LEONE CARUSO ©

By alegcl

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Libro I de la saga "Tentación Italiana". Leone Caruso. Alto, guapo, ojos café, siempre vestido con uno de sus... More

PRÓLOGO
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EPÍLOGO
2º LIBRO

63 (Maratón 3/3)

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By alegcl

EMMA

Estaba un poco nerviosa al ir al coche. Alessandro y Valentino venían detrás de nosotros cuatro. Me di cuenta de que debía haber llamado a mis padres. Deberían saber todo lo que ha ocurrido y... lo que ocurrirá.

—¿No crees que es demasiado? —Le pregunté a mi prometido mientras íbamos al coche.

Abrió la puerta del copiloto, ayudándome a subir al coche. Me puse el cinturón y él se quedó mirándome desde abajo. El coche era tan alto que incluso dentro, le superaba en altura. Agarró mi mano, dando un beso en el dorso de la misma. Acaricié su mejilla.

—Nunca es demasiada protección si se trata de ti.

Mi corazón latió como loco cuando dijo aquello. Tuve el impulso de quitarme el cinturón, colocarme de frente a él y coger con mi otra mano su rostro para plantar un beso en sus carnosos labios. Sin siquiera quererlo, profundicé el beso. Agarré el cuello de su camisa para atraerlo más hacia mí. Él posó sus manos en mis caderas para acercarme más a él, haciendo que abriera las piernas. Acarició mis muslos mientras seguíamos besándonos sin ningún pudor, hasta que un carraspeo hizo que nos separáramos con la respiración bastante agitada. Nos miramos a los ojos, ambos con un brillo inexplicable. En ellos se reflejaba una mezcla entre el deseo y el amor, sentimientos que ambos teníamos dentro de nuestro ser. Levanté la mirada para ver a la persona que estaba delante nuestro, mientras que Leone solo giró la cabeza hacia un lado, viéndolo de reojo. No me había soltado en ningún momento y aún acariciaba la piel desnuda de mis muslos.

—Siento interrumpir, tortolitos. Pero tenemos que irnos. Deberíamos llegar al hospital antes de que la engullas como un animal, Leone.

Salvatore podía ser muchas cosas, entre ellas un capullo integral. Pero sabía que se preocupaba por mi salud y por la felicidad de su mejor amigo. Ambos sabíamos que debíamos irnos al hospital y así comprobar de una vez por todas qué había pasado con nuestro hijo. Aunque, en realidad, era más que evidente. Leone soltó una de sus manos, dándose la vuelta, aunque con la otra seguía acariciando mi muslo. Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo cuando lo hizo.

—Si no fueras mi mejor amigo, te habría pegado un puñetazo. —Dijo Leone hacia Salvatore.

Andiamo (Vámonos). —Ordené riéndome por la cara de indignación tan fingida que había puesto Salva hacia mi prometido.

Salvatore se dirigió hacia su coche cuando Alessandro fue con él. Ambos se cogieron de la mano sin que Leone les viera, aunque yo sí que lo vi. Alessandro se giró asustado, mirándome con terror. Le guiñé un ojo con una sonrisa divertida, a lo que él me dirigió una mirada tranquiliza. Sabía lo que Leone decía sobre los amoríos durante horario de trabajo. El susodicho se subió al asiento del piloto, mientras que los demás se subían a otros coches. De repente escuché como la puerta corredera de la parte de atrás se abría y se cerraba de golpe. Me di la vuelta y me sorprendí al ver a la persona que había subido.

—¿Qué haces, Gianni? —Pregunté mientras Leone también le miraba. Él nos observaba alternativamente, como si se tratara de un niño.

—¿No puedo ir con vosotros? —Preguntó inocentemente.

—Baja del coche. Tú vas con Valentino. —Ordenó Leone. Gianni le miró con un puchero—. Que te largues.

Va bene, va bene (Está bien, está bien)... Será gruñón...

Salió del coche jugando en hebreo mientras nosotros arrancábamos el nuestro. Leone puso una mano en mi muslo para que dejara de mover la pierna. Ni siquiera me había dado cuenta de que la estaba moviendo arriba y abajo repetidamente. Acarició mi piel con su dedo pulgar para relajarme, pero ni eso conseguía que mi respiración se controlase. Vi como Salva y Alessandro se colocaban delante nuestro, mientras que Valentino y Gianni iban detrás de nosotros. Miré a Leone, el cual también estaba mirándome mientras los demás colocaban los coches.

—Tutto bene? (¿Todo bien?) —Asentí con la cabeza—. Pase lo que pase, estaré contigo. En todo momento. Te lo prometo.

—Lo sé. —Dije acariciando la mano que aún descansaba sobre mi pierna.

—Fui un capullo. Merezco que me odies. —Suspiré cuando volvió de nuevo con el tema. Pero sonreí, porque lo mejor en estos momentos era tomarse las cosas de la mejor forma posible.

—Quizá un poquito. —Hice un gesto con la mano, sonriendo en su dirección—. Pero ahora debemos mirar hacia delante.

Asintió como respuesta. Condujo hasta el hospital con los dos coches a nuestro alrededor. Estaba nerviosa, muy nerviosa de hecho. Ir al hospital nunca me había gustado. Cuando era pequeña tuve una época muy mala en el hospital. Leone no lo sabe, pero hace muchos años sufrí una neumonía bastante grande que derivó en algo peor. Incluso pensaron que era un tumor que afectaba a los pulmones. Poco después vieron que no era nada así, pero aún así tuve que estar días y dias ingresada en el hospital. Recuerdo como mi madre venía, embarazada de mi hermano y sola. En esa época mi padre ya se había ido. No me di cuenta el momento en el que habíamos llegado ya al hospital. El estómago empezó a dolerme de los nervios.

—¿Vamos? —Preguntó Leone abalizándome con la mirada. Sus ojos sobre mi cuerpo no me ayudaron a relajarme lo más mínimo.

—Vamos. —Respondí aún con los nervios a flor de piel.

Ambos salimos del coche. Me asusté al ver que yo no había abierto la puerta, sino que fue Valentino quien lo hizo. Leone fue corriendo hasta mí, cogiéndome de las caderas y de la mano para ayudarme a bajar.

—Tranquilo, cariño. —Dije con una sonrisa—. Estoy bien. Tampoco es que esté inválida.

—Te voy a ayudar, te guste o no. —Sentenció con voz firme.

Entramos al hospital, con absolutamente todos los hombres detrás. Me agobiaban un poco. Ese sentido protector pasivo-agresivo que llevan no termina de convencerme. Sé que soy perfectamente capaz de entrar ahí yo sola. Se lo dije a Gianni de forma clara y concisa esta mañana: no quería que nadie entrara conmigo. Al parecer se lo ha pasado por dónde él y yo sabemos. Así que decidí actuar. Antes de llegar a recepción me di la vuelta para pararles los pies. Quería hacerlo yo sola, era mi vientre y mi cuerpo. Todos se quedaron mirándose entre sí, pero terminaron accediendo. Me dirigí a recepción, donde una recauchutada mujer miraba sus largas uñas haciendo como que ojeaba algo en el ordenador. Repito, haciendo como que lo hacía. Miré el gran reloj de la entrada, que indicaba que eran casi las dos y media de la tarde.

—Buenas tardes. —Saludé amablemente, aunque con voz firme y seria—. Necesito una cita de urgencia en ginecología. ¿Es posible?

La chica levantó la mirada hacia mí. En su placa pude ver su nombre. Ludovica. Italiana de pura cepa, pero más seca que un desierto en cualquier estación del año. Me repasó de pies a cabeza y así unas cuantas veces. Me apoyé en el mueble transparente con la intención de llamar su atención. No me contestó, solo mascaba su chicle con más ímpetu que antes.

—No puedes aparecer de buenas a primeras y pedir una cita cuando quieras. Esto no es un hospital normal, ¿quién te crees que eres?

Sus palabras resonaron en mis oídos. En cuanto dijo eso y al ver que a mi alrededor no había casi nadie, comprendí lo que ocurría. ¿Leone no podía contratar a gente normal en vez de a cualquier zorra que le suplica? Puse los ojos en blanco ante su actitud. No tenía ganas de discutir con una Barbie mal hecha. Cuando la iba a responder, una presencia apareció a mis espaldas. Sonreí cuando noté como la sombra me sacaba por lo menos tres cabezas, estando apoyada y ligeramente inclinada sobre el mostrador. El rostro de la chica se transformó completamente, pasando de la burla al pánico en menos de dos segundos.

—Se... señor Caruso... yo... —La lengua de la chica no podía articular ni una palabra. La compadecía, el rostro de mi novio podía asemejarse al de un monstruo cuando se enfadaba. Y allí estaba, mi hombre italiano, más cabreado que aquel día en el que me comí su paquete de Kit Kat de chocolate negro. Sonreí con malicia al verlo.

—Cualquier palabra que digas puede ser utilizada en tu contra. Ahora haz tu puto trabajo y busca al mejor ginecólogo del hospital. Rapidito.

La chica se puso a teclear como loca en el ordenador. Tras un par de minutos, y sin dejar de mirar la mesa y sus manos, cogió el teléfono fijo que tenía sobre el escritorio para poder contactar con el que supuse que tendría que ver dentro de unos instantes. Ludovica afirmaba, cogía datos en una libreta y decía mi nombre y apellidos unas cuantas veces hasta que por fin colgó la llamada. Nos dio el papel para saber cuál era el número de planta, la puerta y el doctor que me atendería. Se disculpó conmigo, tratándome como la señora Caruso, aunque en realidad la dije que mi apellido era la Sorrentino.

—Siento muchísimo todo lo que ha ocurrido, señora Caruso. —Dijo tartamudeando en el proceso.

—Deberías sentirlo. —Dijo Leone, aún con la cara seria del principio—. Y deberías hacer tu trabajo... o no. Estás despedida.

La chica se quedó pálida. No dijo nada más, quedándose sentada en la silla y blanca como la leche. Nos dirigimos al ascensor, Leone agarraba mi cintura con una mano mientras que con la otra apretaba el botón para que los demás entraran antes de que las puertas se cerrasen. No fue difícil deducir que, efectivamente, el dueño del hospital era mi prometido. No me cabía la menor duda de que tendría a los mejores médicos listos para cualquier avalancha de hombres heridos en alguna operación importante. Cuando llegamos a la planta, salimos del ascensor y nos dirigimos a la sala de espera. Los chicos se quedarían allí mientras Leone me acompañaba a la puerta. En cada una de ellas también ponía el nombre del doctor, así que no fue muy complicado encontrarla. La consulta del doctor Tomasso Caputo.

—¿De verdad quieres entrar tú sola? —Preguntó de nuevo Leone. Asentí en su dirección.

—Necesito hacerlo yo sola.

Todas las puertas estaban en un pasillo. Al otro lado había ventanas de suelo a techo con un banco corrido a lo largo del mismo. Leone se sentó en ese banco, solo, sin la compañía de ninguno de los hombres que se habían quedado en la sala de espera más alejada.

—Entonces me quedare aquí. —Suspiré cansada. A veces parecía un niño—. ¿Qué? No voy a entrar.

—Leone... —Advertí con un tono divertido. Él me miró con una ceja alzada. Suspire cansada y poniendo los ojos en blanco—. Va bene (Está bien). No creo que tarde mucho en...

El ruido de la puerta cortó mis palabras. Me giré para ver quién había hecho ese ruido. Mi boca se abrió, santa madre de los dioses italianos. La cerré al instante, ya que mi prometido estaba ahí delante. Me obligué a mí misma a mirarle a los ojos, igual de marrones que los de Leone. El pelo del doctor era rubio con muchos rizos y era bastante alto. Y por lo que podía llegar a imaginar... bastante fuerte. Su piel era blanca, nada que ver con la ligeramente bronceada de Leone. El susodicho se levantó de golpe y quedó a mis espaldas.

Buon pomeriggio (Buenas tardes), señor Caruso. —Dijo mirando a mi prometido y ofreciendo su mano con una sonrisa radiante. Pobre animalito ingenuo—. Soy el doctor...

—Caputo. —Terminó él por el doctor.

Contuve una carcajada por el doble sentido de aquel apellido como si fuera una niña pequeña, pero no pude evitarlo. Leone pellizcó mi costado para que me callara, aunque pude ver como él también tenía una sonrisa traviesa. El doctor carraspeó, se ajustó la corbata para que pudiera entrar más aire en sus pulmones. Seguramente no estaría acostumbrado a ver a Leone por esta sección del hospital. Entonces, dirigió su mirada hacia abajo, o sea, hacia mí.

—Usted debe ser la señorita Sorrentino... o Caruso. —Dijo nervioso por haberse equivocado. El pobre chico parecía estar pasándolo realmente mal.

—Sorrentino, por ahora. —Aclaré con una sonrisa.

—¿Empezamos? —Preguntó, a lo que yo asentí. Esta vez la nerviosa era yo. Se hizo a un lado para que pudiera entrar, y esperó un rato a que Leone lo hiciera—. ¿No entra, señor Caruso?

El jefe negó con la cabeza.

—No. Me quedaré aquí esperando.

Va bene (Está bien). Hasta ahora.

El chico cerró la puerta. Yo me había quedado de pie sin saber qué hacer o dónde ponerme. Siendo sincera, nunca había acudido a ningún ginecólogo, y menos por el motivo de estar o no embarazada. El chico me hizo una seña para que me sentara en una de las sillas que había frente a su escritorio. Vi una camilla a un lado de la sala y posteriormente una cortina para dar más privacidad. Me puse alerta al instante. El hombre tecleó algunas cosas antes de hacerme algunas preguntas.

—Bien, dígame señorita Sorrentino.

—Estoy embarazada. —Dije firmemente—. Bueno... estaba. Supongo.

—No la comprendo. —Respondió pensativo el doctor. Suspiré en respuesta.

—Llevaba dos meses, casi tres, de embarazo. El otro día sufrí un... pequeño e insignificante ataque de ansiedad. —Me quedé callada durante un rato, hasta que volví a fijar mi vista en la del doctor.

—Continúe, per favore (por favor). —Dijo con una sonrisa amigable que me animó a hacerlo.

—Durante ese momento comencé a sentir un dolor muy fuerte en el vientre. Después caí rendida en la cama y me levanté al día siguiente con un vacío emocional muy grande. No notaba nada, no sentía que hubiera nada dentro de mí. Al parecer, uno de los amigos de mi marido llamó a un médico cuando yo ya estaba dormida y me revisó el vientre. Dijo que había sufrido un aborto.

Se produjo un silencio preocupante. El doctor analizaba mi rostro como si fuera una obra de arte perteneciente al movimiento de la abstracción. Con detenimiento, con curiosidad, y una pizca de lástima se reflejó en sus ojos.

—¿Qué le parece si lo comprobamos en la camilla? —Preguntó de repente, poniéndose en pie y viniendo hacia mí. Me tendió la mano para ayudarme.

—Claro. —Dije sin pensarlo dos veces.

El doctor me condujo hasta la camilla, donde me indicó que me tumbara mientras él preparaba la máquina de las ecografías. No entendía mucho de medicina, aunque supongo que esa máquina debía tener un nombre específico.

—¿Ha tenido algún tipo de sangrado? —Preguntó el doctor sin dejar de atender lo que estaba haciendo.

—No...

—¿No? —Esa vez me miró con confusión. Negué con la cabeza, un tanto nerviosa.

—¿Es... malo? —Pregunté.

—Normalmente hay un sangrado repentino y automático cuando se produce el aborto. Además, suelen provocarse por causas que hacen imposible el desarrollo del bebé, alcoholismo, drogadicción, tabaquismo... entre muchas otras—. Explicó terminando de conectar la máquina a la corriente. Fue a por un bote de lo que parecía ser un gel, algo que les suelen poner a todas las mujeres embarazadas—. Que usted no haya sangrado es un caso especial. Hay muchos tipos de aborto. Al parecer el suyo es uno no muy común.

—¿Qué quiere decir con eso? —Pregunté. Noté que estaba temblando de nervios. De repente, encendió la pantalla y colocó una especie de mando sobre mi barriga, moviéndolo en todas direcciones. En la pantalla se veía el interior de mi estómago... y después nada.

—Ha tenido un aborto retenido, señorita Sorrentino. —Dijo, dirigiéndome una mirada triste. Las lágrimas empezaron a acumularse en mis ojos.

—¿Qué... qué quiere decir? ¿Qué significa eso?

—Un aborto retenido consiste en un fallo del embarazo en el que se pierde el bebé, pero la eliminación del saco gestacional suele ocurrir pasadas unas semanas... o incluso meses.

Esas palabras resonaron en mi cabeza. "Aborto retenido". "Fallo del embarazo". "Se pierde el bebé"... Todo ello hizo que mi pulso se acelerase y las ganas de llorar me inundasen como si no hubiera un mañana. El doctor ni siquiera necesitó tomarme la tensión para saber que estaba muy, pero que muy mal.

—Señorita...

Volvió a hablar, pero ni siquiera tuve fuerzas de hablar. Me pitaban los oídos y ni siquiera me di cuenta de que se había ido y que había llamado a Leone para que entrase. Vi como Leone me miraba con preocupación, vino corriendo hacia mí y cogió mi cara entre sus dos grandes manos. Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas en cuanto le tuve delante. Empezó a besar mi frente y a decirme muchas cosas, pero no podía escucharlo. Mi cabeza no me dejaba ver más allá de la tristeza que en ese momento tenía en el cuerpo. El doctor llamó a mi prometido para hablar con él.

Después, Leone me cogió en brazos para bajarme de la camilla, pero no se lo permití. Necesitaba andar, necesitaba sentir que no estaba muerta. Porque, sinceramente, empezaba a pensar que esta noticia había acabado conmigo. Salí por la puerta sin siquiera despedirme del doctor ni de darle las gracias por haber hecho su trabajo. Me fui de allí como si fuera un zombie. No noté que Leone se había quedado hablando con el doctor, hasta que llegue a la sala de espera. Allí estaban los otros cuatro hombres, sentados tomando un café tranquilamente y esperando noticias. Cuando me vieron, su cara de tranquilidad se esfumó por completo. El único que se levantó fue Salvatore, el cual vino rápidamente a darme un abrazo y a consolarme. Estaba muy claro lo que había pasado ahí dentro, mucho más cuando Leone salió con los ojos medio enrojecidos y la tristeza reflejada en sus ojos.

Todos nos fuimos del hospital y me metí en el coche sin decir ni una palabra. Los demás se quedaron hablando con Leone. Este le dio un papel a Salvatore, el cual asintió con decisión. Entonces me puse a pensar. ¿Viviana estaría satisfecha con lo que había provocado? Aunque sabía que, desgraciadamente, la culpa no fue suya. La única culpable de perder a mi hijo fui yo, por excederme con los nervios. Por intentar llevar a cabo un plan que no debí haber intentado. Por dejarme llevar por los celos y por ser tan curiosa con todo. Por ser tan impulsiva.

Por eso... perdí a mi bebé.

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