Sueños perdidos ©

By TRomaldo

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Tenía sentimientos efímeros pero tan intensos que sentía no poder lidiar con sus propias emociones jamás. Es... More

Sinopsis
Tiempo
Vampiros
Brujas
Emociones
El Expreso de un alma en pena
Tristeza
Silencio y soledad
Carta
Había una vez

La Cabaña

62 2 1
By TRomaldo




Hay veces que solo necesitamos una cabaña en medio del bosque

La tranquilidad que pudiera desembocar aquel día era inexistente.

Acabo de llegar a un extraño suelo descampado, donde lo único que se puede ver a varios metros a la redonda no es nada más que una rústica casa, algo grande para mi gusto. El sonido del río susurra en mis oídos con tal indiferencia que el tambor que golpeaba mi corazón parece querer salírseme del pecho. Yo corro, avanzando pasos largos y veloces con la desesperación pisándome los talones.

La respiración se me entrecorta cada vez que volteo a ver si alguien viene siguiéndome. Alguien me persigue, lo sé, y el problema es precisamente que no tengo a dónde ir, el sudor frío acompasa en un solo ritmo los escalofríos que empapan mi espalda. Una corriente gélida y veloz baja a mis pies cuando alguien tira de mi cabello, suave, como si aquellos fantasmales dedos mugrientos de maldad se escurrieran entre el viento, confundiéndose con el ambiente tan pesado y gris.

Me encuentro entonces frente aquella casa, tan enorme que podría fácilmente vivir un batallón allí, como único lugar al que podía huir. Cruzo la patética vereda que se aplasta en el suelo como un intento de sendero hacia la residencia. Me acerco solo a ver, a mirar con detalle y a resguardarme de la lluvia bajo las losas que sobresalen del techo. Quiero tocar la puerta, llamar a alguien y pedir ayuda de aquel extraño que viene siguiéndome por horas. Incluso estoy por abalanzarme, una vez más, cuando se me ocurre entonces mirar por encima de mi hombro. Una silueta blanca y extraña camina detrás de mí, el rostro cubierto de una fina sombra que no lograba comprender. Me mira con sus ojos claros, tan tétricos que podrían haber traspasado mi alma para llevarme consigo al infierno.

"¡Permiso, tengo prisa!"

Alguien, esta vez un hombre mayor, de cabello oscuro y varias canas, cruza apresurado detrás de mí, empujándome en un desesperado intento por correr, ansioso y preocupado. Sus ojos rasgados es lo único que pude ver un segundo después cuando se atraviesa en mi camino, pasando por mi lado como si no me hubiese visto, como si yo no estuviera allí parado, en medio de una acera vieja y rota. Corre directo a la casa, mirando por detrás de su hombro y aminorando el paso a medida que se acerca a la residencia. Me quedo desconcertado en mi lugar sin entender qué está sucediendo. ¿Por qué no lo vi venir? Llevo horas esperando a que aparezca alguien a quien poder recurrir y de pronto...

Gente empieza a aparecer en el camino y eso me alivia. Siento la ridícula necesidad de acercarme a alguien y preguntarle por ayuda. Todo resulta extraño, sin embargo, como si de pronto acabasen de encender una luz y el cielo acabase de despejarse, iluminando el sendero. La luz de un auto se atraviesa en mi camino, los faroles brillándome en toda la cara de manera tan rápida que apenas tengo tiempo para hacerme a un lado. Mis manos frías suben hacia mi rostro, queriendo cubrir la luz que amenaza con cegarme. Es todo tan repentino que el rugido del motor logra desconcentrarme por completo. Y a metro y medio de distancia, el hombre que acaba de atravesarse en mi camino yace inmóvil en el suelo.

Nadie hace nada al respecto. Todos tienen la misma expresión en el rostro de felicidad, como si se tratasen de muñecos, fríos y de plástico. Caminan a su alrededor, algunos sonriendo, como si les hubiesen clavado las expresiones en el rostro con alfileres. Doy un paso hacia él, debatiéndome entre ayudar o continuar con mi huida que tan mal me sabía. Un retorcijón se clavó en mi estomago cuando me inclino hacia el señor, pares de ojos clavándose de pronto encima de mí, los pueblerinos deteniéndose abruptamente como si alguien hubiese presionado de pronto el botón de Stop. Todo se oscurece de nuevo y aquella sensación de desespero regresa a mí.

Alguien está detrás de mí, puedo verlo desde allí, sin necesidad de girar. Mis talones se flexionan para levantarme lentamente, deteniendo la respiración porque alguien, detrás mío, me sonríe como si se tratase de un muñeco atrofiado, una sonrisa sombría y maníaca se impone a mis espaldas. Doy un paso hacia delante cuando levanta la mano sin titubear, un hacha de hierro, y eleva el brazo más arriba de su cabeza unos instantes para luego bajarla con destreza hacía mí. Esa ridícula sonrisa psicótica no abandona su rostro, sin un leve cambio en su expresión las cejas relajadas y las aletas de la nariz se mueven ligeramente, completamente exaltado. Doy un paso hacia adelante, el cuerpo del hombre escurriéndose de mis dedos cuando una grave alerta se enciende en mi cabeza. Corro a pasos agigantados, mi corazón queriéndose salir de mi pecho en cualquier momento, si tan solo pudiese llegar...

La casa parece hacerse lejos, como si en lugar de acercarme, me estuviese alejando. La puerta se abre delante mío con tanta fuerza que parecd haber sido lo único real en aquel extraño lugar. No entiendo cómo logro llegar hasta allí, a resguardarme en esta cabaña, oscura y siniestra. Cierro con fuerza y apenas atino a ver una última vez al sujeto que me persigue. Está a pasos de distancia de la puerta, como esperado a que lo dejen entrar.

Me alejo de la puerta, mirando extrañado detrás de la ventana cómo, cinco segundos después, todo parece recomponerse. Tengo la respiración entrecortada como si de pronto me fuese a desmayar. Mis pulsos han bajado tanto me todo empieza a darme vueltas, tengo las manos y pies frías, el cuerpo helado y mi corazón latiendo desbocado como si acabase de terminar una extensa carrera. Retrocedo a pasos lentos, cuidadoso de no alejar la mirada de la aterradora vista que arrojan las ventanas viejas y desgastadas. La luz en algún rincón de la casa es apenas útil para ayudarme a ver mi silueta de que se contonea sobre el suelo. Suspiro y cojo aire, llenando mis pulmones tanto como puedo en un intento por calmar la maraña de nervios que llevo cargando durante horas. Y allí, recostado sobre la pared de madera consumida por los insectos, veo por el rabillo del ojo una mano larga y huesuda apoyarse sobre mi hombro.

El terror viaja sobre mí en un latido furioso, tan fuerte, que no puedo evitar soltar un grito desgarrador, seguramente capaz de atraer la atención de toda la ciudad. Me giro a trompicones, golpeándome con todos los vejestorios que se cruzan en mi camino, sin saber qué hacer: si debo quedarme o huir de la casa para dejar que me coman aquellas bestias. Mis ojos me arden de la impresión cuando levanto la mirada sobre la luz anaranjada que me apunta directamente a la cada, parpadeando atolondrado porque lo último que veo es a una mujer anciana de pie a pocos metros de mí, mirándome con los ojos muy abiertos y examinándome con una sonrisa fúnebre y cargada de demencia.

.

¿Dónde estoy? Entrecierro mis ojos en un intento por entender qué está pasando. Tardo entonces interminables segundos en comprender lo que sucede a mi alrededor, intentando adaptar la mirada sobre la oscura pared de madera picada, sobre las motas grisáceas que cubren mis párpados por el reciente sueño. Siento el cuerpo pesado, y los ojos, carentes de energía, insisten en detallar cada esquina de aquella habitación que no reconozco.

Uno, dos y tres minutos es lo que tardo en recordar la pesadilla que estoy pasando. Suelto un alarido impetuoso capaz de oírse, seguramente, en toda la cabaña. Me muevo de lado a lado, haciendo lo posible por levantarme sin ningún éxito. Me toman incluso cinco minutos más en lograr controlar mi cuerpo nuevamente. Estoy débil y no entiendo por qué, mi pierna derecha duele y mi tobillo aún más. Me siento extraño, como si no fuese mi cuerpo, como si estuviese dentro de un muñeco de trapo que no logra ponerse de pie. No siento nada más que esta larga y fina túnica que cubre mi cuerpo desde los talones hasta los hombros.

Me deslizo con pesadez por la pequeña y oscura habitación. No entiendo cuánto tiempo estoy caminando de lado a lado, pero no consigo dar con nada más que una ventana cerrada con un candado roñoso. Intento abrirlo por decimo cuarta vez sin éxito alguno. Y afuera, tan parco como si nunca saliera el sol, se mantiene gris, silencioso y cubierto de una neblina espesa que empaña las ventanas por completo. Lo último que puedo recordar es haberme metido a esta casa y después haberme desmayado.

¿Dónde estoy? Entrecierro mis ojos en un intento por entender qué es lo que sucede. Tardo entonces interminables segundos en comprender lo que sucede a mi alrededor, intentando adaptar la mirada sobre la oscura pared de madera picada, fijar la mirada sobre las motas grisáceas que cubren mis párpados por el reciente sueño. Siento el cuerpo pesado, y los ojos, carentes de energía, insisten en detallar cada esquina de aquella habitación que reconozco.

Uno, dos y tres minutos es lo que tardo en recordar la pesadilla que estoy pasando. Suelto un alarido impetuoso capaz de oírse, seguramente, en toda la cabaña. Me muevo de lado a lado, haciendo lo posible por levantarme sin ningún éxito. Me toman incluso cinco minutos más en lograr controlar mi cuerpo nuevamente. Estoy débil y no entiendo por qué, mi pierna derecha duele y mi tobillo aún más. Me siento extraño, como si no fuese mi cuerpo, como si estuviese dentro de un muñeco de trapo que no logra ponerse de pie. No siento nada más que esta larga y fina túnica que cubre mi cuerpo desde los talones hasta los hombros.

Me deslizo con pesadez por la pequeña y oscura habitación. No entiendo cuánto tiempo estoy caminando de lado a lado, pero no consigo dar con nada más que una ventana cerrada con un candado roñoso. Intento abrirlo por decimo cuarta vez sin éxito alguno. Y afuera, tan parco como si nunca saliera el sol, se mantiene gris, silencioso y cubierto de una neblina espesa que empaña las ventanas por completo. Lo último que puedo recordar es haberme metido a esta casa y después haberme desmayado.

—Al fin despertaste.

Me siento en medio de un transe delirante cuando oigo una voz grave y burlesca hablar detrás de mí. Tengo que sujetarme del alfeizar para no caerme encima de la impresión. Me giro con cuidado, fijando la mirada sobre un hombre joven de mediana estatura que me observa desde un oscuro rincón de la habitación. Lleva una camisa a cuadros azul, el cabello castaño oscuro y arreglado.

—¿Dónde estoy?

—Te desmayaste y luego te acompañamos hasta aquí. ¿No lo recuerdad? Parece que estabas muy cansado cuando entraste. Te oímos, pensamos que eras mi padre, pero al parecer nos equivocamos —Suelta con la voz caída, la mirada perdida sobre la imagen que le devuelve el espero ambiente—. Salió a la ciudad a recoger algo y no ha vuelto en casi un año.

—Perdón, no pretendía... molestar —digo extrañado.

—No es nada, pero deberías comer algo, antes de retornar con tu viaje -dice el joven y se levanta con dificultad de la silla que rechina.

Desconcertado, lo veo deslizarse hacia mi lado. Mi cerebro parece estar procesando todo demasiado lento, porque apenas puedo reaccionar del asombro cuando la veo abrir una puerta vieja a metros de mí. ¿De dónde salió eso? Lo sigo de cerca, intentando recordar con claridad todos los sucesos que pasé la última vez. No consigo entender en dónde me he metido, ni qué sucedió con aquel incidente con el hombre que atropellaron afuera, ni los extraños pobladores con sonrisas psicóticas.

—Bueno, si has entrado como lo hiciste es porque tenías algo importante. Te veías muy asustado allí abajo, como si estuvieses huyendo de algo.

Bajamos por unas escaleras alfombradas de rojo sangre. Las habitaciones se encuentran apenas iluminadas por algunos faroles estratégicamente ubicados en cada una, por lo cuál está aún bastante más oscuro de lo normal. Todo es de madera oscura, vieja y desgastada. Nos dirigimos a la cocina donde una anciana, pálida, se encuentra sirviendo la comida en tres platos blancos con decoraciones florales en el contorno. Es algo de pollo y arroz cubierto de salsa de tomate y zanahoria.

—Es mamá —dice el joven con tono neutro, indiferente, arrastrando las palabras cuando dirige una mirada de desprecio sobre alguien más..

La ansiana se siente y arremanga las mangas de la camiseta. Sus ojos marrones reposan sobre mí de manera inexpresiva, seria. Gira la cabeza de lado, moviendo un poco la cabeza para alejar de sus párpados los oscuros mechones grisáceo de sus párpados.

—Un gusto, señora. Gracias por acogerme el día de hoy...

El rostro demacrado y huesudo de la anciana me devuelve una mirada fría.

—El gusto es mío —dice y sostiene entre sus dedos un cuchillo largo y afilado—. Qué bueno que tenemos compañía para la cena de hoy. ¿Cuál es tu nombre?

—Santiago, Santiago Babilonia —digo con cautela, la voz baja. Hay algo en esa sonrisa que me aterra.

—Santiago, ¿qué haces por acá?

—Ni siquiera tengo una idea de dónde estaba viniendo —respondo acongojado, incapaz de dar bocado con esa sonrisa maníaca que tengo encima de mí.

"Estaba en carretera a media noche cuando me vi obligado a detenerme a mitad de camino. El auto se había descompuesto y no había nada que podía hacer en aquel momento más que buscar algo de ayuda. Había tenido la mala suerte de verme varado en un lugar extraño, vacío y tan silencioso que parecía uno de aquellos pueblos olvidados por Dios. Y a altas horas de la noche, me vi adentrándome en la meseta, sin ninguna idea de a dónde estaba yendo. Las horas pasaban y esa espantosa sensación de peligro me venía cada tanto, ¿lo has sentido alguna vez? De pronto vi esta casa y corrí a buscar ayuda, al menos un cobijo donde quedarme durante la noche. Pero luego pasó gente caminando, un auto golpeó a un señor afuera de tu casa y no pude ayudarle. Es que había estos hombres siguiéndome y..." Me detengo a medio discurso, entre cuchareadas de comida, al ver los rostros incrédulos de mis acompañantes.

—No es posible, muy poca gente para por aquí. Menos si se trata de autos, estamos muy lejos del pueblo, acá no viene nadie desde hace tiempo. Tú eres uno de los primeros, por eso tenemos más razones para ayudarte, aunque hemos tenido algunas visitas, no son muchas —dice el joven, sacudiéndome el brazo en un apretón. Sus ojos fríos y abiertos de par de par en par me observan—. Debes haber estado delirando, te veías muy cansado anoche. A veces imaginas cosas cuando no duermes lo suficiente —acota el muchacho y el soplido del viento nos envuelve de pronto, arrasando con los indefensos faroles de la cocina. Era la estufa de la cocina encendida todo cuanto podía alumbrarnos.

Estoy seguro de lo que ví.

El joven me mira escueto. Las palabras se arremolinan sin sentido en mi cabeza. Siento que ha transcurrido una eternidad desde que llegué a la casa abandonada en medio del bosque, en busca de ayuda. La anciana que habita resulta ser incluso más atemorizante que la sombría casa fantasmal, tan tétrico como vacía. Es como si yo no estuviese allí para ella, reparte su atención entre la comida y su hijo. Le dirige una mirada fría, con odio y algo de resentimiento. Me asusta la manera en la que lo observa y él no parece notarlo, la manera en la cual sostiene el cuchillo con la mano izquierda, los dedos delgados y arrugados temblando sobre los cubiertos.

—Creo que deberían apagar eso —respondo en su lugar.

—Nos gusta dejarlo encendido, es lo único que puede alumbrarnos —Entonces el joven se levanta con la tarea de encenderlos de nuevo.

La ancian está quieta en su sitio, mirándome sin parpadear y con la mano apretando la mesa de madera, rasgando algo como si se encontrase ansiosa.

—Creo que deberías irte ya, no deberías estar aquí —dice con esa sonrisa que me hiela la sangre.

Me levanto de golpe, mi estomago rugiendo furioso.

—Es cierto, ¿por dónde está el pueblo?

La señora me señala hacia una dirección detrás suya, sin dejar de mirarme y sonreír.

Pocos minutos después me veo envuelto en una serie de palabras de agradecimiento e insistencia por irme cuando el joven insiste en que no han terminado, que todavía queda algo de postre en el horno para compartir, que debo quedarme a descansar y quizá mañana pueda regresar a casa cuando haya un clima mejor.

—Quizá pueda salir y encontrar alguna ayuda por la carretera —digo, mis latidos acelerándose cuando abren la trasera, porque la principal atascada después de aquel portazo que le di ayer. A decir verdad, la casa sí parece estar cayéndose a pedazos.

Afuera el ambiente sigue espeso, pero no hay nadie. A medida que me voy alejando, siento la soledad envolverme por completo. Es increíble lo fastidioso que el silencio absoluto puede llegar a ser, le da un toque aún más terrorífico a aquel pequeño lugar. No quiero pensar mucho sobre todo lo que acaba de pasar, así que avanzo a paso veloz sobre el sendero que me da hacia la carretera.

Y allí, apenas pudiendo vislumbrar las luces de un auto acercándose, vi mi oportunidad. Me arremoliné en medio de la carretera sin temor de quedar atropellado como aquel hombre que no pude ayudar porque soy un cobarde, y porque pánico me da quedarme un segundo más varado en aquel sitio. Pero ya ni importa eso, todo era un sueño, una ilusión.

Levanto las manos tanto como puedo para que me vean, la adrenalina corriendo sobre mí cuando veo el auto acelerar y no detenerse. Las sirenas del auto sobrecogen mis oídos, mi mente en blanco cuando se detiene a medio metro de mí.

—¡Hey, tú! —dice un señor que ha sacado la cabeza por la ventana—. Si vas a subir hazlo de una vez, estamos apurados.

Son policías.

Me subo de golpe y solo entonces me invade el alivio, la respiración regresa a mis pulmones cuando me acomodo en el auto.

—Muchas gracias, ya no sabía a dónde ir. Estaba perdido.

—Sí, bueno, cualquiera se pierde por estos lares —dice que el conductor—. ¿A dónde vas?

—Dejé mi auto por el kilómetro doscientos cincuenta y cinco. La batería se agotó y me quedé varado.

—Podemos ayudarte con eso, para te vayas de aquí, te hacemos un gran favor, este lugar es horrible.

Ay, qué alivio. De pronto las cosas lucen mucho mejor.

—Vamos para allí entonces. ¿Qué haces por acá?

Me recuesto en el asiento, de pronto sintiéndome seguro allí en el auto con aquel par de policías. Mi cabeza se recuesta sobre el respaldar y algo debajo de mis piernas capta mi atención. Una corriente helada me invade de pronto. Siento mi corazón apresurarse a cada oración que leo, incapaz de comprender lo que está sucediendo. No quiero entender. Todo parece tan insólito que me quedo inmóvil, releyendo el párrafo como una estatua, como si mi alma se hubiese ido corriendo. Es un periódico delgado y poco producido que titula "TRAGEDIA EN CABAÑA"

"Se encontraron los cuerpos inertes de Ana de Lastarria, de setenta y seis años, y Juan Lastarria, de veintidós años en la cabaña ubicada a metros de la carretera central, kilómetro cincuenta y cinco. El equipo forense ha identificado que el estado de sus cuerpos indica que fallecieron por envenenamiento hace más de una semana. Por otro lado, algunos turistas han reportado situaciones paranormales en aquella zona y, precisamente por ello, pudo darse con sus cuerpos."

Es la foto de la anciana y el joven lo que me descoloca. No puede ser posible.

.

Ser visto es la ambición de los fantasmas; ser recordado, la de la muerte

.-TRomaldo

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