no era virgen y se lo decía a su padre podía darse por muerta. Había oído historias horribles de otros nobles, concretamente de jóvenes que habían deshonrado a su familia, y que habían terminado encerradas en los altillos para siempre o enviadas en sanatorios mentales. 

Debía ir con pies de plomo. La impulsividad que la caracterizaba debía quedar relegada por su capacidad de analizar y comprender cada una de la situaciones a las que se enfrentaba. ¡Ojalá estuviera su madre! A ella podría habérselo contado. 

Pero no estaba. 

Y no sabía a quién acudir. 

—Lady Colligan, el Marqués de Bristol quiere hablar con usted en su despacho —oyó decir al mayordomo de su propiedad en Londres, el señor Jones, después de unos toques delicados en la puerta. 

Esa mañana, después de haber pasado el día anterior encerrada en su habitación, Cassandra, en realidad, había estado reflexionando sobre su decisión de rechazar la propuesta de matrimonio de Lord Bedwyn, el Duque de Fife. Aunque era un hombre apuesto y de linaje noble, ella lo consideraba irremediablemente necio. Antes de haber entregado su corazón al príncipe George, tal vez hubiera sentido alguna inclinación hacia él, pero ahora lo aborrecía con fervor. Y por eso lo había rechazado la mañana anterior, en la biblioteca de su padre, ganándose la ira del Marqués de Bristol. 

Resignada, vestida con un sencillo traje de día, salió de su habitación y anduvo con pasos cortos hasta el despacho de su padre. Alargó todos y cada uno de sus pasos, detrás del mayordomo, a sabiendas de que debería hacer frente a otra reprimenda. Y no era que no la hubiera reprendido ayer, pero su padre era implacable cuando se proponía algo, y estaba decidido a casarla antes de terminar la temporada, algo que estaba a punto de ocurrir. 

Le hubiera gustado reunir fuerzas suficientes para esbozar una media sonrisa a su padre, pero fue incapaz, y tampoco lo vio necesario. Tan pronto como el mayordomo cerró las puertas detrás de ella, el Marqués de Bristol se puso de pie, con ese pelo negro y canoso que tenía, y se acercó a ella con las manos cruzadas sobre la espalda, mirándola con severidad. 

Por un momento temió que lo supiera todo.

La presencia del Duque de Fife, sin embargo, sentado en uno de los sillones del extremo, la disuadieron de esa idea. ¿Qué hacía ese hombre otra vez allí?

—Te casarás con el Duque de Fife, Cassandra. Hemos arreglado todos los papeles y tu dote ya ha sido asignada a su nombre. Solo quería avisarte como una deferencia hacia tu persona, pero ya está decidido. 

—Lo rechacé... —se atrevió a decir, con un hilo de voz, sosteniéndole la mirada a su padre. Indignada, asustada, y acorralada. 

—Lo sé, pero hay cosas que una joven de tu edad no puede decidir. Con el tiempo, te darás cuenta de que Lord Fife es el mejor marido que puedes tener. Puedes comunicárselo a tu doncella para que empiece los preparativos de tu guardarropa. Tu tía Pauline ya está al corriente, y empezará a gestionarlo todo hoy mismo. Calculo que a finales de año, ya estaréis celebrando vuestro enlace en la mejor catedral de Londres. 

No le sorprendió en absoluto esa decisión unilateral por parte del Marqués de Bristol, y en el fondo de su alma, se alegró de que su madre lo hubiera abandonado. Un hombre como él no merecía menos. Y sí, ese era un pensamiento nada adecuado en una joven de la alta sociedad, pero en ella ya no había nada adecuado. 

Le hubiera gustado gritarle a ese hombre que se creía el dueño de su vida y echar a patadas a ese mequetrefe de lord Fife, que la miraba con aires de autosuficiencia desde su sillón, pero una renovada maldad, nacida de esa mezcla de impulsividad y análisis que albergaba en su interior, la llevó a sonreír. Sonrió ampliamente y achinó sus ojos azules con malicia. 

No se consideraba a sí misma una jovencita ponzoñosa; impertinente sí, pero sin maldad. Ah, pero todos los desagravios hacia las mujeres de su clase cayeron sobre sus hombros y sobre su mirada. —Como usted diga, mi señor marqués. 

Salió de ese despacho tan rápido como vio la cara de complacencia de su padre, con la convicción de que jamás se casaría con el Duque de Fife. Se encerró en su habitación de nuevo y esperó a la hora de la siesta, después de la comida, durante la que bajó al comedor y habló de los preparativos de la boda como si nada, y se escapó. 

Corrió como si no existiera certeza más evidente que la de huir de ese hogar que era una prisión. Tan solo cogió un abrigo, porque el otoño estaba a punto de empezar, y una pequeña maleta. En ella, y en el ridículo, escondió todas sus joyas y el cheque que la princesa Augusta le había dado. No le hizo falta valor ni pensarlo demasiado. 

Sus piernas corrieron lejos del señor Marqués de Bristol por sí solas, y se subieron al primer carruaje de alquiler que encontró. No quería terminar encerrada en un altillo ni casada con un hombre que le arruinaría el resto de su vida, como lo había hecho su padre durante los primeros dieciséis años de la misma. Cuando encontrara al príncipe George todo se arreglaría, estaba convencida de ello. Su padre le daría la razón al príncipe con la misma facilidad que se la había dado a la princesa Augusta y su reputación se vería por completo restablecida. 

—A Cambridge Cottage —le pidió al cochero, entregándole un anillo de plata a cambio de su petición, antes de que este cerrara la puerta del vehículo y empezara a guiar los caballos. 

Fue cuestión de un par de horas llegar a la residencia habitual de los Duques de Cambridge. Pero no la dejaron pasar de la puerta de hierro. No fue como esa vez en la que fue con el príncipe George. —No puede pasar, miladi. No tenemos órdenes de dejar pasar ninguna visita hoy —le explicó un guardia, mirándola por la ventanilla del carruaje. 

—Informe al Duque de... —Estuvo a punto de mencionar el nombre del padre de George, pero por su experiencia los hombres no eran demasiado comprensivos en ese mundo de apariencias—. A la princesa Augusta de que lady Colligan está aquí, hay algo de suma importancia que debo hablar con ella. 

—La princesa Augusta no se encuentra en Cambridge Cottage, miladi —la informó el guardia. 

—¿Y dónde está?

—No estoy autorizado a revelar esa información, miladi. Lo mejor será que regrese cuando tenga una carta de invitación. 

Un sexto sentido, que se empezaba a desarrollar en la joven Cassandra, le dijo que ese guardia conocía su apellido. Y que su apellido no era bienvenido en Cambridge Cottage. 

Por el periódico, que leía a diario, a escondidas de su padre, sabía que el príncipe George seguía en China, y que había habido una horrible explosión en el campo de batalla en el que él se encontraba. No había noticias sobre su estado de salud. ¡Maldición! ¡Ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto! Estaba nadando sobre un mar incierto, y ya no había forma de regresar a su casa. Tampoco quería hacerlo. Regresar supondría el fin de su vida. Había aprovechado la calma de la propiedad, la falta de conflictos entre los guardias, para escapar. No habría una segunda oportunidad y debía aprovecharla. 

Desvió sus enormes ojos azules de los del guardia, pensando en las posibilidades que le quedaban. ¿El Palacio de Kensington? ¿Dónde había encontrado a la madre del príncipe esa noche?

No, no. Debía de ser más lista. La madre de él ni siquiera la había mirado esa noche. No la había considerado más que un mosquito. No podía exponerse a que ella la obligara a regresar con su padre o algo peor. Debía encontrar un aliado, pero no sabía dónde estaba su madre. Sabía que había escapado a algún país del continente europeo con el capataz, pero su padre se había negado a recibir correspondencia de ella, así que no tenía un modo de localizarla. 

—¿A dónde vamos, miladi? —le preguntó el cochero desde su asiento, con los caballos a la espera. 

—Espere un momento, buen hombre —rogó desde su asiento, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá, cerrando los ojos para no dejar que el miedo la azotara. Debía de ser racional, ahora más que nunca. 

Y, entonces, le vino a la memoria la única persona que había sido amable con ella durante esas fiestas de sociedad. Fue como un relámpago. Lo que sabía de ella era que estaba inaugurando una escuela para mujeres en el centro de Londres, la primera del país. Y que su hermana melliza iba a estudiar medicina en ella. Algo rompedor entre los miembros de su clase social, algo único. Pero que su nombre y los títulos de su familia abalaban. 

Karen Cavendish, la actual esposa del perfecto Conde de Derby, que no tenía nada de perfecta como su esposo y sí de muy revolucionaria. Ella tenía que ser una de las suyas, una de las mujeres que pensaba como ella, pero que, a diferencia de ella, no se amedrentaba a la hora de exponerlo. Claro que el apoyo que tenía lady Cavendish, hija del difunto Duque de Devonshire y actual Condesa de Derby no era el mismo que tenía ella. Además lady Cavendish o, mejor dicho, ahora lady Derby, ya tenía un hijo en común con el Conde. Uno adoptado del anterior matrimonio del Conde, pero eso le daba un valor añadido. Una posición. 

—A la propiedad de los Condes de Derby —decidió al fin, convencida de que era la mejor decisión que podía tomar. 

—Sí, miladi. 


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