El Diario de una Cortesana

By MaribelSOlle

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[Retirada para su edición y venta] Lo imposible convertido en obsesión. Cuando le impiden casarse con el prí... More

Descripción
Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- El origen de la Cortesana
Capítulo 2-El hombre metálico
Capítulo 3-Una irritable atracción
Capítulo 4- Cassandra
Capítulo 5- Y no volvieron a verse....
Capítulo 6-...hasta un año después
Capítulo 7- Una pizca de tristeza
Capítulo 8- Una pizca de dolor
Capítulo 9- Una pizca de comprensión
Capítulo 10- Pasar el umbral
Capítulo 11-Tras el Umbral, no hay retorno
Capítulo 12- Cassandra y George
Capítulo 13-Sombras de pasiones prohibidas
Capítulo 15- Votos de confianza
Capítulo 16- Rompiendo cadenas
Este borrador ha sido retirado
Capítulo 18-Crónica de una muerte anunciada
Capítulo 19- Tendría que ser ilegal romper el corazón de una mujer
Capítulo 20-¿Entrar en un convento o convertirse en cortesana?
Capítulo 21-Influencia y poder
Capítulo 22-Una hija
Capítulo 23- La amante del príncipe
Capítulo 24- Sentimientos mezclados con intereses
Capítulo 25- Ella es como el viento
Capítulo 26- Te amo, Cassandra Colligan
Capítulo 27-Guía básica para ser una cortesana
Capítulo 28-Héroe
Capítulo 29- Bronce fundido
Capítulo 30- Papá
Capítulo 31- Olor a nieve
Capítulo 32- Cada adiós duele más que el anterior
Capítulo 33- Ojo por ojo
Capítulo 34- Madame Cassandra y el Comandante General
Capítulo 35- Los celos son crueles
Capítulo 36- Amor de madre
Capítulo 37- Sueños eternos
Capítulo 38-A veces alegrías, a veces tristezas
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 14- Marionetas

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By MaribelSOlle

No se debe intentar contentar a los que no se van a contentar.

Julián Marías. 


Tardaron poco más de una hora en llegar a Cambridge Cottage. Pero ya era de madrugada cuando lo hicieron. Cassandra jamás había estado en ese lugar, la cabaña estaba construida con ladrillo rojo, era elegante y un claro ejemplo de arquitectura georgiana, rodeada por los jardines de Kew. Los guardias, al igual que había ocurrido en el Palacio de Kensington, los dejaron pasar de inmediato. 

George la ayudó a descender del carruaje, pero su rostro volvía a ser de metal. Lejos de las pocas sonrisas que le había regalado durante el trayecto. 

—Siéntese, lady Colligan —le dijo él, olvidando por completo su anterior petición de que la tratara de manera más informal. Cassandra escudriñó el vestíbulo en el que habían entrado con atención, donde se alineaban butacas de un rojo intenso, dignas de la época georgiana, y muebles de caoba que parecían luchar por destacarse en su ostentación. ¿Dejarla relegada al vestíbulo? Un suspiro de resignación escapó de sus labios, y tomó asiento en una de las butacas que creyó más apropiada. Los lacayos uniformados, alineados como figuras inmóviles, miraban al frente con la solemnidad de estatuas vivientes.

«¡Cuánta ceremonia!», pensó ella, removiendo las manos en su regazo, nerviosa. 

—Su Alteza Real —los recibió un hombre que, a pesar de ser el mayordomo, desprendía una apariencia parecida a la de un rey. La presencia y actitud de ese caballero eclipsaban a las de Cassandra por completo. De hecho, como había ocurrido hasta ese momento con otros miembros de las casas reales, ni siquiera la miró. 

—Avise a mi padre, dígale que necesito hablar con él. 

—Son las cinco de la madrugada, Su Alteza Real —replicó el mayordomo, muy serio. 

—Haga lo que le pido, señor Carter. 

Transcurrieron unos minutos interminables, de absoluto silencio en el vestíbulo, después de que el mayordomo se retirara, con una expresión que dejaba claro que no estaba de buen humor. Como si él se sintiera más cerca del príncipe Adolfo que su propio hijo y, por ende, con más derecho a decidir si debía dejarlo dormir más horas o despertarlo cuando su único hijo lo necesitaba.

—Su Alteza Real, el príncipe Adolfo, lo recibirá en su despacho —anunció el mayordomo al fin. Cassandra hizo el amago de ponerse de pie, pero George la dejó atrás antes de que pudiera hacerlo. 

George cruzó los pasillos de Cambridge Cottage, la residencia suburbana de su padre después de haber sido virrey de Hannover. El duque de Cambridge, Adolfo, había desempeñado el cargo de virrey (regente) del Reino de Hannover desde 1816 hasta 1837, actuando en nombre de sus hermanos mayores, los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Sin embargo, cuando su prima, la reina Victoria, ascendió al trono del Reino Unido en 1837, esta unión de 123 años entre Hannover y el Reino Unido llegó a su fin. En consecuencia, el duque de Cumberland ascendió al trono de Hannover con el nombre de Ernesto Augusto I, lo que llevó a Adolfo a regresar a Inglaterra y a instalarse en Cambridge Cottage. 

Dos lacayos se apresuraron a abrir la puerta antes de que George tuviera que detenerse, y al entrar, se encontró con el verdadero y actual Duque de Cambridge, su propio padre. El príncipe se erguía majestuosamente ante un imponente escritorio de nogal, que ocupaba el centro de la estancia. Estaba envuelto en una lujosa bata de satén verde que ostentaba con orgullo los escudos de la Corona y del Ducado de Cambridge grabados en el pecho. Su pronunciada barriga parecía desafiar al ajustado cinturón de la bata y sus pantuflas parecían tan molestas como su propia expresión. 

—¿Qué asunto es tan apremiante que no puede aguardar hasta que despunte el día? —preguntó Adolfo de Inglaterra con un tono inquisitivo.

—Padre —inclinó reverentemente la cabeza George—. Si la memoria no me falla, nunca le he solicitado nada, ni siquiera le he causado ninguna molestia. Pero hoy me veo con la necesidad de pedirle un favor.

—Los hijos no deberían tener que solicitar nada a sus padres, ni mucho menos incomodarlos. Los hijos deberían aprender cuál es su lugar pronto y rápido —replicó el Duque de Cambridge, con un aire de autoridad paterna. 

A George no le molestó esa respuesta. Su padre siempre había sido una imagen lejana. 

—Tiene razón, padre. No obstante, y de todos modos, me veo obligado a pedirle que me ayude a casarme con lady Cassandra Colligan. 

Adolfo de Cambridge abrió sus ojos grises (heredados del rey Jorge III), los mismos que a menudo se entreabrían con una expresión de tristeza o amabilidad, y cambió de la seriedad a una risa franca. —¿Te has enamorado, George?

George se removió incómodo sobre sus pies, sosteniéndole la mirada a su padre. —No sé si es amor, padre. Pero es mi deber. 

La risa de Adolfo se ensanchó. —¿Tu deber?

—Sí. 

—Tu deber es liderar el ejército británico. Eres un coronel y has dedicado toda tu vida a la carrera militar. Por supuesto, entiendo que tengas tus romances. Todos los hemos tenido y los seguimos teniendo, pero, ¿casarse? —expresó, con un matiz de incredulidad, el Duque de Cambridge—. Tu matrimonio es un asunto de la Corona, George. 

—He dado mi vida entera a la Corona. No he provocado escándalos a diferencia de muchos de mis primos y tíos. Ella es la hija del Marqués de Bristol.  

—¿De veras, George? —Adolfo desvaneció su sonrisa—. ¿No pudiste encontrar diversión en alguien menos inconveniente? Ya conoces a esos marqueses, condes y barones... con sus pretensiones de grandeza, cuando en realidad carecen de importancia. Están llenos de escrúpulos, consideraciones sobre su honor y castidad... Si el Marqués llega a enterarse, nos dará problemas. Y ciertamente no queremos que esta cuestión llegue a los oídos de tu prima Victoria, ¿verdad? Podrías haber tenido un romance con cualquier otra persona, incluso alguna de tus primas. Al menos sabríamos a qué atenernos, pero con ellos...

—Quiero hacer lo correcto, padre. 

—Tienes razón, George —Adolfo avanzó hacia él, deslizando los pies enfundados en sus pantuflas de cuero—. Debes devolverla a su padre con alguna excusa. Podemos decir que tu hermana asistió a la fiesta y que necesitó la compañía de una joven debido a que... se sintió indispuesta. Elegimos a su hija, a la hija del Marqués de Bristol, porque su reputación y linaje son intachables, y todos esos detalles que tanto les agrada a los de su clase, para que sienta honrado. 

—Creo que no estoy siendo claro, padre —insistió George—. La joven me ha entregado su castidad —aclaró George—. Sería una vileza dejarla sola. 

—¿La has forzado? —Frunció el ceño su padre. 

—¡Por Dios, no! —se indignó él, tan rubio como una vez lo fue su padre en el pasado—. Jamás haría tal cosa. 

—Muy bien, hijo. Porque nosotros no nos comportamos de esa manera. Ha habido casos en la Corona... Pero mi padre, el difunto rey Jorge, nunca hizo algo similar, y yo tampoco. Si la joven se ha entregado a ti, entonces tal vez no valga la pena, ¿no crees? Debe de ser una mujer de fácil conquista. Habría cedido ante ti o ante cualquier otro. Prepararé un cheque para ti, retirarás el dinero y se lo entregarás a ella, ¿de acuerdo? Es más de lo que cualquier otro hombre le habría dado por su promiscuidad.

A George no le sorprendían las palabras de su padre en lo más mínimo. En otro contexto, él mismo podría haber emitido comentarios similares. Eran acusaciones y juicios habituales entre hombres de su posición hacia mujeres de estatus inferior. Pero, ¿cómo podía explicarle que ella era la excepción? ¿Que ella no era...? 

¿Cómo explicar lo que él mismo no era capaz de entender? ¿Por qué se empeñaba en seguir con esa locura? La salida que su padre le estaba dando no era tan disparatada. Una buena compensación económica era suficiente para una mujer fácil. Pero ella no era fácil. Ella se había entregado a él creyendo que podía existir... ¿el amor verdadero? Y sí, tenía los rumores de la Marquesa de Bristol para abalar esa solución tan rápida y efectiva que le ofrecía su padre, pero Cassandra no tenía por qué ser como su madre. Era injusto culparla por algo que ella no había hecho y que, a todas luces, estaba sufriendo. Sus ojos tristes, sus lágrimas... No, no podía abandonarla. Y quizás fuera simple lástima, pero él jamás había sentido lástima por nada ni nadie. Ella le provocaba algo más. Algo que rozaba a la locura. 

—No deseo su dinero —declinó George con firmeza, justo antes de que Adolfo firmara el cheque que estaba rellenando con una suma considerable—. Voy a casarme con ella. Le he pedido un favor, no su aprobación. Si no puede ayudarme, encontraré la manera de solucionarlo por mi cuenta. 

George se volvió bruscamente, listo para abandonar la habitación y buscar a Cassandra para marcharse de allí. Sin embargo, antes de que pudiera llegar al pasillo, su padre hizo llamar a los guardias, y estos lo rodearon, bloqueando su camino hacia Cassandra. 

—No he desperdiciado mi vida entera en favor de la Corona para que ahora mi único hijo me deshonre y me desprestigie —se impuso Adolfo, al frente de los guardias que le impedían el paso—. No te reconozco. Jamás habías actuado de un modo tan impulsivo e irracional. Eres un hombre cabal, te he educado para que así lo seas. Esto no es más que un tropiezo en tu maravillosa carrera. Le daremos este cheque a la joven, que será acompañada por alguna dama hasta su casa, y alguien de nuestra confianza le dará las explicaciones pertinentes a su padre, el Marqués de Bristol. 

—¿Y si insisto? No podrá retenerme para siempre con sus guardias. 

—Conoces bien el destino de las amantes que no son bien vistas por la Corona, George. En realidad, estoy siendo benevolente con ella —sonrió de manera siniestra Adolfo—. Te estoy tendiendo una mano antes de que este asunto llegue a oídos de tus tíos mayores o de algunos de nuestros primos de más alta alcurnia. Lady Colligan no es y nunca será bienvenida en nuestra familia. Hablamos, en el caso de que te casaras con ella, de un matrimonio morganático. Un matrimonio que, en el mejor de los casos, requeriría la aprobación de la reina Victoria, tu prima. Y aún si eso sucediera, te obligaría a renunciar a tus derechos reales y a tu linaje. Y no estoy dispuesto a que lo tires todo por la borda. Esa mujer, tarde o temprano, terminará embarazada o con el corazón partido. No es para ti. Ella no es nada. Es suficiente, ¿comprendes? La apartarás para siempre de tu vida. 

—¡No la voy a dejar! —se alteró George como pocas veces lo hacía—. ¡Y usted no me va a decir a quién tengo que amar!

—¿Amar? —Adolfo rio de nuevo—. No puedes amar a nadie en una sola noche. Pero, ¿qué te está pasando? ¿Son las drogas que os dan en el ejército, George?  ¡Esa mujerzuela no es para ti! 

George, incapaz de soportar más los insultos hacia Cassandra, se dejó llevar por un impulso que desconocía, agarrando a su padre por las solapas de su bata verde. Después de todo, era considerablemente más alto y fuerte que él. Su padre nunca había tenido experiencia en el ejército, mientras que George había heredado la robusta estructura ósea de su madre, de ascendencia alemana. Los guardias dieron un paso al frente de inmediato, pero Adolfo no se inmutó. —Sé que las mujeres pueden arrastrarnos a estas locuras. Pero te casarás con tu prima de Hannover, una princesa —continuó, haciendo una seña a los guardias para que estos se retiraran—. Hijo... regresa a China. Y olvídate de esta locura, antes de que me obligues a hacer algo de lo que debamos arrepentirnos —amenazó—. Lo has hecho bien hasta ahora, estoy orgullo de ti. ¡Pero recomponte! 

George finalmente soltó a su padre, relajando los puños y controlando su ira. No era propio de él actuar en contra de las normas ni de su destino predestinado en la Corona. 

—¿Y si hay consecuencias?

—¿Por una noche? Lo dudo, hijo. Y si las hay, nos ocuparemos de ellas. 

George apretó los ojos con fuerza. Enfrentarse a la Corona era una batalla imposible.

 —Permítame, al menos, despedirme de ella.

—No.

—Y le aseguro que nunca más tendrá noticias de ella —prometió con firmeza—. ¿Quiere que llegue a casa del Marqués llorando y gritando mi nombre? Déjeme calmarla, para que nos siga el juego. 

—Está bien. 

—Quiero que se le entregue el cheque y que mi hermana dé las excusas pertinentes. 

—Sí, en eso estamos de acuerdo.

—¿Quiere acompañarme?

—¿Para qué? 

«No debería haberle pedido ningún favor», comprendió George. Desde las sombras del umbral del vestíbulo, observó a Cassandra. Ella estaba sentada con la espalda algo encorvada, frotándose las manos y mirándolas sobre su falda. El cabello le caía hacia adelante, cubriendo parcialmente su rostro. Parecía una niña asustada. Y seguramente lo fuera. Una niña. 

Y él un desalmado egoísta.

Jamás se había sentido tan confundido y abatido. Tan impotente. Pero lo mejor y más seguro para ella era que regresara con su padre; con el tiempo se olvidaría de él y todo volvería a la normalidad. Esa locura debía llegar a su fin. 

—Cassandra —pronunció su nombre desde lo más profundo de su ser, desde su corazón de metal que había sido de bronce hasta que ella lo había transformado en un órgano lleno de vida y sangre.

Ella levantó sus largas y oscuras pestañas, mirándolo con esa mezcla de sorpresa y tristeza que ya la era conocida y que le había robado el sentido la primera vez. 

—¡Príncipe George! —exclamó ella al notar su presencia, poniéndose de pie. 

—¿Estás bien? —preguntó, sintiéndose un cobarde, mirándola con intensidad. 

—Ahora sí —le sonrió ella, cogiéndolo de las manos, pero él fue incapaz de devolverle la sonrisa. 

—Cassandra —empezó, incapaz de mirarla a los ojos, clavando su mirada de bronce en las manos pálidas de Cassandra sobre las suyas—. Necesito... —continuó con la voz casi ahogada, a pesar de que su voz era una de las más potentes de la familia británica, una voz grave y profunda—. Necesito que regreses con el Marqués de Bristol —dijo al fin. 

—No —negó ella con voz baja, sin dejar de mirarlo fijamente—. Míreme, se lo ruego. Me prometió que no me dejaría, que no nos separaríamos. 

—No te estoy dejando. Te estoy ayudando. 

—¿Ayuda? ¡No quiero su ayuda, Su Alteza Real! —replicó ella que, evidentemente, estaba interpretando su rostro serio y sus palabras como una muestra más de su arrogancia—. Quiero que estemos juntos. 

—Necesitas calmarte y escucharme —La miró a los ojos, que volvían a estar llenos de lágrimas—. Tengo que regresar a China. Es primordial que lo haga de inmediato, es un asunto urgente. ¿Lo entiendes? Tengo obligaciones. 

En ese momento, varios guardias y una dama elegantemente vestida aparecieron en el vestíbulo. George los observó de reojo con fastidio, mientras que Cassandra frunció el ceño.

—¿Quiénes son?

—Ellos te acompañarán hasta tu casa. Te prometí que no arruinaría tu reputación. La dama es mi hermana, ella dará las explicaciones pertinentes a tu padre. Y los guardias se encargarán de vuestra seguridad. 

—George, no... —lo tuteó ella, cogiéndolo con fuerza. 

—Volveremos a vernos —dijo él, sin pensarlo mucho, con el afán de tranquilizarla, memorizando cada línea de su bonito rostro, de su piel impecable y de su pelo negro. Quería memorizarla como lo había hecho ese día en el parque . No, no la amaba. Pero le gustaba. Le gustaba mucho. 

Y jamás le había gustado alguien. 

—Lady Colligan —intervino Augusta de Cambridge que, a sus veinticuatro años, ya estaba casada con el soberano de Mecklemburgo-Strelitz. Se había casado el año anterior, pero estaba de visita en Londres—. Por favor, acompáñeme.  

—George... —rogó ella de nuevo, pero él se deshizo de su agarre y se alejó unos pasos. 

—Mi hermana te acompañará hasta casa. Nos veremos pronto. 

—¿Nos veremos pronto? ¿Cuándo? ¿Qué significan estas palabras?

—Venga conmigo, lady Colligan —Augusta dio un paso hacia delante y George abandonó el vestíbulo mientras oía el llanto de Cassandra tras su espalda. 

No era más que un estúpido cobarde, que un egoísta. Esperó a que el carruaje que llevaría a Cassandra hasta el Marqués de Bristol despareciera de su vista y se dispuso a abandonar Cambridge Cottage. 

—¿A dónde vas? —oyó la voz de su padre a sus espaldas. 

—A China. 

—No esperaba menos de ti. 

George esbozó una sonrisa irónica, lanzando una mirada llena de resentimiento hacia su padre, y abandonó la residencia. Horas después, dejó atrás Londres, embarcándose en el primer buque que lo llevaría hacia el conflicto bélico que lo aguardaba. Sin mirar atrás, pero con el firme propósito de no volver a equivocarse. 

"....Me resultaba arduo mantener en jaque mis emociones hacia él. Mi deseo era no alejarme de su lado, resistirme a la creencia de que me estaba desterrando de su vida. Buscaba consuelo en la idea de que quizás se hallaba atrapado en compromisos ineludibles, a pesar de las voces de mi propia razón y mi intuición, que susurraban que me había abandonado; pero no podía dejar que mi corazón se rompiera en mil pedazos, debía aferrarme a la esperanza de lo que él me había dicho: volveremos a vernos..."

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