El Diario de una Cortesana

By MaribelSOlle

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[Retirada para su edición y venta] Lo imposible convertido en obsesión. Cuando le impiden casarse con el prí... More

Descripción
Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- El origen de la Cortesana
Capítulo 2-El hombre metálico
Capítulo 3-Una irritable atracción
Capítulo 4- Cassandra
Capítulo 5- Y no volvieron a verse....
Capítulo 6-...hasta un año después
Capítulo 7- Una pizca de tristeza
Capítulo 8- Una pizca de dolor
Capítulo 9- Una pizca de comprensión
Capítulo 10- Pasar el umbral
Capítulo 11-Tras el Umbral, no hay retorno
Capítulo 12- Cassandra y George
Capítulo 13-Sombras de pasiones prohibidas
Capítulo 14- Marionetas
Capítulo 16- Rompiendo cadenas
Este borrador ha sido retirado
Capítulo 18-Crónica de una muerte anunciada
Capítulo 19- Tendría que ser ilegal romper el corazón de una mujer
Capítulo 20-¿Entrar en un convento o convertirse en cortesana?
Capítulo 21-Influencia y poder
Capítulo 22-Una hija
Capítulo 23- La amante del príncipe
Capítulo 24- Sentimientos mezclados con intereses
Capítulo 25- Ella es como el viento
Capítulo 26- Te amo, Cassandra Colligan
Capítulo 27-Guía básica para ser una cortesana
Capítulo 28-Héroe
Capítulo 29- Bronce fundido
Capítulo 30- Papá
Capítulo 31- Olor a nieve
Capítulo 32- Cada adiós duele más que el anterior
Capítulo 33- Ojo por ojo
Capítulo 34- Madame Cassandra y el Comandante General
Capítulo 35- Los celos son crueles
Capítulo 36- Amor de madre
Capítulo 37- Sueños eternos
Capítulo 38-A veces alegrías, a veces tristezas
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 15- Votos de confianza

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By MaribelSOlle

Cada lágrima enseña a los mortales una verdad.

Platón.

 

Cassandra se sentó en el sofá del carruaje, frente a la princesa Augusta. Lo único que quería hacer era llorar. George se había mostrado frío en su despedida. Y a pesar de querer creerlo, de querer pensar que se volverían a ver pronto, lo único que era capaz de sentir era que todo se había acabado justo antes de empezar.

Algo le decía que la conversación de George con su padre no había ido bien. 

Se permitió derramar un par de lágrimas en silencio, mirando por la ventana. El sol ya estaba despuntando. Había sido una noche muy larga y los besos de George todavía le quemaban sobre la piel. 

―¿Cuántos años tiene, lady Colligan? ―le preguntó la princesa Augusta después de algunos minutos, cuando las ruedas del carruaje traqueteaban las calles de Londres a una velocidad considerable. 

Cassandra abandonó la seguridad de la ventana para mirar a la hermana del príncipe George. No era una mujer agraciada. Era bajita, tan bajita que no le tocaban los pies al suelo del carruaje, su cuerpo no tenía forma a pesar de llevar un vestido sumamente elegante y su pelo era de un color castaño sin brillo. No era bonita, pero sus ojos, pequeños y grises como los de una paloma, desprendían una seguridad y temples que Cassandra envidió. 

―Dieciocho ―mintió, recordando que eso era lo que le había dicho al príncipe George y que no le gustaría que descubriera que lo había mentido. 

―No me mienta, por favor ―rogó la princesa Augusta y futura soberana de Mecklemburgo-Strelitz. 

―Hace poco que cumplí los dieciséis ―confesó, recomponiéndose, limpiándose las lágrimas de los ojos―. Pero no se lo diga a su hermano, por favor. 

―No se lo diré ―dijo la princesa Augusta, mientras la miraba con una mirada impenetrable, parecida a la de George―. Debes de importarle mucho a George.

―¿Eso cree, Su Alteza? ―preguntó ella con ironía, incapaz de mostrarse más cordial o respetuosa cuando su mundo se estaba desmoronando. 

―Nunca antes había traído a una mujer en casa. Jamás nos había compartido ni un solo relato de amor o de entretenimiento. 

Cassandra apretó los labios con una mueca de incredulidad. ―¿Y por qué me ha abandonado entonces?

―La monarquía es una institución emocionalmente herida, querida. ¿Por qué yo estoy casada con mi primo a pesar de que no lo considero más que un amigo? ¿Por qué mi hermana se casará con otro primo cuando cumpla la edad pertinente? Somos simples marionetas, esa es la verdad ―explicó Su Alteza, con una resignación envidiable, y Cassandra admiró su sinceridad a pesar de todo lo malo. De hecho, ella había sido el único miembro de la Corona que la había mirado a la cara y que la había tratado con deferencia desde el principio. Parecía una buena mujer.

―Discúlpeme, pero ¿quiere decir que ha sido Su Alteza, el príncipe Adolfo, quién le ha prohibido a su hermano continuar conmigo?

―¿Mi padre? ―rio Augusta―. Él tan solo es otro instrumento de la Corona. Pero no lo excusaré por ello. El deber siempre debe prevalecer sobre nuestros deseos personales, eso es todo ―zanjó la princesa con un ligero tono de tristeza en su voz―. Ahora, lo que debe preocuparle, lady Colligan, es lo que dirá a su padre cuando lleguemos a su propiedad. Debe ser una mujer práctica a partir de ahora, ¿lo comprende?

―Sí, por supuesto ―tragó saliva, miró hacia sus faldas y luego volvió a encarar a la princesa.

―Le contaré que asistí de incógnito al baile de los Bruyn, pero que a mitad de la noche...

―Durante los fuegos artificiales ―añadió ella. 

―Durante los fuegos artificiales ―asintió Augusta―. Empecé a sentirme indispuesta y le pedí a usted, lady Colligan, conociendo su apellido y su linaje, que me ayudara y me acompañara hasta Cambridge Cottage hasta recuperarme. Solo tenía la ayuda de mis lacayos, de ahí a la necesidad de precisar auxilio femenino. 

―¿Por qué va a ensuciar su reputación por mí?

―No existe la reputación en la Corona, al menos no de cara a los nobles, se nos perdona casi todo. 

―Ya ―recordó con amargura la arrogancia de George. Su actitud, su modo de actuar como si el mundo le perteneciera. Quería confiar en él, darle un voto de confianza, creer que volvería a su encuentro, pero era inevitable recordar ciertos comentarios y ciertas actitudes de él que le habían parecido detestables. 

―En cambio... bien, supongo que tiene que pasar un tiempo antes de hablar sobre el asunto. 

―¿Qué asunto?

―Nada, mire, creo que ya hemos llegado. 

Cassandra observó con un nudo en la garganta la propiedad de su padre, la puerta principal estaba abierta y las luces prendidas. Parecía que el caos reinaba en ese lugar, y ella sabía muy bien el motivo. 

El carruaje se detuvo al mismo tiempo que su corazón.

―No tema ―comentó Augusta, bajando la primera mientras el Marqués de Bristol salía a recibir el carruaje con un gesto de inquietud que ella jamás había visto. ¿Estaba realmente preocupado por ella? ¿O por el escándalo?

―¡Su Alteza Real! ―reverenció el Marqués con sorpresa, al ver a la princesa Augusta. 

―Lord Bristol, mucho me temo que le he causado muchas molestias ―inició la hermana de George, mientras Cassandra se colocaba detrás de ella con la cabeza gacha―. ¿Puedo pasar?

―Por favor, sería un honor para mí ―se deshizo el Marqués, señalando la entrada con una hospitalidad y amabilidad que Cassandra jamás había visto en él. ¡Cuán hipócrita podía llegar a ser la nobleza! ¡Y su padre el que más!

Siguió los pasos distinguidos de la princesa Augusta, sintiéndose envuelta por su influencia, aunque su estatura fuera ligeramente menor que la suya. Momentáneamente, ignoró el hecho de que aquella mansión fuera su hogar, pues en ese instante parecía más propiedad de la princesa que de ella misma. Su padre se deshacía en alabanzas mientras el servicio corría a preparar el salón de invitados, el mejor de la casa, y el té con pastas, por si era necesario. 

―¿Desea tomar algo, Su Alteza Real? ―preguntó el Marqués en cuanto entraron en el salón lleno de muebles de estilo georgiano, ostentoso por demás, para demostrar a las visitas el poder del Marquesado de Bristol. 

―Prefiero sentarme. 

―Oh sí, por favor ―volvió a deshacerse el Marqués, señalando uno de los mejores sillones del salón mientras hacia una seña al mayordomo para que adecuara las cortinas y, por ende, la luz. 

―Lord Bristol, esta noche...

La princesa Augusta explicó a su padre lo que habían acordado en el carruaje, y le prometió que hablaría también con los Bruyn para que la voz de lo acontecido corriera entre la sociedad y el escándalo se viera reducido a una mera anécdota. 

― Ha sido un honor servir a la Corona ―se irguió el Marqués de Bristol en su sillón, mirando a Cassandra con un orgullo renovado―. Si mi hija le ha servido para aliviar su malestar y auxiliarla eso nos honra y nos llena de orgullo. El Marquesado de Bristol siempre ha servido bien a la Corona, desde tiempos inmemorables cuando tuvimos que luchar para el rey...

Los halagos al Marquesado de Bristol se alargaron durante veinte minutos, provocando en Cassandra una mezcla de rabia, pena y risa. Rabia por la hipocresía de su padre y el poco interés que tenía por ella, pena por lo fácil que era de manipular, y risa por el auténtico ridículo que estaba haciendo exponiendo todos y cada uno de los logros del Marquesado ante alguien que lo estaba mintiendo descaradamente. 

―Está bien, si me disculpa ―se alzó la princesa, interrumpiendo al Marqués―. Creo que es hora de que me retire, ha sido una noche agotadora; de nuevo, le agradezco su ayuda y le pido disculpas por el malestar que le haya podido causar. 

―Claro, lo comprendo, Su Alteza ―Se alzó el Marqués también, y Cassandra, que se había sentado en uno de los sillones más apartados, los imitó―. La acompañaré hasta el carruaje. 

―Gracias, lady Colligan, usted también venga, por favor. 

―Sí. 

―Siempre le estaré agradecida por su ayuda, lady Colligan ―ultimó la princesa Augusta, frente a su carruaje y el grupo de guardias que la acompañaban. Le cogió las manos y se las apretó con un gesto afectuoso, mirándola con esos ojos de paloma intensos. 

―No dude en precisar de mi hija siempre que lo necesite, Su Alteza. 

Augusta asintió y subió al carruaje mientras su padre y ella hacían una larga reverencia. 

―¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido? ―Salió de repente la tía Pauline con camisón y gorro de dormir―. ¡Por fin apareces, niña insolente! ―se detuvo la regordeta mujer en mitad del patio principal para regañarla. 

―Su Alteza Real, la princesa Augusta ha estado aquí, hermana ―intervino el Marqués de Bristol―. Todo tiene una buena explicación. 

―¿La princesa Augusta? ―Abrió los ojos como platos―. ¿Y nadie me ha avisado?

La tía Pauline, tras una incansable búsqueda de su sobrina, finalmente cayó en un sueño profundo en el diván de su habitación. Sin embargo, parecía que su falta de resistencia era ahora motivo de culpa atribuida a los demás.

―Hija, puedes retirarte a tu habitación. Mandaré a la señora Danvers para que te ayude, yo le contaré a tu tía lo acontecido. 

―Sí, mi señor Marqués. 

Cassandra agradeció que la despachara. Tampoco lamentó la falta de interés de su padre en indagar más sobre lo sucedido o preguntar acerca de su bienestar. Había llegado a acostumbrarse a esa frialdad y desinterés. Las explicaciones de la princesa Augusta habían sido suficientes. 

Y eso estaba bien, pues dudaba profundamente de su capacidad para mantener la farsa sin quebrarse, sin derramar las lágrimas que se le habían atorado en la garganta al detenerse frente a su casa. Cruzó el patio, entró en el vestíbulo, y cruzó varios pasillos con el labio tembloroso, los puños cerrados y la cabeza gacha. 

Al entrar en su recámara, su refugio, cerró la puerta tras ella y se desmoronó. Ni siquiera fue capaz de dar dos pasos hasta la cama, lloró y lloró con la espalda pegada a la puerta, dejándose caer al suelo. No quería hacerlo, no quería llorar. Debía aprender a resignarse, a ser fuerte. Pero esa noche había sido demasiado caótica, llena de sentimientos y de cambios drásticos en su vida como para no llorar. 

Ya no era virgen. 

Se había entregado a George de Inglaterra, un hombre cuya personalidad era todo un misterio y sus pensamientos un auténtico imposible. ¿Era una mujer fácil? ¿Había sido una insensata?

Oh, una insensata sí. Pero fácil no. No, porque ella sabía que lo que había sentido con él era real. Que no había sido producto de un mero deseo o una pasión fugaz, que el perfume de él, todavía impregnado en su cuerpo, era único. Y que jamás, nunca de los jamases, se entregaría a otro hombre que no fuera él. Así que era imposible que fuera una mujer fácil. ¿Verdad?

Una necia sí. Eso sí era posible. 

«Nos veremos pronto». 

Eso era lo que él le había dicho. Eso, y que tenía obligaciones ineludibles. Debía de confiar en él, merecía un voto de confianza. No podía ser tan inmadura como para no comprender que un Coronel del Ejército tenía responsabilidades. 

Claro que también le había dicho que no se separarían, y había incumplido su promesa. 

Se secó las lágrimas con los dorsos de sus manos, aún cubiertas con guantes, y notó la presencia de un pequeño papel arrugado en su palma. Entre las oleadas de emociones, apenas había advertido que la princesa Augusta había depositado ese mensaje en su mano, la cual había mantenido cerrada con firmeza hasta ese instante.

Pero no era un mensaje. Era un cheque. ¿Dinero? ¿Por qué? Ella ni siquiera sabía leer el número que había escrito en él, era demasiado largo y jamás le habían enseñado contabilidad, por supuesto. 

Unos golpes en la puerta la obligaron a levantarse del suelo de un salto y a esconder el cheque en uno de los cajones, entre sus pertenencias. 

―¡Miladi! ―se espantó la doncella al verla―. ¡Pero su pelo! ¿Qué le ha pasado? ―La señora Danvers cerró la puerta y se acercó a ella con el ceño fruncido y los labios apretados. Cassandra pensó que parecía una lagartija―. Hum... 

―¿Qué ocurre? ¿Por qué me mira así? ―inquirió ella, temiendo que lo que había hecho esa noche pudiera estar escrito en su rostro. 

―Los nobles suelen volverse ciegos ante la Corona, miladi, pero yo no ―respondió la «lagartija», delgada, de pelo canoso y ojos de un color extraño, un color que ni siquiera era un color―. Aquí hay gato encerrado, no me creo que Su Alteza Real precisara de sus servicios teniendo a todo un ejército de doncellas y sirvientas a sus pies. 

Cassandra se obligó a olvidarse de su decepción e irguió su espalda. Los comentarios mordaces de esa mujer habían llegado demasiado lejos. La señora Danvers jamás había sido de su agrado, pero esa mañana, más que nunca, estaba demasiado cansada como para soportarla. 

―¿Está insinuando que el Marqués de Bristol es un crédulo? ¿Un necio? ―la enfrentó, sacando el pecho hacia delante.  

La «lagartija» abrió los ojos desmesuradamente, sorprendida por el cambio de actitud en lady Colligan. ―No, yo no...

―Retírese, no preciso de sus servicios ahora mismo. 

―Pero su padre...

―Usted me sirve a mí, señora Danvers, y ahora le pido que se retire. Si gusta, puede ir a quejarse con mi padre. Pero entonces yo le contaré el motivo de mi disgusto con usted. 

La señora Danvers apretó más los labios, estiró el mentón y dio media vuelta. ―Estaré muy pendiente de usted este mes, miladi ―se atrevió a añadir antes de salir de la habitación. 

Nadie le había contado a Cassandra nada sobre las relaciones sexuales ni cómo se tenían hijos. Esos eran temas prohibidos para la hija de un Marqués, pero empezaba a atar cabos, y el miedo la azotó tan fuerte como el agotamiento, tumbándose en la cama con la ropa puesta. 

......"Dormí durante todo el día. Mi padre me permitió esa licencia, convencido de que había honrado a la familia. Cuando, en realidad, la había deshonrado por completo. Claro que tampoco me habría atrevido a sincerarme con él en ese instante. Lo veía como una figura castigadora, distante y temible que podía convertirse en mi peor enemigo en cualquier momento. Así que callé, y seguí con la farsa".....

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