El Territorio de las Almas Pe...

By NoaRose_writes

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Ocurrió hace ya varios años, pero hay días en los que recuerdo aquella historia como si hubiese sucedido ayer... More

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Epílogo

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By NoaRose_writes

Como todos los años anteriores, Ana y yo íbamos a pasar aquel verano en el pueblo de cuyo nombre nadie se acordaba.

Sabía que mi amiga llegaría una semana antes que yo, pues mis padres habían tenido que retrasar las vacaciones por motivos de trabajo. En los días que quedaban, yo esperaba impaciente el momento de que comenzasen las exploraciones con mi compañera de aventuras. Al fin y al cabo, el pueblo era siempre mucho más divertido que la ciudad donde vivíamos el resto del año.

Uno de los primeros días que pasé allí, Ana y yo salimos a dar una vuelta con los caballos que tenían sus abuelos por un monte cercano al pueblo. Mientras avanzábamos por un camino entre los árboles, por el que ya habíamos estado en incontables ocasiones y que conocíamos como la palma de nuestras manos, empezamos a notar a los caballos cada vez más nerviosos y, alertadas por la reacción de los animales, comenzamos a tener la sensación de que algo nos acechaba, escondido entre los árboles y la maleza que nos rodeaban.

Esa fue la primera vez que dejamos que el miedo decidiese por nosotras. Asustadas por aquella presencia que, aunque no veíamos, sabíamos que estaba cerca, dimos la vuelta y, galopando lo más rápido que pudimos, regresamos al pueblo.

No nos atrevimos a abandonar el refugio de las líneas de casas y la presencia consoladora de los vecinos durante el resto del día.

***

Esa noche, Ana y yo nos quedamos a dormir juntas, a modo de fiesta de pijamas. En realidad, aquello no era más que una excusa para no pasar la noche solas, pues seguíamos sintiendo el miedo que nos había provocado aquella presencia que se ocultaba en el bosque demasiado reciente.

A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano. No habíamos querido preocupar a nuestras familias con los acontecimientos del día anterior, pero las dos necesitábamos saber qué era lo que se escondía entre los árboles, a pesar del miedo estremecedor que había llegado casi a paralizarnos.

O, más bien, queríamos comprobar si había sido todo fruto de nuestra imaginación desenfrenada para quedarnos tranquilas, o si, por el contrario, aquella presencia acechante había sido espeluznantemente real.

Así que, sin decírselo a nadie, pero dejando una nota a nuestros padres, volvimos al bosque y tomamos el mismo camino que el día anterior. Con el recuerdo aterrador de aquella presencia invisible todavía tan reciente, habíamos acordado que lo mejor sería ir a pie. Al fin y al cabo, si llevábamos los caballos y estos se asustaban, podríamos tener un accidente.

De este modo, con el cuerpo agarrotado por el nerviosismo y el miedo, caminamos hasta aquel lugar al que tan pocas ganas teníamos de volver. Aunque habríamos preferido no regresar al entorno que había poblado nuestras pesadillas aquella noche, sentíamos la necesidad imperante de saber qué se escondía en el bosque.

***

Cuando llegamos al mismo punto en el que los caballos se habían puesto nerviosos el día anterior, a nosotras comenzó a invadirnos de nuevo aquella sensación de que algo nos acechaba entre la espesura.

—Tú también lo notas, ¿verdad? —pregunté en un susurro, como si mi voz fuese a perturbar aquel ambiente tenso y sobrecogedor. Vi por el rabillo del ojo que Ana asentía levemente con la cabeza, pero mi amiga no se atrevía a pronunciar palabra—. ¿Qué crees que puede ser?

Por toda respuesta, Ana se paró en seco. Me giré hacia ella y, cuando nuestras miradas se encontraron, ella extendió el brazo y señaló hacia delante con el dedo índice. Su mano temblaba. Todo su cuerpo temblaba.

Seguí la dirección que mi amiga indicaba. Una curva en el sendero se abría ante nosotras un poco más adelante y, a mitad de camino, junto al borde de vegetación que se extendía a ambos lados de la senda, pude distinguir un bulto blanco como la nieve. Estaba inmóvil. Inerte. Sin embargo, algo en mi interior me hizo saber al instante que aquella figura, sin una forma definida que pudiese apreciar desde donde me encontraba, era la presencia que habíamos venido a buscar.

Solo con verla desde la distancia, un escalofrío me recorrió la espalda e hizo que me costase coger aire. Y lo peor es que no entendía por qué. Ni siquiera sabía qué era aquella figura informe, pero el simple hecho de tenerla frente a mí, aunque todavía estuviese lejos, hacía que todos mis instintos me apremiaran a salir corriendo de allí.

Con cautela, con la respiración entrecortada y pasos cortos y temblorosos, nos acercamos un poco más; solo lo suficiente como para poder apreciar ligeramente algunos rasgos más de su aspecto. Lo primero que nos llamó la atención fue darnos cuenta de que tenía la piel recubierta de escamas de un color blanco perlino, que emitían suaves brillos dorados cuando los pocos rayos de sol que se colaban entre las ramas de los árboles incidían sobre ellas.

Aquella figura que estaba delante de nosotras, fuera lo que fuese, abrió sus párpados, que hasta entonces había tenido cerrados y habían sido inapreciables, y pudimos ver unos ojos amarillos con unas pupilas negras y ovaladas que nos observaban con interés desde la distancia.

Nos quedamos paralizadas cuando su mirada acechante cayó sobre nosotras. Era la forma en la que un zorro miraría a un conejo indefenso, sabiendo que le ha ganado la partida y que es el final para su presa.

Aquella criatura que nos escrutaba, infligiéndonos con su mera presencia un terror como yo nunca antes había sentido y que nos paralizaba, abrió la boca y nos enseñó dos grandes colmillos que nacían de su mandíbula superior. No eran muy grandes, pero resultaban igualmente intimidantes. Y, sobre todo, había parecido que aquella figura, que todavía no había conseguido identificar, solo nos había enseñado los colmillos para atemorizarnos más.

Como si no lo estuviésemos ya lo suficiente.

***

La criatura se mantuvo en aquella posición, con la boca abierta y su mirada amarillenta fijada sobre nosotras, como si se tratara de una estatua de mármol. Nosotras tampoco nos aventuramos a hacer ningún movimiento, temerosas de cómo reaccionaría aquel misterioso ser ante el más mínimo gesto. Con toda la tensión que reinaba en aquel ambiente, en un camino en medio del bosque al que solo llegaban unos pocos rayos de luz que se colaban entre las copas de los árboles para darle un aire místico, no nos atrevíamos ni siquiera a respirar.

La criatura seguía con los ojos clavados en nosotras, y yo le devolvía la mirada con la poca entereza que era capaz de reunir en esos momentos mientras pensaba en una forma de escapar de sus amenazantes colmillos. Además, las características que había podido atisbar desde mi posición me habían permitido empezar a hacerme una vaga idea acerca de la naturaleza de aquel ser.

Aunque, en realidad, ese pensamiento solo hizo que el miedo me atenazara los músculos más de lo que ya lo estaba haciendo.

Entonces, como si quisiera confirmar las sospechas que comenzaban a tomar forma en mi mente, aquella criatura se levantó sobre sus anillos escamosos que, a pesar de haber estado apoyados en el suelo de tierra, seguían estando del blanco más impoluto, como si fuesen repelentes a cualquier tipo de suciedad que manchara sus impresionantes escamas níveas.

Ahora nos observaba desde la altura que le proporcionaba su enorme tamaño y, con un bufido estremecedor, el ser que protagonizaba las leyendas que recorrían el pueblo entre murmullos ensanchó las dos láminas que había mantenido recogidas a ambos lados de su cabeza.

Ya no había lugar a dudas.

En ese momento, con la criatura alzada para mostrarnos su gran envergadura, Ana y yo pudimos comprobar que se trataba de una serpiente. Una cobra, para ser precisos. Sin embargo, aquella no era una cobra normal. Era enorme, mucho más larga que cualquiera de las que hubiésemos podido ver en la televisión. Si se estirase del todo, alcanzaría los siete metros de longitud.

Por si el aspecto sobrenatural de la serpiente no fuera lo bastante aterrador, Ana y yo éramos conscientes de que este tipo de reptiles era uno de los más venenosos del mundo y, a juzgar por su postura, se estaba preparando para atacar.

***

De manera sigilosa, reptando sobre la mitad posterior de su cuerpo mientras mantenía la cabeza erguida por encima de las nuestras, la cobra comenzó a acercarse a nosotras. No teníamos ni idea de cómo reaccionar ante aquella insólita situación, pero, incluso si hubiéramos pretendido huir, estábamos tan aterradas que nuestros cuerpos no habrían respondido para salir corriendo.

De todas formas, ¿seríamos capaces de avanzar más rápido que la enorme serpiente que nos acechaba? No podía estar segura, pero todos mis instintos me decían que no era una carrera que pudiésemos ganar.

Un nuevo bufido de la serpiente me hizo volver a centrar toda mi atención sobre ella. Se había parado a unos metros de nosotras y mantenía la boca abierta, enseñándonos la letalidad que nacía de su mandíbula superior. Nosotras no podíamos apartar la mirada de sus colmillos.

La criatura entrecerró ligeramente sus grandes e intimidantes ojos y fijó su mirada ambarina en nosotras.

No. En nosotras no.

En Ana.

Lo que pasó a continuación ocurrió en apenas unos segundos, pero cada vez que evoco el recuerdo de aquellos instantes fatídicos, estos parecen estar grabados a cámara lenta en mi memoria.

Antes de que ninguna de las dos tuviese tiempo a reaccionar, la cobra, con un movimiento fugaz, clavó sus colmillos inyectados en veneno en la pierna de Ana, justo donde terminaba la tela de sus pantalones pirata.

Después, se esfumó.

No hay palabras para describirlo. Simplemente desapareció ante nosotras del lugar donde había estado. Un instante estaba allí y al siguiente... ya no. Ni siquiera quedaba el rastro de su cuerpo sobre la tierra del sendero. Era como si nunca hubiera estado allí, como si todo hubiera sido fruto de nuestra imaginación.

Sin embargo, había sido real, y la prueba estaba a mi lado, tirada en el suelo y con una mueca de dolor grabada en el rostro.

Ana se agarraba la pierna en el lugar donde la había mordido la cobra. Todos sus músculos estaban tensos, agarrotados a causa del dolor, pero también del miedo de lo que pudiera pasarle. Su semblante estaba deformado a causa de la angustia. Tenía los ojos cerrados con los párpados apretados, el entrecejo fruncido, y leves gemidos se escapaban entre sus dientes apretados. Las lágrimas habían comenzado a bañar sus mejillas y los sollozos convulsionaban su cuerpo.

Y yo no sabía qué hacer para ayudarla.

***

—¡Ana! —exclamé. Me arrodillé a su lado y la agarré por los hombros, intentando que su cuerpo dejase de temblar. Seguí llamando su nombre, intenté que abriera los ojos y se centrara en mi voz, incluso le acaricié la mejilla por si el contacto hacía que reaccionara. Sin embargo, ninguno de mis esfuerzos sirvió de nada.

En ese momento, escuché a lo lejos las voces de nuestros padres, que nos llamaban a gritos. Debía de haber pasado más tiempo de lo que habíamos planeado y, a pesar de la nota que les habíamos dejado, no era propio de nosotras estar tanto rato sin aparecer por casa. Por eso, ellos, preocupados, habían salido a buscarnos.

—¡Estamos aquí! —Los llamé todo lo fuerte que pude, sosteniendo la cabeza de Ana, que ahora estaba casi inconsciente, en mi regazo. Sus brazos habían perdido fuerza y ahora descansaban a ambos lados de su cuerpo, sin tanta tensión a causa del desfallecimiento. Además, estaba ardiendo; el veneno de la serpiente estaba comenzando a hacer su efecto—. ¡Venid rápido!

Escuché sus pasos antes de verlos llegar. Yo tenía los ojos anegados de lágrimas y la mirada borrosa, sin poder apartarla del rostro de Ana, que seguía mostrando el dolor que le debía de estar produciendo la ponzoña de la mordedura.

En cuanto vieron a mi amiga en el suelo, con las marcas de los colmillos de la serpiente en la pierna, la cogieron en brazos y la llevaron hasta el coche sin perder ni un instante. Desde allí, la trasladaron al hospital más cercano, con mis padres y yo en otro coche siguiéndoles de cerca.

Todos estaban demasiado preocupados por lo que pudiese pasarle a Ana como para preguntarme qué había ocurrido. De todas formas, yo seguía tan conmocionada que dudo que hubiese podido responder nada coherente. Tampoco es como que se fuesen a creer mi relato de los acontecimientos. ¿Una serpiente gigante? Se pensarían que estaba delirando.

Cuando llegamos al centro médico, al doctor que atendió a Ana le sirvió un escueto examen de la herida en su pierna para dictaminar enseguida que debía haberla mordido algún tipo de serpiente venenosa. No es que aquella suposición estuviese muy lejos de la realidad, salvo por el hecho de que no había sido una serpiente común.

—No os preocupéis —nos dijo—, tenemos un antídoto que funciona muy bien para todas las mordeduras de serpiente. Incluso de las más peligrosas. Probaremos primero con ese.

—¿Y si no funciona? —preguntó la madre de Ana, a la que le temblaban tremendamente las manos y que casi no podía ni hablar de lo angustiada que estaba.

—Ya estamos analizando una muestra de sangre para saber qué tipo de serpiente la mordió. Hay que esperar un tiempo para saber si el antídoto da resultado. Si no es así, para entonces ya tendremos los resultados del análisis y, entonces, le inyectaremos uno más específico. Con eso no habrá problemas.

Ante estas palabras, los padres de Ana se relajaron en cierta medida, aunque la preocupación seguía consumiéndolos con cada minuto que pasaba sin que su hija diera muestras de mejoría. Mientras tanto, yo, con mis padres sin separarse de mí, contemplaba la escena algo alejada, sin querer intervenir más de lo debido. 

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