©Amor por Causalidad I (APC)...

By Mikigaiblog

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❤️FINALISTA WATTYS2021❤️ Ninguno imaginó que una coincidencia en el pasillo de la universidad cambiaría para... More

Introducción
Cap 1. Hela
Cap 2. Estani
Cap 3. Hela
Cap 4. Estani
Cap 5. Hela
Cap 6. Estani
Cap 7. Hela
Cap 8. Hela
Cap 9. Hela
Cap 10. Hela
Cap 11. Estani
Cap 12. Hela
Cap 13. Estani
Cap 14. Hela
Cap 15. Estani
Cap 16. Hela
Cap 17. Estani
Cap 18. Hela
*Inciso*
Cap 19. Estani
Cap 20. Hela
Cap 21. Estani
Cap 22. Hela
Cap 23. Estani
Cap 24. Hela
Cap 25. Estani
Cap 26. Hela
Cap 27. Hela
Cap 28. Hela
Cap 29. Hela
Cap 30. Hela
Cap 31. Estani
Cap 32. Hela
Cap 33. Estani
Cap 34. Hela
Cap 35. Hela
Cap 36. Estani
Cap 37. Hela
Cap 38. Estani
Cap 39. Hela
Cap 40. Estani
Cap 41. Paola
Cap 42. Hela
Cap 43. Hela
Cap 44. Estani
Cap 45. Hela
Cap 46. Paola
Cap 47. Hela
Cap 48. Hela
Cap 49. Estani
Cap 50. Paola
Cap 51. Estani
Cap 52. Estani
Cap 53. Hela
Cap 54. Hela
Cap 55. Hela
Cap 56. Hela
Cap 57. Estani
Cap 58. Hela
Cap 59. Paola
Cap 60. Hela
Cap 61. Hela
Cap 62. Paola
Cap 63. Hela
Cap 64. Estani
Cap 65. Hela
Cap 66. Estani
Cap 67. Hela
Cap 68. Hela
Cap 69. Hela
Cap 70. Estani
Cap 71. Hela
Cap 72. Hela
Cap 73. Hela
Cap 74. Hela
Cap 75. Estani
Cap 76. Hela
Cap 77. Hela
Cap 78. Estani
Cap 79. Paola
Cap 80. Hela
Cap 81. Estani
Cap 82. Hela
Cap 83. Hela
Cap 84. Estani
Cap 85. Paola
Cap 86. Hela
Cap 87. Hela
Cap 88. Estani
Cap 89. Hela
Cap 90. Hela
Cap 91. Hela
Cap 92. Estani
Cap 93. Hela
Cap 95. Estani
Cap 96. Hela

Cap 94. Paola

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By Mikigaiblog

Había anochecido hacía tanto que habíamos perdido la noción del tiempo y estaba cagándome en cualquier dios o diosa meteorológica que existiera porque con las insoportables nevadas nos habíamos quedado atascados en mitad de la carretera de camino al aeropuerto para recoger a la madre de Amadeo. Para colmo nos habíamos quedado sin batería en el móvil por haber pasado la tarde en su casa echando batallitas a su videojuego favorito y no podíamos avisar a nadie. Me arrebujé en mi abrigo y me froté los brazos desesperada porque teníamos que elegir entre pasar frío y conservar la batería del coche o poner el aire acondicionado y morirnos del asco en aquella cuneta esperando a que algún ser altruista nos recogiese.

—¿Quieres mi chaqueta? —me ofreció Amadeo con las cejas fruncidas, preocupado más por mí que por la situación.

—No seas memo, puedo arreglármelas con el mío. —Exhalé un largo e impaciente suspiro, aquella situación me superaba, y me desabroché el cinturón—. Necesitamos salir del coche, que nos vean y nos dejen un teléfono para llamar a la grúa. Alguien pasará por esta carretera, digo yo.

—Saldré yo —dijo imponiéndose antes de que pudiese poner objeciones.

Se quitó el cinturón, abrió la puerta sujetándola para que el viento no la arrancase de cuajo y salió tras un estruendoso portazo que me dejó sorda. Después de rebuscar en el maletero y vestir un chaleco con bandas reflectantes, luchó contra la ventisca para ponerse en medio de la carretera. Desde la posición del coche con las luces de emergencia y los focos encendidos podía ver a Amadeo haciéndoles aspavientos a los árboles, porque no había un alma que cruzase aquella vía. Y con razón, quién se atrevería a coger el coche en aquellas condiciones. Eso sin mencionar que Amadeo había pensado que tenía cadenas de repuesto en el maletero cuando no era así, y con mucha suerte nos habíamos podido detener a un lado antes de que el coche empezase a hacer piruetas. Cada pensamiento me desesperaba más.

Me reuní con él en las afueras con un poco de esfuerzo. La nieve invadió el interior de mis botas y estuve a punto de pegar un grito de rabia.

—Podrías haber revisado si llevabas las cadenas al menos —le repliqué al posicionarme a su lado.

El viento era terrorífico y hacía que el frío nos calara los huesos.

—¿Qué haces aquí? Métete en el coche.

Lo miré de reojo retándolo a que me echase de la carretera y rodó los ojos.

—Tenía prisa, ¿vale? Mi madre es muy impaciente, ya lo sabes.

—Vamos al coche, anda —le rogué pegándome a él como una lapa—. Hace frío y, si se acercase algún vehículo, veríamos las luces de lejos.

—No con esta ventisca, Paola.

—¡Pues nada, aquí te quedas!

Me volví dando pisotones y hundiendo los pies en la nieve, furiosa. Nunca me había gustado, nunca. Tan bonita, tan llamativa, y yo prefería utilizar el paraguas antes con la nieve que con la lluvia.

—¿¡Es que pretendes que pasemos la noche en el coche!? ¡Nos moriremos congelados! —me gritó desde atrás.

Me giré irritada y lo amenacé con un dedo.

—No vuelvas a gritarme.

Me ignoró soltando un resoplido quejumbroso al pasar por mi lado, abrió la puerta y me propuso que entrase haciendo un gesto con el brazo. Lo hice, aunque no porque él me lo pidiera. Ya me castañeaban hasta los dientes del frío, teníamos que hacer algo. Amadeo entró después y con el pasar de los minutos nuestras esperanzas se fueron yendo al traste. Los cristales no hacían más que empañarse con nuestro aliento, lo que dificultaba que pudiésemos ver si se acercaba algún coche, y la tormenta de nieve parecía estar empeorando. Limpié parte del cristal con la manga del abrigo y apoyé la frente rendida.

—Debiste haber revisado lo de las cadenas al salir.

—Lo hice —espetó sombrío.

—Espera, ¿cómo? ¡Me dijiste que se te habían olvidado!

—¡Se me había olvidado que se las había prestado al padre de Estani para el viaje!

Nunca había discutido con Amadeo y sabía que ambos teníamos mal genio. Enfadarnos no iba a solucionar aquel momento de mierda, debía pensar con claridad. Entonces, sacó su cajetilla de tabaco, se posó un cigarro en los labios y lo encendió con el mechero que guardaba en un bolsillo.

—Estás loco si piensas que voy a tragarme ese humo aquí encerrada.

—Necesito calmarme, por favor. Solo unas caladas y lo apago.

Me crucé de brazos con el orgullo carcomiéndome por dentro y preferí desviar la vista al exterior. Todo nuestro alrededor era negro, azabache, un precipicio desolador.

—¿Sabes si hay casas o algo por aquí cerca?

—Ni idea —dijo emitiendo un sonido de placer al expulsar el humo.

—No tenemos batería en el móvil, hace demasiado frío para quedarnos aquí y parece que nadie tiene intenciones de pasar por... —Iba a volver a quejarme sobre lo malditamente solitaria que era aquella carretera cuando, de repente, vi una luz acercándose por el espejo retrovisor—. ¡Amadeo, alguien, atrás!

—Fíjate bien en las ruedas —me pidió.

—¿Qué dices, loco? ¡Tenemos que bajar a pedir ayuda!

—¡Las ruedas, Paola!

El camión pasó a una velocidad irregular, como si tratase de correr y las ruedas se bloqueasen cada ciertos metros. Para nuestra suerte, con los focos del coche de Amadeo pudimos contemplar sus ruedas libres de cadenas. Mi chico me guiñó un ojo, arrancó y metió la primera marcha. Derrapamos un poco hasta posicionarnos.

—Si el camión puede circular, nosotros también —dijo.

Tenía razón. Sus ruedas pesaban lo suficiente para aplastar la nieve y abrirnos camino a donde fuese que pudiésemos llegar con aquel vehículo como escudo. Utilizaríamos sus pisadas. Seguimos avanzando un buen rato a paso lento por si acaso nos veíamos en la obligación de detenernos de nuevo cuando el camión giró a la derecha y el estómago nos dio un vuelco. Amadeo tiró del freno de mano de sopetón, esa no era la dirección al aeropuerto.

—Si queremos llegar a algún lugar y no volver a estancarnos en medio de la carretera, no nos queda otra —musité. Él chasqueó la lengua irritado—. No te preocupes, cariño. Llamaremos a tu madre cuando nos topemos con alguna gasolinera.

—¿Por qué no te gusta la nieve? —me preguntó cambiando de tema mientras ponía en marcha el coche.

—Porque me parece peligrosa. A la gente le encanta incluso si la ciudad se inunda de nieve, hacen muñecos, ángeles y juguetean por las calles, pero ignoran que es tan peligrosa como el fuego —le expliqué empezando a relajarme—. En Sierra Nevada, una de las veces que visité la montaña para practicar snowboard, salí disparada al caerme.

Amadeo se carcajeó y le asesté un manotazo en el brazo.

—Ríete, pero no fui consciente de que me había esguinzado dos dedos de la mano hasta que llegué a casa y entré en calor.

—¿Qué tiene eso de malo? —inquirió con la típica sonrisa traviesa que tanto me gustaba. Su ojo me observó de soslayo y le mandé un besito al aire.

—Supongo que nada, aunque me preocupa lo despreocupados que nos volvemos cuando se trata de nieve.

—Mira, allí arriba se ven luces.

—¿Allí arri...?

No tuve tiempo suficiente para asimilar la palabra que había recitado, volví la vista al frente y contemplé que habíamos incluso conseguido adentrarnos en una cuesta empinada. Lo mejor era que parecía terminar pronto y había luces a lo lejos que relampagueaban en señal de vida. En señal de civilización y, lo más posible, de un teléfono con el que pedir ayuda para volver a casa.

—¿Ves, tonta? Tanta preocupación y...

—Amadeo —lo interrumpí sujetándome a la tela de su chaqueta porque necesitaba aferrarme a algo real—. No nos estamos acercando a las luces, son ellas las que vienen a nosotros.

—¿Cóm...? —empezó a preguntar, pero enseguida pudo observar lo mismo que yo.

Eran las luces de un vehículo las que se aproximaban y no lo hacían a una velocidad normal. La ventisca amainó un solo instante como si nos estuviese dando la oportunidad de avistar el peligro que se avecinaba. No eran luces, eran los faros del camión que nos había guiado hasta allí y que había perdido agarre al pavimento cayendo así cuesta abajo y en picado. Ahogué un grito de horror al ver que nuestro escudo se había convertido en un proyectil, Amadeo metió marcha atrás a toda prisa y, al pisar un bache que habíamos atravesado con anterioridad, el trasero nos rebotó de los asientos y su cigarro cayó a la moqueta. Trató de apagarlo dando pisotones con un solo pie, pero no había tiempo para eso.

Entonces, solo entonces, fuimos conscientes de que se nos había olvidado abrocharnos los cinturones al volver al coche. La maldición de la nieve, pensé. «Abróchatelo», me gritó Amadeo, aunque él seguía con las manos ocupadas en el volante. En cuanto el camión estuvo a unos pocos metros de nosotros, Amadeo tomó la decisión de dar un volantazo y sacarnos de la carretera antes de que las toneladas de aquel gigantesco vehículo nos aplastasen a su paso. Grité horrorizada. El coche patinó y rodó cuesta abajo antes de estrellarse contra el enorme tronco de un árbol a lomos de la carretera.

Soñé que me ahogaba en mi propia sangre y que el fuego de un cigarro derretía la nieve.

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