El Diario de una Cortesana

By MaribelSOlle

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[Retirada para su edición y venta] Lo imposible convertido en obsesión. Cuando le impiden casarse con el prí... More

Descripción
Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- El origen de la Cortesana
Capítulo 2-El hombre metálico
Capítulo 3-Una irritable atracción
Capítulo 4- Cassandra
Capítulo 6-...hasta un año después
Capítulo 7- Una pizca de tristeza
Capítulo 8- Una pizca de dolor
Capítulo 9- Una pizca de comprensión
Capítulo 10- Pasar el umbral
Capítulo 11-Tras el Umbral, no hay retorno
Capítulo 12- Cassandra y George
Capítulo 13-Sombras de pasiones prohibidas
Capítulo 14- Marionetas
Capítulo 15- Votos de confianza
Capítulo 16- Rompiendo cadenas
Este borrador ha sido retirado
Capítulo 18-Crónica de una muerte anunciada
Capítulo 19- Tendría que ser ilegal romper el corazón de una mujer
Capítulo 20-¿Entrar en un convento o convertirse en cortesana?
Capítulo 21-Influencia y poder
Capítulo 22-Una hija
Capítulo 23- La amante del príncipe
Capítulo 24- Sentimientos mezclados con intereses
Capítulo 25- Ella es como el viento
Capítulo 26- Te amo, Cassandra Colligan
Capítulo 27-Guía básica para ser una cortesana
Capítulo 28-Héroe
Capítulo 29- Bronce fundido
Capítulo 30- Papá
Capítulo 31- Olor a nieve
Capítulo 32- Cada adiós duele más que el anterior
Capítulo 33- Ojo por ojo
Capítulo 34- Madame Cassandra y el Comandante General
Capítulo 35- Los celos son crueles
Capítulo 36- Amor de madre
Capítulo 37- Sueños eternos
Capítulo 38-A veces alegrías, a veces tristezas
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 5- Y no volvieron a verse....

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By MaribelSOlle

George estaba horrorizado.

Y Cassandra también.

Ambos llevaban diez minutos cabalgando en silencio, con el estruendo de la lluvia, los cascos de los caballos y el viento entre los árboles como la única melodía que los acompañaba.

No sentían horror por el clima, el lodo o el bosque. Lo que realmente los atormentaba era la tensión que flotaba en el aire entre ellos dos. Por supuesto, en el caso de Cassandra, esta tensión se veía agravada por su temor a ser descubierta por su padre o delatada por el príncipe en algún momento. Al menos necesitaba asegurarse de que una de esas posibilidades estuviera bajo control: pedirle al príncipe que guardara silencio sobre lo que había sucedido, que no lo compartiera con nadie.

―Su Alteza Real ―dijo Cassandra, tomando conciencia de lo extrañamente callados que habían estado al escuchar su propia voz, rompiendo así el opresivo silencio que los había acompañado hasta ese momento.

―Sí ―respondió él con sequedad desde delante.

―Si me permite el atrevimiento...

―No.

―Su Alteza Real ―prosiguió ella, observándolo desde su posición en la yegua, aprovechando que él no podía verla para intensificar su profundo sentimiento de aversión a través de sus ojos azules, como si pudiera fulminarlo con la mirada―. Hay algo de suma importancia que necesito solicitarle ―agregó, endulzando su voz tanto como era capaz, siendo tan hipócrita como su desagrado se lo permitía.

Cassandra siempre había sido impulsiva en ciertos momentos. Sus institutrices habían intentado en vano enseñarle que lo más apropiado para una dama era siempre detenerse a reflexionar sobre lo que estaba a punto de decir o hacer antes de llevarlo a cabo. Sin embargo, compensaba ese defecto con una comprensión sublime de cada situación, sin importar cuán desfavorable esta fuera.

―No tengo por costumbre delatar a una dama ―la cortó él, como si le hubiera leído el pensamiento.

Bien. Había resultado sencillo. Ni siquiera había tenido que solicitarlo. Eso, en cierto sentido, Cassandra lo agradecía. George no la había hecho rogar ni le había requerido ninguna explicación. Mejor así.

Lo miró con menos odio y más objetividad. Su presencia era imponente, sus hombros anchos y su porte regio parecían desafiar al mundo que lo rodeaba. El cabello rubio que se alborotaba con la brisa le confería una imagen de caballero que acababa de regresar de una galante hazaña.

Lo que más admiró Cassandra, no obstante, fue el inconfundible aroma que parecía envolver al príncipe. Un perfume noble, no solo de fragancia, sino también de estatus. Era el aroma de un príncipe, un aroma que transportaba consigo la elegancia y la grandeza de su linaje. Y mientras su mirada lo recorría de manera inadvertida, Cassandra no pudo evitar pensar en lo inalcanzable que parecía todo aquello, incluso cuando se encontraba a solo unos metros de distancia.

―Aunque si no me tomo la libertad de ser demasiado audaz, lady Colligan ―expresó el príncipe después de unos momentos, sacándola de su ensoñación―. Quiero recordarle que una dama de su posición no debería aventurarse a dar un paseo sola, y menos aún a lomos de un caballo que no puede controlar. Por supuesto, no mencionaré el hecho de que esté lloviendo. Porque agregar eso a su comportamiento, supongo, resultaría verdaderamente embarazoso.

―He tenido y continúo teniendo institutrices, Su Alteza Real ―volvió a odiarlo con todo su ser. Sabía que no le falta razón al príncipe; de hecho, tenía toda la razón del mundo: no debería haber obrado según sus propios caprichos. Pero que se atreviera a mencionar sus defectos en voz alta, cuando ya eran suficiente evidentes y vergonzosos, era indignante. No, el hecho de que se creyera con el derecho de darle una lección era lo verdaderamente humillante. Era algo típico de los hombres con título el creerse con ese tipo de derechos. Lo sabía muy bien, por su padre, que se pasaba la vida dando lecciones incluso cuando no eran necesarias. Como si el sexo femenino fuera algo privado de intelecto y precisara de la mente excelsa masculina para sobrevivir. Si le hubieran enseñado a montar como a un hombre, y no como a una señorita, ahora no estaría en esa situación. Así que no, no era su culpa que estuviera en tan horrible y penosa situación, sino que era culpa del sistema que se empeñaba en enseñarle cosas tan inútiles como bordar. Si venía una guerra en ese país, ¿de qué le serviría bordar?

―Al parecer, no muy buenas.

―Actualmente cuento con la señorita Worth, Su Alteza Real, la misma institutriz que educó a las hijas del difunto Duque de Devonshire ―replicó ella con voz aguda, cada vez más furiosa. Y no era que antes no lo estuviera, pero ahora su furia se veía impresa en palabras donde antes se había limitado a las miradas. Unas miradas que ya habían empezado la noche anterior y que, al parecer, esa mañana pretendían materializarse en una discusión.

―Entonces toda la culpa es suya, miladi. Porque no ha sido capaz de interiorizar lo que significan las palabras: decoro femenino.

―No sabía que los príncipes de Inglaterra se enzarzaran en discusiones con damas debutantes ―lo cortó con su lengua más viperina y pudo ver el momento exacto en el que los hombros del príncipe, cubiertos por tres esclavinas que descansaban sobre su redingote negro, se tensaban.

¡Ah, cuán lamentaba ella no haber cogido su abrigo antes de salir! Pero estaban en primavera, y creyó que no lo necesitaría. ¡Qué error más grave!

―No busco entrar en disputa, miladi ―el príncipe detuvo a su semental para poder mirarla directamente a los ojos―. Solo estoy señalando lo que es obvio.

―¿Nunca ha vivido una aventura, Su Alteza Real?

¿Acaso la impertinencia de esa jovencita no llegaría a su fin? ¿Una aventura? Jamás había vivido tal cosa, ni siquiera se le había cruzado por la cabeza hacer algo mínimamente deshonroso. Pero la palabra «aventura» pronunciada por los labios rojos de Cassandra le resultó demasiado tentadora. Y, por un fugaz instante, consideró que sí, que sí le gustaría vivir una aventura, pero con esa "joven impertinente". Una de esas historias que conllevan una cama y cuerpos desnudos sobre ella.

Cassandra, perdida en los ojos de color bronce del príncipe, se asustó al ver que éstos adquirían un matiz oscuro, volviéndolos casi rojos. Pasando del cobrizo al marrón oscuro, un burdeos. Ese cambio, y en completo desconocimiento de lo que significaba, le provocó un gemido casi imperceptible. Un leve sonido que escapó de su garganta, como si su cuerpo anhelara lo que esos ojos le estaban diciendo.
―No ―dijo finalmente el príncipe George, reanudando la marcha, pero esta vez con ella a su lado, ya que el camino se había ampliado (indicando que se acercaban al parque) y Cassandra no quería permanecer en silencio.

―Su Alteza Real, por casualidad no será usted un poco aburrido, ¿verdad?

Cassandra se sonrojó al decir eso. Aunque no había querido permanecer en silencio, no estaba segura de si resultar tan descarada con el príncipe de Inglaterra era lo que realmente deseaba. ¡Ah, pero qué placentero era ver cómo "el príncipe altanero" se sacudía ligeramente cuando ella lo atacaba!

Retarlo, le provocaba una extraña sensación de placer y miedo a la que se estaba obsesionando. Obsesionada. Sí, esa era la palabra. Y desde ayer por la noche. Obsesionada con esas cejas que se arqueaban elegantemente con el fin de asustar a los mortales, y con su manera de titubear ante ella.

Lo vio resoplar con sutileza. Un acto sutil, pero que ella captó para su regocijo. Tal vez debería haber dicho que era «serio» en lugar de «aburrido». ¡Ah, pero por qué tenía que preocuparse por cómo era él! No debería hacer tales preguntas. Y, sin embargo, quería hacerlas.

―Según la definición de la palabra, miladi, lo soy. Las aventuras no me hacen gracia; solo son el resultado de los caprichos del hombre. Y, por norma general, no suelen terminar bien. Como ya ha podido ver.

Cassandra lo miró. Quiso enfadarse todavía más o replicar algo ingenioso. Pero se detuvo a pensar y miró hacia el parque que se abría ante ellos mientras lo hacía.

Indudablemente, podría haber ocurrido un accidente grave con el caballo si no hubiera sido por la intervención del príncipe George. Además, seguía existiendo la posibilidad de que su padre la descubriera al volver a casa, ya que no sabía cuánto tiempo había pasado desde que se aventuró al bosque. Aunque sospechaba que el período de dos horas de libertad que había calculado estaba a punto de agotarse. Debía parecer una joven alocada, impertinente y frívola.

Y por supuesto también estaba su aspecto. El sombrero cayéndole por los lados de la cara y el vestido empapado eran, por poco, lo peor que el príncipe habría visto en toda su vida.

―Será mejor que no lo moleste más ―resolvió, sonrojándose hasta el nacimiento del pelo al darse cuenta del ridículo tan espantoso que estaba haciendo. A veces creía que no se conocía en absoluto. Pero sí sabía que no era una joven irreflexiva y estúpida. Sabía cuándo decir basta. O, al menos, intentaba saberlo. Espoleó su caballo por el camino que se bifurcaba, alejándose del príncipe.

―¡Miladi! ―exclamó Lord Londonderry, el hijo de la presidenta de Almack's, al cruzarse con él. ¡Por Dios Misericordioso! Rezó para que no le contara nada a su madre, eso sería su fin para siempre. No se molestó en devolverle el saludo, bajando tanto su cabeza como fue capaz, hasta que las alas de su sombrero inundado cayeron como un manto sobre su rostro―. Pero... ―se sorprendió Archie, mirando a George en busca de respuestas―. Te he estado buscando por todo el parque, por un momento he creído la posibilidad de un secuestro al príncipe de Inglaterra.

―Te aseguro, Archie, que ha sido algo mucho peor lo que me ha apartado del camino.

Archie abrió sus ojos verdes, inicialmente confundido, pero luego dirigió su mirada hacia el caballo de lady Colligan, que se alejaba a toda velocidad, comprendiendo la situación por completo.

―¿Era un sombrero lo que lady Colligan llevaba en la cabeza?

―Prefiero no comentarlo. 

―Por un momento he pensado que era un nido de pájaros.

George se sacó su elegante sombrero de copa negro, tan negro como su redingote, y tiró el agua acumulada en sus alas al suelo, sintiendo como la lluvia le caía sobre el pelo y el rostro mientras observaba, al igual que Archie, a lady Colligan alejarse. Debía concentrarse en su reunión con Su Majestad la Reina Victoria, debía exponer los puntos críticos de la guerra que se estaba librando en China. No tenía tiempo para pensar en niñerías.

Después de esa tarde, se encerraría en su propiedad, y no saldría hasta la boda de su hermana. Después de la cual, volvería a China, a la guerra y se olvidaría para siempre de lady Cassandra Colligan y sus ojos traviesos. 

Más tarde, en la residencia de los Marqueses de Bristol, fue afortunado que el Marqués se hubiera demorado más de lo usual en el Parlamento, lo que permitió a Cassandra deslizarse por la puerta trasera de la cocina y regresar a su habitación sin ser vista. Aunque algunos miembros del servicio la notaron, estaba segura de que guardarían silencio. Por lo tanto, pudo relajarse en cuanto cerró la puerta tras de sí, aunque usar el término "relajarse" era más bien una forma de expresión. Su encuentro con el príncipe de Inglaterra no le permitiría sentir verdadera tranquilidad hasta semanas después, cuando él no se cruzara en su camino nuevamente ni apareciera en ninguno de los salones que ella solía frecuentar.

De hecho, tal vez nunca tendría otro encuentro con él. Quizás todo quedaría en el recuerdo, como una travesura fugaz. Esta idea le aportaba tanto alivio como preocupación. No deseaba volver a cruzarse con un hombre que la había juzgado tan duramente con sus palabras y miradas, pero... su corazón.

Su corazón se aceleraba al recordar los labios del príncipe George curvándose en un gesto de indignación ante su atrevimiento. Su parte más audaz anhelaba desafiarlo de nuevo, provocarlo hasta descubrir qué secretos guardaba tan celosamente. Sin embargo, sabía que nada de eso era factible.

Después de semanas buscándolo en cada salón de baile y en cada evento sin éxito, llegó a la conclusión de que jamás lo volvería a ver.

......."Ojalá nunca más lo hubiera vuelto a ver tal y como habría esperado después de semanas sin verlo e incluso meses. Pero el decreto divino nos había unido una vez y volvería a hacerlo".....

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