DESTINO DE CORTESANA.

By DanielaCriadoNavarro

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🔞ATENCIÓN, ESTÁ CATALOGADA COMO MADURA🔞 No había demasiadas opciones en el año 1788 para lady Caroline, ba... More

PRESENTACIÓN DE LA NOVELA.
PERSONAJES.
PRIMERA PARTE. AÑO 1788.
CAPÍTULO 1. Viuda alegre.
CAPÍTULO 2. Preservativos de intestino de oveja.
CAPÍTULO 3. Ahorcada por robar pan.
CAPÍTULO 4. El club de caballeros y el prostíbulo.
CAPÍTULO 5. ¿Un posible protector?
CAPÍTULO 6. Los jardines de Ranelagh.
CAPÍTULO 7. El secuestro.
CAPÍTULO 8. Los peligros de ser mujer.
CAPÍTULO 9. La locura del rey George III.
SEGUNDA PARTE. AÑO 1793.
CAPÍTULO 10. Amigos y amantes por siempre.
CAPÍTULO 11. Una sesión con los espíritus.
CAPÍTULO 12. Patriotismo.
CAPÍTULO 13. Una apuesta erótica.
CAPÍTULO 14. ¡Qué solos se quedan los muertos!
CAPÍTULO 15. La despedida.
CAPÍTULO 16. Venganza.
CAPÍTULO 17. El ritual.
CAPÍTULO 18. Fin de la inocencia.
TERCERA PARTE. AÑO 1798.
CAPÍTULO 19. Alta sociedad.
CAPÍTULO 20. Las desdichas conyugales de su alteza real.
CAPÍTULO 21. Mensaje del Más Allá.
CAPÍTULO 22. La sorpresa.
CAPÍTULO 23. La boda.
CAPÍTULO 24. Fantasma del pasado.
CAPÍTULO 25. ¿Un traidor entre los nuestros?
CAPÍTULO 26. El duelo.
EPÍLOGO. Memorias.
AUDIOLIBRO DE ESTA NOVELA.
APÉNDICE DE LA NOVELA. Curiosidades históricas.
La tortura que significaba la ropa del siglo XVIII.
El temor a los entierros prematuros.
Métodos anticonceptivos extraños.
Títulos nobiliarios británicos.
Los jardines de Ranelagh: sitio de lujo de día y prostíbulo de noche.
Las miasmas de Londres. El Gran Hedor.
La peluca masculina.
La vida depravada del príncipe de Gales.
El escandaloso ménage à trois de lord Horatio Nelson, lady Emma y sir William.
El espiritismo.
Lady Elizabeth, la chismosa profesional.
La costumbre masculina de batirse a duelo.
Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, reina de raíces africanas.
DESTINO DE CORTESANA HA GANADO UN PREMIO WATTY 2022 (FICCIÓN HISTÓRICA).

CAPÍTULO 27. Estado de buena esperanza.

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By DanielaCriadoNavarro

«El futuro de un niño es el trabajo de su madre».

Napoleón Bonaparte

(1769-1821).

Caroline se apoyó sobre el respaldo de la silla. Todo le daba vueltas y a punto estuvo de desplomarse en los brazos de John.

—¿Estáis bien, mi alma? —le preguntó él, la observaba preocupado.

—Sospecho que la emoción de haberos encontrado con vida y el asunto del falso duelo me ha vuelto más sensible. Saber que os hicisteis pasar por muerto y que permanecisteis durante un par de días con los cadáveres en descomposición me llena de espanto... Y me estremece que luego vagarais solo durante semanas y en medio de la noche, escondiéndoos durante las horas de claridad hasta dar con el ejército inglés. ¡Lleváis meses aquí, vida mía, y aún no me puedo convencer de que hayáis escapado de tanta crueldad! Y si a eso le sumamos que habéis vencido al responsable de vuestras desdichas no es de extrañar que la emoción me juegue una mala pasada... Es todo esto o mi doncella me ha apretado demasiado el corsé, me falta el aire —reconoció la joven, se abanicaba para no desfallecer—. ¿Me lo podéis aflojar antes de que muera asfixiada?

—¡Vuestros deseos son órdenes, reina de mi corazón! Pero os aconsejo que no os desveléis por el pasado y que empleéis la energía en exprimir al máximo el presente. —John le guiñó el ojo con picardía—. Estoy enteramente a vuestro servicio, condesa, ¿qué tal si os aprovecháis un poco de mí?

—Según recuerdo, me aprovecho de vos cada segundo —le replicó Caroline y le besó la nariz con devoción—. Antes ya erais un libertino, milord, pero ahora no hay quien pueda con vos. ¡Tengo que dedicar cada minuto de la jornada a haceros el amor! —se burló, ciñéndolo con fuerza, le costaba convencerse de que el sufrimiento había quedado atrás y de que ahora lo tenía solo para ella.

—No os quepa la menor duda, amada esposa, de que pronto recuperaré el tiempo perdido. Vuestra piel me añoraba y os juro que le proporcionaré todas las caricias mías que le han faltado durante estos años.

     Acto seguido John le desabotonó el vestido y permitió que se le deslizase hasta el suelo. La tentación lo cegó, y, en lugar de soltarle un poco el ajustado corsé, la liberó de él.

—¡Qué belleza! Vuestros senos están tan plenos como manzanas maduras a punto de recogerse. —John la levantó y la sentó sobre el escritorio, en tanto le succionaba las aureolas con ternura—. ¿Os habéis dado cuenta, condesa de Derby, de cómo me desbordan la mano?

—¡Ay, cielo! —Caroline suspiró, pues se hallaban muy sensibles—. Justo hoy que me he propuesto trabajar de verdad con las cuentas, ¿por qué me lo ponéis tan difícil?

—Una sola palabra vuestra es capaz de conseguir que me detenga, hermosa dama. —John le levantó la camisa y le frotó con suavidad el monte de Venus—. Pero no os inquietéis, yo haré después vuestra labor. Para eso soy vuestro marido, para facilitaros el día a día.

—¡Qué complicado me ponéis deciros que no, John el Insaciable! —bromeó la muchacha, se aferraba con ganas a la ancha espalda de su esposo—. ¡Si sabéis que ni siquiera haré el intento de resistirme a vuestro implacable atractivo! No sé cómo lográis que vuestra única mano esté por todos lados al igual que los tentáculos de un pulpo. ¡Parece mágica!

—La magia siempre nos ha amparado desde que éramos niños —le susurró John en el oído, mordiéndole el lóbulo de la oreja—. ¿Estáis preparada, mi adorada Ginebra, para recibir a sir Lancelot en vuestro interior?

—¡Preparadísima!

—¡Espero que sí! ¡Ya sabéis que vuestra adorable mascota se ha puesto enorme y os resultará servicial como siempre! —John volvió a guiñarle el ojo.

—¡Fanfarrón! No le faltéis el respeto a vuestro miembro, milord, no deseo que se ofenda y que me niegue el placer —Caroline soltó una carcajada.

     La pasión hizo presa de ellos con más ímpetu que nunca y las atenciones pronto la hicieron olvidar el malestar.

     Horas después, cuando se hallaba en la habitación comentando con su doncella el excelente desempeño de Elsie en el internado de señoritas, una nausea la obligó a salir disparada hacia la jofaina y vomitar en ella.

—Milady, ¿habéis pensado que podéis estar embarazada? —inquirió Emily con cautela—. Hoy casi os habéis desvanecido y ahora esto...

—También me desmayé cuando John regresó y poco después me vino la regla. Reconozcamos una verdad aplastante, querida amiga: soy estéril, una tierra yerma que no ha dado frutos y que jamás los dará. —De improviso, Caroline recordó la mención de John en relación a los pechos y la duda se le instaló en el cerebro—. ¿Cómo sería posible que quedara preñada ahora cuando antes jamás lo he estado? ¡Y no es porque John y yo no lo hayamos intentado en nuestra etapa previa!

—Creo, milady, que con mucha discreción deberíamos llamar a vuestro médico para que nos clarifique esta incertidumbre. —Emily esbozó una cálida sonrisa—. Aunque os adelanto que he visto a demasiadas mujeres en estado de buena esperanza como para reconocer que vos también lo estáis.

—¡Ay, amiga, Dios te oiga! —exclamó la condesa con gran expectativa y se desplomó sobre el lecho—. ¿Os imagináis que tengamos una niña? Me encantaría que le enseñáramos todo lo que sabemos y que pudiera llegar a ser una dama independiente y poderosa igual que su madre. ¡Sé que mi esposo sería un padre excepcional! Nunca haría ninguna distinción entre sexos.

—El conde estaría encantado, milady —coincidió la sirvienta.

—Tenéis razón, aunque no nos adelantemos a los acontecimientos. Primero confirmaremos o descartaremos las sospechas.

—Yo ya estoy convencida. —Emily se carcajeó porque Caroline tuvo otra arcada—. ¿Recordáis cómo se os acercaban las matronas a preguntaros delante de lord Nigellus por qué no teníais hijos? Os envidiaban y solo podían atacaros de este modo.

—¡Ay, querida! La sociedad es muy cruel con las mujeres estériles, pero reconozco que estoy muy satisfecha ahora mismo de no haberle dado ningún retoño a ese viejo maligno. —Caroline puso cara reflexiva—. ¡Era un monstruo y lo sigue siendo! ¡Mirad que engañarme haciéndome creer que John estaba muerto! ¡Y pretendía que consintiera que asesinase a madame Clermont!

     Rememoró cada uno de los desprecios de lord Nigellus ante la incapacidad para concebir, los desplantes de los familiares —a quienes preocupaban más los reclamos del decrépito marido que su bienestar—, los comentarios hirientes de las mujeres que la envidiaban y largó una risotada. Se sentía liberada de las cargas que le imponía su calidad de aristócrata al demostrar, primero, que ella se hallaba por encima de las convenciones, y, a posteriori, que todos se equivocaban.

—Deberíais decírselo ahora mismo a vuestro esposo —insistió la criada.

—Se lo diré solo si el médico lo confirma. No quiero que se haga ilusiones y que luego se decepcione —la corrigió Caroline, sujetándose el estómago mientras le subía otra nausea.

—Creedme, milady, os puedo asegurar que en unos meses seréis madre. ¿Cuánto tiempo hace que no os viene la regla?

—Pues... creo que desde la vez que os he mencionado.

—Quedaos en la cama, voy a buscar al médico. —Y Emily salió lanzada por la puerta sin pedirle permiso.

     Poco después el doctor confirmó las palabras de la doncella y Caroline recibió, anonadada, la noticia. Ser consciente de su maternidad le proporcionaba una dicha extrema, pues era el hijo de John, el resultado del mutuo amor. ¿Quizá Dios los compensaba así por los años perdidos? No le encontraba otra explicación.

     Se adecentó y se preparó con minuciosidad para darle la buena nueva a su marido, que se había quedado en la biblioteca haciendo el papeleo por ella. Quería estar lo más guapa posible.

     Cuando traspasó el acceso John se le acercó, la ciñó entre los brazos y le preguntó:

—¿Me extrañabais, vida mía?

—Sí, corazón. Lejos de vos el tiempo se ralentiza y la espera se me hace eterna. —Caroline lo besó en los labios con ternura—. Habéis regresado mucho más viril de lo que recuerdo. ¡Y qué apuesto estáis!

—¿Lo decís, milady, por cómo gozamos sobre este escritorio?

—Por eso y por más hechos que acabo de constatar —le comentó ella, haciéndose la misteriosa.

—¿A qué otras cosas os referís? —inquirió John, curioso.

—A que volvisteis y en menos de lo que canta un gallo me habéis embarazado —le confesó Caroline, soltando la risa.

     El conde la sujetó como si fuese de porcelana y le empezó a llenar el rostro de pequeños besos.

—¡¿Cómo hemos conseguido tal hazaña?! —Un llanto de felicidad le cerraba a John la garganta.

—El destino nos premia, mi amor. Primero nos despeñó hasta el fondo del abismo y conseguimos superar todas sus pruebas. Ahora tenemos nuestra recompensa por el dolor, un bebé al que amaremos con toda el alma.

     Y ambos estuvieron de acuerdo en que, después de tantas vicisitudes, se merecían siglos de felicidad.




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