𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)

By _arazely_

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DISPONIBLE EN FÍSICO Y KINDLE «Dave creció creyendo que el amor era dolor. Nunca imaginó que la persona que m... More

¡YA EN FÍSICO!
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Booktrailer
· d e d i c a t o r i a ·
1. Dave
2. Por su culpa
3. Casualidad
4. Un problema personal
5. Otro corazón roto
6. Egea
7. Un mal sueño
8. En los huesos
9. Mientras ella no estaba
10. Enfrentar los recuerdos
11. Ángel guardián
12. Pasado, presente, futuro
13. En el mismo infierno
14. Escala de grises
15. El vacío del dolor
16. Venganza
17. Habitación 216
18. Y si fuera ella
19. Volver a casa
20. Entonces lo entendió
Extra 1
21. El fin de la guerra
22. Miedo
23. De cero
24. Escapar
25. Condenado
26. En las buenas y en las malas
27. En el ojo de la tormenta
28. Cuando la esperanza muere
29. Perdóname
30. Pausar la vida
Extra 2
31. Correr el riesgo
Extra 3
32. Hasta cuándo
33. Por siempre. FINAL
AGRADECIMIENTOS
IMPORTANTE

Especial 50K

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By _arazely_

Antes del divorcio

—Tu maldito hijo ha vuelto a suspender matemáticas.

Ángel resopló.

—¿Y qué coño quieres que haga?

Eran las diez y media de la noche, acababa de llegar del trabajo y su esposa no se alegraba de verlo. De todos modos, lo dejó pasar, aunque rodó los ojos, y cerró la puerta.

—Es tu hijo, así que tú dime qué demonios vas a hacer.

—¿Acaso yo decido sus jodidas notas?

—Te he llamado todo el día para que no discutiéramos pero...

—Está apagado porque me lo saturas, cariño.

La siguió a la cocina, aunque no estuviera de ánimos para hablar, porque no le quedaba más remedio. Lorena no se había quitado la falda de lápiz ni la americana, sino solo los tacones. Ángel, que vio cacharros apilados en el fregadero y el suelo sucio, sabía cuánto la estresaba el desorden, pero él no estaba acostumbrado a organizar su propio desastre.

—Si contestaras, no te lo saturaría.

—Estoy trabajando, por si no lo sabías.

—¿Trabajando? ¡Yo soy la única que trae algo a esta casa!

Ángel, apoyado contra el mostrador, arqueó las cejas; se había cruzado de brazos. Estaba tan cansado que ni siquiera se molestó en cambiar su expresión.

—¿Vamos a comparar sueldos, cariño?

—¿Quién se ocupa de ahorrar? —gritó ella al fin, que golpeó el mostrador con la palma de la mano—. ¿Quién estira tu maldito sueldo? ¿Sabes quién alimenta a esos niños del demonio tuyos?

El cerebro de él desconectó: tan solo la veía gritar y agitar las manos mientras sacaba una sartén y la tabla de cortar, quejándose de que debía hacer la comida porque él nunca se movía.

Pero Ángel ni siquiera la estaba escuchando.

Había visto a Cristina, que cumpliría ocho años en julio, subir la escalera hacia el piso superior a toda velocidad sin siquiera voltear a mirarlo. Se preguntó si Dave estaba castigado.

—¿Y mi Dave? —preguntó de repente, olvidando que debía prestarle atención, y ella se desesperó tanto que soltó de golpe la espumadera sobre la sartén.

—Tu Dave ha suspendido —repitió, enojada—. Está en quinto de primaria, por Dios. ¿Cómo puede sacar un tres en matemáticas? Y sus notas en inglés dan asco. ¡Pero solo es tu hijo cuando has tenido un buen día! ¡El resto del tiempo es mi hijo y mi problema! Eres su padre también, Ángel, estoy harta de hacer todo sola. ¿Sabes cómo les va en el colegio? ¿Sabes que Álvaro se rompió la muñeca y yo le llevé al hospital porque Dave es su único amigo? ¿Sabes que tu hijo no hace la tarea? ¿Tiene que repetir curso para que hables con...?

—Joder, Lore —la interrumpió él, enojado—, ¿cuántas palabras crees que puedo procesar por minuto? Si quieres que hable con él, dilo. No es tan difícil...

—¡Te estoy hablando, Ángel!

Él había intentado salir de la cocina, pero Lorena lo agarró del brazo para impedirlo, arrastrándolo de regreso.

—¡Escúchame por una vez en tu vida! —exigió, tan frustrada y agobiada que él vio las lágrimas atorarse en sus ojos—. ¡Dave puede esperar: está castigado, no se irá a ningún lado! Ah, también yo lo tuve que castigar porque  nunca te enteras de nada. ¿Y qué demonios es eso?

Había señalado una Santa Biblia que descansaba sobre la mesa del comedor, junto a la mochila negra de él.

Ángel, que se giró hacia su esposa, posó una mano en su hombro para tranquilizarla.

—Un evangelio.

Lorena arqueó una ceja con sorpresa.

—¿En eso te gastas el dinero?

—Yo nunca compraría eso. Un tipo que estaba regalando libros en la avenida me lo dio.

—¿Y para qué lo aceptas?

—Querías que hiciera algo útil, ¿no? —replicó al fin, hastiado—. Bien, se supone que ese maldito libro lo escribió Dios, así que lo leeré. Quizás arregla nuestros problemas que por lo visto son por mi culpa. ¿Puedes soltarme o tengo que pedírtelo de rodillas?

Lorena liberó su brazo. Había tirado de la tela de su uniforme hasta arrugarla.

Escéptica, sopló.

—¿Crees que una estúpida Biblia va a arreglar nuestros problemas?

Ángel se encogió de hombros.

—Tu madre quería que fuera a misa y leyera la Biblia —la desafió—, y por fin tengo una. Deberías estar contenta.

—No es lo que quiero, Ángel. Sigues sin entender nada. Y ya estoy harta.

—Tenemos algo en común. —Le sonrió cínicamente antes de dirigirse a la escalera—. No tienes ni idea de lo insoportable que eres.

Cristina había subido al dormitorio de su hermano. Al asomarse a la puerta, su corto cabello castaño se desparramó sobre sus hombros y el flequillo le tapó los ojos, cual cortina en su frente. Le había robado la sudadera marrón a Dave.

—Mamá y papá se van a divorciar por tu culpa —canturreó en voz baja.

Dave, sentado al bordillo de su cama, chasqueó la lengua al mirarla. Cristina tenía algunos dientes superpuestos y a él le molestaba verlos.

—Eres una mentirosa.

Su pierna golpeaba la cama al balancearse. Detrás de él, su cabeza se recortaba contra el cielo negro de la noche, pues dormía pegado a la pared de la ventana. A sus diez años, no llegaba con los pies al suelo. Se apartó el alborotado cabello rubio de la frente hacia un lado, frunciendo el ceño.

Cristina estaba usando su sudadera.

—Es verdad —replicó Cristina, que se metió en el cuarto sin pedir permiso, juntando las manos dentro de los bolsillos de la sudadera; doblaba los pies y jugaba a girar los tobillos, incapaz de estarse quieta. Dave, en cambio, no podría moverse de la cama hasta que su madre le levantase el castigo—. Se están peleando por tu culpa.

—¿Por qué es por mi culpa? —protestó Dave—. Siempre se pelean.

Entre sus manos tenía el libro rojo y blanco de matemáticas que tanto odiaba: su madre lo había condenado a estudiar todo aquello que no comprendía, pero él solo doblaba las esquinas de las hojas antes de pasarlas sin detenerse apenas en los dibujos.

—Porque yo he sacado diez en mates y tú no. Tú has sacado tres.

—Tú solo sacas diez —repuso él con asco—. Por eso nadie te quiere.

—Mamá y papá sí, no como a ti.

—Tú eres autista, no te quieren.

Confundida, Cristina frunció el ceño.

—No sabes qué significa esa palabra.

—Sí lo sé. Álvaro me la ha dicho.

—Estás mintiendo.

—Princesa.

La estricta voz de su padre forzó a Cristina a voltear. Se le había saltado el corazón dentro del pecho al verlo detrás de ella, tan alto e imponente.

—¿Qué haces despierta? —farfulló él con toda la calma que logró emplear; le señaló el pasillo con la cabeza a la niña—. Tu madre es una inconsciente. Vete a dormir, niña.

—Pero...

—Cristina.

Por su tono, Dave se dio cuenta de que estaba enojado antes que su hermana; Cristina, sin embargo, contrajo el rostro en forma de protesta porque había esperado al menos un abrazo antes de bajar la escalera. Se acomodó con torpeza el lacio cabello castaño tras las orejas.

—No es justo —masculló—. Dave siempre...

—Joder, nena, quiero hablar con tu hermano a solas.

A Cristina no le quedó más remedio que marcharse enojada del cuarto de su hermano. Luego su padre cerró la puerta del dormitorio, una vez dentro, y se giró a Dave.

El niño, sentado en pijama al borde de la cama, con su cabello rubio sobre la frente y las mejillas encendidas, lo contemplaba como si fuera una víctima inocente del sistema educativo. Ángel suspiró. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el uniforme policial y el cinturón empezaba a pesar en su cadera.

—¿Cómo te va en el cole? —preguntó, apoyada la espalda contra la pared.

Dave se encogió de hombros.

—Bien.

—¿Tu amigo está mejor?

—Se llama Álvaro, papá.

—¿Qué coño hace tu ropa tirada en el suelo? —soltó de repente—. ¿Quieres que tu madre te regañe también por eso?

Inexpresivo, Dave parpadeó.

—Mamá me regaña por todo.

Ángel resopló.

—¿Por qué has suspendido?

—Porque no entiendo nada —se quejó Dave, que no dejaba de balancear la pierna—. No es mi culpa. Nadie ha aprobado.

—Bien, presta más atención en clase la próxima vez.

Luego echó la cabeza hacia atrás para apoyarla contra la puerta y liberó el oxígeno que oprimían sus pulmones. Estaba emocionalmente deshecho y le ardía la frente, pero allí, en el silencio del cuarto de su hijo, descansaba. Ahí estaba a salvo. Pese a la debilidad y el enojo, ya había cumplido su parte de interesarse por el niño.

—¿Mamá está enfadada contigo? —preguntó entonces Dave en voz baja, y su padre abrió los ojos cafés otra vez.

—Claro que no —mintió—. Hubo un malentendido. Solo recoge tu cuarto para evitar una masacre.

Dave no se inmutó: permaneció a la orilla de la cama, doblando una de las páginas del libro en un delgado tubito hasta la otra esquina. Su padre, que ya se había enderezado para agarrar el pomo del dormitorio, entornó los ojos al verle. Le dolía la espalda.

—Dave, estoy demasiado agotado como para lidiar contigo también. Muévete.

—No puedo —musitó el niño, resignado—. Estoy castigado.

—Ese estúpido castigo no existe, yo te lo levanto. Recoge tu cuarto y vete a dormir.

—El lunes hay reunión de padres. Me han dado el papel para que...

—Díselo a tu madre.

—Ya se lo he dicho —replicó Dave, que lo vio abrir la puerta; Ángel, que rodó los ojos hacia el niño, ni siquiera se compadeció de su ceño fruncido—. No puede ir porque trabaja.

—¿Y yo no? —respondió, casi alzando la voz.

Lo observaba fijamente y Dave, que le sostenía la mirada con valor, no entendía a qué se refería. No entendía por qué no. Por eso, seguía balanceando una pierna y golpeando el talón contra la madera de la cama, sin saber que el constante ruido de gotera taladraba la cabeza de su padre.

—¿Mañana puede venir Álvaro a jugar?

—Pregúntale a tu madre, mi alma. Yo todavía tengo que calmarla. Duérmete.

Le apagó la luz antes de que el niño reaccionara y cerró de un portazo. Dave escuchó sus pasos bajar la escalera y el tono grave de su voz en la planta baja, discutiendo otra vez con su madre. Resopló al cerrar el libro sobre sus rodillas. El que nadie lo ayudara a estudiar lo frustraba más que reprobar un examen.

Jaló la sábana para irse a dormir, consciente de que todas sus cosas seguían tiradas por el suelo, cuando escuchó suaves toquecitos en la puerta. Por un momento se le salió el corazón.

Agarró todos sus tenis y los lanzó dentro del armario, que cerró de golpe, pero justo cuando se agachaba a recoger la ropa, la puerta se abrió.

Era Cristina.

—Papá te dijo que te durmieras —susurró, porque estaba asustado.

—A ti también.

Cristina estaba llorando.

Desconcertado, Dave se alejó de su cama para acercarse a la niña. Apenas la superaba en altura por una cabeza: él era más alto que el interruptor de la sala, por ejemplo; Cristina todavía estiraba el brazo completo para alcanzarlo.

Dave alzó una mano y le acarició el cabello castaño desde la coronilla.

—¿Qué te pasa?

—Mamá le está gritando a papá. Si me ven, se van a enfadar. ¿Puedo dormir contigo?

Dave pestañeó. Él también quería llorar cuando los escuchaba, pero ignoraba las lágrimas. De hecho, ignoraba todos sus sentimientos para que no le afectase, aunque inconscientemente. No lo pensaba demasiado para que su madre no se preocupara.

Él era el mayor; él debía proteger a Cristina.

—No es justo —murmuró—. Tú siempre quieres dormir en mi cama.

—Porque aquí no les oigo.

Así que Dave la dejó subir primero a su cama; luego él, sentándose a la orilla, la miró hacerse un ovillo contra la pared, bajo la ventana. Suspiró. No importaba por qué estuviesen discutiendo sus padres: los ojos verdes de su hermana brillaban con paz cuando se metía bajo sus sábanas y lo miraba.

—Es normal, Cris —susurró Dave, que se había cruzado de piernas sobre la cama—. No pasa nada. Luego lo arreglarán, como siempre.

Solían arreglarlo cada vez, al menos durante unos días. Y esta vez fue igual, pero no como Dave y Cristina habían imaginado. Su padre, que casi nunca estaba en casa y, cuando estaba, no le daba mucha importancia a lo que ellos hacían, de pronto se enojaba por cualquier razón con ellos también.

—Creía que era su hijo favorito —le dijo Dave a Álvaro una mañana, en el colegio.

Estaban en el patio de recreo, bajo el cielo nublado, en clase de gimnasia. Álvaro había llegado tarde porque tuvo que vacunarse esa mañana.

Con la enorme camiseta blanca que usaba del uniforme escolar, se veía más escuálido de lo que era. Su abundante cabello castaño le rozaba las pestañas.

Álvaro rebotó el balón de fútbol contra el piso. Sonó metálico al retemblar.

—A lo mejor ya no te quiere.

Dave chasqueó la lengua.

—Pero no he hecho nada.

Su amigo se encogió de hombros.

—¿Nunca has querido hacerle daño?

Dave frunció el ceño. Álvaro seguía botando el balón como si hablara del hambre que tenía. Nunca desayunaba en los recreos.

—No —repuso, extrañado—. Es mi papá.

—Hay explosivos en forma de canicas —le dijo, tras estrellar el balón contra la pared—. Puedes encenderlos con un mechero y tirarlos en su cama cuando duerma. Sería una broma.

—Eso duele.

Álvaro se encogió de hombros. Siempre contraía el rostro como si la vida le diese asco, y a veces Dave no soportaba su expresión.

—Pero es divertido.

Dave lo llegó a considerar, pero en relación a su hermana. No la soportaba. Sacaba las mejores notas y su madre la adoraba, pero a él lo tachaba de flojo y lento para pensar.

Pero pasaron los días en que sus padres se llevaban bien y una tarde, dos semanas después, su madre los recogió del colegio. Esperaban sentados en el comedor que su madre terminase la comida cuando entró su padre.

Dave, que había estado jugando a dar golpecitos con la cuchara en la mesa mientras Cristina se quejaba de que hacía demasiado ruido, alzó la cabeza.

Y vio su mano ensangrentada bajo el uniforme.

—¿Has salvado a alguien? —preguntó de golpe, pero su madre intervino:

—Lo tengo que salvar yo, pero lo haré cuando lo admita.

Ángel resopló.

—Cariño, llévame a Urgencias.

—Di que me necesitas.

—¡Sabes que lo necesito! ¿Puedes, por favor, hacer lo que te pido?

—¿Por qué no se lo pides a la zorra con la que te vi hablando?

Ella se había girado a él, tan enojada que los ojos de Cristina se llenaron de agua. Estaban acostumbrados a que se gritaran, pero no delante de ellos.

Y el corazón de Dave se sacudió dentro de su pecho, aunque por fuera ni se inmutó.

Algo dentro del niño pedía a gritos que la protegiera a toda costa.

—¡Es mi compañera de trabajo! ¡Ni siquiera sé cómo se llama! Me habló para cubrirme mañana.

—¡Le estabas sonriendo!

—¡Porque va a cubrirme!

Lorena se había encerrado en el dormitorio. Ángel se quedó fuera, planteándose si irse solo o convencerla. Estuvo a punto de rendirse, pero se giró y encontró que los ojos castaños de Dave y los verdes de Cristina estaban fijos sobre él.

Asustados. Y la sangre en su mano apestaba a hierro.

Chasqueó la lengua.

—Vete a tu cuarto, Dave —le ordenó, tan exigente que se le plegó el estómago al niño, porque no quería que los escucharan— y tú también, Cristina.

—¿Por qué?

—Porque yo te lo estoy pidiendo.

—Pero no hemos hecho nada.

—Deja de contestarme —le espetó a Dave, que palideció; le frustraba tratar de girar el pomo sin éxito—. Muévete ya. ¿O no sabes que desobedecer a tus padres es desobedecer a Dios?

—¡No le grites!

Cristina había gritado también. Dave la miró: su hermana estaba llorando y él no tenía la capacidad de cuidarla. Su padre se enderezó, apartándose de la puerta del dormitorio; se sostenía la mano herida con la otra.

—Princesa, no te metas —le advirtió— ni mucho menos me hables así.

—¿Así van a funcionar las cosas ahora?

Lorena había abierto la puerta del dormitorio. Estaba vestida, para la sorpresa de Ángel, que respiró aliviado. Lo llevaría a Urgencias al fin de cuentas.

—Delante de los niños, no —susurró.

—Tú no me trates como si fuera tu empleada delante de ellos, inútil. Nunca me escuchas, nunca estás, o estás demasiado ocupado para hablar. ¿Por qué yo debería matarme por ti? 

—Lore, por favor.

Quería mantener la calma, pero no podía si se le había dormido la mano a causa de la sangre perdida. Su esposa se colgó el bolso al hombro, mirándolo con recelo, y al final arrastró un lacio mechón de cabello castaño detrás de su oreja.

—No sé qué Biblia estás leyendo —masculló en voz baja—, pero deberías ver primero qué dice de ti. A lo mejor te enseña a ser un hombre de verdad.

Y luego se dirigió a la puerta principal de la casa, seguida por él, para salir.

Ni Dave ni Cristina se movieron. El niño miró a su hermana, que seguía llorando, y rápidamente estiró un brazo sobre la mesa para acariciarle la mano.

—No llores, Cris —susurró—. No pasa nada.

—Papá está raro —murmuró Cristina; se limpió la nariz con el dorso de la mano.

—Mamá me ha dicho que se le va a pasar —le explicó Dave—. Es que ahora es cristiano.

—Pero papá no cree en Dios.

Los dientes torcidos de Cristina castañeteaban. Dave le acariciaba los nudillos con torpeza, sin saber tranquilizarla; su madre había olvidado por completo que morían de hambre.

—¿Quieres cereales? —le preguntó, casi obligándola a olvidar el incidente, y la niña asintió, por lo que Dave se bajó de la silla para dirigirse a la cocina. Escuchó a Cristina preguntarle desde el comedor si creía de verdad que algo cambiaría—. Claro. Solo tienes que callarte y hacer lo que te diga, y estarán felices.

—¿Es verdad que papá se besa con otras mujeres?

Dave miró a Cristina: se le había desbocado el corazón en el pecho. Sus ojos verdes relampagueaban.

Acababa de servirle cereal en una taza. Luego abrió el refrigerador y sacó el bote de leche.

—Es mentira.

—¿Mamá me ha mentido?

—No, es un malentendido —le aseguró Dave, aunque sin confianza en lo que decía—. Mamá no miente.

Quería creer que no, aunque, cuando su madre los llevó a la escuela al día siguiente y él, en el asiento de copiloto pese a no cumplir con el estándar de altura, le preguntó lo mismo, recibió una respuesta diferente:

—Tu padre es un hipócrita —le dijo—. Pregúntale a él si vale la pena.

Pero Dave apenas veía a su padre. Se iba a trabajar antes de que él despertase para ir a la escuela y regresaba cuando él ya se había acostado; las pocas veces que le veía en casa, no se le acercaba porque le obligaba a sentarse y memorizar los nombres de los libros de la Biblia.

La mitad de las veces que hablaba con él, no entendía qué le explicaba, pero si contestaba mal, le gritaba. La otra mitad de las veces, su padre le decía que estaba agotado y lo mandaba a su cuarto.

Decía que la voz de Cristina era demasiado aguda y que Dave tenía demasiada energía.

—No puedo jugar contigo cada vez que quieras —le espetó una vez, y Dave se calló—. ¿No entiendes que trabajo todo el día? Juega con tu hermana.

Dave, parado delante de su padre, en la sala, contempló a su hermana, que reunió más coraje que él dentro de su flaco cuerpo de ocho años, acercarse a darle un beso en la mejilla a Ángel.

—Te quiero mucho.

Y por primera vez en muchos meses, Dave vio a su padre sonreír de verdad. Desvió la mirada con timidez, sin saber si reírse, porque nadie en esa casa acostumbraba a decir que quería a nadie.

De hecho, a su corta edad, Dave no recordaba ni una vez que sus padres se lo hubiesen dicho.

—Y yo a ti, princesa. —En cuanto Cristina se marchó a su dormitorio, Ángel miró a Dave; de arriba abajo, analizó su camiseta blanca, sucia por haber jugado en la calle, su chándal y sus deportivas gastadas—. Buenas noches, campeón.

Las mejillas de Dave tiritaron. Él no era tan valiente.

—Buenas noches, papá.

Habría dado todo por tener el nervio de abrazarlo y confesarle que también lo quería. Y Ángel habría dado la vida por oírlo de su hijo. Porque llegaría la noche, entraría en su propio dormitorio y Lorena no le permitiría dormir a su lado.

—¿Pero por qué no?

Lorena, al borde de la cama, lo miraba de reojo. Estaba enojada y resentida contra él, y ya había dejado de luchar por una solución. Así que puso en blanco los ojos.

—No dormiré con un hombre que solo Dios sabe con cuántas zorras se ha revolcado.

Ángel parpadeó. Parado delante de ella, sintió que se mareaba. Lo había apuñalado en el centro del abdomen sin darse cuenta.

—Lore, soy incapaz de mirar a otra mujer.

—Eso dicen todos —replicó ella, clavando en él sus afilados ojos oliva; la sangre se agitaba rancia en sus venas—. No me hagas sentir que estoy loca, estoy convencida de que andas con alguien más. Por eso llegas tarde, por eso no me contestas, por eso...

—No, cariño —le insistió, avanzando hacia ella—. Te lo juro por Dios, por mi vida, por lo que quieras... Ya no sé qué hacer, Lore. No sé cómo hacer que confíes en mí, que no te enfades conmigo, que me creas.

—Pídeme perdón.

Lo soltó sin más, como si esa hubiese sido siempre la solución, pero Ángel frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Por engañarme.

—No te he engañado.

—¡Sí lo has hecho! —insistió ella, volviéndose a él; el agua relampagueó en sus ojos—. ¡Me mientes, me engañas, andas con otra, yo lo sé! ¡Si de verdad quieres que te crea, entonces pídeme perdón por haberme creado todos estos miedos! Quiero que te arrodilles y me pidas perdón.

Él estuvo a punto de replicar, pero le rebotó el corazón contra el pecho con tanta fuerza que ella lo oyó.

No era su culpa que ella tuviera miedo. O sí. Ya no lo sabía. Dudaba de su cordura.

Se lamió los labios. Se preguntó si tenía razón, si él había generado su inseguridad. Nunca le había mentido ni engañado, pero, por una breve milésima de segundo, consideró hacerle caso.

Si lo hacía, estaría dándole la razón a ella; pero si no, quedaría como el hombre orgulloso del que Lorena tanto se quejaba. Ella batallaba todos los días por obligarlo a disculparse y él notaba que empezaba a enfermarse.

Resopló y, al fin, despacio, se arrodilló delante de ella. Se le estaba desbocando el corazón en el pecho, porque nunca en su vida había tenido que hacer eso por nadie. Él no era tan frágil.

—Yo...

Se quedó en blanco. Ni siquiera sabía por qué se estaba disculpando. No se suponía que debía doler así. Y tras unos inquietantes segundos de silencio, soltó todo el aire que almacenaba en los pulmones agrietados.

—Honestamente, no sé en qué me he equivocado.

Y Lorena giró los ojos con hastío.

—Ese es el problema, Ángel —murmuró—. Nunca lo sabes, todo lo haces bien, eres perfecto...

—¿He dicho algo?

—¡No voy a explicártelo más! Aprende a pensar por ti mismo. Y desaparece, no soporto verte.

Ángel no contestó. No había nada que pudiera decir para sanarla.

Ella sabía cuánto detestaba él dormir fuera de su dormitorio, principalmente porque no soportaría que los niños supieran que no dormían juntos. Sin embargo, no protestó, como ella había esperado, sino que se puso en pie y se marchó directamente al cuarto de Cristina.

Tocó dos veces antes de empujar la puerta.

—¿Princesa?

Cristina se removió en su cama. Estaba dormida. Así que él pasó, a oscuras, porque era medianoche, y, agachándose junto a su almohada, acarició su cabello castaño. Entonces ella parpadeó y sus ojos verdes se desplegaron.

—Papi.

Ángel sonrió de lado. La voz de su hija se había entrecortado.

—¿Estás bien? —inquirió, y Cristina asintió antes de bostezar.

—¿Te vas a quedar conmigo?

No era la primera vez, aunque la cama fuese individual.

Cristina nunca hacía preguntas ni suposiciones. Dave sí.

Además, Dave era más mayor, y Ángel no dormiría con él. Sería incómodo para el niño. Así que se acostaba al lado de Cristina, que se acurrucaba en su cálido pecho como si se tratara de una almohada, y se dormía sumergida en su inconfundible olor a vainilla, antes de que él volviese a hablar.

Una noche, después de tres meses en los que nada mejoró, sino que empeoró porque ahora Lorena culpaba a la Biblia del cambio de actitud de Ángel, discutieron en la cocina. Ella volvió a echarle en cara que le ocultaba información respecto a sus compañeras de trabajo y él le exigía que se callara.

—¿Cuándo vas a entender que no hay otra? —le reprochó, desesperado—. ¡Estoy haciendo todo por arreglarlo, pero nunca valoras mi esfuerzo!

—¿Cuál esfuerzo, maldita sea? ¡Yo te conozco de verdad! ¡No eres quién manda porque lo diga tu Biblia y los dos lo sabemos!

—¿Algún día vas a respetarme? —inquirió, al borde del estrés, y ella chasqueó la lengua—. Soy tu esposo, por Dios.

—Siempre has sido un inútil, Ángel. Ni siquiera sabes a qué escuela van tus hijos.

Dave, sentado en el suelo de su cuarto, pegada la espalda a la pared junto a la puerta, oyó las pisadas de Cristina en el pasillo superior, así que no le sorprendió que asomara su cabeza al interior.

El lacio cabello castaño se desparramó sobre sus flacos hombros.

—¿Estás bien? —susurró él.

Ella negó con la cabeza.

Le brillaban los ojos a causa de las lágrimas, así que Dave abrió los brazos y Cristina no se pensó dos veces el sentarse a su lado para que la abrazara. Su hermano no era la persona más afectiva que conocía, así que aprovecharía cada oportunidad en la que él le permitiese abrazarlo.

—Papá nos odia —murmuró, y Dave negó con la cabeza.

Se rehusaba a creerlo.

—Claro que no. Solo está cansado.

Siempre está cansado.

Los ojos cafés de Dave se habían empañado de dolor, de agua, de nubes. Trató de ahuyentarlas pestañeando.

—Cuando sea mayor —le aseguró—, ayudaré a papá a trabajar para que no se canse tanto. Así mamá no nos va a regañar más. ¿Cómo has subido?

—Con cuidado para que no me oigan.

Su hermana era sigilosa. Tenía esa habilidad de escurrirse entre los pasillos y subir las escaleras sin hacer ruido con los pies.

—Tengo miedo, Dave.

Dave apoyó la barbilla en su cabeza.

—No pasa nada, Cris —le dijo en voz baja, a pesar de que él también tenía miedo—. Se arreglarán, como siempre.

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