La Flor Dorada

By Maryfortautora

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Escocia, año 1702. Elizabeth Lindsay, hija de un médico inglés y una curandera escocesa, queda desamparada tr... More

¡¡Aviso!!
I
III
IV

II

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By Maryfortautora

—Edward, ¿dónde te habías metido? Ya estabas preocupándome, hijo —dijo su tío al verlo llegar—. Ven, siéntate y bebe un poco de este vino, te calentará la sangre. No sé cómo has tardado tanto. ¿Ha pasado algo ahí fuera?

—No ocurrió nada, tío, solo quise asegurarme que los caballos estuvieran bien atendidos —contestó, sentándose junto a él y a sus hombres, que bebían entre risotadas y bromas en una de las mesas del salón. Le llegó el calor que desprendía la gran chimenea y agradeció estar cerca de ella.

—Sí, Edward, tómate una de estas jarras, quiero ver cómo te haces un hombre —soltó Miles, que solo era cinco años mayor que él. Era un tipo grande y muy fuerte y, por descontado, le encantaba provocarlo aprovechando esa ventaja.

Era un grupo curtido por los años de esfuerzo entrenando con armas, guerreros de confianza de su tío Williams McEwen. Miles era un grano en el culo y, aunque no era un mal tipo, conseguía sacarlo de sus casillas. Lo miró con enfado, pero ignoró el comentario, cogiendo la jarra que le ofrecía. Lo que le apetecía era comer. Estaba hambriento y cansado. Tantos días a caballo bajo las inclemencias del tiempo y durmiendo al raso lo habían agotado en exceso. A los dieciséis años era decidido y tenaz, pero no estaba acostumbrado a viajar ni a dormir a la intemperie durante tantos días. Todo para él era nuevo y se encontraba desubicado e inseguro con cada paso que daba. Eso no quería decir que no estuviera a gusto con esos hombres ni que desconfiara de ellos; eran la mejor compañía que se podía desear en esas tierras inhóspitas llenas de forajidos, y sus cuellos dormían seguros por las noches. Solo bromeaban a su costa, para su pesar, sobre todo Miles, hijo de Robert Allan, que también los acompañaba en ese viaje. Robert era un hombre grande, como su hijo, e igualmente dado a hacer bromas, aunque este no se ensañaba con él por respeto a su señor Williams, al que veneraba como si fuera un dios.

Luego estaban los hermanos Luis y Thomas Furgerson, soldados leales y que siempre estaban alerta ante cualquier peligro. Gracias a ellos habían salido airosos esa tarde, cuando unos bandidos los habían asaltado. Si no fuera porque Thomas había dado la voz de alarma, todo habría terminado de forma diferente y no habrían salido vivos de allí.

El grupo que los había atacado era más numeroso. Tuvieron que luchar con fiereza para doblegarlos. Incluso Edward había participado en la lucha, a pesar de su inexperiencia. Nunca había matado a nadie, pero el miedo a la muerte lo había poseído en esos momentos de pánico y había actuado como un despiadado guerrero más, acabando con la vida, no de uno, sino de dos bandidos. Cuando todo hubo terminado, su tío lo había abrazado para demostrarle lo orgulloso que estaba de la hazaña. Los demás también lo habían felicitado. Hasta Miles parecía respetarlo un poco más después de aquello.

Una vez en la posada quiso tener un poco de intimidad para pensar en lo que había sucedido. Se sentía mal por arrebatarles la vida a esos hombres, aunque no fueran nada más que escoria. Decidió llevar los caballos al establo y buscar al mozo para entregárselos. Así podría perderse un rato de la vista de todos. Pero no pudo hacerlo, pues la pequeña mocosa lo había abordado nada más llegar.

Se había agachado a socorrer su cuerpo menudo en el suelo. Al coger el rostro entre las manos, no se había dado cuenta de que era una chica, tal era su inquietud, pero cuando había abierto los párpados no tuvo lugar a dudas. Se había quedado impactado al descubrirlo. Sus ojos eran muy grandes, lo miraban fijos y perdidos y su color… Nunca había visto unos iguales, dorados como la miel, no parecían humanos. Cuando por fin salió del trance, reparó en sus facciones al completo. El pelo oscuro y corto enmarcaban un rostro que, aunque manchado por la suciedad, dejaba entrever una piel muy blanca. Sumando esas pupilas doradas, la tez pálida y sus labios llenos y rojos como las manzanas maduras, le había parecido bastante agradable, solo que oculto entre tanta porquería.

Le había sonreído al notar que ella lo observaba con la misma curiosidad. El empujón que casi lo hizo caer había sido una sorpresa, porque juraría que estaba igual de embelesada con él. En cambio, había rechazado la ayuda para atacarlo con sus puños. Al principio le había parecido divertido, pero enseguida había puesto fin a todo aquello. Si alguno de los hombres aparecía y la veía cargar contra él tendría muchos problemas. Además, estaba cansado, tenía hambre y quería entrar y calentarse, por eso le había ordenado parar, pero entonces había visto un destello de terror en sus hermosos ojos. El drástico cambio de ánimo, de la furia al frío miedo, lo había hecho sospechar que ese posadero no era demasiado amable con ella. Apretó los dientes un momento al pensar en ello. Sabía que algunos hombres pegaban a sus mujeres sin ningún remordimiento, pero a él le parecía algo miserable y no podía evitar sentir repulsión ante ello. Él veía a las mujeres tan frágiles que no lo soportaba.

Tampoco daba crédito a que ella fuera el mozo de cuadra. Eso no debía hacerlo una niña. Estaba tan flacucha que dudaba que ese cuerpo aguantara un día sin desmayarse. ¿Cuántos años tendría? No más de diez. No le había contestado, la muy descarada. Bueno, sí, le había soltado que no le importaba. Aunque escuchimizada, si se ocupaba de ese trabajo debía de ser fuerte, quizá tuviera algún año más…

¿Lo había llamado zopenco? Eso lo hizo sonreír de nuevo. Tenía coraje, pues nadie solía plantarle cara, aun siendo joven. Había decido irse de allí por el bien de la muchacha; no quería terminar dándole unos azotes. Era una insolente y no llegaría muy lejos con esa actitud. Vaya carácter de mil demonios. Tuvo que mirar hacia otro lado para que nadie lo viera sonreír, no quería preguntas ni más risas por parte de ninguno de los presentes.

Se sentía un poco mareado de tanta cerveza. Vio que la posadera salía de la cocina y mandaba a dos chicas jóvenes llevarles la comida. Por fin probaría bocado. Estaba famélico. Dejaron los humeantes platos sobre la mesa. Una de ellas, la más llamativa, soltó el pan a su lado rozando la mano con sus dedos en un acto casi imperceptible. No debía de ser mucho mayor que él. Era bonita: el cabello rubio le caía sobre los hombros, bastante largo, y lo tenía adornado con flores amarillas. Sus insinuantes ojos azules se posaron en él y le regaló una sonrisa antes de irse. Observó cómo se alejaba contoneando las caderas. Quién sabía, quizá el día no terminara tan mal después de todo. Si se le presentaba una ocasión para retozar con una buena moza, no iba a ser él quien la perdiera.

Con catorce años las chicas del poblado cercano a sus tierras se le insinuaban y había caído temprano en las manos de Cupido.

La puerta de la entrada se abrió de forma abrupta, un viento endemoniado entró y la rubia casi se cayó al suelo del susto. La mocosa del establo apareció y Edward dejó de comer para prestarle toda la atención. Vio cómo la hija de la posadera le decía algo al oído que no llegó a escuchar, pero estaba seguro que no era nada bueno por la expresión enfurruñada que le siguió. Entonces la agarró del cuello y la empujó hasta la cocina, instándola a entrar. Sintió pena por ella al ver la escena y, si le había gustado antes la idea de pasar la noche con la joven, ya no le apetecía nada. Siguió comiendo, pero se sentía inquieto. Al cabo de un rato se preguntó qué estaría pasando ahí dentro. No debía importarle la chiquilla, y más después de las palabras que habían cruzado esa tarde. Se lo merecía, por osada. Aun así, no dejaba de vigilar, atento a cualquier mínimo movimiento de la puerta por donde había desaparecido. Se puso tenso cuando por fin se abrió y salió la pequeña a trompicones, sujetando entre las manos un plato de comida.

La observó mientras se aproximaba a la mesa del fondo de la sala. Tenía un aspecto lamentable. Los ropajes de chico estaban sucios y raídos, y eran escasos para el frío que hacía en esa época del año, sin contar con que tenía las botas agujereadas. ¿Tan ruin era esa familia que no le daba ni abrigo a la pobre chica? El enfado aumentaba conforme más la observaba. Al fijarse en el plato comprobó que tampoco habían sido muy generosos con su ración de comida. ¡Malditos bastardos!

Ella se sentó a tomar la sopa. Su voracidad era tal que la apuró veloz, sin percatarse siquiera de que los recién llegados la observaban con la boca abierta. Levantó la mirada por fin y se encontró con seis pares de ojos fijos en ella. Sus mejillas comenzaron a encenderse, lo que lo divirtió. Estaba avergonzada. Entonces bajó la vista de nuevo al plato durante unos segundos y se levantó de golpe. Titubeando, echó un pie adelante cuando la desagradable voz de la cocinera resonó desde el fondo de la sala.

—¡Tú, termina ya y vete de aquí! Apestas a estiércol y seguro que los señores están molestos con tu presencia —gritó sonriente, humillándola delante de todos.

La niña clavó sus brillantes ojos en los de él y, ceñudo, se aproximó a ella antes de que echara a correr. La sujetó del brazo y la arrastró sin mucho esfuerzo hasta su mesa.

—Siéntate —le ordenó sin soltarla.

Ella lo miró, estupefacta, igual que los demás presentes. Obedeció y tomó asiento. La soltó, furioso, sin perder de vista a la cocinera. La niña, que por fin pareció salir de la conmoción, hizo el intento de levantarse, pero Edward, adivinando su intención, la volvió a sujetar del brazo y la obligó a permanecer sentada.

—¡Posadera, trae más sopa y una buena ración de carne!

La expresión de la mujer cambió del estupor a la incredulidad y se apresuró a entrar en la cocina. Tras un segundo salió la joven rubia y llevó dos generosos platos hasta la mesa. Fijó su dura mirada en la niña, que intentaba esquivarla a toda costa, y, tras darse la vuelta sin entretenerse, desapareció del salón.

—Come, niña —ordenó Edward para que dejara de observar el plato como si estuviera viendo un espejismo.

—Ya no tengo hambre —susurró.

Edward puso los ojos en blanco y se acercó hasta que la nariz casi rozó la de ella.

—He dicho que comas. No tendrás una oportunidad así en mucho tiempo para llenarte el estómago —insistió, ceñudo.

La niña dudó un instante, pero solo uno; luego se abalanzó sobre el plato. Todos observaban como comía sin descanso, entre asombrados y divertidos, pero nadie se atrevía a hablar. Edward mostraba de nuevo esa sonrisa sesgada y no le quitaba ojo. Le resultó extraño que utilizara los cubiertos aun comiendo con esa ansiedad. Por fin alguien quiso participar en ese episodio tan particular que parecía existir entre estos dos.

—Edward, ¿tendrías la bondad de presentarnos a tu amiga? Digo yo que si la has sentado con todos nosotros es porque ya la conoces, ¿verdad? —intuyó su tío, divertido.

Ella dejó de comer un momento para echar una mirada al que había hablado.

—Me llamo Elizabeth Lindsay y soy el mozo de cuadras, señor. Él me entregó los caballos esta tarde —dijo, señalando a Edward con el cuchillo.

—Vaya, una chica inglesa entre tanto escocés —dijo este incrédulo e intrigado al oír su apellido—. Un poco extraño…

—Mi padre era inglés y mi madre escocesa, y yo nací aquí. Soy escocesa —aclaró ella sin dejar de mirar el plato.

—¿Y qué haces aquí sola trabajando para estos animales? ¿Por qué no estás con ellos, niña?

Ella dejó los cubiertos despacio sobre la mesa y se levantó dispuesta a irse sin contestar. El guerrero se incorporó también para detenerla, pero soltó un profundo quejido y se llevó las manos al costado. Todos se levantaron deprisa de la mesa para asistirlo, pero Edward, que estaba a su lado, lo sostuvo.

La niña no entendía lo que le pasaba y lo examinó, inmóvil. Tenía la cara crispada y gotas de sudor se habían formado en su frente. Se tocaba el costado como intentando reprimir un dolor intenso.

—¿Qué te ocurre, tío? —preguntó Edward, preocupado, mientras aguantaba su peso.

—Un malnacido me golpeó en el costado, pero no es nada, solo es un rasguño —contestó quitándole importancia al asunto.

—Pero, ¿por qué no has dicho nada, tío? Hay que verte la herida. Vamos, iremos a la habitación.

Orgulloso, se deshizo del abrazo y avanzó hacia la escalera para agarrarse a la baranda. Entonces una mano pequeña se posó sobre la suya y lo hizo detenerse. Contempló el rostro sucio de esa niña que lo miraba con ojos suplicantes, pero decididos.

—¿Qué quieres, niña?

—Yo puedo atender su herida, señor. Sé curarlas, lo he hecho muchas veces y entiendo de remedios, se lo prometo —rogó.

La escudriñó un momento y asintió.

—Sube conmigo.

Ya en la habitación todos aguardaban, preocupados. Se sentían responsables por no haberse percatado de que el jefe estaba herido. Williams se sentó en la cama, se bajó con cuidado el tartán por el hombro, se abrió la camisa a la altura del costado y dejó ver la causa de su fuerte dolor. Alguien soltó un resoplido, otro una exclamación de asombro. No había sangre, pero tenía una enorme contusión. Una mancha escarlata de un palmo destacaba sobre la piel del costado.

—¿Veis? No es nada, solo un golpe.

La niña se aproximó y palpó la zona, mientras él aullaba. Ella no se asustó y lo empujó para que se tendiera en el camastro. Volvió a tantear la zona herida una vez más, luego tocó la frente del hombre y se lo quedó mirando como decidiendo cuál era su valoración. Todos hasta el propio malherido, reticente en un principio, esperaban a que la niña dijera algo, como si del médico del pueblo se tratara.

—Ahora vengo, señor, no se mueva, por favor —dijo esto y, sin esperar un segundo, corrió escaleras abajo.

Edward la siguió fuera de la habitación. Vio desde el piso de arriba que salía de la posada y volvía a entrar al momento con una bolsa de tela en la mano. Subió los escalones de dos en dos y pasó por su lado como un rayo.

Bajo la atenta mirada de todos, pues ninguno quería moverse de allí, Elizabeth sacó un ungüento para ponerlo sobre la magulladura. Terminó tapándola con una especie de cataplasma cubierta por hojas grandes de alguna planta. Se lo vendó y le dio de beber una infusión en la que echó unas gotas de un frasco, no sin antes aguantar las amenazas de esos hombres con sufrir una muerte lenta si algo le pasaba a su laird.

Todos salieron, menos Edward, que observaba interesado la soltura con la que se manejaba Elizabeth. Los movimientos eran naturales, como si hubiera hecho aquello muchas veces.

—No os preocupéis, estará mejor mañana. Tenéis una costilla rota, señor. Lo que os he puesto es un remedio muy eficaz que hago con plantas. Mi madre y mi abuela me lo enseñaron y yo lo uso mucho para los golpes…

—Para los golpes que te dan ese miserable del posadero y su familia —sentenció Williams, interrumpiéndola con rostro serio.

Ella dirigió la vista al suelo y, turbada, se dio la vuelta con intención de salir de allí.

—Que pase una buena noche, señor.

—No me has contestado la pregunta que te he hecho, niña, ¿eres huérfana acaso? —. Quiso saber.

Con la mano ya en el pomo de la puerta, ella lo miró por encima del hombro.

—¿Usted qué cree, señor? ¿Estaría aquí si tuviera algún otro lugar donde ir? Como le dije, mi padre era inglés. —Y guiñándole un ojo a Edward mientras pasaba por su lado musitó—: Y tengo catorce años.

De inmediato salió de la habitación dejando a Edward con un mal sabor de boca. Esa niña era una desgraciada, pero también era sorprendente.

Elizabeth despertó temprano para preparar los caballos de los viajeros. Jack la había avisado de que partirían al alba. Acostumbrada a madrugar, no le costaba demasiado ponerse en pie, pero esa noche no había podido quedarse dormida temprano dándole vueltas a todo lo acontecido en las últimas horas.

La noche anterior, cuando había entrado en la posada buscando algo de comida, no esperaba encontrarse a la hija mayor de Jack en el preciso momento en que abría la puerta. Eso provocó que la recriminara al oído por haberla sorprendido. Insultándola, la empujó entonces a la cocina, dándole un puntapiés para hacerla caer. Elizabeth no la soportaba. Como siempre, la acusó ante su madre de haberle dado un susto tremendo y sugirió que la castigara.

—Esta niña insoportable necesita una lección, mamá. Debería quedarse sin cenar hoy —dijo la rubia, guiñando un ojo a su hermana, cuya sonrisa malvada secundaba lo que le decía.

—Bueno, si es para que aprenda, creo que hoy cenará solo sopa. No habrá carne para ti. Así aprenderás a tener más cuidado —contestó la mujer con sus ojos entrecerrados y sonriendo vilmente.

Elizabeth la miró, asqueada. ¡Como si comiera carne todos los días! Su plato era siempre muy escaso, falto de todo, sin carne, sin legumbres, sin nada. Lo hacían a propósito. Disfrutaban viendo cómo se moría del hambre. Cogió el plato que le ofreció y se limitó a irse de allí sin decir nada más; era inútil discutir con esas tres víboras. La rubia, como si no hubiera tenido suficiente, la empujó para hacerla caer cuando salía de la cocina, pero consiguió guardar el equilibrio y salvar la sopa que llevaba en las manos. Se dirigió al final de la sala. Sabía que los visitantes estaban en el salón cenando y no quería llamar la atención. No los miró ni cuando pasó por el lado. Por fin sentada, se limitó a devorar el plato. Estaba hambrienta, pues ese día apenas había almorzado. Si seguían castigándola sin darle una ración diaria de comida, acabaría muriendo de hambre.

Cuando terminó el plato se quedó contemplándolo, resignada. Entonces le llegó el aroma a estofado proveniente de la otra mesa, donde sí tenían buenas raciones, y dejándose llevar por este, posó sus ojos en ella. Fue una sorpresa cuando se encontró con seis comensales mirándola, atónitos. Se sintió acalorada de pronto. Esperaba que, en el ansia por llenar el estómago, no hubiera hecho demasiado ruido al sorber la sopa. Quiso salir de allí lo antes posible y, justo cuando se ponía de pie, la cocinera le gritó como tantas veces hacía, insultándola, abochornándola delante de todo el mundo. Miró el plato de nuevo y casi derramó las lágrimas allí mismo. Hasta dónde había llegado para llorar por la comida.

El chico de ojos verdes la miraba, ceñudo, y quiso desaparecer, pero de pronto se vio arrastrada hasta su mesa y le ordenó sentarse. Elizabeth se quedó sin aliento y quiso huir, pero él la dejó perpleja al ordenarle a la posadera que le llevara más comida. Le había plantado cara por ella, no lo entendía. Cuando tuvo delante los platos le llegó el exquisito aroma. ¿Cuándo había sido la última vez que había comido un trozo de carne caliente? No recordaba ya. Le faltó babear sobre ella y, sin pensarlo más, la asaltó, feliz de poder llenar el estómago por fin después de tantos días de carencias.

Ese chico la desconcertaba. No sabía por qué lo había hecho, pero le estaba tremendamente agradecida.

Esa noche había vivido la vergüenza y la humillación tan comunes del día a día. También se había sorprendido cuando había aflorado de nuevo la excitación al asistir a alguien malherido. Normalmente solo usaba los ungüentos con ella misma, hematoma tras hematoma, golpe tras golpe, día tras día.

Miró el establo donde se encontraba, comprendió que eso no volvería a suceder y la tristeza la invadió. ¿Por qué su familia paterna no quería conocerla? Su abuelo se había deshecho de ella sin importarle lo más mínimo dejándola bajo el yugo de esa horrible familia. Malditos fueran todos.

Tan ensimismada estaba que no vio acercarse a nadie mientras terminaba de cepillar el último caballo. Y por eso saltó como un conejo asustado cuando detrás de ella carraspearon para llamarle la atención. Con el corazón en un puño se dio la vuelta para enfrentarse a esa voz que ya le resultaba familiar.

—No quería asustarte otra vez. Parece que no puedo acercarme a ti sin que saltes —dijo Edward, sonriendo de oreja a oreja. Ella lo miró, pasmada, para luego fulminarlo con la mirada. La exasperaba esa boba sonrisa.

—No sé si lo haces queriendo o no, pero me está resultando un incordio ya. ¿Qué quieres? ¿Es que no sabes dar los buenos días?

—Ya te di los buenos días, pero estabas tan concentrada en tu trabajo… Me han enseñado a ser educado, ¿sabes? —espetó, más risueño aún, y ella se quedó boquiabierta. No quería admitirlo, pero le agradaba su sonrisa —. Mi tío me mandó decirte que necesita verte en su habitación ahora.

—¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra mal? —preguntó, angustiada; se acercó al chico y posó las pequeñas manos en su pecho.

—No, está bien, solo quiere hablar contigo. —Dio un paso atrás, sintiéndose violento por la cercanía. Esa chica era terriblemente impetuosa. El rostro de la niña volvió a relajarse al oír la explicación.

—Bien, espera. Cogeré otra vez el ungüento que le puse ayer y le cambiaré la venda.

Desapareció en el interior del establo y salió luego cargada con la bolsa bajo el brazo.

—¿Duermes aquí? —preguntó, pasmado. Ella lo miró como si no comprendiera y, poniendo los ojos en blanco, salió corriendo hacia la posada.

Cuando entraron se cruzaron con el posadero y por un momento pensó que la iba a retener, pero pareció pensárselo mejor cuando vio quién la seguía a pocos pasos, y solo la miró de mal modo. Elizabeth aligeró el paso mirando el suelo.

Edward la siguió hasta la habitación de su tío y se limitó a entrar y escuchar, apoyado en la puerta.

—¿Cómo se encuentra, señor? ¿Le sigue doliendo mucho el golpe? —preguntó mientras le quitaba el vendaje con manos hábiles.

—Chiquilla, tienes manos de ángel. El dolor ya no es tan fuerte y ahora solo tengo cierta molestia. Además, he dormido como un cachorro durante toda la noche. Hacía años que no descansaba tan bien. —Elizabeth le sonrió y siguió con su quehacer—. Quería hablar contigo de algo.

—Dígame, señor —dijo, intrigada. Estaba terminando de ponerle el ungüento de nuevo en la herida y se detuvo un momento, aguardando.

—Dices que sabes de remedios. ¿Eres curandera?

—No, mi padre me llevaba con él a curar a los enfermos y heridos, era médico. Mi madre me enseñó sobre plantas. Ella sí era curandera y me enseñó todo lo que sé.

—¿Y dices que tu padre te enseñó su oficio? Eso no es muy correcto en una mujer.

—Soy capaz de hacer lo mismo que cualquier hombre, señor. —Apretó los puños y alzó el mentón, altiva.

—Sí, sí, viendo tu coraje, chiquilla, no me extraña nada —se carcajeó, lo que lo hizo contraer el rostro a causa del dolor de su costilla herida.

—Oh, señor, tenga cuidado. Aunque esté mejor, el daño sigue ahí. Necesita más reposo.

—Eso va a ser imposible, tenemos que irnos y necesito una persona como tú en mi castillo. Quiero que vengas a vivir con nosotros a Dalness. —Ella lo miró con ojos como platos y se escuchó la fuerte tos de Edward al fondo de la habitación.

—¿A qué se refiere cuando dice que necesita una persona como yo? ¿Qué quiere de mí? —preguntó, cautelosa. No quería meter la pata pensando mal de aquel hombre. Le había gustado desde el principio, pero había visto demasiados lobos disfrazados de corderos en ese último año.

—Necesito una curandera. La que teníamos en casa murió hace unas semanas y no quedó nadie con sus conocimientos. Hay demasiados enfermos sin tratar. He visto que tienes buena mano y, aunque joven, creo que me serías muy útil allí.

Lo miró sin saber qué responder. Sus palabras eran firmes y no había duda de que lo decía en serio. Ese hombre al que apenas conocía quería que fuera la curandera de su clan. Era una gran responsabilidad. No podía creer que eso estuviera pasando de verdad.

—Yo… Sé hacer más cosas que poner ungüentos… —Con ojos brillantes negó con la cabeza—. Pero no puedo. Jack no me dejará ir con usted, señor.

El guerrero le cogió las manos, ahora temblorosas, con las que estaba terminando de poner el vendaje. Eran grandes y llenas de callos, rudas, pero cálidas. No pudo evitar compararlas con las de Jack, siempre frías; la repugnaban. Las de ese hombre le resultaron reconfortantes.

—El posadero no es ningún problema, créeme; te dejará ir conmigo. Ayer me dijiste que irías a cualquier otro lugar si pudieras. Ahora ya lo tienes, y si estás dispuesta a dejar esta miserable vida para embarcarte en otra mejor, sal corriendo y coge tus cosas, chiquilla. Nos vamos.

Estaba emocionada y no podía creer lo que le proponía. En un impulso le estrechó las manos y se las besó, agradecida. Luego salió como un vendaval de allí. Con el ímpetu casi se llevó por delante a Edward que miraba estupefacto toda la escena.

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