Daozhang [XueXiao]

By NeaPoulain

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Daozhang

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By NeaPoulain

Advertencia: me siento obligada a remarcar que el XueXiao es un pairing mayormente tóxico y que me gusta escribirlo como romance tóxico, así que si no es el tipo de romance que vienen buscando, pos no sé que tanto les guste esto. Advertidos quedan.

Esta historia existe porque la cuenta de /XueXiaoAgenda en tuiter puso como tema del mes XueXiaoMonsters para octubre y platicando con una amiga comentamos sobre el rapto de Psique y yo quería analizar a los dioses como monstruos también.

***

Si Xiao Xingchen pudiera salvar a Song Lan de todos sus problemas, incluso a costa suya, lo haría.

Había una regla sagrada en el templo: respeta las ofrendas. No ofendas jamás a los dioses. Y cuando un dios marcó a Song Lan como la siguiente ofrenda, los sacerdotes se limitaron a ponerle una venda en los ojos y comunicarle su destino.

Xiao Xingchen se atrevió a desafiarlos.

Él mismo le entregó sus ojos a Song Lan. «Zichen», murmuró al dárselos. Él mismo se puso la venda blanca, cubriendo las cuencas vacías. No gritó de dolor. No se quejó. Su maestra lo había enseñado a soportar el destino, incluso cuando él la desafió y abandonó las montañas para bajar al mundo. Incluso cuando le dijo que allá abajo poblaban los dioses crueles y contrarios. Los dioses del bosque no ofrecían pagos en sangre, aunque a cambio había que cumplir el sagrado deber para con la naturaleza. No eran como los dioses nuevos, que exigían prender el fuego sagrado, que exigían consortes humanos, que exigían sacrificios en sangre. Pero él bajó buscando construir otros templos, otras maneras de adorar.

Nunca esperó que Song Lan hubiera sido señalado como ofrenda.

Nunca esperó que aceptara su destino.

Nunca esperó que lo odiara por ponerse en medio.

***

-¡Ni siquiera eres un sacerdote de este tiempo!

La furia en la voz se siente desde lejos. Otros sacerdotes se apiñan cerca para escuchar la discusión y más tarde comentar, escandalizados, sobre ella, porque no es posible que un desconocido al templo se atreva a ser ofrenda para uno de sus dioses.

-¡No tienes por qué hacer esto! ¡No es tu credo, no es...! ¡Ni siquiera respetas nuestros sacrificios!

-¡Hay otra manera de hacer las cosas!

Es extraño oír a Xiao Xingchen contrariado, pero más que eso, en su voz se adivina una clase extraña de desesperación.

-Tú creías en ella -prosigue, un poco más sereno y sosegado-, ¿lo recuerdas? Cuando viajamos juntos dijiste...

-¡Eso no importa, Xingchen! -espeta la voz furiosa de Song Lan y su rostro, con los ojos de Xiao Xingcheng, se contrae de ira-. ¡Todo eso fue antes del desastre de los Chang! ¡Te metiste en donde no debías! ¡Por qué tenías que ofender al templo de los Jin! -Ya no es pregunta, sino solo un reproche-. ¡Antes de que cayeras en desgracia y tuvieras que refugiarte aquí como paria...! ¡Antes...! -Hay una pausa y la respiración agitada de Song Lan intenta sosegarse, sin lograrlo-. No sé si hay otra forma de hacerlo; pero no creo que la encuentres en el camino que estás tomando. -Hay una pausa en la que ni siquiera Xiao Xingchen se atreve a decir nada-. Si quieres luchar contra los dioses, puedes intentarlo.

»Pero no olvides, Xingchen, jamás, que sólo somos mortales y estamos a merced de los dioses. Nuevos, viejos. No importa. Estamos a su merced. ¿Mataras a los dioses?

Xiao Xingchen traga saliva.

No es eso. Pero quiere acabar con los sacrificios, con el sufrimiento, con los gritos ignorados de las ofrendas. Respeta los ritos, pero le turba que los mortales no sean más que insectos insignificantes para el Reino Celestial.

Si matar a los dioses acaba con el sufrimiento de los mortales, ¿realmente el panteón es bueno?

-Hay otra manera de hacer las cosas -repite, sereno. Aferra su espada ceremonial, que lo ha acompañado durante tanto tiempo.

Song Lan frunce el ceño y en su rostro se pinta la decepción que Xiao Xingchen ya no puede ver, con las cuencas vacías tras la venda color blanco.

-¡Sea, pues! ¡Encuéntrala! ¡Entrégate a los dioses en los que no crees! ¡Pero no vuelvas nunca aquí! ¡Este no es tu destino! -Hay una pausa en la que Xiao Xingchen está a punto de decir «bien», porque entiende la furia y la traición a la que ha sometido a Song Lan, entiende los problemas en los que lo sepultó cuando lo llevó al templo de los Chang a ver los cadáveres y sugerirle que investigaran que había pasado porque «los dioses no pueden ser tan crueles, Zichen, esto puede ser obra humana». Está a punto de claudicar, al menos en una parte, cuando Song Lan da la última estocada-. No vuelvas nunca a donde pueda verte, Xiao Xingchen. ¿Quieres ofrendarte a los dioses? ¿Rogarles que no me lleven a mí? ¡Sea! ¡Pero no pases por donde mis ojos puedan verte!

Una simple lágrima color carmesí corre por la mejilla de Xiao Xingchen.

***

La ceremonia, finalmente, se lleva a cabo en soledad. Los sacerdotes no se atreven a modificar más el ritual. Sólo le dan las ropas blancas y lo llevan hasta los baños, donde la piel de Xiao Xingchen queda reluciente. Pero él ya no puede verla y ha de acostumbrarse a la oscuridad perpetua. No ve ni siquiera el blanco del hanfu ceremonial, con las orillas bordadas con cuidado; tan sólo siente la delicada tela de cada prenda.

Cuando alguien levanta su espada, escucha el sonido del acero y su mano se apresura a buscarla.

-No -dice.

-No puede tener...

-No -replica, con la voz más peligrosa. Peleará por su espada si es necesario. Shuangua lo acompañará allí a donde vaya.

-Déjalo -dice alguien.

Y Xiao Xingchen ajusta la espada ceremonial al cinto y deja que lo conduzcan hasta la sala principal del templo.

-Buena suerte -musita alguien. O un coro de voces. Pero Xiao Xingchen no les pone atención, porque sus sentidos están puestos en otra parte. Su oído pone atención al rumor de sus pies en el suelo y al choque entre las telas-. Buena suerte -es un mantra que apenas si escucha.

Se arrodilla frente a los altares, dejando su espada al frente. Suspira.

Pega la frente al suelo y suplica.

«Respeta el cambio de destino. No te lleves a Song Zichen. No a él. Pagaré cualquier precio. Lo que sea necesario ofrendar...».

Nadie sabe realmente qué ocurre con las ofrendas. Dicen que hay dioses, como Jin Guangshan, patrón del templo Jinlintai, que exigen mujeres hermosas como ofrendas, para bendecirlas con la vida y abandonarlas a su suerte más tarde. Hay otros, como el infame Yiling Lazou, Patrono de los Fantasmas, cuyo templo era una construcción en desgracia en los túmulos funerarios, exigía el alma, para crear soldados que pudieran atacar otros templos. Pero ese dios desapareció hace tiempo y nadie sabe qué fue de él. Sobre quien haya reclamado a Song Lan como ofrenda, Xiao Xingchen no sabe nada. Podría ser cualquiera. Podría ser cualquier cosa.

Y entonces la voz suena.

En todas partes y en ninguna. No viene de ningún cuerpo, sino del viento, de todas partes.

-¿Quieres salvar a Song Zichen de su destino? ¿Quieres salvarte tú...? -El Dios se ríe-. Tendrás una buena vida, Daozhang.

Y otra mano aferra su mano.

Y después, el rapto.

Nada queda atrás, no se sabe a dónde se ha marcado Xiao Xingchen.

***

-Sólo hay dos reglas en este palacio.

Xiao Xingchen cae de rodillas con un dolor agudo, porque no puede ver el piso cuando el Dios lo suelta. Trastabilla y siente el piso de un mármol frío -quizá-. Se apoya para levantarse, pero entonces siente una mano -que parece humana aunque no lo es- sobre su hombro.

-Nadie puede ver mi rostro verdadero -dice el Dios con voz suave-. Si nunca intentas ni siquiera buscarlo todo estará bien.

Xiao Xingchen se pone en pie cuando la mano en su hombro se quita. Le costará días orientarse en el palacio celestial de un Dios, si es que se le permite deambular por todas partes.

-¿Y la segunda, señor?

-Ah... Esa es más fácil, aún. -Una mano se posa en su barbilla y es sorprendentemente suave. Como la voz, es la mano de un hombre joven, quizá en apariencia más joven que el propio Xiao Xingchen; eso no quiere decir nada, sin embargo, pues los dioses pueden tomar la apariencia que deseen-. No debes traicionarme, Daozhang.

«Daozhang».

El título de los sacerdotes taoístas, de los dioses antiguos.

-Nunca -sigue el Dios y lo hace alzar la cabeza aunque Xiao Xingchen sólo se enfrente a la oscuridad y no pueda verlo-. ¿Entendido?

-Sí, mi Señor -dice Xiao Xingchen.

No sabe qué esperar de aquel dios, pero no va a faltarle al respeto, tampoco. Aunque sea un sacerdote de otro culto, aunque no sepa a qué dios se está dirigiendo. No importa. Xiao Xingchen no va a faltarle al respeto.

Pero el Dios bufa.

-Tsk. Odio los títulos.

-¿Entonces..., mi señor...?

-Tengo un nombre, ¿sabes? -dice. Todavía continúa con la mano en su barbilla, obligándolo a que su cabeza tome la posición como si estuviera mirando casi al frente y no al piso, humillándose ante la divinidad-. Pero no puedo decírtelo, porque los nombres son poderosos. Podrías traicionarme si supieras el nombre con el que nací. -Por fin lo suelta y Xiao Xingchen escucha un tenue murmullo en el viento que le da a entender que hace algún gesto-. Tendremos que conformarnos con otro nombre. Tengo muchos, puedo regalarte uno, Daozhang.

-¿Cómo debo llamarle, entonces?

-Chengmei. -Hay una pausa, quizá lo está meditando un poco-. Chengmei está bien. Y no uses un lenguaje tan formal. No tiene caso. Aquí no es un templo. No te servirá para nada demostrar tu devoción.

Xiao Xingchen no dice nada. Aprieta los labios, pues no sabe cómo responder a las demandas de aquel ser.

-Ya la demostraste al cambiar tu destino, Daozhang.

No le pregunta por qué no usa su nombre, aunque debería de saberlo como dios omnipotente que es. Acepta el título como el capricho de un ser divino que está muy por encima de él. Aunque Xiao Xingchen aspire a cambiar el mundo, entiende que para sobrevivir en él hay que respetar la jerarquía. Al menos hasta el día que uno pueda destrozarla desde los cimientos.

-Vamos, Daozhang, te mostraré mi palacio. -Los pasos retumban sobre el mármol frío-. ¿Puedes seguir el sonido?

Xiao Xingchen camina. Se deja llevar por la voz amable, como de un jovencito. Está tentado a dejarse engañar, pero los dioses no son nunca jovencitos amables. Son seres divinos, borrachos de omnipotencia, que juegan con el destino del mundo una y otra vez. Sobre todo los más jóvenes. Como niños llenos de deseos, pequeños tiranos dispuestos a hacer su voluntad.

Y tienen el poder para conseguirlo.

***

Después de recorrer todo el palacio celestial, Xiao Xingchen descubre un par de cosas: no hay nadie más allí que ellos dos y Chengmei lo deja campar a sus anchas y hacer lo que quiera. Durante el día siempre se encuentra sólo. Puede caminar hasta las cocinas y buscar en ellas cualquier alimento. Se ha acostumbrado a reconocer las frutas y las verduras por la textura. Sabe cortar las setas tan sólo sintiéndolas. A veces el tacto le avisa que algo ya está echado a perder; otras no lo descubre hasta probar un platillo rancio.

Los días transcurren solitarios y largos entre los pasillos de un palacio desconocido. Xiao Xingchen encontró una biblioteca y le sorprendió descubrir que todos los rollos y los libros perfectamente encuadernados estaban llenos de polvo que sintió con las yemas de sus dedos. Chengmei no lee, concluye.

¿Qué dirán todos aquellos pedazos de papel, en libro o en rollo? ¿Qué tan importantes serán?

Xiao Xingchen sólo puede pasar las manos por las hojas empolvadas y, a veces, descubrir una hendidura en el papel o un surco causado por la presión del pincel.

Pero ya no puede ver las letras y eso termina por alejarlo de la biblioteca. No hay nada allí que pueda resultarle interesante, aunque de niño y de adolescente hubiera pasado la vida en la biblioteca de su maestra.

Encuentra estancia tras estancia. Sala tras sala. Muchas veces salas llenas de cojines. Pocas puertas están cerradas y Xiao Xingchen supone que las que lo están son los aposentos de dios. No se mete en ellos. No tiene razón aún para hacerlo. Está tanteando el terreno, preguntándose por qué Chengmei no tiene más humanos-ofrendas en su palacio. La mayoría de los dioses usan a sus ofrendas como servidumbre, como esposas, como consortes, como simples adoradores. Las pinturas de los biombos siempre han representado a los dioses con palacios llenos de ofrendas humanas que dejaron atrás su vida terrenal para servir a un ser celestial en cuerpo y alma porque fueron señalados para ello e incluso aquellos que requieren sacrificios sanguinarios se quedan con uno que otro humano para servirse de él. Pero en aquel palacio no hay nadie.

Tan sólo él y nadie más.

Chengmei siempre aparece al anochecer, cuando Xiao Xingchen siente el frío del aire de la noche y se retira hasta los aposentos que el Dios dispuso para él.

Llega con una bandeja de comida que le pone enfrente para cenar y se queda hasta más tarde.

A veces es fácil olvidarse de que está con un Dios.

Chengmei tiene la voz de un humano y, por lo que Xiao Xingchen ha podido comprobar con los leves roces entre sus manos, el cuerpo también. Su tono le parece el de un joven más joven que él e incluso el hecho de que lo llame por el título, «Daozhang», contribuye a la confusión. Siente la tentación de preguntarle por qué es el único humano allí.

La única ofrenda.

¿Acaso está frente al primer Dios que no considera necesario reclamar para sí a otros?

O quizá hay algo más, que se esconde en la risa franca de Chengmei que le recuerda a la voz de un niño. Es fácil suponer cuándo sonríe, porque sus palabras brotan mucho más rápido de su garganta y el tono de su voz parece un canto que anima a los pájaros.

-¿Daozhang? -Chengmei se interrumpe después de notar algo-. ¿Estás escuchando?

-Lo siento -replica él. Usualmente escucha. Escucha con demasiada atención, intentando diseccionar palabra por palabra lo que dice Chengmei. Qué clase de dios es, ante qué clase de ser se encuentra. Usualmente también se ríe, porque le gusta su sentido del humor y en ese breve momento es fácil olvidar que él mismo se impuso esas circunstancias, al cambiar su lugar con Song Lan-. Pensaba.

-¿En qué pensabas?

Cuando la voz no cambia demasiado, a Xiao Xingchen le cuesta especular qué clase de expresión tendrán sus interlocutores. ¿Acaso curiosidad o simple cortesía?

-Si tenías una forma verdadera.

-¿Qué te hace pensar...?

-Dijiste que nadie podía ver tu rostro, por eso...

-Daozhang, préstame tu mano.

-¿Qué?

-Préstame su mano.

Y Xiao Xingchen estira su mano, inclinándose un poco hacia adelante. Nota que Chengmei también se ha inclinado un poco para quedar más cerca cuando siente que otra mano aferra la suya por la muñeca y la lleva hasta la piel de su rostro.

-Así que te gustaría saber quién soy.

-Dijiste que nadie podía ver tu rostro.

-No lo estás viendo, Daozhang -replica Chengmei, haciendo que las yemas de los dedos de Xiao Xingchen se muevan un poco, como dirigiéndose hacia sus mejillas-. No es lo mismo sentir que ver.

Así, pues, Xiao Xingchen lo complace. Recorre su rostro con los dedos. Se detiene un momento en sus labios carnosos y en sus pómulos suaves. Chengmei tiene la piel de un muchacho, tersa. El mentón afilado y la nariz recta. Pestañas largas, como si fueran de chica y cejas pobladas, pero no demasiado. Quizá podría construir un rostro así, pero nunca acertaría exactamente en la apariencia. Cuál será el tono exacto de su piel, el color de sus ojos, la expresión exacta.

Y entonces, tan fácil como lo permitió, la mano de Chengmei, otra vez en su muñeca, lo obliga a retirarse.

-¿Y qué te parece?

-Tienes la forma de alguien joven. Muy joven...

«Podrías ser un discípulo mío».

-¿Es o no es mi forma verdadera, Daozhang?

-No lo sé, Chengmei.

Y el dios se ríe. Una carcajada que se corta antes de que Xiao Xingchen pueda preguntar qué hay de gracioso en aquel intercambio.

-¿Acaso no es la «forma verdadera» de un dios aquella en la que está más cómodo? -pregunta Chengmei.

Xiao Xingchen no sabe qué responder.

***

Se instalan en una rutina porque Chengmei le resulta alguien agradable. Xiao Xingchen evita pensar que lo hace porque es el único ser con el que tiene contacto, aunque supone que tiene algo que ver.

Las cenas se alargan y Xiao Xingchen se ríe como un niño.

A veces el Dios empieza a aparecer durante el día, en las cocinas y prueba diligentemente lo que Xiao Xingchen cocina.

«No sabía que los dioses podían comer».

«Pueden. Un dios puede hacer lo que le plazca».

Chengmei, al principio, nunca se queja si al probar el plato resulta que una de la verduras ya estaba pasada. Después, se acerca hasta la barra de la cocina, donde con cuando Xiao Xingchen corta algunos pedazos para hacer sopa y dice: «No ustedes esto, Daozhang».

Es fácil olvidar que está en un palacio celestial y que eligió por voluntad propia aquel destino. Es fácil olvidar que Chengmei espera de él la devoción de cualquier sacerdote. Es fácil olvidar que Chengmei es un ser por encima de los seres humanos. Pero Xiao Xingchen cada vez se atreve a preguntar más cosas, a explorar un poco más. A veces, cuando está seguro de que el Dios no está cerca, intenta abrir las puertas cerradas, sin lograrlo jamás.

Se atreve a hacer peticiones.

-Chengmei. -La cena se ha terminado y, después de la plática, el Dios se retirará para dejarlo dormir solo.

-¿Daozhang?

-Me preguntaba si podría... -No. No quiere pedir permiso. No así. No con palabras que puedan acabar haciéndolo humillarse-. Antes de intercambiar mi destino con Song Zichen -porque ante otros siempre dice «Zichen» y no «Lan»- también veneraba a los dioses antiguos.

-Y deseas venerarlos aquí también.

-Le sirvo a muchos dioses.

-Y sin embargo, estás en mi palacio, Daozhang. -Es la primera vez que el tono de Chengmei le parece peligroso. Bajo la voz del muchacho se adivina el Dios centenario que ha visto clanes enteros perecer, templos arder y que incluso, quizá, ha hecho arder templos con su furia.

Xiao Xingchen aprieta las manos.

-Lo sé, Chengmei.

«Lo sé, mi Señor», significa, por debajo de las palabras dichas. Lo pronuncia muy claro, fuerte, con ceremonia. Deja que Chengmei entienda aquello.

-Sólo hay dos reglas en mi palacio, Daozhang.

-Nadie puede ver tu rostro -musita Xiao Xingchen- y no debo traicionarte nunca.

-Sólo hay una manera en la que romperías ambas reglas a la vez. -Chengmei hace una pausa y Xiao Xingchen no puede adivinar su expresión-. Ninguna de ellas prohíbe que también veneres otros dioses.

Y sin embargo, le parece que hay una pizca de celos en la voz del Dios.

***

Xiao Xingchen tiene que valerse de las inflexiones en la voz de Chengmei para entender sus sentimientos. Son esos momentos en los que extraña sus ojos que entregó sin pensar un momento para que Song Lan no fuera una ofrenda a los dioses. Ya había caído en suficiente desgracia tras el escándalo de los Chang, en el que se había metido tan hondo y en el que incluso la voz celestial de Jin Guangshan le había dicho que más le valía dejar de remover en aquel asunto.

-Cuenta una historia, Daozhang.

-¿Una historia?

-Los que son como tú saben muchas, ¿no? Se cuentan siempre en los templos.

-No soy muy bueno para contarlas... -Aprieta una mano con la otra, pensando en todas las leyendas y los mitos de dioses antiguos. No sabe contar ninguno con la maestría adecuada porque nadie se preocupó por mostrarle aquel arte. Haber seguido a Baoshan Sanren significaba entregarse en servir a otros, los más débiles; servir a la naturaleza o a los árboles. En su montaña alejada del mundo no eran necesarios cuenteros-. Pero hay una -dice finalmente, pensando en la suya propia-. Hay una vieja maestra inmortal que venera a los antiguos dioses en las montañas.

»No acepta discípulos con facilidad, puesto que la vida en la montaña es difícil, no apta para los más débiles. Sólo aquellos fuertes de espíritu pueden acercarse hasta a ella. Hasta el momento, ha tenido tres discípulos.

-¿Tres?

-Sí.

-Pero ninguno se quedó en la montaña.

-¿Qué les ocurrió? -pregunta Chengmei.

-Los dos primeros murieron trágicamente. Una por amor.

Y el Dios bufa como si eso le pareciera patético por sobre todas las cosas morir por amor. Como si no fuera lo mismo ser arrancando del mundo por un miembro del panteón por devoción, como si no se pareciera en lo más absoluto. Xiao Xingchen se pregunta qué mueca tiene Chengmei en ese momento, si se curvearan sus labios hacia arriba o tendrá una sonrisa a medias o tan sólo una expresión frustrada.

-¿Y el tercero? -pregunta Chengmei cuando el silencio se alarga.

-El tercero decidió salir de la montaña porque sentía que tenía algo que ofrecer al mundo. Los antiguos dioses no le eran suficientes; sentía que podía ayudar a otros, que podía cambiar el mundo, que podía formar su propio templo donde no importara tanto el estatus, donde los dioses fueran más bondadosos... donde...

-La bondad es un concepto humano -interrumpe Chengmei.

-Donde no fueran tan crueles. -Xiao Xingchen frunce el ceño, intentando buscar otra manera de explicar lo que siempre ha deseado. ¿Por qué los dioses le exigen a los humanos que se entreguen a ellos sin cuestionarlos, sin preguntar, sin dudar?

-La crueldad, Daozhang, ese también es un concepto humano -aclara Chengmei-. Ustedes pretenden explicarnos en sus márgenes, pero somos divinos y estamos fuera de ellos.

Xiao Xingchen aprieta los labios. Supone que seguir esa discusión no le reportaría absolutamente nada.

-Da igual. Este sacerdote quería... quería algo diferente. Así que dejó la montaña. Su maestra le dijo: «recuerda que no podrás volver si te vas». Y él dijo: «no importa, porque voy a construir mi porvenir, ayudaré a otros». Se inclinó ante ella y le dio las gracias por todas sus enseñanzas. Y caminó hasta el mundo y hasta las aldeas, donde la gente era asolada por espíritus malignos sin que los dioses movieran un dedo, puesto que las ofrendas nunca eran suficientes. Caminó hasta el mundo donde los fantasmas caminaban entre la gente porque los dioses se olvidaban de aquellos que no podían ofrecerles nada. Donde los dioses exigían vírgenes para sí, guerreros, corazones, sangre.

-¿Y?

-Conoció a alguien.

-¿Y?

-También era un hombre que deseaba hacer las cosas de diferente manera. -Xiao Xingchen juega de manera inconsciente con las tiras que amarran perfectamente el cinturón de su hanfu-. Juraron que... Juraron que encontrarían la manera. Que tendrían un templo donde no importaría la sangre ni el estatus de los sacerdotes. Un templo donde el panteón no exigiera derramamiento de sangre, un templo donde el mundo fuera... diferente.

Se queda callado. Es consciente que aquellas palabras no son ninguna clase de final, pero no sabe qué más decir.

-¿Y entonces?

-Todo salió... mal.

-¿Mal?

-Mataron a todos los sacerdotes de un templo. A sus consortes y a sus hijos. Murieron de miedo, pero había demasiada sangre. Un dios no podía... un dios no podría haber hecho eso.

Chengmei suelta una risa corta y risueña, como si aquellas palabras fueran un chiste y no el testimonio de un crimen.

-¿Por qué? -pregunta. El tono con el que lo hace parece genuina curiosidad.

Xiao Xingchen aprieta un poco más las tiras del cinturón, las enrolla entre sus dedos.

-Era demasiado cruel, incluso para lo divino -responde-; se parecía mucho más a la crueldad humana.

Chengmei vuelve a reír.

-Oh, Daozhang. Lo que tú llamas crueldad no es un concepto que exista para los dioses. Lo que tú llamas crueldad, Daozhang, a veces no es más que un castigo justo para nosotros. ¿No siguen ustedes reglas parecidas? -Xiao Xingchen aprieta los labios. No responde, porque siente que cualquier respuesta es una trampa-. A cada crimen, un castigo.

-Sí.

-Si un templo muere asesinado por un dios de una manera que tú llamas «cruel», Daozhang, ¿no has pensado que a la mejor es sólo un castigo?

-Uno muy desproporcionado, entonces. -Xiao Xingchen aprieta los dientes. Entonces realmente había creído que los Chang habrían muerto por mano humano. Aceptar que los había asesinado el designio divino de un miembro del panteón significaba aceptar que los dioses no los querían ni veían por ellos. No eran sus protectores. No. Aceptar que esa masacre la había cometido un dios significaba aceptar que los dioses eran los dueños de la humanidad y los hombres no eran más que esclavos.

-Somos dioses, Daozhang, no conocemos la proporción humana -indica Chengmei y parece que en su voz hay una pizca de ternura en su voz porque lo que dice Xiao Xingchen le resulta ingenuo.

-Investigaron aquel asesinato.

-¿Cómo terminó?

-Mal. Terminaron humillados, en otro templo. Castigados por desobedecer los sagrados designios. «No se cuestiona a los dioses» -repite-, «ni siquiera si estos son crueles».

-Esas son palabras sabias -dice Chengmei.

-Entonces, ¿para qué servimos a los dioses? -pregunta Xiao Xingchen. Su voz, habitualmente serena y calmada, se vuelve un poco más chillona-. ¿De qué sirve pedir su protección si pueden volvernos la espalda en cualquier momento? ¿Para qué nos exigen sacrificios si después nos asesinarán?

No se da cuenta de que su mano tiembla. Quizá todavía piensa en estar de rodillas frente al altar del templo de Jinlintai, oyendo la voz divina de Jin Guangshan, la mirada de Jin Guangyao, el sacerdote mayor, bastardo del dios, como si les tuviera lástima. Recuerda lo mucho que ardieron sus rodillas y todo lo que contuvo las lágrimas de rabia cuando Chang Ping les dijo que no podían seguir investigando sin ofender más a los dioses y su callada resignación cuando dijo que, si estos habían decidido que toda su familia habría de morir, él no podía llevarles la contraria.

«¡¿Por qué permitimos esto, entonces?!». Xiao Xingchen no solía perder los estribos en ningún momento. Pero la crueldad siempre lo superaba. Lo superó en ese momento.

Y el golpe que dio uno de los sacerdotes de templo en su mejilla y la manera en que lo obligaron a postrarse ante el altar y pedir misericordia a los dioses.

Song Lan no dijo nada. No intentó detenerlos. No se atrevió a defenderlo. Xiao Xingchen entendió, porque su compañero no podía poner en peligro a su templo.

Pero de todos modos deseó que lo hubiera hecho.

Querían cambiar el mundo.

-Oh, Daozhang. -Chengmei detiene la mano que juega con la tira del cinturón de manera firme con una mano y con la otra toma la barbilla de Xiao Xingchen-. Los dioses no pensamos en términos humanos; hay muchas cosas que te falta saber de nosotros.

Xiao Xingchen traga saliva.

-Había niños entre los cadáveres. Nunca he vuelto a ver una escena así en mi vida. Había niños entre...

Queda claro que no esta hablando de una leyenda ni de una fábula. Que él es el protagonista

-Daozhang. -Chengmei mantiene su mano fija en su barbilla y a Xiao Xingchen le parece que el rostro del dios no está tan lejos del suyo-. Los dioses no son humanos. No conocemos la bondad, ni la crueldad. No entendemos el paso del tiempo y sus vidas nos parecen insignificantes, aunque frenéticas. Mientras un dios parpadea, miles de humanos han muerto. No sentimos su empatía ni su amor. Nuestras pasiones son muy diferentes, capaces de destrozar a los humanos. No somos protectores, Daozhang, ¿no lo entiendes? Los humanos nos adoran para evitar lo que ellos conocen como «nuestra furia». Pero no es furia, Daozhang, nunca es furia. ¿Acaso sientes furia ante el hormiguero que invadió tu hogar? ¿Ante los insignificantes insectos que pisas cada día? No es furia, Daozhang, ni crueldad. Somos dioses, somos divinos. Y la divinidad, Daozhang... Oh, la divinidad. Los humanos no la comprenden.

Xiao Xingchen traga saliva. Hay una pausa y la mano de Chengmei que no está en su rostro suelta su otra mano. Xiao Xingchen está demasiado abrumado para intentar adivinar el movimiento qué hace cuando siente que uno de los dedos del dios recoge una lágrima de sus mejillas. ¿Cómo es posible que llore, aún si no tiene ojos, porque los entregó para cambiar su destino?

-Lo siento, Daozhang -dice Chengmei.

-Realmente somos insignificantes... -Hipa, sin entender qué le está ocurriendo o por qué está perdiendo los estribos-. Somos tan solo...

-Oh, Daozhang.

Y el mismo dios que le acaba de decir que la humanidad no importa ante la divinidad lo abraza y lo atrae hacia sí y deja que Xiao Xingchen solloce contra él. Dentro de sí piensa que no debería perder la compostura de aquella manera, pero todo lo abruma.

-No somos nada, para ustedes. Nuestros templos... Nuestras ofrendas...

-Oh, Daozhang, lo siento.

-¿Los humanos realmente no somos nada?

-No, Daozhang. ¿«Nada»? No. Definitivamente son algo. -Chengmei lo estrecha contra sí-. Nos causan curiosidad. De otro modo, no habría dioses que llenaran sus palacios con su presencia.

-¿Y para ti, Chengmei?

-Oh, Daozhang, para mí... -Y sus labios rozan la oreja de Xiao Xingchen y lo hacen reprimir un leve escalofrío-. Para mí, Daozhang, solo existes tú. El mundo puede perecer, pero tú debes permanecer en mi palacio.

Xiao Xingchen traga saliva.

Que un dios parezca humano y sea capaz de dar abrazos como uno no significa que lo sea.

***

Xiao Xingchen se pregunta qué tan opulento es el palacio en el que vive, qué escenas se representan en los biombos, en los tapices. Cómo están adornados los techos a donde no puede estirar una mano y tocar simplemente para sentir la textura.

Ya ha descubierto que a veces Chengmei lo mira (¿lo mira o sólo está cerca?) mientras él pasa sus dedos por la superficie de un jarrón, intentando adivinar la escena que se representa en su cerámica. Poner los dedos sobre las pantallas de los biombos, preguntándose qué pintó allí alguien para Chengmei. Pero sus dedos no están acostumbrados a los leves cambios de textura según las presiones del pincel. Y los mejores maestros pintores tienen un control exquisito sobre sus pinturas, por lo que de todos modos es imposible intentar sentir algo de aquella manera.

Sus dedos, pues, terminan siempre en los marcos tallados, metiéndose entre los entresijos de los relieves. Descubre allí alargados cuerpos de dragones en miniatura, soles y lunas tallados, eclipses descritos en los aparantemente sencillos marcos de los biombos. Se encuentra historias en las columnas de aquel palacio celestial que sus dedos recorren.

Las siente en sus dedos.

-Daozhang.

La voz que siempre lo interrumpe. Que, si no estuviera poniendo atención al leve sonido que hacen los pies al caminar, lo haría dar un respingo por la sorpresa. Pero cada vez anticipa más la voz, cada vez puede localizarlo mejor y apuntar su rostro hacia donde supone que está, para dar la ilusión de que lo mira, cuando él sienta la venda, pesada, sobre las cuencas de sus ojos y Chengmei pueda verla.

-Sólo estaba... -No separa los dedos del relieve-. Es la historia de un guerrero. Me llamó la atención.

Silencio. Si Chengmei hace algún gesto, no puede verlo.

-Mi maestra me enseñó a usar la espada en toda clase de circunstancias -dice, más para sí que para el dios. Pero Chengmei escucha, porque no se mueve; al menos, Xiao Xingchen tiene que suponer que lo escucha-. Llevo tiempo sin usarla y... -Su mano se dirige hasta la empuñadura-. Me pregunto...

-Tengo una, también -dice Chengmei-. Podemos practicar.

Xiao Xingchen se ríe. No hay un chiste ni una gracia flotando en el aire, pero el tono despreocupado de Chengmei y su sugerencia lo parecen.

-Eres un dios, ¿cómo sería eso justo?

Silencio. De nuevo, si hay un gesto por parte de Chengmei, Xiao Xingchen solo puede suponer.

-Inténtalo, Daozhang -dice Chengmei-, no sabrás si es justo hasta que lo hagas.

***

La primera vez que Baoshan Sanren le puso una venda en los ojos y una espada en las manos le dijo que debía aprender a escuchar el viento. «Pelear es una danza», le dijo, «y el viento nos da la música. Abre los oídos y escucha: el mundo canta para ti». El suave silbido del aire cuando la espada lo corta de par en par; el zumbido de las mangas del hanfu al volar, como en medio de un baile; el súbito silencio del acero antes de chocar con otro y el tintineo que quedaba en el viento tras el golpe. Ahora la espada está en el aire y, cuando da la estocada, el aire silba solo para él.

Al principio es cauteloso, porque quiere apreciar la manera en que suenan las estocadas de Chengmei, el tenue sonido en el aire que produce. Acostumbrarse, ya que tan sólo están practicando. «Recuerda, Xiao Xingchen, en el campo de batalla nunca hay tiempo. El filo del enemigo es rápido y preciso y tu deberás ser más rápido y más preciso para detenerlo». Se da el lujo de tan sólo parar los primeros golpes, analizando.

La espada de Chengmei es rápida y liviana, pero él pelea sucio.

«Para los estándares humanos», se recuerda Xiao Xingchen. Nadie sabe cómo pelean los dioses.

Así que tan sólo aprieta los dientes y ataca, intentando prever cada movimiento. Las mangas del hanfu de Chengmei suelen delatarlo cuando se mueve de manera muy brusca; de otro modo, Xiao Xingchen descubre que es muy silencioso y apenas si puede seguirle el paso. Se esfuerza, a pesar de la falta de práctica. Desde que había bajado de la montaña no había practicado con una venda en los ojos. Más pequeño aquel ejercicio lo irritaba, pero Baoshan Sanren sonreía y le decía que los sacerdotes de los dioses deben saber pelear incluso cuando sus sentidos peligran antes de estirar la venda y decir «Xiao Xingchen, ven».

Baoshan Sanren tenía razón.

Shuanghua, su espada, es otra extensión de su mano. Piensa en ella como piensa en su misma extremidad. Ataca sin cesar una vez que encuentra patrones en la manera en que Chengmei ataca. Lo hace sin darle cuartel; no se olvida que pelea contra un ser divino y que él es tan sólo un humano en su corte.

Sin embargo, la falta de práctica le acaba por pasar factura. La técnica sucia de Chengmei derriba su espada de un golpe y coloca el filo en su barbilla antes de que Xiao Xingchen pueda hacer algo.

-Eres mejor espadachín que yo -decide Chengmei.

-Ganaste.

-Porque te falta práctica.

El filo sigue allí. Xiao Xingchen siente el frío del metal y contiene la respiración, sin saber que hará Chengmei a continuación.

Pero un segundo después la sensación desaparece y, en su lugar, tan sólo queda su ausencia.

-No puedo esperar a que puedas derrotarme.

¿Chengmei sonríe abiertamente o de lado? Por el tono de voz, le parece que sus labios deberían estar curvados en una sonrisa. Así que estira sus dedos en un impulso, buscando sentir su rostro; con las yemas busca las comisuras de sus labios, intentando encontrar la forma de su sonrisa o de su mueca. No es consciente del atrevimiento hasta que una mano encierra su muñeca en un agarre firme.

Entonces intenta alejarla, pero Chengmei no lo permite.

-Tienes dedos suaves, Daozhang -dice, con la voz tenue, unos cuantos tonos más baja de lo normal-, muy suaves para alguien acostumbrado a manejar la espada.

-¿Qué...?

Y Chengmei atrapa la yema de uno entre sus labios, muy cerca de sus dientes.

-Querías sentirlos, ¿no?

Xiao Xingchen no responde. No entiende qué está ocurriendo. Tan sólo deseaba sentir las comisuras de los labios de Chengmei; entender un poco mejor las inflexiones en el tono de su voz.

-En realidad...

Y los labios de Chengmei sueltan súbitamente su dedo.

-Tienes dedos muy suaves, Daozhang -repite Chengmei-. Aunque en realidad...

Da un paso hacia enfrente que Xiao Xingchen siente por la manera en que se mueven las mangas de su hanfu y chocan con las suyas, que se mueven.

-Toda tu piel es muy suave, Daozhang. -Una mano se posa en su mejilla y él está a punto de dar un respingo de sorpresa porque no puso suficiente atención para notar que las mangas de Chengmei habían vuelto a moverse-. No parece la piel de alguien que pasó su vida en las montañas, sino la que esperarías encontrar en un palacio como este.

Xiao Xingchen no se aparta, pero sí hay algo que le resulta incómodo en aquella interacción.

-Allá abajo ayudaba a otros.

«Aquí estoy solo».

-Ah, Daozhang... -Una de las yemas de los Chengmei se posa en las comisuras de sus labios-. Pero ese ya no es tu destino. Lo cambiaste, ¿recuerdas?

Claro. El destino que le cambió a Song Lan porque no soportaba la idea de que Chengmei pudiera ser un dios cruel. Creyó que dado el caso él podía ser un mártir, si hacia falta. Para Xiao Xingchen, Song Lan no debía ni siquiera de vivir la incertidumbre de no saber en las manos de qué dios acabaría; así se lo había pagado. Con desprecio, con desesperación, con odio. Cuando pensaba en él, todavía algo dolía dentro de sí. Algo que Song Lan había arrancado -y que Xiao Xingchen se había permitido perder- y que no volvería nunca.

-¿Por qué lo pediste a él como ofrenda? -Y a pesar de todo, quería saber.

Si no hubiera sido él, quizá Xiao Xingchen no estaría allí.

Hay un silencio. Se pregunta que hace Chengmei, que expresión tiene, qué gesto hace. Por qué sus dedos siguen en la comisura de sus labios y Xiao Xingchen no puede sacarse la cabeza la suavidad de sus dedos.

-Las razones divinas no conciernen a los mortales, Daozhang.

Pero quiere saber. Necesita saber.

-¿Por qué? -insiste-. Sólo dime...

-Los dioses tenemos nuestra manera de hacer...

-Dime por qué. Por favor. -El énfasis desesperado de sus últimas palabras es muy poco él, muy poco su compostura, muy poco lo que Xiao Xingchen se ha esforzado en encarnar.

«Por qué cambié mi destino».

Y quizá Chengmei se apiade de su súplica.

-¿Seguro que quieres oír la respuesta?

-Por favor.

Está suplicando. Lo haría de rodillas, si el dios se lo pidiera.

-Tenía curiosidad -dice Chengmei.

¿Sólo eso?

-Quería saber qué clase de hombre era aquel a quien mantenías a tu lado -dice y Xiao Xingchen supone que se acerca hasta él porque prácticamente siente su aliento sobre su rostro-. Oh, Daozhang, no tenía nada contra él, pero quería saber...

-... ¿qué?

-Oh, Daozhang, te he visto desde hace mucho. Naciste con una estrella cruzada en tu destino -sigue Chengmei y la mano que descansaba sobre la comisura de sus labios los recorre de lado a lado antes de colocarse bajo su barbilla-. Es lamentable para alguien con tu talento y...

-Por eso aceptaste el cambio -interrumpe Xiao Xingchen-. Por eso estoy...

Chengmei se ríe y en su risa se adivina también la naturalidad de aquella situación para él. La curiosidad divina basta para arrancar a un hombre del mundo y volverlo ofrenda.

-Creí que sería injusto arrancarte del mundo, pero luego tú mismo te ofreciste, Daozhang.

La mano en su barbilla, el roce tan tenue que para Xiao Xingchen lo es todo, porque sus sentidos enteros están puestos en él.

-Por qué.

Ya no pregunta por qué Song Lan, se ha convertido en por qué yo.

-Eres maravilloso, Daozhang. No cualquier hombre es capaz de causar tanta curiosidad de un dios.

Y la mano en su barbilla se mueve para acunar una de sus mejillas y Xiao Xingchen entiende lo que va a pasar porque lo siente. Baoshan Sanren le puso una venda en los ojos y lo enseñó a entender el mundo con el resto de los sentidos. Le enseñó a aguzar su oído, para cuando sus ojos fallaran y no pudiera fiarse más que del canto del mundo. Lo enseñó a sentir hasta los más leves roces en su piel para cuando no pudiera fiarse de su entorno. Lo enseñó a escuchar el mundo y a sentirlo, creyendo que eso le sería útil para defenderse.

¿Cómo se defiende uno de un dios que está a milímetros, cuyos labios ya rozan los tuyos?

-Chengmei.

-Dime que puedo hacerlo, Daozhang.

-Un dios no tiene que preguntar -murmura él-; ha has dicho suficientes veces que los seres humanos no entienden la divinidad.

-Ah. Y sin embargo, Daozhang. Sin embargo. -Chengmei hace una pausa y, quizá, un gesto, pero Xiao Xingchen no puede verlo. Tan sólo suponer-. Quiero una respuesta. Si no esperara obtenerla y que fuera honesta, lo hubiera hecho en cuanto te vi, Daozhang. Pero no soy esa clase de dios. No soy de los que ve a los seres humanos tan sólo como un juguete, Daozhang; quizá nuestra divinidad es demasiado completa contra la humanidad que los rodea, pero..., no soy esa clase de Dios. Responde, Daozhang. ¿Quieres saber qué tan suaves son mis labios? ¿Quieres saber por qué acepté que cambiaras tu destino por el de otro?

Ah.

Así que todo termina allí.

Xiao Xingchen no sabe si reír o llorar o intentar olvidar que Chengmei es un dios que tiene su destino entero en sus manos, para no sentirse insignificante ante los labios que prácticamente lo rozan y respiran ante él.

-¿Acaso hay modo de decirle que no a un ser divino, Chengmei?

-Sí o no. No hay muchas opciones, Daozhang.

Y se rinde.

En el momento decisivo, se rinde. Sí quiere saber qué tan suaves son sus labios y cómo besan los dioses; saber si la intensidad es tanta que un ser humano pueda ahogarse en ella; saber si sus labios son gentiles e intentar adivinar qué se esconde tras ellos.

-Sí.

Chengmei besa suave, con calma. En sus movimientos, que Xiao Xingchen adivina, se entrevé una curiosidad que no puede ser contenida por ningún hombre de carne y hueso. El dios hace que los labios de Xiao Xingchen sigan su vaivén; el beso se siente demasiado -como concepto que no puede contener a la mesura de ningún tipo, como palabra para explicar lo infinito.

Cuando termina, Xiao Xingchen siente una mano en su espalda que lo empuja hacia Chengmei y unos labios muy cerca de su oreja.

-Oh, Daozhang, ¿qué te hace pensar que ante mí no tienes ningún poder?

***

Xiao Xingchen pensó que había aceptado el beso porque tener a Chengmei tan cerca nublaba su juicio y era la única persona con la que convivía en aquel palacio celestial. Pero cuando aceptó el segundo y el tercero y después el cuarto y después probó decirle que no una vez a Chengmei sólo para medir su reacción -y el dios lo dejó en paz- se dio cuenta de que no había sido tan sólo una intoxicación pasajera.

Chengmei tiene la manía de sonreír de lado después de cada beso, cuando sus manos se detienen siempre a acunar sus mejillas. Xiao Xingchen lo descubrió al pasar sus dedos por su rostro y sentir cada pliegue, cada movimiento.

No es pasajero, comprende cuando Chengmei lo obliga a alzar la barbilla como si fuera a mirar al cielo y sus labios se detienen un poco en su cuello. Pregunta si puede besarlo allí y Xiao Xingchen aprecia por primera vez que la forma humana que Chengmei adopta frente a él es un poco más baja de estatura que él. Ya lo sabía y lo había notado, pero nunca le había parecido algo relevante como cuando el dios besa su cuello.

Su espalda contra la pared en donde antes intentaba adivinar las formas de las pinturas, una de sus manos alta en el aire, lejos de su propio cuerpo y del de Chengmei, presionada por una de las del dios.

Hay algo conmovedor ante el ser adorado por una criatura divina.

Los dioses no entienden el amor ni los afectos humanos, no entienden su odio ni su pasión; su desesperación se les escapa. A Chengmei le causa curiosidad la manera en la que el corazón de Xiao Xingchen late cuando lo besa. Ha detenido en él su mano para sentir el tic tac que se acelera un poco cuando sus labios chocan. No entiende la manera en que los seres humanos aman; pero los dioses tienen sus propias pasiones. Cuántos humanos no han perecido bajo ellas, cuántos humanos pueden soportar aquella clase de adoración.

Las pasiones divinas podrían asolar el mundo entero y acabar con él de un zarpazo. Los hombres pueden soportar el amor de un dios.

Y sin embargo.

Como no hay más humanos en aquel palacio celestial Xiao Xingchen tiene la atención indivisible de Chengmei todo el tiempo.

-¿Puedo? -pregunta el dios con las manos en las mangas de la túnica exterior del hanfu.

Xiao Xingchen se sorprende a sí mismo cuando dice que sí. Los dedos de Chengmei la retiran con cuidado y después pasea las yemas de sus dedos por las muñecas de Xiao Xingchen; hasta ese momento el sacerdote no tenía ni idea de que podía ser tocado de aquella manera. Nadie lo había hecho antes por él.

-¿Puedo? -sigue el dios cuando sus manos jalan las cintas del cinturón para que Xiao Xingchen pueda entender a qué se refiere.

Vuelve a responder que sí con cada prenda, hasta que las manos de Chengmei recorren todo su cuerpo. Sólo puede sentir sus dedos y sus labios y su piel y las sábanas sedosas debajo de ellos. Toda sensación es demasiada porque nadie lo había tocado así antes, con aquella paciencia, aquel cuidado, aquella ternura. Intenta no temblar bajo las manos de Chengmei, sin lograrlo.

Y siente sus labios cerca de su oído.

-Quiero todo tu placer, Daozhang.

Las manos de Chengmei, sus labios. Todo en su piel. Xiao Xingchen deja de reconocer su voz que se hace más chillona cuando está a punto de suplicar.

«Por favor...»

Casi se le escapa de entre los labios.

«Por favor, Chengmei...»

¿En qué se ha convertido?

Así, a la merced del dios, le cuesta más trabajo pensar en su entorno; no le es tan fácil escuchar su respiración ni anticipar sus movimientos. Su mundo se reduce tan sólo a sentirlo.

-Ah, si pudieras ver tu rostro, Daozhang... -murmura Chengmei-, tus labios... -Y pone la punta de uno de sus dedos sobre ellos-. ¿Qué estás evitando decir, Daozhang?

«Por favor...».

Los labios de Chengmei en su cuello, en su pecho, en su vientre, en sus caderas. Sus manos en sus muslos y la piel de Xiao Xingchen que arde bajo aquellas caricias.

-Ah, Daozhang, aquí sólo estoy yo. Nadie más podrá oírte.

Las uñas de Chengmei en sus muslos; Xiao Xingchen reprime un sonido y lo guarda en su garganta, sin querer saber qué es.

-¿No lo dije, Daozhang? Si me lo das, quiero todo tu placer.

Ahí es cuando se rinde y sus labios se abren dejando escapar una súplica impropia de ellos.

-Por favor.

***

Con el tiempo, también Xiao Xingchen también tiene tiempo de explorar el cuerpo de Chengmei con sus dedos. Lo hace con cuidado; traza cada pliegue en su piel con calma. Se da el tiempo de explorar cuando el dios se lo permite y, aunque sabe que esa no es más que una forma que el dios ha creado exclusivamente para él, pretende por un momento que no es tan solo una piel de tantas.

El engaño, por supuesto, sólo llega hasta allí. Nada hará olvida a Xiao Xingchen de que Chengmei es un dios y se comporta como tal.

Llama curiosidad a los besos que le da, cuando cualquier otro los llamaría amor. Llama curiosidad a la pasión a la que lo somete, a sus dedos paseando por la parte interna de sus muslos, a sus labios en su vientre, a las mordidas que más tarde Xiao Xingchen traza con sus dedos, intentando buscar las marcas. Llama curiosidad a la lujuria; a esa tortura a la que lo somete para arrancarse una súplica de puro placer. Cosas de dioses, supone.

Pero él, si se atreviera, les pondría otro nombre.

No quiere escarbar en sus entrañas y descubrir que la ilusión en la que se está permitiendo vivir es más fuerte de lo que piensa y que en cualquier momento olvidará que es tan sólo un momento pasajero en la vida de un dios. Quizá Chengmei pierda aquella infatuación que llama curiosidad y Xiao Xingchen ya no sea suficiente para su apetito; no debe nunca olvidar que no está frente a un ser humano.

Quizá eso es lo que lo lleva a explorar mucho más, más tiempo. Recorre el palacio hasta que se aprende todos los relieves que es posible aprenderse con los dedos, hasta que conoce todas las historias que puede sentir. Camina por sus pasillos hasta que consigue que Chengmei le cuente la mayoría de los tapices, siempre con cuidado de no revelar su verdadera identidad. Xiao Xingchen ha tenido las suficientes pláticas con él para entender que no planea decir nunca en voz alta qué dios es y eso le pone los pelos de punta. Podría ser cualquiera. Podría ser un dios cruel jugando a ser amable. O podría ser un dios que él considera cruel -está acostumbrado a oír en su oído «los dioses no entendemos a qué los humanos llaman crueldad, Daozhang»- teniendo genuina curiosidad. O podría no ser nada de eso, sino simplemente un dios demasiado privado.

Cualquier posibilidad lo aterra porque significa ver a la divinidad a la cara y comprender que siempre fueron diferentes a lo que él pensó.

No crueles o vengativos a la manera humana, no protectores del modo que se cree en los templos. Simplemente criaturas para las que la humanidad es algo pequeño e insignificante, con vidas cortas, erráticas, frenéticas a las que no pueden seguirles el paso.

¿Bajo qué estándares va a juzgar las ofrendas que exigen los dioses?

Así que sigue recorriendo el palacio celestial de Chengmei y no deja que las puertas cerradas lo detengan esta vez. Busca la prueba definitiva de que es un dios benevolente y amable para permitirse caer de rodillas ante él y no tener miedo de lo que sienten sus entrañas; o quizá busca el esqueleto escondido en el sótano para desencantarse y recordar de una vez por todas que no debe dejar que nada nuble su juicio.

Así que baja abre todas las puertas prohibidas y baja todas las escaleras por las que no debe caminar.

No encuentra nada durante un buen tiempo.

Chengmei parece notar su insistencia por desafiar las reglas, pero no dice nada, porque nunca ha roto una y parece divertirse. Al menos, ha soltado un par de risitas cada vez que ha descubierto a Xiao Xingchen intentando averiguar que se esconde tras algunas puertas cerradas. Tampoco lo detiene.

Así es como Xiao Xingchen encuentra el camino a la bóveda y encuentra lo que no sabía que estaba buscando.

Siente el líquido en sus pies, como si algo chorreara del techo. Es más denso que el agua y no corre con la misma facilidad; olfatea, intentando descubrirlo y su nariz se llena de un olor metálico que Xiao Xingchen conoce muy bien. El olor de las heridas hechas con las espadas de entrenamiento, del campo de batalla cuando la sangre todavía corre, del templo de los Chang el día que los encontraron muertos de terror y desangrados.

Sangre.

Xiao Xingchen la tiene en las manos y, al caminar por aquella bóveda, oyendo el insoportable de sus pies contra el líquido, choca con los cuerpos todavía desangrándose.

-¿Daozhang?

Cuando oye la voz su mano aferra lo primero que encuentra para poder conservar el equilibrio. Es un emblema grabado en el cinturón de uno de aquellos cuerpos. Sorprendido tras el primer toque, pasa por él sus dedos hasta que lo reconoce.

Y de repente está aterrado.

-¿Qué haces aquí, Daozhang? -pregunta la voz de Chengmei. Parece divertido con la situación y eso le parece aterrador a Xiao Xingchen.

-Sé quién eres -musita él.

Su mano todavía aferra el emblema de los Chang.

Xiao Xingchen ofendió a un dios cuando investigaba su muerte, convencido de que sólo la mano humana podría haberla causado.

-Oh. -Hay una inflexión en la voz de Chengmei que parece fingir sorpresa. No es del todo genuina, en la experiencia de Xiao Xingchen en todo el tiempo que lleva escuchándolo-. ¿Dirás mi nombre, Daozhang?

Todavía acaricia el título por el que lo llama con sus cuerdas vocales. Xiao Xingchen no entiende lo que está pasando.

-Xue Yang -dice.

Dios asesino.

-Oh, Daozhang. -La mano del dios se posa en su mejilla y la acuna-. ¿No te dije que nunca habrías de buscar mi rostro verdadero?

Xiao Xingchen traba saliva.

Así que esa es su identidad, su rostro verdadero.

La mano que hasta hacía un momento seguía en su mejilla desaparece y tan sólo escucha el aire silbar un momento antes de que la palma vuelva a estrellarse sobre su rostro.

-Oh, Daozhang, no deberías haberlo buscado nunca.

Xiao Xingchen no piensa en nada en ese momento. Siente un dolor agudo en su mejilla y queda en ella tan sólo el ardor después del golpe. Probablemente de momento sólo esté de un tenue color rojo, más sensible que de costumbre. Más tarde empezará a aparecer un moretón que le cubrirá el rostro. Rojo oscuro, morado, verde. Xiao Xingchen no lo verá.

Siente furia dentro de sí, porque sabe exactamente quién es Xue Yang.

Le reza la más baja calaña del mundo. Los asesinos, los extorsionadores, los ladrones. Y dicen que, aunque a esas personas no les está permitido entrar a los templos, Xue Yang los acoge igual bajo su ala. En los templos lo veneran para no provocar su furia y la gente que desea venganza le deja ofrendas. Es un dios menor y desagradable que la mayoría de los sacerdotes respetan porque no les queda de otra.

Fue él quien mató a los Chang en lo que Xiao Xingchen creyó que había sido un absceso de furia. Ahora lo duda. Uno no siente furia al aplastar un hormiguero en su jardín, sino una leve molestia. ¿Acaso así fue para Xue Yang arrasar con los Chang?

Desenvaina su espada sin pensar y se lanza sobre Xue Yang, que detiene la estocada a duras penas. Esa vez no oculta toda su fuerza de ser divino, no le da el gusto de pelear a su nivel.

-Ah, Daozhang.

-Nos humillaste en el templo de Jinlintiai -dice Xiao Xingchen-, ¿a eso le llamas curiosidad?

Xue Yang lo empuja hacia atrás.

-Los humillaron los sacerdotes de Jin Guagshan. Yo sólo tenía un trato con él, en aquel entonces.

Xiao Xingchen trastabilla y al caer siente la sangre manchar sus ropas, sus manos, su piel. Suelta la espada y sabe que eso es un error.

-Fue la primera vez que te vi, Daozhang. Te vi de rodillas, con el rostro contrariado...

Al intentar incorporarse, un pie lo empuja para evitárselo. No puede seguir los movimientos de Xue Yang hasta que lo siente inclinado sobre él y una de sus manos lo obliga a alzar la barbilla, quizá para verlo con más claridad.

-Habías estado tan seguro de que la tragedia de los Chang no había sido causada por los dioses...

-Hablamos de esto -recuerda Xiao Xingchen-; ¿tan sólo te estabas burlando de mí?

Silencio. Algo se mueve en el aire, pero Xiao Xingchen no comprende el movimiento.

-No, te expliqué, Daozhang; te dije cómo lo veían los dioses. -Un dedo pasea por la mejilla que golpeó hace un momento-. Aquella vez me fijé en tus ojos enojados, humillados. Me diste curiosidad, Daozhang. Allí, de rodillas. -Los labios de Xue Yang rozan su oreja-. Era una imagen hermosa, Daozhang, un sacerdote de las montañas de rodillas. ¿Cómo no captaría mi atención?

Pero Xiao Xingchen no podía pensar en eso en ese momento. Sus manos estaban llenas de sangre que estaba condenada a caer por la eternidad. Probablemente su ropa estaba ya teñida de rojo.

-A los Chang... ¿Por qué?

Y Xue Yang ríe.

Su risa, idéntica a la de Chengmei, es mucho más terrible en aquellas circunstancias. La carcajada de un dios ante la masacre hace que a Xiao Xingchen se le pongan los pelos de punta, por más que intente mantenerse sereno.

-¿Por qué te importa, Daozhang? ¿Acaso planeas seguir metiéndote en el juicio de los dioses?

-¡¿Por qué un dios masacraría incluso a los niños?! -espeta Xiao Xingchen. No le importa estar en el suelo, no le importa tener encima a Xue Yang-. ¡Tuve que recorrer todo el templo! ¡Reconocer a todas las familias de los sacerdotes! Esposas, esposo, niños... ¿Por qué...?

--Un dios tiene derecho a castigar a aquellos que lo ofenden, Daozhang -responde Xue Yang con serenidad-. ¿Qué importa que haya eliminado a toda una generación? Habrá otra nueva en unos años. No importará...

-¡Nuestras vidas nos importan a nosotros!

-Oh, Daozhang, ¿no te lo había dicho? Los seres humanos no entienden a la divinidad.

Una lágrima de sangre escapa las cuencas vacías de los ojos de Xiao Xingchen. La siente resbalar por su mejilla hasta que la yema de los dedos de Xue Yang la recoge; después de eso, ya no sabe qué ocurre con ella.

-Daozhang, te dije que nunca buscaras mi verdadero rostro, que nunca me traicionaras.

-¿Qué harás, entonces? -desafía Xiao Xingchen. No hay mucho qué hacer o a dónde ir-. ¿Me abrirás en canal y me matarás de terror como hiciste con ellos, Xue Yang?

-No, Daozhang. Tu castigo será vivir con la verdad.

Y después, tan solo, oscuridad.

***

Xiao Xingchen pasa los siguientes meses en soledad. Cuenta los días hasta que le es imposible seguir y olvida qué estación es. Camina por un palacio celestial abandonado. Sigue intentando entrar a los lugares a los que no debe, especialmente cuando descubre que nadie lo vigila. Al principio intenta escapar, pero descubre que Xue Yang hizo su palacio de modo que sea un laberinto del que Xiao Xingchen no se puede escabullir.

La soledad le pesa, pero la soporta.

Lo peor son los sueños. Xue Yang los inunda y en él Xiao Xingchen lo llama Chengmei, añorando lo perdido. Intenta sacarlos de su sistema, pero no puede. Aparece una y otra vez en ello y Xiao Xingchen se horroriza de la manera tan exacta en la que recuerda sus besos, sus labios por su cuerpo, las mordidas en los muslos y en el cuello y cómo las yemas de sus dedos lo recorren entero hasta tenerlo suplicante. Más de una vez despierta con lásgrimas de sangre que corren por sus mejillas y que reconoce por el ojor metálico que aprendió a odiar el día que encontró a los Chang.

Los sueños se repiten una y otra vez y Xiao Xingchen siente que el dios se burla de él, donde quiera que esté.

No puede olvidar lo rápido que hace latir su corazón, aunque lo intente. No puede olvidar el haber gemido el nombre que le había dado, Chengmei, en medio de la desesperación y del éxtasis. El nombre al que le había suplicado y, tal como el dios había pedido, le había entregado todo su placer.

Despierta a la mitad de la noche -que identifica por el frío y el viento, la única manera que tiene de idenificar el tiempo cuando está sólo- y siente las lágrimas correr por las mejillas.

Llora por él y llora por Xue Yang.

Nunca pensó en los dioses como criaturas monstruosas o como seres que estuvieran por encima del bien y del mal humano. Creyó, como todos, que los dioses dictaban sus vidas desde una pocisión de benevolencia sólo para descubrir que simplemente eran criaturas divirtiéndose con los seres humanos.

Son monstruos acaso los dioses.

Pero no puede evitar añorar a Chengmei, a Xue Yang, a cualquier apariencia que se esconda debajo del dios. No olvida que llamó curiosidad a la ternura con la que recorrió su cuerpo ni que esperó cada «sí» de los labios de Xiao Xingchen, disfrutando cada barrera que el sacerdote rompió por él.

Así que, cuando la soledad pesa y las lágrimas se acumulan aunque él no pueda olvidar la verdad -ese es, después de todo, su castigo-, sólo puede recordar la voz de Xue Yang diciendo que verlo de rodillas había sido una imagen hermosa.

No se pone de rodillas.

Pero abre los labios y pronuncia lo que sospecha que Chengmei quiere escuchar.

-Por favor.

La súplica rebota en las paredes, pero no recibe respuesta durante un momento.

-Chengmei...

«Por favor».

Una voz inunda sus oídos.

-Ese ya no es mi nombre, Daozhang.

Xiao Xingchen respira hondo. Una lágrima solitaria cae por su mejilla. Se rinde porque la soledad pesa y los recuerdos lo inundan. Porque el dios tiene razón y no comprenderá a la divinidad pronto. Porque extraña sus dedos sobre su piel y sus labios recorriendo su cuerpo.

-Xue Yang -murmura.

Ya sabe que le entregará todo su placer las veces que sean necesarias.

***

fin

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