Becca Breaker(I): Contigo © C...

Por aleianwow

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Becca es una joven extremadamente inteligente. Ella sabe de física, matemáticas, biología, medicina, astrono... Más

Becca Breaker
Prólogo
Capítulo 1: ciento setenta y nueve.
Capítulo 3: Mis inicios en Ignature.
Capítulo 4: confianzas impotentes.
Capítulo 5: El efecto Jackson - Watson.
Capítulo 6: Breaker hija, Devil hijo.
Capítulo 7: Paul Wyne y otros terrores nocturnos
Capítulo 8: los pañales del doctor House
Capítulo 9: Los credenciales de Paul.
Capítulo 10: Tú a lo tuyo y yo a lo mío.
Capítulo 11: Las cabezas por separado.
Capítulo 12: El koala y su tronco alfa.
Capítulo 13: Mañana, a las cinco
Capítulo 14: Sólo un año más.
Capítulo 15: Los apuntes viajeros.
Capítulo 16: De color granate.
Capítulo 17: Los hombres enamorados son unos pedorros.
Capítulo 18: trato hecho.
Capítulo 19: Buenas noches.
Capítulo 20: una solución.
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Capítulo 2: Desnudo quirúrgico.

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Por aleianwow

El verano tocaba a su fin, y al día siguiente yo asistiría por primera vez a clase en el instituto para superdotados Ignature Flies.

Mi madre me había propuesto llevarme con ella al hospital para distraerme y así evitar que me pusiera más nerviosa de la cuenta antes de mi primer día en aquella jaula de frikis – sí, yo me incluyo entre ellos -.

Yo acepté, encantada, acompañarla al quirófano. Después, parte del encanto se me resbaló hasta la suela de las zapatillas cuando tuve ante mis ojos el uniforme que había que ponerse para entrar en la sala de operaciones.

 Los pijamas de color naranja fosforito eran feos.

Muy feos.

Y, además, me hacían parecer gorda.  

Y quien dijera lo contrario… Mentía.

Me encontraba contemplándome a mí misma en el espejo de uno de los vestuarios femeninos pertenecientes al departamento de cirugía del hospital. Mi madre me había dado aquella ropa, un gorro y unas calzas verdes para poder entrar en el quirófano con ella.

Miré con resignación aquel saco de patatas con aspecto de subrayador que cubría mi cuerpo. Después me enfundé el gorro, intentando recoger mi melena dentro de él, lo cual me hizo parecer aún más chistosa.

-        Menuda mierda – susurré al mirar mi reflejo una vez más.

-        ¿Perdona? – una voz llegó hasta mis oídos desde la otra punta del vestuario, desde detrás de un muro de taquillas de aluminio.

Me sobresalté y pegué un pequeño saltito sobre mis pies. Después caí en la cuenta de que allí se estaba cambiando una de las enfermeras que trabajaba con mi madre.

-        Nada, sólo que este pijama es un poco feo – musité -. Pero con tal de ver una operación me pongo lo que sea – afirmé convencida.

Ella echó a reír.

-        La verdad es que tienes razón. Yo antes trabajaba en un hospital en el que nos poníamos unos de color azul, bastante entallados y favorecedores. Aquí me siento como una farola – gritó ella desde aquel recóndito lugar del vestuario en el que se estaba cambiando.

Entonces fui yo la que estalló en carcajadas.

-        Me llamo Becca – grité para que me escuchara.

-        Yo soy Blanca. Me alegro de conocerte – me llegó el eco de su voz.

El gorro tenía un color azul marino destintado que le daba un aspecto muy deplorable. Además, su morfología semejante a la de un gorrito de ducha me hacía parecer un pitufo deprimido y desteñido.

-        Todo sea por entrar en el quirófano, Becca – dije en voz alta para mí misma.

Alguien golpeó suavemente la puerta del vestuario.

-        ¿Sí? – contestó Blanca.

-        Soy Breaker, ¿está mi hija por ahí? Ya vamos a empezar.

-        ¡Ya voy mamá! – grité entonces.

Me puse unas calzas de gasa verdes (también muy feas) que envolvían mis deportivas y abandoné el vestuario.

Cuando vi a mi madre, empalidecí de envidia.

-        ¿Por qué vas vestida así?

¿Por qué ella llevaba un pijama rosa y ajustado? ¿Por qué su gorro tenía corazoncitos y el mío parecía haber sido rescatado de un vertedero? Puse los ojos en blanco.

-        Porque yo opero y tú no, querida – respondió ella con cierta prepotencia.

Caminé tras ella. Pasamos delante de una sala de descanso llena de sillas y mesas que parecían estar arrodilladas ante una máquina de café tras la cual se extendía una amplia cola de personal sanitario ávido de cafeína. Después nos adentramos en un pasillo oscuro salpicado de puertas metálicas y enormes que daban acceso a los quirófanos.

-        Luego me pides que sea humilde…- rezongué.

-        Rebecca… Hoy pensaba hacer lasaña para cenar, así que no me calientes o te pondré espinacas frías.

-        No he dicho nada – rectifiqué -. Odio las espinacas frías.

-        Lo sé – apuntó mi madre con una gran sonrisa -. Ven acompáñame a lavarme las manos.

La seguí. Abrió la puerta metálica del quirófano pulsando un botón gris, grande y rectangular que se encontraba en la pared. El portón blindado se deslizó automáticamente y entramos en la sala de operaciones.

Contuve el aliento pensando que iba a encontrarme con una carnicería. Pero me relajé al percatarme de que aún no había llegado ningún paciente.

Sólo había dos auxiliares limpiando el suelo blanquecino y desinfectando el material que acababa de utilizarse en una operación anterior. Mientras, una enfermera preparaba todas las sábanas verdes que se utilizarían para cubrir al enfermo antes de la intervención. Las colocaba dobladas una encima de otra sobre la camilla que se encontraba cerca de la pared izquierda de la sala, bajo unos grandes focos redondos que se encargarían de alumbrar al cirujano.

-        Vaya – susurré extasiada.

-        Rebecca – repitió mi madre, que ya se encontraba en el otro extremo del quirófano, donde había otra puerta más pequeña.

-        Voy – avancé hacia ella. Sin quererlo, me había quedado pasmada en mitad de la estancia contemplando todos los detalles del preoperatorio. Me resultaba todo tan nuevo y tan excitante. Más adrenalina.

Mi madre se había introducido en un pequeño cubículo en el que había dos pilas con sendos grifos. A ambos lados de cada grifo se hallaban colocados dos botes de jabón antiséptico junto con una especie de esponjas estropajosas que, supuse, utilizaban los cirujanos para lavarse las manos.

-        Mírame atentamente Becca – me ordenó la doctora Breaker con seriedad.

La observé con atención.

-        Primero, abrimos el grifo – comenzó ella. Yo me reí, claramente si una no abría el grifo, no había manera de lavarse las manos -. No te rías, parece muy elemental, pero hay que aprenderlo bien. Mira, después me mojo las manos y me rocío con mucho jabón.

-        De acuerdo – asentí yo.

-        Entonces me froto bien entre los dedos y hago espuma, después me froto bien los brazos hasta llegar a los codos, ¿ves? Y con la esponja froto mis uñas, una por una, en las dos manos.

Asentí inclinando la cabeza ligeramente hacia delante.

-        Recuerda Becca – prosiguió mi madre – cuanto más tiempo tardes en lavarte las manos, menos riesgo habrá de que infectes al paciente durante la cirugía. ¿Te queda claro?

-        Sí, doctora – respondí.

Ella me dirigió una sonrisa cariñosa, la única sonrisa en la que su rostro delataba el par de hoyuelos que brotaban a cada lado de sus labios.

-        Tú sólo lávate las manos como lo harías normalmente. Sólo tenemos que seguir este protocolo los que vayamos a intervenir.

Asentí y me acerqué a la pila que se encontraba  a su izquierda. Abrí el grifo y situé mis manos bajo él. Me rocié con una pequeña cantidad de gel antiséptico y me aseguré de llegar a cada rincón de la superficie de mis manos: entre los dedos, bajo las uñas… Si bien mi madre me había indicado que bastaba con lavarme las manos como normalmente lo hacía, no pude evitar ser más cuidadosa de lo habitual, pues dentro de quirófano no eran bien recibidas las bacterias ni ningún otro ser de vida independiente ajena al ser humano, o parasitario de ella.

Cuando terminé mi particular ritual higienizante, me adentré en el oscuro mundo de la cirugía: el quirófano.

Observé embelesada como dos enfermeras vestían a mi madre con una bata verde. Después se la abrocharon con una lazada al cuello y a la mitad de la espalda con otra.

Luego, la enfundaron unos guantes de látex que llegaban hasta sus respectivos codos.

Parecía una princesa de ojos verdes, que se dejaba vestir por sus doncellas.

Entonces otra enfermera de pijama naranja, le ató el gorrito a la cabeza.

-        Preparados para comenzar – sentenció mi madre -. Ven, Rebecca, acércate.

Me aproximé algo asustada a la mesa de operaciones.

Apenas pude apreciar los rasgos del paciente, ya que se encontraba completamente cubierto por una tela verde, a excepción de la porción del abdomen sobre la cual mi madre obraría su magia de cirujana.

-        Vamos a extirpar un pólipo que le ha salido en el intestino – explicaba mi madre -. Normalmente esto lo hacemos por colonoscopia, pero éste es demasiado grande y necesita un proceso más elaborado. Tendremos que dar puntos de sutura.

-        De acuerdo. Gracias por explicármelo – le dije a mi madre.

En el fondo, tuve miedo de poder distraerla y de que por mi culpa, la operación se fuese al traste.

- Estoy acostumbrada Becca. Recuerda que tenemos alumnos y que debo enseñarles.

Asentí.

Una de las enfermeras se acercó a mi madre y le tendió unas pinzas y unas tijeras, mi madre le devolvió el bisturí, que fue depositado en un recipiente especial para material utilizado.

-        Mira Rebecca – me susurró otra enfermera de ojos oscuros -. Tu madre en lugar de cortar por dentro, desgarra el tejido con las tijeras.

-        ¿Por qué? – pregunté en un ataque de curiosidad.

-        Porque así cicatriza antes y cura mejor – respondió la doctora Breaker -. Bisturí – ordenó después.

Entonces la puerta del quirófano se abrió y se asomó una chica de ojos grandes (los ojos eran lo único que pude ver, pues con el gorro y la mascarilla que llevábamos todos, nuestro rostro quedaba parcialmente oculto).

Mi madre elevó la mirada hacia ella.

-        Disculpe doctora – dijo ella -. Somos tres alumnos de medicina, ¿nos deja pasar o ya tiene demasiada gente?

La doctora Breaker miró a su alrededor.

-        Tenemos una invitada – dijo haciendo referencia a su querida hija (o sea, yo) -. Dos enfermeras y una auxiliar. Yo creo que podéis entrar pero tened cuidado con los cables del suelo y acercaos a la mesa de uno en uno por turnos, ¿de acuerdo?

-        Sí doctora, muchas gracias – respondió aquella chica desde la entrada.

Mi madre continuó profundizando en el cuerpo del paciente. Comprobé con asombro que apenas salía sangre.

Todo parecía tan limpio.

Lo único anaranjado que había era el Betadine que la enfermera había rociado sobre la piel del abdomen para desinfectarla previamente a la incisión.

Dos chicas y un chico más alto que ellas entraron en el quirófano y se situaron a dos metros de mí. Todos tenían la cara tapada, así que no pude analizarles con detenimiento.

Una de las chicas llevaba unas gafas de pasta muy grandes y al respirar, su aliento rebotaba contra mascarilla haciendo que se le empañasen los cristales.

Sonreí durante un momento al contemplar la escena.

Ella terminó por quitarse las gafas. Entonces las enfermeras se rieron por lo bajo, tratando de no llamar su atención.

Cuando el chico, más alto, se aproximó a mí y a mi madre para observar la intervención más de cerca, el bisturí ya estaba llegando a la capa más externa del intestino grueso.

Media hora, sólo para llegar. Luego habría que cortar, suturar la herida y cerrar la piel.

Mínimo faltarían otras dos horas para terminar la cirugía.

Noté una respiración muy cerca de mi oreja izquierda. El chico alto se había situado a mi lado.

-        Una pregunta, doctora – dijo entonces.

Su voz… Aquella voz…

Podría ser…

-        Dime – respondió mi madre rápidamente.

-        El hilo que usa para suturar el intestino… ¿Cómo hace el cuerpo para eliminarlo?

La cirujana Breaker suspiró y después se respondió:

-        Este hilo es especial: es reabsorbible. Está hecho de materia orgánica, por lo que pasado un tiempo, se deshace y el organismo lo asimila como propio.

-        Entonces, ¿desaparece? – concluyó aquel estudiante.

-        Algo así – contestó la doctora con una media sonrisa oculta tras su mascarilla blanca.

-        Qué guay – musité con voz de alucinada.

Todos me miraron de repente y echaron a reír.

Me sentí algo ridícula, pero terminé por reírme yo también.

-        ¿Es tu primera vez? – preguntó el estudiante dirigiéndose a mí.

Lo miré con sorpresa. ¿Mi primera vez? ¿Hola? ¿Desde cuándo estábamos hablando de sexo?

Él sonrió tanto que se achinaron sus ojos oscuros.

Estuve tentada de arrearle una buena colleja.

Entonces mi madre intervino en la conversación:

-        Es mi hija. Y estoy intentando que se le quiten las ganas de estudiar medicina. Se admite colaboración – dijo ella con guasa.

La miré aviesamente, con una de mis cejas fruncidas y con la otra tan elevada que parecía que iba a salirse de mi cara para sellarla los labios.

Las chicas estudiantes sonrieron también, después asintieron con la cabeza para darle la razón.

Las odié.

Luego el chico alto que estaba mi lado abrió la boca:

-        Creo, doctora Breaker, que lo único que va a lograr enseñándole a su hija una de sus cirugías es que se acabe volviendo una fanática de la medicina.

-        ¿Tú crees? – respondió mi madre, que se sentió visiblemente halagada por aquel comentario.

Entonces el estudiante puso una mano sobre mi hombro y me estremecí. Mi frecuencia cardíaca se aceleraba paulatinamente.

-        Cuando la medicina te gusta, no existe otra cosa que sea capaz de completar tu vida. A excepción del amor, claro. Pero eso ya es más difícil de encontrar – susurró a mi lado.

Me lo estaba diciendo a mí.

Sentí que me derretía.

Tenía tanta razón.

Sentí que me sudaban las manos. Y adiviné que me estaba poniendo colorada.

-        Está hecho todo un poeta doctor Wyne – dijo mi madre a punto de estallar en carcajadas -. Pero he dicho que quiero desanimarla, no animarla más. Así que, haga usted el favor.

¡Wyne!, pensé.

¡Es Paul!

¡Oh Dios mío!

Respiré profundamente para tranquilizarme. Porque, además de la adrenalina que me hacía liberar el entorno (el quirófano, el bisturí, el paciente y el intestino suturado), también había un semi-médico que lograba sacarme escalofríos desde la primera vez que me auscultó con su fonendoscopio de estudiante.

No lo había vuelto a ver desde entonces. Lo cual no significa que sus zapatillas Nike impolutas, a juego con su dentadura perfecta no se hubieran colado en mi mente en más de una ocasión.

Él sonrió y dijo:

-        No puedo mentir. Es que esta carrera me apasiona.

Tuve la necesidad de hablar.

-        Me das envidia. Tú ya la estás disfrutando y yo tengo que estudiarme a Kant, los límites, las derivadas y la teoría de la relatividad.

Él me dirigió una mirada divertida. Le devolví el gesto con un matiz retador.

Por un instante, sentí el deseo de demostrarle que yo era capaz de hacer lo mismo que él, que estaba a su altura. Que podía estudiar medicina y sobresalir en ella.

¿He dicho ya que en ocasiones pecaba de orgullosa?

-        Mierda – susurró mi madre.

-        ¿Doctora? – inquirió una de las enfermeras.

-        Está bajando la presión. Hay que prefundirle más suero. Alumnos, hija, todos fuera, ya habéis visto bastante.

Salimos todos del quirófano escopetados. Al parecer mi madre no quería más gente que la agobiase en aquel momento tan crítico.

Caminé tras Paul hasta la puerta del quirófano.

Después atravesamos el umbral y aquel gigante metálico se cerró automáticamente dejando a mi madre y a su paciente luchando en una batalla quirúrgica.

En el exterior del quirófano, pude comprobar que también tenían una pila para lavarse las manos, sólo que menos aparatosa que la que había utilizado mi madre para lavarse las manos.

Vi que Paul se quitaba el gorro y las calzas para tirarlas a la basura. Después se deshizo de la mascarilla.

Le vi ligeramente distinto. Con un poco más de barba – una barba muy oscura que le hacía parecer más hombre – y con algunas pecas, como si hubiese tomado demasiado el sol durante el verano.

-        ¿Miss taquicardia no va a quitarse el gorro?

Entonces reaccioné.

-        Perdona, ¿cómo has dicho? – pregunté anonadada.

-        No te volví a ver desde que estuviste vomitando, ¿qué tal te ha ido el verano? – dijo él entonces.

Me quité el gorro rápidamente, después las calzas de gasa verde que envolvían mis zapatillas deportivas y por último, la mascarilla.

Lo tiré todo a la basura.

Me percaté de que Paul me miraba fijamente.

-        El verano bien – le dije con cierta timidez -. Leyendo mucho… Como siempre.

Él sonrió.

-        Te ha crecido el pelo – terció él.

Fruncí el entrecejo, confundida. ¿Qué tendría que ver el verano con mi pelo? Además, me lo había cortado hacía un par de días, era imposible que estuviera más largo.

-        Mientes, me lo acabo de cortar – respondí secamente.

Él sonrió.

-        Sólo te lo decía para aumentar tu frecuencia cardíaca.

Sentí la extrema necesidad de abofetearle, pero me contuve con mi sublime autocontrol.

-        Idiota – ése fue el único adjetivo calificativo que logró escapar a mis dominios.

Paul curvó sus labios en una sonrisa de dientes perfectos y comenzó a reír.

Le dirigí una mirada de indignación y salí de la pequeña estancia.

Caminé con paso ligero por el largo pasillo de los quirófanos hasta que llegué a la salita de descanso llena de máquinas dispensadoras.

Tuve que detenerme para recordar en dónde se encontraban exactamente los vestuarios femeninos.

Tardé un minuto en ubicarme en aquella amalgama de pasillos y puertas. Finalmente, y con mucho esfuerzo los localicé. No había quien se orientase decentemente en aquel lugar.

Al entrar resoplé y entré al baño que había en su interior, cerré la puerta y abrí el grifo para refrescarme la cara con agua fría.

Después me miré en el espejo. Mi cabello castaño claro se extendía por debajo de mis hombros y terminaba en una bonita onda. Mis ojos, que por su color ambarino, solían resultar algo llamativos, estaban algo enrojecidos.

Mis labios también tenían un color rojo poco frecuente, pero bonito a fin de cuentas.

Sin embargo, nunca terminé de estar conforme con mi rostro. Nunca me consideré a mí misma una chica especialmente guapa. En todo caso, diferente. Linda, sí, pero a mi manera.

Suspiré. Le había dicho a Paul que me había tirado todo el verano leyendo… “Sólo a mí se me ocurre decirle eso a un chico… No se me acercan porque piensan que soy un bicho marginado”, me autolamenté.

Decidí salir del baño para quitarme aquel horrible pijama fosforito y devolverle a mi cuerpo la dignidad que se merecía.

Giré el picaporte y abrí la puerta. Me dirigí hacia la zona de taquillas del vestuario.

Escuché un ruido de un chasquido metálico. Supuse que Blanca, la enfermera, aún se encontraba allí.

Suposición errónea.

-        ¡Wyne! – grité sobresaltada.

Sus ojos se salieron de sus respectivas órbitas. Desvié mi mirada de su torso desnudo, que, si bien no tenía marcados todos y cada uno de sus abdominales, no costaba adivinarlos bajo su piel…

-        Breaker eres una pervertida. Éste es el vestuario de chicos – susurró él. Después me guiñó un ojo -. ¿Tienes taquicardia ahora?

-        Piérdete – le bufé.

Después me llevé ambas manos a la cara para cubrirme los ojos. Y por último, musité un inaudible “lo siento, mierda” antes de escapar a toda prisa de aquella situación incómoda.

Mi madre había conseguido su objetivo: distraerme.

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jajaj y el siguiente! AVISO: los hospitales están diseñados para perderse. Y las escaleras, están diseñadas para cotillear.

Si hay algo que no entendáis no dudéis en preguntar, que tal vez uso un vocabulario demasiado específico.

gracias a todos por leer <3

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