Historias que no contaría a m...

By RRLopez

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¿Cómo se despista a un traficante de drogas y a sus violentos secuaces durante toda una noche cargando con un... More

introducción
Copyright
Dedicatoria
1. Aventuras bizarras. Pt. 1
2. Aventuras bizarras. Pt. 2
3. Aventuras bizarras. Pt. 3
4. Cita a tientas. Pt. 1
5. Cita a tientas. Pt. 2
6. Cita a tientas. Pt. 3
7. Cita a tientas. Pt. 4
8. Cita a tientas. Pt. 5
9. Cita a tientas. Pt. 6
10. Misión impasible. pt1.
11. Misión impasible pt.2
12. Misión impasible pt.3
13. Misión impasible pt.4
14. Misión impasible pt.5
15. Misión impasible pt.6
16. Misión impasible pt.7
17. Misión impasible pt.8
18. Misión impasible pt.9
19. Misión impasible pt.10
20. Misión impasible pt.11
21. Misión impasible pt.12
22. Hijos de un dios infinitesimal pt.1
23. Hijos de un dios infinitesimal pt.2
25. Hijos de un dios infinitesimal pt.4
26. Hijos de un dios infinitesimal pt.5
27. Hijos de un dios infinitesimal pt.6
28. Hijos de un dios infinitesimal pt.7
29. Hijos de un dios infinitesimal pt.8
Para terminar
Imposible pero incierto, muy pronto en Wattpad

24. Hijos de un dios infinitesimal pt.3

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By RRLopez

NOTA DEL AUTOR: recuerda que puedes conseguir el libro completo en:

https://play.google.com/store/books/details/R_R_Lopez_Historias_que_no_contaria_a_mi_madre?id=23dVBAAAQBAJ&hl=es

http://www.amazon.es/Historias-que-contar%C3%ADa-madre-Serie-ebook/dp/B0084PJ73O/ref=pd_rhf_gw_p_img_6


Cuando llegué a la puerta de mi casa, una cuartilla adhesiva pegada en la puerta y firmada por mi madre me llamó la atención:

"Felio, si llegas antes de las 11:30, estate atento y me ayudas a subir el carro de la compra."

Aquella era la excusa perfecta para aplazar mi tarea de estudio. Tras entrar en mi casa a por el libro de pasatiempos, bajé y me senté en el poyo del patio a disfrutar, durante los diez minutos que restaban hasta la hora señalada, de la agradable sombra que proyectaba el edificio de enfrente.

Absorto como me hallaba en ejercitar mi intelecto con un gigantesco crucigrama, que estaba leyendo en voz alta para darme ánimos, no percibí la figura de Cornelito, que, ya algo más calmado, se dirigía con su moto a la salida del patio.

—Pabellón auditivo, —comencé a leer —órgano cartilaginoso que se usa para escuchar —continué —¿Cinco letras, y comienza por O? —me pregunté a mi mismo extrañado, sin percibir que Cornelito me estaba observando.

—¡ORICULAR! —apostilló el susodicho con emoción.

Levanté la mirada sorprendido por tan inesperada y errónea ayuda.

—Oricular —repitió Cornelito en un tono más bajo, con cara de satisfacción.

Sí, ya sé que semejante versión de la palabra auricular en dialecto "so-gili" ni tan siquiera coincide con el número de letras, pero ya he reseñado antes que lo de mis vecinos no tiene explicación. Esto me llevó a formularme una pregunta en voz alta:

—La estupidez: ¿Genética o ambiental? —a lo cual Cornelito respondió poniendo cara extraña y continuando su camino.

Se ve que la presencia de la palabra genética en la frase le había despistado, impidiéndole captar el tono sarcástico de la misma.

En ese momento llegó mi madre, y , cual levantador de piedra vasco, alcé el pesado carro de la compra para comenzar la ascensión, peldaño a peldaño, hasta la puerta de mi morada. Mientras ella buscaba las llaves de la puerta, el piso de mi vecina se abrió inesperadamente.

Mi vecindario, en cierto modo, se podría comparar con un poblado paleolítico, sólo que todos son más brutos, y no tienen ningún tipo de manifestación artística (salvo el Rubens, claro). De hecho, la pasta heterogénea de Neanderthales que forman mis vecinos está trufada con perlas de especial interés, pero la pareja que ahora tenía ante mí se llevaba la palma, y con diferencia.

Allí estaban, de pie en el descansillo, Palmira y Arturo, de Marchena ambos. Palmira, con sus redondeados noventa kilos de peso, repartidos en tres grandes mollas (sin contar su cabeza y su papada) que dividían sus 1'63 centímetros como si de tres paralelos se tratase. Sus gafas de montura de pasta veteada por colores marrones en dos tonos, ocultaban unos ojos pequeños y astutos, que se incluían en una tez morena enmarcada por una esfera de pelo negro y rizado.

Su marido, Arturo, también de piel morena y arrugada por los años pasados a la intemperie, primero en su larga mili (eso os lo cuento ahora después), y luego, en sus incontables jornadas como capataz de una empresa de construcción, nos miraba con su cara que recordaba a un bulldog calvo con ojos de sapo. Tenía dibujada en la misma una expresión de terror y desconcierto impropia de un hombre que había tenido el dudoso privilegio de forjar su carácter cumpliendo el servicio militar en "Siriidni", cuando Franco aún hacía de las suyas, como mostraba el tatuaje de sí mismo con un fez y una camisa de legionario que lucía en el antebrazo derecho. Resalto tanto este hecho, porque mi vecino tuvo la suerte de poder servir a su patria no una, sino dos veces, puesto que, dadas sus pocas luces, no se dio cuenta del malentendido cuando la oficina de reclutamiento le mandó una carta de llamamiento para su hermano menor, que había muerto un año antes, y, al ver sus apellidos en la misma debió suponer que la había hecho tan bien que lo llamaban para que repitiera, y él, como cualquier persona responsable y concienciada de la importancia de la defensa nacional, acudió al llamamiento con una sonrisa.

Esta doble ración de servicio militar (del de los de antes) había contribuido a aquel moreno que curtía su piel, además de proporcionarle la oportunidad de hacer una clasificación taxonómica entre las diferentes variedades de piojos que allí había tenido ("loj había verdej, rojoj, blancoj y amarilloj", nos solía contar). Además de estas valiosas cualidades, se había traído del Sahara una chilaba y un fez, que tan sólo lucía en ocasiones especiales. Aún recuerdo con nostalgia ese fin de año de 1989 cuando, por contar yo doce años, aún me veía relegado a pasar dicha festividad con mis padres y mis vecinos, bonita costumbre que ya se ha perdido. En aquella ocasión, impulsados por varios litros de Montilla-Moriles, y coreado por la expectación creada por Palmira, recuerdo cómo mi vecino se fue a su cuarto, y volvió transformado, como en "lluvia de estrellas", enfundado en una roñosa túnica a rayas que le llegaba por los pies, y con el gorro puesto, tras lo cual comenzó a saltar de un lado para otro de la habitación y a cantar, animado por su cónyuge, en una variedad inventada del marroquí. Al grito de "Jámala Jal Jiminji Jalinji". Como os podréis imaginar, a mis padres y a mí nos tuvieron que recoger del suelo con una espátula, sobre todo cuando tropezó con un cenicero de pie y salió disparado contra la tele. Mientras mi madre le curaba la brecha, y entre brindis con champán, nos hizo unas revelaciones que me marcaron para el resto de mi vida, y que aún retengo como un hallazgo en lo que a geografía se refiere:

—Yo he estado en el Sahara —nos contó nuestro ebrio bailarín —y en el desierto del Ju, y en el del Ja y en el del Jalenje. Y he estado en Damasco.

A lo que mi padre objetó —hombre maestro, en Damasco no ha podido estar, porque está así como que bastante lejillos de Marruecos.

—Yo he estado en Damasco —se limitó a reiterar Arturo, tras lo cual mi padre prefirió contener la sonrisa y no volver a chocar contra el muro de la ignorancia de nuestro contertulio.

Tenía por lo tanto explicación el hecho de que Arturo se echara a temblar y le entraran sudores fríos cada vez que llegaba el recibo de la luz, pues temía que fuera una carta en la que lo volvieran a llamar a filas. Aquel hombre había hecho más mili que el Capitán Trueno. No en vano lo llamaban el Jabato de Marchena. ¿O era el tajado?

A continuación tendría que verse la imagen como la superficie agitada de una palangana cuando se lava los pies un epiléptico, y deberían oírse unas notitas de arpa, porque voy a salir de esta ensoñación del pasado para volver al presente de mi narración, pero como esto no es una peli, os aguantáis.

En fin, que allí estaban, como una pareja de concursantes del "Un, Dos, Tres" venidos a menos, y antes de que a mi madre o a mí nos diera tiempo a preguntar el porqué de los ojos desencajados de Arturo y su tez macilenta, Palmira comenzó a aclararnos la cuestión:

—Hola, Ernesta. Mira qué coincidencia que estás aquí. Es que he oído la puerta y he dicho "a ver si es mi vecina, que tengo que preguntarle una cosa" —lo cual traducido del dialecto "so-gili" viene a decir "llevo toda la mañana espiando por la mirilla y ahora que te pillo te voy a crujir las meninges".

Miré a mi madre horrorizado.

—Verás, Ernesta —prosiguió —"vemos venío esta mañana de una reunión desas de ollas, cucharas y platos"...

—Una reunión de menaje de cocina —aclaró mi madre.

—"Sí, deso mismamente, y víamos ido endespués de que mi Arturo fuera a darse las corrientes por la espalda —mi vecino tiene problemas de columna, y de cerebro seguramente también, aunque por alguna extraña razón el médico no se los ha diagnosticado —y de que le hisieran la radiografía nukelar" —creo que esto último no necesita aclaración —, y cuando vemos llegao estaban llamando por el teléfono, y cuando vemos ío a cogelo, pos nos a salío el contestón tumático —que en dialecto "so-gili" significa "buzón de voz de telefónica" —con la Lurdes disiendo: "¡Palmiraa! ¡Palmiraa!! ¿Dónde coño estás, cipote?".

En ese momento tuve que controlar los músculos de mi cara para contener el principio de una carcajada. Me fijé en que el rostro de Arturo se consternaba aún más conforme avanzaba la narración.

—Eso será que al cogerlo pulsó usted el botón del buzón de voz —la respuesta de mi madre hizo el mismo efecto que un sedante en la tensa expresión de Arturo.

—¡Auun! —exclamó este, como muestra de entendimiento.

—"Y ya questamos aquí, ¿por qué no me curas el grano —prosiguió Palmira —que me pica una barbaridad?

Había llegado el momento de lo que yo llamaba "la extracción petrolífera", y que consistía en que mi madre drenaba un enorme grano que le habían operado a la señora, del tamaño de mi dedo gordo, situado en su espalda como resultado de su sobrepeso, dado que el porcentaje de grasa en su cuerpo debía de ser de un ciento veinte por ciento respecto al de un humano normal. Esto se debía a la sensia (del "so-gili" esencia), término que en este caso hacía referencia a los enormes platos de cocido que diariamente se metían entre pecho y espalda. Porque, ya fuera en el almuerzo o en la cena, en invierno o en verano, en casa o de excursión, su dieta se basaba en el cocido, salvo en fiestas y ocasiones especiales en que Palmira elaboraba algún otro denso platillo.

Un cocido que recordaba, dicho sea de paso, a la sopa de ojos de "El Templo Maldito" y que habría hecho vomitar al mismísimo Indiana Jones. Cada vez que mis padres les hacían un favor, o en las raras y contadas ocasiones en que me quedaba solo, ella nos obsequiaba , cual avión de ayuda humanitaria, con perolones de aquel asqueroso mejunje, que a continuación describiré para deleite del lector. Aquella señora preparaba un potaje de habichuelas tan denso que había que taladrar los tres dedos de grasa que tenía en superficie con un berbiquí y sorber el caldo con una pajita si éstas no se atascaba con unas enormes fabes del tamaño de un mechero o unos garbanzos duros como una nuez. Para colmo de males, sólo tenía un aliño para sus comidas, el aliño de los pinchitos, que venden ya preparado, porque a su Arturo le gustaba mucho.

De modo que, traía berenjenas, sabían a pinchitos; que traía pollo, pinchitos; almejas, pinchitos. Habría apostado a que si hubiera tenido una yogurtera, los yogures habrían sabido a pinchitos.

Y también estaban sus empanados, de una consistencia tal que mi padre había pensado en lanzárselos a los de la heladería que hay frente a mi casa cuando no le dejaran dormir (cosa que en verano ocurría a diario).

De hecho, aparte de ponerlas bajo las patas de los muebles para que no rallaran la solería, sus rebanadas de berenjena empanada eran muy apreciadas entre los niños del patio cuando se echaban torneíllos de hockey sobre patines. Y si les metías un petardo de cinco duros podías usarlas como granadas antipersonal; vamos, que la receta parecía sacada del "manual de guerrilla callejera" del Jarrai. Cualquiera que hubiera hincado el diente a uno de estos manjares seguramente habría muerto entre estertores de dolor con el estómago perforado, pero los estómagos de Palmira y Arturo, anclados aún en los rigores de la posguerra, eran capaces de digerir hasta la suela de un zapato.

Comencé a colocar en las bandejas del frigorífico los víveres que el carro contenía, para hacer tiempo. Pasados unos minutos había finalizado este quehacer, y me planteé el salir al rescate de mi madre diciendo que la llamaban por teléfono o algo así. Cuando asomé la nariz por el pasillo mi madre estaba en la puerta, capeando el temporal con el estoicismo de una buena vecina.

—... y el problema es que nos queríamos ir de vacasiones a Benidorm —le estaba contando Palmira a mi paciente madre —a un hotel desos de cinco calamares...

—Estrellas, señora, estrellas —corrigió mi progenitora.

—¡Uy, lo siento, he cometido un "horror"! —que en dialecto "so-gili" evidentemente significa error —"Güeno, uno desos que tienen la barra esa que está la mujer del hotel que te dise ondestá labitasión, —véase recepción en castellano —pero a mi marío han empesao a dolerle las muelas, y además, no nos íbamos a ir con la Lurdes metía endentro del teléfono" —aquello último ya me pareció excesivo, incluso para ellos. Estos dos aún debían hacer ofrendas a los cinco elementos cuando había tormenta. No me extrañaría nada que tuvieran el teléfono en un templete con "Phoskito" y una varilla de incienso y que lo llamaran en la intimidad "la caja que habla igual que los amigos", o algo por el estilo.

El guionista de Tarzán se habría henchido de inspiración para escribir los diálogos de Jonnhy Weismuller, tan sólo con oírlos un rato.

Arturo miró a su espalda con lo que parecía una mezcla de superstición y pánico, pero al momento volvió de nuevo su rostro hacia la conversación.

—"Y la cosa es que estamos mu apenaos, porque a mi Arturo y a mí nos gusta mucho viajá ¿verda, Papá?" —dijo mirando a Arturo inquisitivamente.

—Ji,ji, —¿asintió? —manque zea pa vé los ladrillos tan bien puestos que tienen los munumentos —esto último era deformación profesional.

—Pues si usted quiere yo le puedo preguntar a mi dentista si "tiene cita" para mañana.

—¡Ay Ernesta! ¿De verdá? —exclamó Palmira con infantil entusiasmo.

—Usted no se preocupe, y siga con sus cosas, que luego a la tarde le digo yo si le han dado cita.

Y tras decir esto, mi madre y el que suscribe nos retiramos entre vítores y alabanzas. Seguramente ahora habría otro templete con una foto de mi madre, otro "Phoskito", y otra varilla de incienso.

El resto de la mañana pasó en relativa tranquilidad, y pude contrarrestar el ruido de los niños en el patio con algunas cintas de Sepultura, pues el Trash metal era la única música capaz de competir con aquel estruendo, combinada con los ronquidos de mi padre.

Bien, bien, ya sólo quedaban dos días y medio. Subí a comer (porque vivo en un dúplex) y justo cuando mi madre había terminado de poner la mesa y nos disponíamos a hincar la cuchara en el plato, el timbre comenzó a deleitarnos con una de sus dieciséis melodías musicales (sí, sí, ya lo sé, es un detalle cursi, pero a caballo regalado...)

Cuando mi madre abrió la puerta frente a ella se materializó Palmira con una vaporosa olla que contenía una sustancia verde plagada de burbujas.

—Toma, Ernesta, ¡esto es la sensia! —anunció aquella terrorista culinaria, tendiéndole la olla a mi madre.

—¡Oh, potaje de berzas con acelgas y colas de pescada! —comentó mi madre con un forzado gesto de alegría, a la vez que yo añadí mentalmente: "con sabor a caracoles".

—Seguro que Felio se chupará los dedos —con esta afirmación trataba de reforzar la ilusión de suculencia.

Antes hubiera chupado la batería de un coche que probar aquella suerte de arma bacteriológica. ¡Por el amor de Dios, ya nadie cocinaba berzas! La próxima vez, ¿qué traería, tortilla de ortigas o algarrobas molidas aderezadas con kétchup, que seguramente también tendrían aquel aborrecible regustillo a pinchitos con caracoles?

Tras darle gracias mil mi madre cerró la puerta y depositó la olla en el poyete de la cocina apartando el rostro para evitar los pestilentes efluvios. —¿Y que hago yo ahora con esto? —se preguntó mi madre en voz baja, "pa por si las moscas" gordas y con noventa kilos de peso.

—Como te pille Greenpeace tirando eso por el fregadero te pueden meter un buen puro —advertí yo.

—¡Quita, quita! ¡Si cada vez que lo tiro le come el brillo al aluminio y se atascan las tuberías! A ver si la perra lo quiere.

—¡Mamá —exclamé indignado —, si quieres matarla hay formas más piadosas!

Mi madre, que o bien hizo caso omiso, o bien no me oyó, echó un poco de aquella masa informe verdoso-negruzca en el plato de barro que había al pie de la mesa, entre algunas desvaídas albóndigas sabor a pollo sobrantes de anteriores banquetes perrunos. Movida por la curiosidad, mi perra, que, carroñera por naturaleza, rondaba a nuestros pies con ojitos implorantes a la zaga de algún suplemento para su dieta, avanzó hacia el plato olisqueando con su negra y húmeda naricilla. Cuando llegó a la altura del recipiente, su morro se arrugó con repugnancia por orden de su sensible olfato, y salió huyendo hacia su escondite debajo de la mesita del salón.

—¡Ea! —repliqué con aire de reproche —¿Contenta?

—¿Venderán en las reuniones del tupper —ware algo parecido a un contenedor de residuos nucleares? —se volvió a preguntar mi madre con aire meditabundo. Lo que hubiera dado en aquel momento por tener a mano un contador Geiger con que chequear el potaje.

El espeluznante guiso, tras servirnos de tema de especulación durante todo el almuerzo, fue finalmente a la basura, por supuesto sin haber sido degustado.

Tras tomarme el "cafelito" de rigor, volví a internarme en el caos primigenio que todo lo engulle, que es como los amigos que antes me dejaban cómics y libros llaman a mi cuarto. En homenaje a H.P. Lovecraft decidí adoptar yo también esa terminología. Algún día vendrían los de la N.A.S.A. a estudiar los inusuales niveles de entropía existentes en dicho antro, que desafían cualquier ley de la física habida o por haber, y entonces nos haríamos ricos, o al menos esto era lo que yo le decía a mi madre para justificarme cada vez que veía mi cuarto y montaba en cólera.

La verdad es que el trabajo de ama de casa, además de sufrido, es más complicado de lo que parece. Ellas son focos de reducción de entropía, lo cual, en cierto modo, es luchar continuamente contra las leyes de la termodinámica que rigen la naturaleza. Seguro que incluso hay algún matemático capullo que ha representado esto mediante una ecuación y lo ha llamado "El teorema de la Maruja entrópica", o algo parecido. Como dijo alguien muy sabio:

«A unos les da por chupar candados, y a otros ....».

Sea como fuere, logré volver a instalarme frente a los odiosos apuntes de Física entera.

Al principio me costó, pero, tras una hora, la verdad es que la cosa no iba tan mal, cuando de repente llamaron a la puerta en el piso de arriba. De nuevo la pregunta martilleó en mi fuero interno: ¿Quién sería? Subí las escaleras y comencé a avanzar hacia la puerta. No había ni rastro de mi madre; tan sólo una nota en la blanca pizarra veleda servía como testimonio de que alguna vez había poblado aquellas estancias:

"Niño, he ido a casa de tu tía.

Saca a la perra cuando puedas."

Con temor miré hacia la puerta, hallándome a medio camino de la misma. Mi mente comenzó a especular sobre la identidad del propietario del dedo que presionaba el timbre con tanta insistencia. No esperaba a nadie; de hecho el grueso de mis amistades estaba de vacaciones.

¿Acaso sería un nuevo destacamento de "testigos jorobaos", armados hasta los dientes y dispuestos a exorcizarme? ¿Sería tal vez una modelo arrepentida reconvertida en encuestadora y con problemas de ninfomanía? —¡Ey, eso último no estaría mal! —pensé para mis adentros por aquel entonces, y lo sigo pensando.

¿Quizás sería Palmira que venía a confirmar la cita del dentista, y que me tendría media hora en la puerta dándome la tabarra con lo grande que me había puesto y lo que la quería (inconsciente de mí) cuando era pequeño?

Con cada paso la intriga aumentaba de forma insoportable. ¿Ninfómana, Palmira, el exorcista?


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