Réquiem por Trujillo

By mildemonios

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Han pasado muchos años desde que los muertos regresaron a la vida para alimentarse de los vivos. Algunas com... More

1. Ángelo: Toque de queda
2. Stefanie: Debajo de la tierra
3. Cristian: Una noche tranquila
4. Todos: Los últimos días
5. Angelo: Presentaciones
6. Stephanie: Primera vez afuera
7. Cristian: Problemas en el camino
8. Teresa: Parada en el camino
9. Daniel: La vida en el centro comercial
10. Stephanie: Primera vez frente al mar
12. Negociaciones frente a Cao
13. Al agua patos
14. Stephanie: Arribo a la playa
15. Cristian: Un nuevo mundo

11. Cristian: Noche en altamar

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By mildemonios

Por suerte hubo viento suficiente como para que la pequeña barca de Leandro navegara a buena velocidad en dirección al norte. Tomó apenas un par de horas llegar al destino, tiempo durante el cual Cristian pudo observar con mucho asombro que en la costa había varias pequeñas colonias de sobrevivientes. En una ocasión pasaron cerca a un largo muelle que comenzaba en tierra firme y llegaba bastante lejos hacia el mar abierto, toda hecha de madera. Al final del muelle había unas cabañas de madera de dos y tres pisos, en los que aparentemente vivían varias familias.

"No entiendo", le comentó Cristian a Leandro, junto a quien estaba sentado. "¿Cómo es que pueden sobrevivir aquí afuera, solos, por su cuenta?"

"¿Quién dice que están por su cuenta, muchacho?", le sonrió Leandro. "Están aquí viviendo solos, pero no están solos. Si necesitan algo, pueden ir a comerciarlo. Ahí a donde ustedes fueron. Muchos están dispuestos a entregar lo que sea a cambio de pescado seco. O de algas. Esos niños que están ahí, esos que se están tirando al mar, cosechan algas en unas camas de madera que cuelgan a unos pocos metros de profundidad. Cultiva algas y otras cosas"

Cristian los miró con mayor atención. Al borde del muelle había unas plataformas inferiores desde las cuales unos niños se lanzaban al agua jugando. Para ellos no era problema que, a unos metros de distancia, al inicio del muelle, hubiera una masa de muertos vivientes tratando de llegar a ellos.

"¿Cómo es que se mantienen seguros?", preguntó Cristian. "¿Cómo evitan que los zombis lleguen a ellos?"

"Oh, fácil", respondió Leandro. "El muelle tiene partes que se doblan. Como un puente que se levanta. Los apestosos, como los llaman ellos dos, pueden avanzar por el muelle un poco, pero después caen al mar. Las olas los llevan de regreso a la orilla. En los muelles esos niños están seguros"

Cristian los siguió observando. A lo lejos veía a los niños nadando en el agua, cerca a la plataforma inferior, riendo y empujándose. Él nunca había tenido una experiencia así. Él había sido hijo único y después del accidente vivió con su tía y sus tres hijos, los cuales lo maltrataban. Si algún día tenía hijos, quería que vivan en ese muelle, pensó.  Que sean amigos de esos niños.

De pronto se dio cuenta de que Steph y Naomi también estaban hipnotizados por el espectáculo de esos menores pasando un tiempo agradable, en ese mundo podrido y decaído.

"En Cao también hay niños jugando", intervino Leandro. "A la niña le va a gustar. Van a ver"

Leandro acarició una sola vez a Naomi antes de continuar maniobrando las velas de la barca. Naomi sonrió. Steph, en cambio, la miró preocupada. Primero quería ver ese lugar al que estaban yendo. Quizás luego podrían emocionarse por estar ahí. Por el momento no le parecía prudente ilusionar a su pequeña hija al respecto.

Cristian se dio cuenta de esto. Le puso una mano en el hombro.

"No te preocupes. Ella se merece esto y mucho más", le dijo porque no pensó en otra cosa que decir.

Teresa y Daniel no dijeron mucho más durante el camino. Los dos habían llegado nadando y empujando los cuerpos amarrados a su equipo hasta la barca y habían subido. Dentro se habían acomodado y se habían quedado dormidos ambos. Dormidos. Cristian apenas podía creerlo. ¿Cómo podían dormir en un lugar como éste, que se movía constantemente y que podía colapsar en cualquier momento?

Esto ponía en tela de juicio la decisión de haber puesto su vida en las manos de ellos dos. Hasta ahora habían parecido saber exactamente qué hacer. Sin embargo, acciones como ésta lo hacían dudar todo.

Al cabo de una media hora el viento dejó de cooperar. Leandro tuvo que bajar las velas y colocar los remos.

"Iremos más lento, pero llegaremos. No se preocupen", les dijo Leandro con su consagrada sonrisa.

"¿Querrás que te ayudemos remando, quizás?", se ofreció Cristian. Leandro negó con la cabeza.

"Ustedes me han pagado para que los lleve a un destino. Los voy a llevar a un destino. Imagínate que yo te contrate para... ¿a qué dijiste que te dedicabas?", preguntó el pescador.

"Soy programador", respondió Cristian temeroso. Muy poca gente entendía lo que eso significaba.

"Oh, bueno. No importa"

Con las velas habían estado avanzando a buena velocidad. A remos iban mucho más lento. No obstante, Cristian agradecía que no tuvieran que ir a pie. Viajar por mar estaba resultando ser lento, pero seguro.

Después del muelle vio lo que bien pudo haber sido un balneario agradable y relajante en otro tiempo. Ahora era una concentración más de muertos vivientes. Cristian los podía ver desde la barca moviéndose de un lado a otro lentamente, con ese bamboleo que los caracterizaba. No eran muchos, en realidad, pero eran los suficientes como para ponerlo nervioso.

Lo único que quería por el momento Cristian era llegar a su destino. En cuanto esté ahí, negociaría lo que sea para tener un espacio seguro en el cual instalarse y comenzar a hacer lo suyo. Comenzar a trabajar en lo que sea que haga falta para poder sobrevivir.

Steph y Naomi también estaban con su atención puesta en el balneario. Ninguna de las dos dijo nada, hasta que Naomi se volteó hacia el otro lado y exclamó un grito de sorpresa.

"¡Oh, miren! ¡Miren!", gritó.

Cristian sintió que le faltaba el oxígeno de pronto. Con los ojos abiertos como nunca antes giró hacia lo que la niña señalaba. Hasta tuvo miedo de ver a lo que se refería, pero necesitaba saber cuál era el problema. Steph y Leandro también se voltearon sin perder el tiempo.

Teresa y Daniel, en cambio, siguieron durmiendo.

Se trataba, por supuesto, de la puesta del sol.

Cristian nunca la había visto desde el exterior. Mucho menos desde el mar. Era una visión sorprendente. Algo que nunca olvidaría en lo que le quedaba de vida.

El sol ya se había ocultado en un tercio aproximadamente. Los colores del mar se habían comenzado a alterar. Ya no parecían azul oscuro, sino que tenían una tonalidad rojiza. Era impresionante. Cristian había leído al respecto y había visto fotos en su pantalla, pero nada lo había preparado para la imponencia de lo que estaba viendo en ese momento.

Había un sentido de profundidad, de pertenencia a algo más grande que Cristian no había sentido antes. Cuando estaba en las Siete Torres vivía encerrado en su departamento y apenas salía una o dos veces por semana. A veces lo obligaban a visitar lugares en los cuales estaban instalando sistemas que él había diseñado. Cristian en ocasiones ni iba. Prefería seguir en la seguridad de su vivienda, algo que ahora reconocía que era un sentimiento falso.

Como sea, ahora frente a la puesta de sol se sentía insignificante. Como una polilla suelta al aire libre desde el techo del edificio. Si su vida terminase en ese momento, ¿importaría? Nada de lo que había hecho hasta entonces importaría.

Se volteó hacia Steph y Naomi. Ambas estaban abrazadas observando la puesta de sol, como si estuvieran en el lugar más seguro del mundo. Parecía no importarles que a unos cuantos metros de ahí, en la orilla, había monstruos hambrientos dispuestos a comérselas vivas y transformarlas en una de ellos. Parecía no tener importancia que estaban en el mar y que si el clima cambiaba, podrían pasar varias cosas que los podrían arrojar justamente a esa orilla. Parecían haber olvidado que estaban camino a un destino del cual no sabían casi nada y que ahí era en donde tendrían que vivir el resto de sus vidas, las cuales bien podrían ser bastante cortas.

Nada de eso parecía importar, porque estaban juntas, una abrazada a la otra. Cristian nunca había sentido algo así y tenía curiosidad por saber de qué se trataba.

"Oye, Leandro", le dijo en voz baja volteando a mirar de nuevo la puesta de sol. "Dime, ¿es seguro seguir avanzando en la noche?"

El pescador negó con la cabeza.

"No, lo siento mucho. Cambió el viento y eso nos retrasó un poco. Pensé que podríamos llegar hasta el final con buen viento. Estas cosas no se pueden predecir. Tú sabes eso", respondió y le puso una mano en el hombro. "Vamos a tener que pasar la noche aquí. Hace frío, así que se van a tener que abrigar. Yo no traje mantas. Espero que en sus mochilas tengan ropa para abrigarse. De noche hace mucho frío"

Cristian asintió y tomó su mochila. Ahí dentro tenía una casaca gruesa que se pondría encima. No tenía nada más de abrigo, así que eso tendría que ser suficiente.

De pronto tuvo una inquietud. Miró a Leandro de nuevo y le preguntó en voz baja.

"Oye, tengo una pregunta. Somos cuatro adultos y un niño. Entramos en tu barca con comodidad, ¿no?", Cristian dijo y Leandro asintió sonriendo. "¿Qué hubiera pasado su hubiésemos sido seis adultos y tres niños?"

"No los habría traído. Mucha gente. Demasiada gente. Cuando son demasiadas personas, hay problemas. Yo no me arriesgo"

Leandro tomó una pesa de metal pesado, el cual estaba sujeto a una gruesa soga, y la arrojó al agua. Su ancla, pensó Cristian, quien se volteó hacia Daniel y Teresa. Ambos seguían plácidamente dormidos.

"¿Cómo pueden dormir en un momento como éste?", preguntó en voz alta.

"Ellos aprovechan el tiempo que pueden. Cuando lleguen a Cao no podrán descansar como lo están haciendo ahora. Los pondrán a trabajar de inmediato, a solucionar sus problemas. Pobres. Déjalos descansar mientras pueden"

"¿Nos pondrán a trabajar?", Cristian sintió de pronto que le faltaba el aire. Había estado comenzando a considerar su destino como un lugar seguro. De pronto resulta que el plan era ponerlo a trabajar. ¿De eso se trataba todo? ¿Eran Daniel y Teresa una especie de esclavistas que capturaban mano de obra barata?

"Ellos. Ellos dos tendrán que solucionar problemas. No ustedes tres. Tú y la señora y su hija van a ser recibidos como héroes. Ustedes tres son justo lo que ellos buscan. No se preocupen"

"Pero...", Cristian quiso saber más.

"Ya, déjame dormir. Yo también tengo mucho que hacer mañana", le interrumpió Leandro y se sentó apoyando la cabeza con las manos y cerrando los ojos.

Cristian apenas pudo dormir esa noche. Esto fue por una serie de razones. La principal fue el frío. Nunca en su vida había sentido tanto frío. En las Siete Torres había pasado frío cuando era niño y vivía con su tía, la cual lo veía como una molestia y se lo hacía saber constantemente. Cristian vivía en una esquina de una habitación de sus primos, los cuales no tenían ningún respeto por sus cosas. Era común que regresara del colegio y encontrara que sus primos habían revisado sus cajas y se habían llevado alguno de los pocos juguetes que él tenía o algo que ellos querían.

Por ejemplo, su bufanda. A Cristian le daba frío en el cuello con frecuencia. Las manos también, pero al respecto podía hacer algo. Podía meter las manos al bolsillo o frotarlas o ponerlas bajo sus axilas. Lo que sea. Pero en el cuello tenía frío y no podía hacer mucho. Una amiga del colegio, Rosa, una vez tuvo lástima de él, se quitó su bufanda morada y se la regaló. Le dijo que se abrigara, por favor. Cristian la usaba todos los días e incluso en la casa. No era que sintiera frío realmente o que estuviera enamorado de Rosa. Se trataba simplemente de que alguien había sido amable con él y que eso le hacía sentir un poco más cálido por dentro.

Sus primos, por supuesto, no podían permitirlo. Cuando se enteraron, cogieron la bufanda y la escondieron. Cristian lloró y reclamó y pateó el piso. Cuando su tía por fin llegó a casa esa tarde, encontró todo desecho y castigó a Cristian, por supuesto. Lo sentó en una silla en una esquina de la sala, mirando a la pared, por toda la tarde. Incluso hasta después de que los primos se hubiesen ido a dormir. Cristian sintió aun más frustración y decidió ese día que las cosas tendrían que cambiar. Que tenía que hacer algo concreto.

Él sabía que Clara, la hermana de su profesora, trabajaba en los almacenes de repuestos. Cristian sabía en dónde estaban los almacenes, porque habían ido semanas atrás a visitarlo en una excursión del colegio. Al día siguiente saliendo de clases fue al almacén y la buscó. Cristian había escuchado a Clara decir que necesitaban más apoyo de administración central, pero que no les enviaban ayuda. Cristian se ofreció a ayudarlos a cambio de un lugar para dormir y para dejar sus cosas.

Clara no quiso al final, porque le parecía mala idea a muchos niveles tener a un joven de 12 años durmiendo en las noches en el almacén, pero se sintió mal por él, así que hizo algo más. Le dio el trabajo a modo de práctica pre profesional. Si el chico quería trabajar ahí haciendo labores menores, bien por él. Que vaya ganando experiencia y aprendiendo cómo se hace todo. Le asignó una esquina en la que podía además hacer sus tareas y pasar todo el tiempo que quisiera. Incluso le implementó un pequeño armario en el que podía dejar cosas. Pero no podría quedarse a dormir. Eso estaba prohibido. Todas las noches a las nueve, Cristian debía dejar todo ordenado y salir de ahí.

El almacén contaba con seguridad. Dos miembros del personal de seguridad eran asignados a cuidarlo todo en las noches. Ellos llegaban a las ocho aproximadamente. Cristian aprendió a ser amigable con ellos para poder pasar un tiempo más. Así era como llegaba casi a las once al departamento de su tía, cuando ya todos estaban durmiendo. Al día siguiente se levantaba temprano y se iba al colegio. Apenas se cruzaba con su tía y sus abusivos primos.

Así vivió por cuatro años, hasta que tuvo 16 años y se pudo independizar.

Todo eso regresó a él esa noche en el mar. Por décadas había podido olvidar ese pasaje de su vida. No estaba orgulloso de haber sido una rata de almacén, de haber vivido, trabajado, hecho tareas y leído en una esquina oscura del espacio en el que se guardaban cajas con pedazos de máquinas y de artefactos. Le daba vergüenza haber pasado por eso y esperaba que nunca nadie se lo recordara. Cuando alguien lo mencionaba en las Siete Torres sonreía nervioso y cambiaba de tema de inmediato. Pero ahora, flotando en el mar con un futuro incierto, de pronto se sentía como esas tardes en las que sabía que se acercaba las nueve de la noche y que tendría que fingir amistad con un guardia de seguridad para poder quedarse por ahí un par de horas más. Era horrible.

A solas en su esquina del almacén fue que aprendió a programar. Ahí fue que ensambló su primera computadora y aprendió a usarla. Si no hubiera sido por ese pasaje dramático de su vida, no sería la persona que es hoy. Aun así, no le deseaba esos malos años a nadie. Mucho menos a esta pobre niña que tenía al frente.

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