Ladrona de guante negro (Tril...

By anauntila

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INFORMACIÓN IMPORTANTE
Prólogo
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Nota de autora

Capítulo 1

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By anauntila

Milán, Italia
Noviembre de 2017


A las ocho de la mañana la ciudad parecía ser esclava del tiempo. En realidad, a las ocho de la mañana todas pare­cían serlo.

Aurora frenó su andar deteniéndose en mitad de la calle y observó los rostros cansados a su alrededor: personas que necesitaban volar para no perder el metro, otras que se habían levantado con el pie izquierdo y algunas presas de la rutina laboral, aunque la gran mayoría intentaba no perder la máscara de felicidad que se habían colocado nada más abrir los ojos.

Las ignoró a todas.

No se tomaría la molestia de apartarse hacia un lado, pues había dejado de afectarle lo que la gente pensara de ella. Tampoco sentía lástima ni afecto, incluso se había olvidado de lo que significaba el amor. Al fin y al cabo, esos sentimientos no le servían de nada en ese mundo donde su alma desolada deambulaba por las oscuras calles siguiendo las órdenes del capo, la persona que la había acogido ocho años atrás y la había coronado como la princesa de la muerte.

Alzó la cabeza hacia aquel cielo gris que se extendía por la ciudad mientras el gélido viento teñía sus mejillas de un suave rosado. Entonces cerró los ojos durante escasos segundos para dejar que el invierno la refugiara entre sus brazos. Por primera vez en mucho tiempo los pequeños copos de nieve se habían dignado a aparecer con su clásica entrada: danzando unos con otros para cubrir las calles de un blanco impecable.

Aurora alzó la palma de la mano desnuda hacia el cielo deprimente y no tardó mucho en capturar un copo y verlo sucumbir al tacto de su piel. Negó de forma sutil con la cabeza mientras volvía a esconder las manos en los bolsillos y reanudaba la marcha con el objetivo de volver a casa.

«Casa», pensó mientras se entremezclaba con la multitud. Una casa sin chimenea ni cenas navideñas, sin regalos debajo del árbol... Sin risas, sin paseos ni salidas al cine. Una casa sin amor, vacía; una casa gris que solo ofrecía un plato de comida y un techo donde resguardarse de la lluvia. El lugar al que Aurora se dirigía no era un hogar, pero sí lo más parecido a ello. Nunca se había quejado, pues sabía que tampoco le serviría de nada. En esas cuatro paredes debía limitarse a obedecer, ser una oveja más del rebaño, asentir a cada orden y asumir los encargos que los demás no querían: la entrega y recogida de paquetes.

Y eso estaba haciendo. Había recogido un paquete, cuyo contenido desconocía, que debía llevarle a Giovanni, su jefe, el capo de la Stella Nera, una organización criminal que se escondía tras una empresa de fabricación de papel y cartón. Giovanni Caruso era inteligente y sabía cómo ocultar sus huellas, cómo camuflarlas para que ni la misma policía descubriera la tapadera que, desde hacía años, funcionaba a la perfección. El italiano se estaba haciendo de oro y nadie parecía darse cuenta.

Descendió hacia el subsuelo de Milán y no tardo en adentrarse en uno de los vagones del metro. No obstante, se arrepintió en el mismo instante en que las puertas se cerraron y el hedor la golpeó de lleno.

Resguardada en un rincón, nunca había deseado tanto bajarse en la siguiente parada y caminar el trayecto que le restaba. Lo que tenía claro era que, si alguien se atrevía a acercarse demasiado o a levantar el brazo a menos de medio metro, le daría un puñetazo en la nariz y esa nariz no tendría más remedio que acabar en el hospital.

Fijó la mirada durante los primeros minutos, pero la curiosidad no tardó en apoderarse de ella y terminó por explorar todo el vagón. Observó a una señora a lo lejos cuyo perro pronto se volvería azul de lo mucho que lo estaba apretando contra su cuerpo, como si temiera que algún desalmado se lo quitara para vendérselo a una pareja feliz que no tuviera idea de razas. Sus ojos fisgones siguieron su exploración y sonrió sin poder evitarlo al apreciar a la única persona que sostenía un libro ensimismada en el mundo ficticio que relataban sus letras; ajena a la realidad, a la rutina y a cualquier tipo de responsabilidad.

Siguió paseando la mirada y pronto se dio cuenta de las intenciones de un niño que, despacio, se estaba acercando a la señora del perro, cuyo abrigo de piel parecía ser caro aunque en realidad era de imitación. Desde el rincón  donde se encontraba la joven de pelo negro, con la espalda apoyada contra el metal y escondida entre los cuerpos sudorosos, apreció la pequeña mano intentando colarse en uno de los bolsillos del abrigo.

Aurora dejó escapar el aire por la nariz mientras pensaba en los errores que estaba cometiendo.

Número uno: La ubicación de la dama no era la más adecuada, pues por lo menos se encontraba rodeada de ocho personas cuyos ojos acusadores no dudarían en delatarlo.

Número dos: El perro. ¿A quién se le ocurría meter la mano con la probabilidad de que acabara mordida y llena de babas?

Y erro número tres: La inexistente seguridad y habilidad del muchacho. Era evidente que lo hacía por pura desesperación.

Aurora contempló lo que sabía que pasaría. El intento de robo había sido un fracaso, una chapuza, pues el animal había empezado a ladrar, la señora se había vuelto asustada y el chico, que no tendría más de doce años, no había hecho más que disimular y bajarse segundos más tarde para desaparecer del escenario del delito.

«Patético», pensó poniendo los ojos en blanco, imaginándose que ella habría salido victoriosa del robo de esa misma cartera. El problema era que Giovanni la mantenía atada y bajo su atenta vigilancia. Lo único importante que le permitía hacer era justo eso: entregar y recoger paquetes. Simples encargos. Estaba harta, sentía que estaban desperdiciando sus habilidades en tonterías.

Dejó escapar el aire de nuevo mientras contaba otra vez cuántas paradas faltaban. Cuatro, cuatro paradas y podría volver a respirar aire puro. Con suerte, en unos meses, Giovanni le permitiría de nuevo moverse en moto y ya no tendría que estar respirando a medias y con la nariz protegida bajo el jersey.

La base de la organización se encontraba en una calle desierta, de esas que se consideran peligrosas cuando el sol desaparece.

Cualquiera se habría llevado la mano al pecho al saber que habían dejado que una jovencita de dieciocho años caminara por esos lares sola y envuelta en la oscuridad. Sin embargo, nadie podía intuir que la encantadora Aurora y esa oscuridad se habían vuelto amigas y que el peligro no habitaba en el lugar, en esa calle, sino en ella misma y que se había adueñado de su mirada esmeralda.

Siguió caminando con una tranquilidad amenazante e intercambió algunas miradas con las pocas personas que ahí se encontraban, como si ese gesto bastara para mantenerlas alejadas de ella.

—Hola, Aurora —saludó la mujer de la recepción con una dulce sonrisa una vez que la muchacha se adentró en el edificio. Esa sonrisa los escondía ante el mundo, la máscara que la Stella Nera debía mantener para no levantar sospechas.

La joven se limitó a devolverle el saludo con un movimiento de cabeza y continuó su camino hasta llegar a las catacumbas de la organización.

Existía una zona, la más alejada de aquel edificio industrial, pensada para los miembros que no tenían dónde dormir. Aurora vivía ahí, con ellos, cada uno en una habitación individual. También disponían de un pequeño gimnasio y algunas salas de reuniones y ocio, además del despacho de Giovanni Caruso, ubicado en la segunda planta y adonde ahora ella se dirigía.

Aurora mantenía un trato cordial con los demás, nunca se había mostrado interesada en crear ningún tipo de relación de amistad o de afecto; sin embargo, había una persona a quien le permitía acercarse un poco más y con quien compartía alguna que otra conversación más íntima: Nina D'Amico, la sobrina de Giovanni. Se trataba de una chica igual de temeraria que ella y cuyo veneno se escondía en su amplia sonrisa y en los ojos de cachorrillo. Nina era una víbora, un arma letal para sus enemigos. Ese era el motivo por el cual ambas se llevaban tan bien, porque eran iguales y se habían reconocido como tales en el instante en que Aurora había puesto un pie en la organización.

Y como se llevaban tan bien, no dijo nada cuando Nina se puso a su lado.

—¿Qué tal hoy? —preguntó la Rubia. «Rubia», como algunos solían llamarla, aunque su color de cabello tirase más a un castaño claro.

Aurora se encogió de hombros sin dejar de caminar hacia el despacho.

—Rutinario —respondió—. Fácil, aburrido, sin chiste alguno. No entiendo por qué tengo que seguir haciendo estos encargos. Ya no soy una novata.

—Ya sabes que son órdenes de Giovanni... ¿Has probado a hablar con él?

—Es ahí a donde voy, a su despacho.

La muchacha de ojos oscuros le regaló una sonrisa compasiva, pues ya podía intuir el resultado de aquella conversación. Su tío no cedía con tanta facilidad, menos cuando se trataba de Aurora, pero tampoco quería impedirle que hablara con él. Estaría presente en cualquiera de los escenarios para mostrarle su apoyo, pues comprendía lo que sentía su amiga. Giovanni no parecía darse cuenta de que Aurora era un dragón hambriento que necesitaba volar.

—¿Quieres que te acompañe? A lo mejor puedo suavizar la situación.

—¿Lo harías?

—Claro; me ofende que lo dudes —aseguró la Rubia esbozando una pequeña sonrisa—. Además, piénsalo bien: podríamos ir juntas a las misiones, entrenar, planificar las estrategias, las reuniones... Tienes que convencerlo, Aurora. Imagínate cuando llegue el momento de infiltrarte por primera vez, será una experiencia inolvidable.

No quería seguir escuchándola, pues sentía como si le estuviera restregando por la cara todo eso a lo que Aurora rogaba que Giovanni accediera. Dejó escapar un profundo suspiro mientras trataba de alejar ese pensamiento de su cabeza. Nina solo quería ayudar, persuadir a su tío y que ella se convirtiera en su compañera de aventuras, para la bueno y para lo malo.

—Voy a hablar con él —respondió la joven en el momento en que se detuvo delante de su puerta. Dos golpes en la madera preguntando si podía entrar, pero no oyó respuesta alguna—. ¿Ha salido?

Nina se encogió de hombros y la muchacha probó de nuevo. Esa vez fue el propio Giovanni quien abrió dando un paso hacia atrás para que ambas se adentraran en su humilde morada. Desde ahí controlaba todo el edificio y la organización al completo.

—Tengo tu paquete —empezó a decir mientras sacaba de la mochila una caja envuelta en un papel marrón algo desgastado. Podría haberlo abierto, ver lo que escondía y haberlo vuelto a cerrar, pero el capo, además de inteligente, era observador y se habría percatado al instante—. ¿Podemos hablar?

Giovanni echó un rápido vistazo a Nina, quien no había dudado en sentarse en uno de los sillones delante de la mesa. Así era ella, directa, además de entrometida.

—¿De qué se trata, principessa? —Ese apodo que había surgido ocho años atrás y que todavía seguía utilizando. Nina se reclinó en el asiento de cuero y se aclaró la garganta mientras que Aurora prefirió quedarse de pie sin romper el contacto visual con su jefe.

—¿Confías en mí? —A Giovanni le sorprendió la pregunta, pero asintió al instante con la cabeza mientras le permitía continuar. Quería ver hacia dónde dirigiría la conversación—. Te he demostrado mi lealtad mil veces, ¿por qué sigues dándome esos encargos? Sabes que estoy perfectamente capacitada para llevar a cabo una misión real. Me has enseñado bien, he entrenado y practicado por mi cuenta. —Aurora quiso añadir algo, pero se quedó callada cuando percibió el tinte de desesperación que había surgido en su tono de voz; sin embargo, no dudó en agregar—: No puedes mantenerme atada por siempre.

La sobrina del capo parpadeó rápido al darse cuenta de lo que había dicho su compañera, pues sabía que a su tío no le gustaba que le dijera lo que debía hacer. Giovanni se puso de pie apoyando las manos llenas de anillos sobre la mesa de roble diseñada por encargo.

—Aurora. —Daba igual los años que pasaran, su nombre le seguiría pareciendo majestuoso—. Te sugiero que no vayas por ese camino.

—¿Por qué?

—Porque no. —La voz de Giovanni sonó dura, imponente, con la clara advertencia de quien no va a seguir escuchando más tonterías. Eso hizo que no se percatara de que había utilizado la peor expresión de todas, una que la chica no toleraba en absoluto—. Todavía no estás lista —decidió añadir al observar que su mirada había cambiado a una más oscura, más temeraria, más inestable.

—No lo sabes, ni siquiera me has dado la oportunidad de demostrártelo.

—He dicho que no.

Zio —intervino Nina pensando que él se ablandaría con su voz—. Deja que lo intente, que vaya conmigo. Estaré con ella en todo momento.

El capo no daría su brazo a torcer, pues, en el momento en que dijera que sí, perdería el control que tenía sobre Aurora, y no podía permitir que su carácter rebelde saliera a flote. Se había esforzado durante años para mantenerlo a raya y no iba a dejar que todo el trabajo se fuera al traste. La joven huérfana tenía un potencial que pocas veces había visto. Él mismo se había encargado de modelarlo, pero todavía no era el momento de que viera la luz. Ya llegaría; tarde o temprano se encargaría de las misiones más importantes, pero él decidiría cuándo, no Aurora ni su sobrina.

—La respuesta sigue siendo la misma. —Continuó mirando fijamente a Aurora—. Vigila el tono, principessa; no querrás atenerte a las consecuencias, créeme. Será un no hasta que yo decida lo contrario, ¿está claro? Y ahora, fuera de mi despacho.

Ni siquiera cruzó miradas con su amiga, y mucho menos con su mentor. Salió de la habitación sintiendo una furia creciente en su interior, como si una pequeña llama rojiza le susurrara al oído que se marcara una salida triunfal: un portazo que se oyera por todo el edificio, como un rugido, y eso fue exactamente lo que hizo. Demostró lo enfadada que estaba y, cegada por la rabia, sus pies la llevaron hasta el gimnasio.

Ignorando los ojos curiosos de los demás, dejó el abrigo en el suelo sin preocuparse de dónde, pues lo único que ahora captaba toda su atención era aquel saco de boxeo envuelto en cuero negro. Iba a destrozarlo; quería hacerlo, pero, antes de que descargara el primer puñetazo, una voz detrás de ella la detuvo. Era la de un miembro de la organización con quien Aurora había conversado algunas veces.

—¿Y esa cara? —Intentaba hacerse el gracioso—. ¿La principessa no ha dormido bien? Parece que vayas a matar a alguien.

Delante del capo nadie se atrevía a referirse a ella con ese apodo, y mucho menos a mofarse, pero cuando sus ojos no miraban, cuando él no estaba ahí, algunos se creían con el valor suficiente para reírse y bromear al respecto.

Decidió que aquella iba a ser la última vez, y esas dos esmeraldas que tenía por ojos pronto se volvieron negras. No iba a aguantar sus provocaciones de nuevo y no le hizo falta mucho más para que su puñetazo cambiara de dirección y acabara en la nariz del muchacho. Un golpe directo, sin miedo, fuerte; a pesar de la diferencia de peso y altura, la princesa de la muerte había conseguido abatirlo sin mucha dificultad.

Lo que nadie esperaba era que a ese primer golpe le siguieran otro, y otro, y otro... Aurora se había subido a su regazo y no podía detenerse. La bomba de su interior había explotado y las palabras de Giovanni no dejaban de danzar en su cabeza. «He dicho que no». Siempre era «no»; siempre encadenada, presa de sus deseos, de sus exigencias. Encerrada de nuevo entre esas cuatro paredes que, aunque no fueran de colores pastel, seguían siendo paredes.

Lo único que había pedido era un poco más d libertad. ¿Qué había de malo en eso? ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en pisotearla? No era una muñeca ni un títere... No tenía ningún hilo con el que controlarla. Había sobrevivido al abandono de sus padres, a esos cincos años de humillaciones, maltratos y castigos en el orfanato; había perdido su infancia y a su familia sin derramar una sola lágrima. No había nacido para cumplir órdenes, no: había nacido para darlas, para rugir su nombre al mundo y que se la oyera.

Nadie se atrevió a acercarse a separarlos, salvo una persona: Giovanni, quien no dudó en agarrarla por la cintura para evitar que la disputa acabara siendo una carnicería.

El capo irradiaba enojo, su mirada lo confirmaba, y estaba enfadado con todos, pues ninguno había sido capaz de intervenir. También sentía furia hacia Aurora, que se había rebasado a la inmadurez de los demás, pero, sobre todo, estaba rabioso consigo mismo porque debería haberlo intuido. Lo peor de todo era que la joven no había apaciguado su temperamento y seguía retorciéndose entre sus brazos, tratando de seguir con la pelea.

—¡Suficiente! —gritó él, y eso bastó para que Aurora saliera de su trance, de su burbuja de caos y destrucción—. ¡¿Qué mierda te pasa?! —Al italiano ni siquiera le importó regañarla delante de todos, hasta que se percató de ese detalle. Manteniendo el brazo de Aurora firme en su agarre, se dirigió a Nina—: Ocúpate de Rinaldi, haz que alguien le vea esa nariz. Los demás ¿no tenéis nada mejor que hacer? ¡A trabajar!

Pero antes de que el líder volviera la cabeza para marcharse y mantener una conversación con su rebelde discípula, Rinaldi se levantó, todavía sangrando, con la única intención de amenazar a la mujer que acababa de romperle la nariz. Nina quiso intervenir, ordenarle que se estuviera quiero; no obstante, Giovanni fue mucho más rápido que ella. Él no vaciló y tampoco le tembló el pulso cuando le apuntó con el arma.

—¿Querías decir algo? —Su voz sonó tranquila, aunque intimidante. No iba a permitir que nadie se atreviera a cuestionar su palabra.

—No, señor —murmuró bajando la cabeza, totalmente sometido aunque incapaz de resistirse a mirarla y enfrentarse a esos ojos verdes.

Giovanni guardó el arma y, sin una sola palabra más, salió del gimnasio manteniendo la tenaza en el brazo de Aurora, que lo acompañaba rígida solo de pensar en las consecuencias de sus actos.

De nuevo en el despacho, él se mantuvo callado mientras buscaba el botiquín de primeros auxilios. Hizo que Aurora ocupara uno de los sillones para arrodillarse delante de ella y curarle los nudillos ensangrentados. Durante varios minutos Giovanni se mantuvo concentrado en su tarea bajo la atenta mirada de la muchacha.

—Lo siento —murmuró.

El italiano soltó un profundo suspiro para que ella lo oyera.

—¿Lo dices de verdad?

—No debí hacerlo —confesó—. Ir contra Rinaldi, pero estaba... enfadada.

—No puedes dejar que esa impulsividad te domine. —Por primera vez desde que habían vuelto al despacho, Giovanni alzó la cabeza para encontrarse con sus ojos, carentes de expresión, que lo único que evidenciaban eran unas disculpas vacías—. Aprende a respetar mis decisiones, es la última vez que te lo digo. Y controla esa violencia, sé más inteligente.

Aurora se mordió la lengua para acallar lo que iba a decir. En su lugar, asintió mientras se miraba las manos vendadas.

—Perdón —repitió, aunque no lo sintiera.

—La semana que viene entregarás otro paquete, pero esta vez te acompañará Nina, ¿está claro? —ordenó, aunque aquello había sido una sugerencia de su sobrina—. No quiero oír ninguna queja al respecto. Ahora vete y procura mantenerte lejos de Rinaldi.

—¿Temes que me haga daño?

Giovanni negó con la cabeza.

—Temo que se lo hagas tú a él.


Aurora mantenía la nariz dentro del cuello del jersey. De nuevo se encontraba en el metro, pero esta vez acompañada por Nina. Ya habían entregado el paquete y se disponían a regresar a casa. «Rutinario, aburrido y extremadamente fácil». Las palabras no dejaban de rondarle por la cabeza; sin embargo, decidió mantenerse en silencio, no rechistar ni poner mala cara. Lo único que la calmaba era pensar que algún día llegaría el momento. Su momento.

—¿Quieres que hagamos algo esta noche? —sugirió la Rubia—. Hace un mes que no salimos.

Aurora se encogió de hombros mientras se lo planteaba. No estaría mal ir a algún sitio, bailar toda la noche, gastar la energía acumulada y, tal vez, acabar en la cama de alguien. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba, que no se permitía dejarse llevar.

—¿Tienes algo en mente? —preguntó, y dejó que Nina hablara. Sin poder evitarlo, la mirada de Aurora empezó a viajar por aquel vagón pestilente mientras la voz de su acompañante se convertía en un murmullo de fondo.

Recordó al niño de la semana anterior, cómo había tratado de robar la cartera de la señora y había fracasado en el intento. De pronto, una idea le cruzó la mente. ¿Y si...?

—¿Me estás escuchando? —se quejó su compañera—. ¿Qué miras?

—Disimula —la avisó, dejando que sus ojos adquirieran un brillo de diversión poco usual—. ¿No has dicho que estabas aburrida?

Nina frunció el ceño mientras trataba de entender las intenciones de su amiga. No sabía lo que pretendía, pero no tardó mucho en averiguarlo. Sus gestos pronto la delataron y nadie pareció darse cuenta cuando la ágil mano de Aurora se coló en uno de los bolsillos del pasajero que tenían al lado, demasiado distraído con la pantalla del móvil como para percatarse de que se había quedado sin cartera.

—¿Qué? —preguntó Aurora una vez que su víctima bajó del vagón.

—¿Qué haces?

—¿Tienes algún problema?

La Rubia se quedó callada ante el tono y observó la intención de su compañera de repetir la hazaña.

—No tientes a la suerte —advirtió—. Que te haya funcionado una vez no significa que te salga bien una segunda.

—Es divertido. —Se encogió de hombros—. Además, no creo en la suerte, nunca nos hemos llevado bien.

Sabía que aquello iba a acabar mal y no se quería imaginar lo que diría su tío si llegaban a atraparlas o si la policía intervenía. No, no podía permitir que sucediera, que Aurora fuera tan irresponsable y que su inmadurez no la dejara razonar. Trató de impedírselo, de decirle que parara, pero fue demasiado tarde: ya se había hecho con una nueva cartera. No obstante, tal como había predicho, la señora se dio cuenta y los gritos no tardaron en oírse por todo el vagón.

Nina D'Amico no supo si esa suerte, la que Aurora parecía repudiar, las había ayudado, pero gracias a ella consiguieron salir antes de que las puertas del metro se cerraran y dejaran a la histérica señora en el interior. Las dos muchachas empezaron a correr hasta que la luz del día les dio la bienvenida de nuevo.

Atravesaban el parque cuando la más temeraria de las dos dijo mientras investigaba ambas carteras:

—Quiero repetir.

—¿Estás loca? —Nina la frenó deteniéndose en mitad del camino terroso—. ¿Eres consciente de lo que habría pasado si la policía nos hubiera detenido? Piensa en mi tío, en la organización.

—Ya, pero no ha pasado nada.

—Has sido muy imprudente, Aurora; por eso Giovanni no te da ninguna misión, porque solo piensas en ti.

—¿Imprudente? —Lo sintió como una bofetada. Empezó a caminar dejándola atrás, pero no sin antes decirle—: Tal vez lo sería menos si me dejarais hacer algo.

No quería oír ni una palabra más. Se había dejado llevar, no lo podía negar, pero nunca se había sentido más viva. Su cuerpo seguía eufórico, a tope de adrenalina. Na­die las había detenido, se encontraban en pleno parque caminando con exquisita calma, ¿por qué seguía regañándola?

Nina intentó llamarla, alcanzarla, pero ella ni siquiera se volvió. Siguió su camino sin dejar de pensar en lo que acababa de hacer, en cómo ese simple robo había avivado su llama abriendo una puerta que ya no querría cerrar jamás y que, sin saberlo, aquello había supuesto el principio de su identidad, de su historia.

Ese robo chapucero e improvisado fue el inicio de todo.

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